La Fábrica de Recuerdos
La fábrica de recuerdos era uno de los lugares más bonitos de la ciudad, al menos desde fuera. Las paredes huían de las líneas rectas y las ventanas parecían sacadas de algún reino submarino. Toda la fachada estaba esculpida con representaciones de eras pasadas que se modernizaban a medida que avanzaban hacia el cielo, y el vapor que surgía de las chimeneas espirales alcanzaba varias tonalidades que poco tenían que ver con el gris que manaba del resto de las de la ciudad.
Pero si de día ya era un paraje mágico y maravilloso, de noche alcanzaba su máximo esplendor. El humo combatía la oscuridad con destellos multicolores y Eva se dejaba hipnotizar por cada uno de ellos, excepto cuando se concentraba en la chimenea oscura, la única que no parecía estar construida a base de sueños. La forma cilíndrica y su gran altura la hacían destacar sobre las demás y, aunque lo habitual era encontrarla en desuso, de vez en cuando se ponía en marcha. Cuando eso sucedía, un extenso humo negro surgía de ella, recorría las calles y, en ocasiones, incluso causaba ceguera.
Pronto sería San Valentín y, como siempre por esa fecha, se activaría con aquel recuerdo que tanto tenía que ver con ella. De todos los días del año, ese era el único en que rompía su ritual de sentarse en un banco frente a la fábrica, y se encerraba en casa para encender una vela de aniversario y abrazarse a la ausencia.
Como cada atardecer, Eva se sentó en su banco y observó los juegos de humo y luz que surgían de las chimeneas. Pasó allí un largo rato, hasta que la noche cayó y los destellos se adentraron en las callejas. Entonces, se puso la gabardina y agarró su bolso. Fue en ese instante cuando se dio cuenta de la joven que la observaba a pocos metros. La conocía. Era una forastera que había empezado a estudiar en la misma facultad que ella.
Sus miradas se cruzaron. Aunque era de noche y no podía distinguirla bien, sí notó un brillo especial en sus ojos que, tras saludarle, le dedicaron una sonrisa silenciosa y se volvieron al espectáculo. Eva se dio la vuelta y avanzó dos pasos, pero algo hizo que se volviera a girar. Quizá, la misma melancolía que la arrastraba a diario había traído también a aquella joven. Pensó en ir a hablar con ella, no obstante, cuando sus miradas se encontraron de nuevo, se limitó a saludarla y marchar.
Las campanas de la Catedral del Tiempo marcaban las siete y Eva recién terminaba su jornada. El trabajo era sencillo y podía hacerlo desde casa, lo que le permitía estudiar para lo que de verdad deseaba hacer: convertir sueños en recuerdos. Algo inverosímil para alguien que pasaba horas rompiendo cristales oníricos por un sueldo. No era un buen trabajo: cada día le llegaba un paquete con cientos de cristales que habían perdido su brillo y ella debía convertirlos en polvo para que pudieran ser reciclados. Cada uno de ellos portaba una imagen grabada: papanoeles, astronautas, hadas, familias, corazones, títulos, unicornios... Iban desde lo más increíble hasta lo más mundano.
Antes de salir descubrió que le quedaba un sueño por romper. Fue hacia él. El cristal tenía una forma linda y se vislumbraba que sus colores, ahora muertos, alguna vez fueron vivaces. Iba a pulverizarlo cuando se descubrió a sí misma grabada en él. Sintió una fuerte congoja y un nudo en el estómago. ¿Sería de Eloy?
Eloy era su exmarido. Después de aquel San Valentín fatal, la tristeza inquebrantable había formado un muro entre ambos que les había distanciado mientras se encerraban en sus propios mundos. La amistad que los unía jamás se rompió, pero el amor que se tuvieron nunca volvió a ser el mismo. En cualquier caso, él ya había rehecho su vida y ni siquiera se encontraba en la ciudad.
Se guardó el pequeño cristal en el bolsillo con la culpa de saberse la herida de alguien. No quiso destruirlo.
