Capítulo II. "Regalando sonrisas y vendiendo abrazos"

Una taberna se encontraba en su horario más transcurrido. El bullicio de aquellos hombres sin ocupación ni oficio a esas horas, hacía casi imposible tener una conversación amena o un momento agradable para sentarse a disfrutar de un buen vino o fría cerveza.

Greca servía tragos y limpiaba las sucias mesas en la tarde, antes de ir a su habitación a darse un baño y vestirse para su oficio nocturno. No le encantaba aquel trabajo, pero era la única condición impuesta por los dueños de la taberna para darle un techo a ella y a los tres niños que la acompañaban.

El manoseo constante y depravado de algunos hombres le hacía perder la paciencia, aunque ya muchos se limitaban solo a mirarla con deseo y aguantarse las manos en los bolsillos, a sabiendas que a "La Greca" era peligroso hacerle perder los estribos. No sería la primera vez que un malandro desapareciese de manera misteriosa tras propasarse con la fiera fémina. Los contactos de una mujer así podían ser amenazantes.

Trastocada por el encuentro de la noche anterior, no dejaba de pensar en las palabras de la hija de Sir Esteban. Como dagas punzantes cada duda se asentó en su mente, recordando cuando ella misma alguna vez deseó cambiar su realidad, y eliminar con sus propias manos todo rastro del tirano reinado que los aprisionaban.

Pero era sabido que una simple mujer no podría nunca hacerlo sola. Quién en su sano juicio la ayudaría en aquella locura, cuando todo un reino no era capaz de ponerse de acuerdo para irse en contra del mal que los tenía presos en su propia tierra.

Había visto desaparecer a muchos de los suyos. Sus propios padres fueron "conejos escondidos por el mago", hasta que una fatídica noche sus pertenencias fueron halladas a un costado del río que cruzaba el distrito, ensangrentadas. Nunca supo del paradero de sus progenitores, o si seguían con vida después de eso.

Era demasiado precavida como para aventurarse al mismo destino que sus insensatos padres, o de los opositores que tarde o temprano iban cayendo uno por uno a merced de la monarquía y sus secuaces.

«¡Te falta el deseo de andar libre!», recordó las palabras de la noble. No le faltaba el deseo, sino la audacia de cumplirlo. No ganaba nada con darle vueltas al asunto, ni atormentarse con las palabras de una ignorante niña rica. La vida era muy fácil para los nacidos en buena cuna, si tan solo Camill valorara más su posición social, quizás no fuera tan denigrante para Greca el haber intercambiado aquellas palabras la noche anterior.

—No es más que una malagradecida —dijo para sí misma, frustrada.

Algo estaba claro, la cortesana tardaría unas noches en volver a conciliar el sueño, luego de que una noble con aires de heroína decidiera dañarle el orgullo. A veces los cambios comienzan por uno mismo, como llama tenue que va cogiendo fuerzas de a poco en el interior.

...

Camill no se rendía a la posibilidad de escapar de casa. No era fácil el andar a pie desde sus dominios hasta el pueblo más cercano de la zona. Sus tierras abarcaban toda la zona fronteriza entre los distritos tres y cuatro, con una amplia llanura y un sendero limpio que impedían la fuga de alguien sin ser visto.

Solo le quedaba robar algún corcel del establo, o esperar a la próxima visita al pueblo para ahí poder marcharse a hurtadillas. Sus desventajas: no era diestra en el arte de cabalgar, ni había salido lo suficiente de casa como para conocer el pueblo con la precisión requerida para escapar.

Pero algo era mejor que nada, se estaba quedando corta en tiempo y sin opciones. No era una mujer de desesperos ni premuras; calculaba cada paso, aunque siempre podía haber un margen de error, como sucedió la noche anterior con la cortesana.

Esa tarde estaba leyendo junto a su madre, la cual parecía no haber avanzado nada en el bordado que llevaba días realizando. El silencio, más que ser incómodo, le permitía a Camill escuchar un poco la efusiva conversación de su padre con varios negociantes del pueblo del distrito tres.

Hablaban sobre el mercado, la donación de varios coches con alimentos e insumos traídos en un barco de un reino vecino, hacia la costa norte del reino, a unas cuantas horas de ahí. Conversaciones que hacía unos meses no tenían sentido para ella ahora le parecían poco menos que indignantes. Querían acaparar todo y convertirlo en mercancía para vender después en varios distritos, a precios módicos y como "premio de los altos nobles a su pueblo por resistir a tan desafortunado período de crisis".

Hojeaba el libro sin atender prácticamente a su lectura, no podía concentrarse al saber que algo tan bárbaro e injusto no era la primera vez que se hacía. Era como regalarte una sonrisa y cobrarte luego los abrazos, un gancho para seguir dominando a un pueblo sumiso y conformista.

Cerró el libro cuando dejó de escuchar palabras de su interés. Miró a su madre, taciturna y callada como siempre, y le pareció lamentable ver a una mujer tan falta de vida y voluntad. ¿Ese era el destino que le deparaba a ella misma?

—Volveré a mi recámara —anunció a su madre. Se levantó del mullido sofá y guardó el libro en la estantería—, con su permiso.

—Ve con cuidado —respondió la señora sin mirar a su hija—. No hagas ruido para no molestar a las visitas.

Tanta etiqueta y aquel tono sumiso y miedoso le parecían ridículos, pero asintió sin más, marchándose.

Tenía más que claro que sus sueños poco o nada convergían con la realidad que le estaban plantando en cara por su posición; sería ella dueña total de su vida y sus acciones. Y así, daría descanso a la promesa que había hecho de ayudar al reino a encontrar la verdadera gloria de una vez por todas.

Con o sin la ayuda de La Greca...

...

