Capítulo I. "La venda y el bastón de ciegos"

Una joven de ojos canela y poderoso andar, se paseaba en las noches de un pueblo en decadencia. Su revelador escote, y aquella abertura lateral en su vestido, llamaban la atención de los ya conocidos hombres que la veían avanzar.

"La Greca", belleza prodigiosa aunque no casta; mirada altanera y boca audaz, era la sensación del distrito 4 y cada aristócrata en la zona había podido comprobar su valía a cambio de las monedas o joyas que le permitían comer cada día, y darles amparo a los niños menos favorecidos, como lo había sido ella hacía pocos años atrás.

A sus cortos diecisiete tenía más trucos bajo la manga que cualquier mago. El arte del engaño y la seducción eran sus armas en un reino donde no quedaba de otra que nacer en casa de aristócratas, o servirle al séquito de la familia real. Desgraciadamente, para la hija de unos sucios opositores exiliados no quedaba de otra que sobrevivir, y adaptarse la su realidad mientras amainaba el dolor de otros tantos niños tan desafortunados como ella.

Greca creció añorando el cambio, pero jamás sería ella partícipe del mismo. Era demasiado reservada a acciones que pudiesen perjudicar lo poco que había logrado para ella y los suyos, incluso cuando la miseria se asomaba cada tanto, junto al asco sobre sí misma cada vez que le tocaba bañar su profano cuerpo.

Esa noche Greca tenía una cita ya repetida en otras ocasiones. Esperaría a que el coche de Sir Esteban la recogiese en la esquina de siempre, para salir de su distrito hacia las afueras del continuo, donde residía el noble. No era ni mucho menos un apuesto galán, sino más bien un viejo aristócrata de poca monta, de la facción aliada a la casa real, en el depravo de llevar a una mera cortesana hacia la casa de campo que compartía con su mismísima mujer, para otorgarse el sucio placer de engañar a su esposa en sus narices, y en las narices de su hija.

No podía darse el lujo de ser escrupulosa. La de ojos canela tenía problemas que resolver y bocas que alimentar. "La Greca" solo cumplía caprichos sin decir nunca una palabra. Si alguien conocía bien la suciedad de la alta sociedad de varios distritos de Ukba, era ella. Su vida muchas veces corría peligro por eso, pero ya llevaba sus años en el oficio como para haberse ganado un poco de la confianza de los nobles a los cuales servía de placer.

...

Camill bailaba despacio. Su agraciado y menudo cuerpo se movía en ágiles y precisos pasos, a escondidas en su habitación. El vinilo que repetía una y otra vez la misma tonalidad ya estaba tan desgastado como sus zapatillas, aquellas que compró a hurtadillas en una feria sin que sus padres se dieran cuenta. Siempre fue su sueño poder bailar, desde que vio por primera vez una caravana de artistas ambulantes, donde una joven de piel aceitunada y rasgos exóticos se movía de un lado a otro al ritmo de las palmadas y acordes de los músicos que la acompañaban.

No era de esperar que la joven de una casa noble tuviera gustos tan excéntricos. Camill debía ser una dama de buen porte y dominio de las artes que su privilegiada posición le aportaban, a pesar de pertenecer a un linaje de poca monta dentro de la sociedad aristocrática de su distrito. Vivía en las afueras, alejada de los pequeños y tristes pueblos colindantes donde más de una familia podía darse el lujo de comer dos veces al día. Pero, al mismo tiempo, las cenas de aquella casa no les llegaban a los talones a los grandes banquetes que tuvo la oportunidad de presenciar en más de una ocasión.

Su otra pasión era la escritura. Sus cuadernos los escondía muy cerca de sí, debajo de su cama. En ellos relataba paisajes ficticios y situaciones idílicas, sueños que le eran recurrentes sobre aventuras más allá de los dominios de sus padres. Su mayor añoranza no era bailar, o ser escritora. No, era demasiado banal pensar en sí misma cuando sabía la necesidad del cambio que enfrentaba su reino de hacía mucho tiempo. Tuvo en su poder un día fragmentos de un viejo libro de historia, encontrado en el sótano de su hogar. A un lado, el diario de un antiguo sirviente, guerrero en la lucha que llevó al reino de Ukba a la "victoria", donde se relataban las promesas nunca cumplidas, y las conspiraciones que debieron ocurrir internamente para que los antecesores de los actuales reyes cogieran el poder.

Ukba había sido ultrajada de su propio pueblo, por su propio pueblo.

La casa real sembró su poder a base de vendas y bastones de ciegos, engañando a muchas personas para que se ensuciaran las manos por ellos. Camill no sabía la verdad absoluta, y muchas palabras de aquel maltrecho diario le resultaron difíciles de creer, pero estaba clara la desigualdad de clases y el hambre que abundaba en sus tierras. Era una joven de casa noble, pero no una niña ilusa e incrédula.