Llegó a clase desganada y, como siempre, se sentó en la última fila. Entonces observó a la nueva compañera. Nunca se había fijado en ella, pero, tras la curiosidad que había despertado su encuentro en la fábrica de recuerdos, la contempló con más detenimiento. Llevaba el cabello lila recogido en pequeñas trenzas que le llegaban a la cintura, su piel parecía de bronce y de las facciones suaves sobresalían unos labios carnosos. Le pareció muy hermosa y hasta sintió envidia sana. Eva era bajita, su cabello parecía una mata de pelo y, al contrario que aquella joven, su cuerpo no era esbelto. Las vestimentas tampoco parecían de la región pues tenían cierto toque tribal a juego con el tatuaje de su cuello.
Se quedó obnubilada, pensando en de dónde vendría, quién sería y cuánto tiempo haría que había llegado. Nunca le había dirigido una mirada ni un «buenos días» y lo poco que sabía de ella era su nombre: Jenn. En algún momento, la nueva estudiante ladeó la cabeza y la pilló in fraganti. Eva sonrió, pero no fue hasta que el sonido metálico de las campanas anunció el final de la clase, que reunió el valor para acercarse a la forastera.
—Buenos días, Jenn —le dijo con un atisbo de vergüenza—. Ayer te vi... En la fábrica...
Jenn guardó las libretas y se llevó el macuto a la espalda.
—Yo también te vi —contestó.
—¿Vas mucho por ahí?
—Todos los días.
Jenn le dedicó una sonrisa dulce y juntas echaron a andar al pasillo. De pronto se sentía unida a ella. Todo el dolor que vestía parecía haberse disuelto bajo la ilusión de algo nuevo: la sensación de conocer a alguien y saber que va a ser importante en tu vida.
Continuaron hablando parte del camino a casa y Eva sintió cosquillas en su pecho y un nerviosismo casi infantil. No podía dejar de mirarla y cuanto más la observaba más maravillosa le parecía. Al atardecer, mientras disfrutaba del humo de los recuerdos, Jenn se sentó a su vera cogiéndola desprevenida.
—¿Por qué vienes todos los días? —le preguntó en un susurro.
—Supongo que por lo mismo que tú: me gusta decirles adiós.
Los recuerdos que prendían en la fábrica pertenecían a los difuntos. Era un lugar hermoso, para nada triste, porque cada vez que alguien moría los recuerdos más bellos ardían para convertirse en una inagotable fuente de energía. Nunca se iban. De algún modo siempre estaban ahí, porque el amor, la amistad, la familia, los sueños hechos realidad..., eran el motor de las cosas. Todo lo que funcionaba en la ciudad, lo hacía gracias a ellos.
Jenn reposó la cabeza sobre su hombro y las manos de ambas se entrelazaron en el regazo.
—Trabajo ahí desde hace unos años. Puede que no sea tan nueva como piensas.
Eva se volteó y se dio cuenta de que Jenn llevaba puesto un mono blanco que se ceñía a su cintura con un cordel. Incluso una prenda así le sentaba bien.
—¿En serio? —exclamó efusiva.
—¿Te gustaría verla desde adentro? —La proposición de Jenn sonó emocionante. ¡Claro que quería! ¡Había fantaseado tantas veces con ver el interior de aquel edificio! Afirmó varias veces y la abrazó con ímpetu hasta que Jenn añadió—. Te lo enseñaré, pero no hoy, ni mañana. Quiero que sea en San Valentín.
La petición cayó como un jarro de agua fría. No estaba preparada. Aquel día, su pérdida cumpliría cuatro años. ¿Cómo iba a celebrar nada en un día así? En aquella fecha, lo único que quería era encerrarse en sí misma y recordarle. Sin embargo, Jenn la tomó de la cintura, dispuso un beso en su mejilla y volvió a hablar.
—Una hora. No será una cita si no quieres, pero hay algo que tienes que ver.
Apenas había gente en el edificio y quiénes sí estaban parecían invisibles a su vista.
Eva caminaba nerviosa. Se sentía culpable por estar ahí y a pesar de que disfrutaba la compañía de su nueva amiga, un cosquilleo en los pies le pedía dar marcha atrás y seguir con su ritual de los últimos años. No obstante, ese cosquilleo se vio opacado por la magnitud de lo que las rodeaba. Si la fábrica ya era hermosa por fuera, por dentro lo era mucho más:
Las salas eran cúpulas cubiertas de mosaicos que se estrechaban hasta convertirse en las chimeneas bajo las cuales despedían a los difuntos. Cientos de cristales con recuerdos encerrados resplandecían y exudaban líquido de distintas tonalidades por medio de un sistema de viales y engranajes. Entre aquellas paredes refulgía un brillo que se podía tocar y algunos destellos flotaban como luciérnagas por las estancias, libres y rebeldes.