Mientras tanto, el pueblo más cercano terminaba los preparativos de una feria, conmemorando otro aniversario más de la ocupación de la casa Trocass al trono de Ubka.

Los puestos se llenaban de comida ese día, más económica que lo usual, y de procedencia que no parecía ser de los alrededores. Tampoco importaba a nadie, era comida, al fin y al cabo. La alta monarquía, además, aseguraba para el día siguiente la donación de mantas, velas y un poco de pan para los más afectados, como era costumbre cada año. Llevaban demasiado tiempo comprando las mentes de aquellos pobres hombres y mujeres, adoctrinados ante la ignorancia de merecer algo más de lo que les era concebido.

—La crisis es temporal, nuestros gobernantes están haciendo todo lo que está en sus manos —decía un pueblerino.

—Nuestra economía no mejora por la presión política que nos imponen los reinos vecinos —argumentaba otro.

—Debemos agradecer de lo poco que tenemos —decía alguien más por ahí-, algo es mejor que nada.

Sus pensamientos, justificantes de los males que les acarreaban, no eran más que palabras impuestas y obligadas. Cuando llevas años repitiendo una mentira comienzas a creer que es verdad, así pasaba con prácticamente medio reino. Los aristócratas las decían como forma de mantener su poder, con un perfil que les permitiese seguir disfrutando de sus beneficios y riquezas. Los pobres, necesitaban conservar la fe ante falta de un despertar diferente. No podían creer en culpar a los suyos propios, por lo cual siempre era una plaga, un mal trato con un reino vecino o una mala cosecha las causas de tan desigual economía.

Greca se había cansado ya hacía tiempo de ir contracorriente y, aunque no repitiera las mismas mentiras que casi todo el pueblo, prefería callar antes que llevar la contraria. La cicatriz en su espalda y la antigua fractura en su muñeca fuero una vez el resultado de ir en contra de los retorcidos pensamientos de un cliente aprovechado. Jamás olvidaría el día en que sintió que casi muere tan solo por abrir la boca.

No, ya era mucho más inteligente que antes, aunque... ¿por qué le resultaba tan molesto en esta ocasión, ver la sumisión y lamedura de botas de sus conocidos hacia la corona?

Esa noche no durmió tranquila. La cama se le hizo más pequeña. Acomodó a los niños con calma y abrió la ventana de su cuarto. Envuelta en una fina y desgastada manta, se dejó llevar por la sensación del aire fresco en su nariz y labios.

Miró al cielo, tan bonito y profundo, lleno de estrellas. Luego miró a la calle, tan oscura y apagada. Los gemidos de una prostituta de barrio siendo perpetuada en una esquina tras montones de basura, el tío borracho que siempre se tumbaba frente a la taberna a esperar a que saliese el Sol, los gatos fajados por huesos sin carne y manzanas podridas, y la guardia real haciendo caso omiso a toda esa baja social a falta de interés en gente sin valía alguna; todo lo mundano y banal que pudiese imaginarse estaba justo bajo sus narices.

Era triste, le comía demasiado la cabeza.

El fuerte tocar de la puerta le alertó. A esas horas solo podía ser alguno de sus caseros. Se envolvió mejor en la manta y abrió con rapidez, antes de que el ruido despertara a los niños. Era el dueño de la taberna, borracho como casi siempre. Greca dio un paso hacia adelante con sigilo y entrecerró la puerta.

—En unos minutos bajo —le dijo, ya sabiendo sus intenciones—, déjame alistarme.

—Hoy no te quiero a ti. —La apartó de un golpe y abrió la puerta de forma brusca.

Los tres niños se despertaron asustados. Antonia, la mayor, abrazó a sus hermanos temblorosa, y rápidamente se arrinconaron en una esquina de la cama pegada a la pared.

Greca arañó y empujó al viejo hombre, pero su peso y estatura eran demasiado para ella. Solo conseguía darse a sí misma a son de no poder controlar sus golpes. Gritaban, pero nadie los ayudaba, ni siquiera la mujer del casero, o sus hijos que seguramente ya sabían de las conductas de su padre cada vez que tomaba de más.

—¡Deja a los niños, Gustalvo! —le gritaba mientras intentaba desprender el agarre del hombre del tobillo de Antonia, la mayor—, me tienes a mí. Yo te haré lo que tú quieras, voy a hacerlo mejor hoy.

—Calla, puta, quiero a la niña —tomó a Antonia delante de sus hermanos, quienes lloraban tras la Greca tirada en el suelo—. O me la pones fácil o te la voy a hacer difícil, muchacha.

—¡Greca, no quiero! —lloraba la pobre infante—. Me dijiste que aún no tenía edad, que me ibas a cuidar de él. ¡Grecaaa!

La de ojos canela en un último intento se lanzó contra Gustalvo, intentando tomar a la niña sin lastimarla. Los niños lo golpearon, pero esto solo lo hizo enojar, arrojando a uno de ellos escaleras debajo de una patada. Greca y Antonia se paralizaron, esta última gritó por su hermano, pero su cuerpo cedió para que el casero pudiese llevarla a la habitación de al lado y cerrar la puerta, en lo que Greca bajaba corriendo a cargar al pobre niño desmayado y cubierto en sangre por el duro golpe.

El resto de la noche nadie pudo dormir. Los gritos y gemidos de dolor de Antonia hacían eco por todo el cuarto. Cada uno era una dolorosa puñalada para la cortesana, quién revivía con pesar el momento en que fue ella la violada hacía años atrás, y su cuerpo reaccionaba con espasmos y escalofríos que amenazaban con hacerla perder la cordura. Entre lágrimas y mucha ira solo podía repetir en su cabeza una y otra vez: «Te falta el deseo de andar libre...».

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