Llevaba meses escuchando en secreto las reuniones de su padre con sus amigos y compañeros de negocios. Sabía todo sobre la dudosa procedencia de las pertenencias de su familia, el mercado negro del distrito y el uso de personas como "mano de obra barata" para sus planes. Sabía también sobre las aventuras de su progenitor, y la existencia de una persona que, de tenerla de su lado, podría abrirle las puertas a todos los sueños y aventuras reflejadas en sus cuadernos y diarios.

Camill no deseaba más danzar en secreto, ni esconder sus pensamientos; menos deseaba seguir aparentando ignorancia cuando su mente iba más allá de cualquier costumbre y etiqueta implantadas desde su infancia. No se casaría por conveniencia social, o para complacer a la facción a fin con la casa real y así elevar su estatus. Necesitaba ser libre, aunque eso significase perder todos sus privilegios, o incluso ser exiliada... o desaparecida.

Ese día era el indicado. El vinilo dejó de sonar y su danzar cesó. Agarró sus pertenencias: una toalla perfumada y un peine de cerdas finas que le ayudarían a desenredar su cabello. Se dispuso a darse un baño -de agua helada, por la necedad de no querer que ninguna sirvienta le interrumpiese-, para proceder a ocupar su vestimenta más liviana y casual. Ya con los nervios fuera de su cuerpo, y quitado todo rastro de sudor u olores tras el arte de su anterior ejercicio, vestida y preparada salió de su habitación con total naturalidad, como cualquier otra tarde.

Afuera ya estaba oscuro a pesar de ser todavía temprano. Sin embargo, unas cuantas linternas de alcohol alumbraban el interior, siendo reguladas y rellenadas a cada tanto por la servidumbre. Su madre se encontraba en la sala de ocio, tejiendo un bordado con rostro cansado y postura rígida. Pobre mujer, desafortunada dentro de su aparente fortuna. Casada con un hombre al cual nunca ha llegado a amar, vendida a una facción a la cual su familia decidió pasarse por mera conveniencia económica y social y no por convicciones. Una apagada fémina en sus años más tristes y severos.

Su padre no se encontraba por los alrededores, pero Camill ya conocía exactamente su ubicación. Aquel viejo sinvergüenza estaría nuevamente en la habitación a un costado del granero, fuera de la casa escondida tras el jardín. Ahí tenían lugar sus reuniones más confidenciales, y los amoríos recurrentes que se presentaban a cualquier hora, cuando su poca y sucia hombría le picaba.

...


Greca apretaba los puños, agarrada de las sábanas. Gimió no por placer sino como mecanismo automático de atracción y falso deseo. Aquello encendía la llama de cualquier hombre. La pierna expuesta por la raja de su falda subió hasta la espalda baja del viejo que jugaba entre su pecho y su cuello con la lengua, como animal desenfrenado y ansioso. Le acercó aún más hacia ella, sentada en el borde de la pequeña cama, haciendo de guía hacia dónde le era más soportable el manoseo de aquel hombre.

Curvó su espalda y posó su mano en el miembro eréctil, frotó sobre la tela hasta hacerlo endurecerse todavía más, palpitante a pesar de su poca robustez y longitud. Abrió los ojos intentando concentrarse en algún objeto enfrente de sí, cuando notó cómo unos ojos curiosos husmeaban por una rendija en la agrietada puerta de madera del cuartucho.

Sonrió, aunque no pudo reconocer aquel rostro por el contraste de luz entre la habitación y el exterior. Era muy poco visible a menos que forzara bien la vista. Sonrió ante el morbo, sin intención de parar su acto de lujuria. Se dejó llevar por el placer que le provocó saber que alguien más los observaba, y dio el mejor espectáculo que pudo para su cliente, y para el misterioso espectador.

Fue rápido de todas formas. Sir Esteban no era un hombre capaz de controlar y dominar sus impulsos. Fácil de complacer y de paga decente para lo poco exigente que podría ser, en comparación con otros nobles. Un viejo muy simplón y aburrido, sin cualidades sobresalientes en ningún aspecto de Greca hubiese conocido de él.

El aristócrata se acomodó las prendas y salió del cuartucho tras un tosco beso, la paga y pocas palabras de intercambio. «Ya sabes por dónde salir hasta el coche, no demores», fueron sus palabras antes de pasar la puerta y dirigirse rumbo al interior de su casa.