—Es... es increíble. —Eva estaba maravillada. Sus ojos, abiertos de par en par, reflejaban la emoción contenida. Había escuchado que la belleza podía hacer estragos, ser insoportable, y en aquel momento no dudó de que así fuera—. Gracias por traerme —susurró a media voz.
Jenn tomó su mano y la besó en los nudillos.
—Hay algo más sorprendente aún. Deja que te lo enseñe.
Tiró de ella y la dirigió a través de unas escaleras de caracol que parecían llevar al cielo. Al final, un gran portón de cobre les daba la bienvenida a una sala distinta de las demás.
—¿Estás preparada, Eva?
La aludida tragó saliva y afirmó. Entonces, Jenn activó los mecanismos para que la gran puerta se abriera.
Eva se quedó sin palabras.
Lo que había allí dentro era la sala que daba a la chimenea central, la del humo negro. Si bien por fuera parecía horrenda y la mayoría de personas prefería fingir que no existía, por dentro era una verdadera obra de arte.
Cristales oníricos y memoriales tintineaban entre ellos y el fulgor que desprendían evitaba la necesidad de luces artificiales. Se escuchaban nanas, llantos y risas. También se escuchaban abrazos, besos y el latir de cientos de corazones. Los engranajes parecían de oro y trabajaban en sincronía. Bajo la pira, apenas había algunos jarros.
—¿Qué-qué es este sitio, Jenn? —tartamudeó con un gran esfuerzo.
—Es la sala de los recuerdos que no llegaron a ser.
El dolor, la pena y el escozor del adiós se apoderaron de ella. Empezó a llorar mientras Jenn la abrazaba fuerte.
—Cuando entré aquí la primera vez, encontré esto. —La forastera le tendió un pequeño cristal en el que Eva pudo verse a sí misma con un vientre de varios meses y con una sonrisa que irradiaba felicidad—. No fue el único. Es difícil trabajar aquí, ver tus recuerdos, verte en clase... y no enamorarse. Pero cuando te vi el otro día, cuando me diste la espalda, creí que jamás tendría posibilidades de acercarme a ti. Tu dolor te mantenía lejos. Pero mira este sitio. —Estiró los brazos y la obligó a ver, tocar y sentir la belleza del lugar—. Algo tan hermoso debería poder darte la paz.
—¿Cómo puede ser tan bello? Y ese humo negro... ¡Es horrible! —pronunció Eva entre hipidos.
—Los recuerdos cedidos son los más hermosos, porque son recuerdo y sueño a la vez. Nunca olvides que el negro es la suma de todos los colores.
Eva cayó de rodillas y se hundió en un llanto que surgía de ella como un volcán tras vivir tantos años enquistado. El aire le faltaba y temblaba sin cesar. Jenn la abrazó durante largo tiempo mientras su cuerpo vibraba y sus hombros se movían arriba y abajo. Entretanto, Eva continuó drenando la herida hasta que, al final, el motivo de su llanto no fue el dolor, sino la emoción.
Las lágrimas, que reflejaban las luces de la estancia, se detuvieron. El aliento de Jenn sobre su cuello le dio las fuerzas para alzar el mentón y, cuando se encontró con sus labios, se refugió en ellos.
—Gracias —sollozó—. Gracias por este regalo.
Algo vibró en su bolsillo y, al retirarlo, las dos observaron el cristal que había guardado consigo el día en que sus caminos se juntaron. Aquel sueño ahora relucía como si fuera totalmente nuevo. Había encontrado a su dueña.
Desde aquel entonces, juntas, empezaron a construir sus propias memorias, crear sueños y nuevos proyectos cargados de ilusión. El color y la felicidad habían regresado a su vida y todo empezó allí, en aquella fábrica de recuerdos que, sin duda alguna, era el lugar más bonito de la ciudad.
Para Elric.
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