Greca esperó unos minutos, todavía con sus prendas en el suelo, a que el fisgón quisiera aparecer ante ella. Tal vez corría con suerte y podía sacar unas monedas de más aquella noche. Su sorpresa ocurrió cuando ante ella se presentó una joven aproximada a su edad, de cabello claro y ojos miel, piel pálida y ropaje fino. Su rostro delataba de quién podría tratarse, por la similitud en sus rasgos con las del hombre que hacía poco había salido de ahí.

Un tanto reservada, con los nervios a flor de piel pero una resolución innegable, destinó sus palabras con total franqueza hacia la cortesana.

—Soy Camill, la hija de tu... cliente —. Los ojos de la joven dudaban en perder el contacto visual, quizás por los nervios o por la falta de ropa de Greca en ese momento—, me urge hablar contigo.

—Si tu padre requiere de mis servicios no pienso negarme por el reclamo de su hija —le interrumpió Greca, previendo por qué camino iría la conversación—, yo y varios niños comemos de esto.

—¿No te cansa vivir así?

Camill se acercó a ella, a pesar de su nervio y timidez. La curiosidad era mucho mayor que el pudor que podría haber sentido en otra situación.

—¿Así cómo? —preguntó Greca, confundida por el interés y la falta de maldad o cinismo en las palabras de su acompañante. Se tapó un poco el cuerpo, presa de la incomodidad de la situación—, es... esto me da de comer, protege el techo donde duermo y cuida a niños que no pueden valerse aún. No soy ninguna moralista ni lo hago por la mejor causa del mundo, pero es dinero fácil que garantiza mi seguridad. Además, ¿me acabas de ver intimando con tu padre y lo que más te preocupa es mi vida?

—Tu seguridad estuviese mejor garantizada si cambiaras la realidad en la que vives —. Camill apartó la mirada luego de mucho intentar mantenerla. Se echó hacia atrás y se recostó a la puerta cerrada. Dudó en cómo expresarse mejor—. Sé que no soy quien para decirte la forma en que debes vivir, pero no creo que te hagas ningún bien, o a esos niños, si no aportas al cambio.

—¿Tú qué sabes? —soltó Greca, incrédula por las palabras de la joven en frente suyo.

—¡Lo suficiente como para no llevar más una venda en los ojos! —exclamó la noble—, ni seguir el juego de mis padres, ni de los padres de ellos, que prefirieron callar y engordar sus bolsillos a base de farsas y explotación de los más débiles. Este reino no es ni será la promesa que se hizo hace más de medio siglo. ¿Acaso no sientes la necesidad de ser libre, poder expresar lo que sientes, conseguir un trabajo digo con una paga decente, y ver nuevamente a aquellas personas que te fueron arrebatadas por pensar diferente?

La voz de Camill era agitada, llena de vigor y tristeza entremezcladas. Pisaba terreno pantanoso para la mente de cualquier persona de clase baja, pero no quedaba de otra que ahondar en las frustraciones más evidentes.

La cortesana comenzó a vestirse, ya cansada de la habladuría sin sentido de la hija de Sir Esteban. Una joven de casa noble jamás podría entender nada sobre la vida en las zonas más centrales de los distritos. Aunque su fortuna fuera mínima; solo unos nobles utilizables y desechables por los altos mandos de la corte, seguía vistiendo telas finas y teniendo pan en la mesa y chimenea en los días gélidos.

Sus palabras no eran más que una sarta de tonterías huecas sin corazón de quien las vocifera. Cuánta ignorancia disfrazada de justicia. Se hartó, agarró sus cosas y apartó a Camill de la puerta para salir. Fue detenida por la pequeña y delicada mano de su contemporánea, la cual por unos segundos apreció en su cálido y suave tacto, desprovisto de callosidades o asperezas. Luego se soltó y siguió andando.

—Te falta un poco de calle y hambre para volver a dirigirte a mí de esa forma —escupió con desdén.

La de ojos color miel habló bajo, de forma casi imperceptible, pero hizo erizar la piel de la de ojos color canela.

—A ti te falta el deseo de andar libre, sin el bastón de ciego que portas en tus equivocados pasos.

A la ausencia de quien hacía unos segundos impregnaba aquel cuartucho de olor a sudor y perfume barato, se sumó la penumbra tras apagarse el último rastro de alcohol en la linterna de la pared. Camill resopló, furiosa. Todavía no era tiempo de irse de ahí, debía convencer a "La Greca" de sacarle de aquel dominio. No podía confiar en una servidumbre sumisa, ni en unos nobles de doble moral y trato con sus padres. Su única opción era una cortesana del exterior con la cual su progenitor adulteraba a cada tanto, muy a su pesar.

Daba lástima que una "noble ignorante" tuviese mayor resolución en su causa, que aquellos verdaderamente afectados. Ese reino estaba podrido hasta ese punto...

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