(3) El bus de la farra
Un par de horas después de armarse, el grupo de universitarios estaba reunido en la Plaza de la Luz gracias al mensaje que Catalina había enviado por el grupo de WhatsApp y al que finalmente varias personas respondieron. Algunos como Mauricio, Maxi y Margarita ya sabían lo que debían hacer en una situación de esas, por lo que instruyeron a los demás en lo básico: disparar a la cabeza, nunca separarse del grupo a investigar por su cuenta, no tocar a ningún infectado y asegurar una vía de escape en cualquier lugar al que entraran.
Y un tip extra que alguna vez aportó el comediante mexicano Franco Escamilla: echar a correr primero y averiguar lo que pasó después, porque el que se convierte en zombie se pierde del chisme.
—Tené —Margarita le entregó un radioteléfono a Yesid—. Vos sos el más disperso y necesito que no te perdás.
—No me voy a perder, tranquila. —respondió el muchacho.
—Yo estoy súper tranquila. Pero no vas a andar revoloteando por ahí sin saber a qué nos estamos enfrentando, y menos si vas a andar en esa porquería de Vespa que corre menos que yo.
Había armas para todos pero algunos tenían mejor puntería que otros, así que eligieron no gastar municiones y optaron por las porras eléctricas y lo cortopunzante. El mismo Yesid llevaba una katana, que aunque tenía poco filo, servía para hacer unos cuantos cortes.
Susana nunca había tocado un arma de fuego, pero al sentir el frío metal de la pistola automática en sus manos se sintió maravillada. Lo mismo sucedió con Lucho el Cali, Julio y las mellizas Sami y Sofi, que nunca habían visto tan de cerca rifles y escopetas como las que estaban frente a sus ojos.
—Los que tengan rifles de francotirador traten de ahorrar munición —pidió Margarita—. No sabemos cuántos zombies hay por ahí y no podemos gastar más de tres balas en uno solo.
—¿Mago, a dónde vamos ahora? —inquirió Lucho.
—Donde se debe ir siempre que hay una epidemia zombie —respondió la chica apuntando con el dedo hacia arriba—, al aire.
—¿Querés ir al aeropuerto ahora? —preguntó Mauricio y Margarita asintió—. Las Palmas debe estar colapsada con tanta gente tratando de salir.
—Pensé en eso, querido. Vamos al Olaya primero y buscamos un helicóptero. Si no hay nada nos toca coger Palmas, pero no se pierde nada con ir a mirar.
Simón llamó aparte a Margarita y los dos caminaron hacia la entrada de la Biblioteca Temática. Él le ofreció una cerveza.
—Maggie, ¿cómo ves esta situación?
—Complicada —ella le dio un sorbo a su botella—. Una ciudad como Medellín no tiene forma de infectarse con un virus de esos y no se me ocurre por dónde pudo haber llegado. Aparte estoy medio cabezona con eso de que mis papás están perdidos y no tuve tiempo de echarle candela al cuerpo de mi hermanita.
—Sí, jodido ese asunto —el chef se recostó contra una de las columnas de la plaza y suspiró. Luego la miró—. ¿Vos creés que todos podamos salir vivos de aquí?
—Monchi, no contés con eso —Margarita negó con la cabeza—. Siempre va a haber muertos, eso es fijo. La lotería que se supone divertida es saber quién se muere y quién se salva. Pero ese juego es muy incómodo y no quiero hablar del tema con nadie ahora. No nos conviene asustar al grupo.
Mumm Ra se acercó caminando a la muchacha luego de pasar varias horas encerrado en la camioneta. Ella lo levantó del suelo y le acarició la cabeza.
—Pa'acabar de ajustar tengo que cuidar que este berraco gato no coma carne infectada. Mis vecinas son unas malpariditas que lo dejaron botado y yo no soy capaz de hacer lo mismo.
—Parce, vos sos demasiado buena papa. Eso te va a meter en problemas.
—Sí, yo sé —ella se tomó el resto de la cerveza de un solo trago—. Algún día me voy a tener que olvidar de ser así.
Simón terminó su cerveza y le entregó la botella vacía a Margarita. Él estaba seguro de que ella sabría hacer algo creativo con cualquier envase de vidrio.
—Maggie, haceme una promesa. —dijo el chef.
—La que sea. Somos panas, ¿no?
—Se supone.
—Ok... —replicó ella con un discreto movimiento de ojos.
—Necesito que me prometás que vas a ponerme una bala entre ceja y ceja si me muerde uno de esos bichos.
—Obvio, señor. Lo ideal es que no pase, pero si toca y no hemos encontrado una cura, pues...
—Pero tenés que ser vos —la interrumpió él—. Nada de dejar que me mate el agüevado del Yesid o cualquier otro, vos sos la de mejor puntería y no quiero arriesgarme a quedar vivo para que se me pudra la carita.
—Fresco. Yo te mato. Pero si también me prometés algo a cambio.
—¿Que te voy a pagar las polas que te debo?
—No, viejo men, ya las estoy dando por perdidas. Es otra cosa.
—Hablalo, reinita.
—Primero, que dejés de decirme así —Simón asintió—. Segundo, que si me infecto y no hemos encontrado cura me matan —el chef volvió a asentir—. Y tercero, que ni se te ocurra satisfacerte sexualmente con mi cadáver. Te conozco lo suficiente como pa'saber que sos capaz de bajar tus estándares y a mí no me vas a tocar un pelo ni estando muerta.
—¿En serio creés eso?
—Parce, me has demostrado que te morboseás a cualquier cosa adulta que respire, tenga pulso y menstrúe. Con esta escasez que se viene es probable que los requisitos de respirar y tener pulso te valgan verga y no quiero arriesgarme, gracias.
Ella caminó hacia la camioneta mientras él la miraba de la cabeza a los pies. Luego la siguió en silencio y se subió al asiento del conductor.
"¿Maggie cree que soy así de mierda?"
"Da igual que le pida que no lo haga, es capaz de montarse encima mío sin esperar a que mi cuerpo se enfríe."
Entre los vehículos estancados en la Avenida San Juan, Andrés vio un bus de servicio público que tenía las puertas selladas desde el control del conductor y se notaba que los cinco o seis pasajeros habían intentado salir desesperadamente, pero todos habían muerto luego de que se convirtieran en zombies y alguien los hubiera matado desde adentro. Podía fácilmente ser un vehículo que transportara a todo su grupo si lograba tomar el volante. Pero debía entrar primero, y sin algún objeto contundente iba a ser complicado.
El muchacho estaba a punto de canalizar su Negan interior luego de encontrar una barra metálica rota en el suelo, pero antes de asestar el primer golpe al parabrisas del bus escuchó que las puertas se abrieron. Se sobresaltó, decidió ocultarse para ver si la persona que había acabado con los zombies en el bus salía y tuvo que esperar unos cuantos segundos antes de poder ver finalmente el rostro de aquel valiente.
Andrés había salido en meses y años anteriores con varios hombres que le parecían atractivos a la mayoría de la gente, pero el que salió del vehículo era muy diferente a los que consideraba "su tipo", pues este en específico estaba acompañado de un fuerte olor a marihuana. No era muy musculoso, pero tampoco estaba consumido en la delgadez extrema y sus brazos estaban marcados proporcionalmente al resto de su físico que podía ser común en zonas muy específicas de la ciudad. Tenía ojos verdes, la piel bastante bronceada y largas rastas negras en su cabeza. Vestía una camiseta blanca sin mangas, bermuda de denim bastante desgastado y delgadísimas sandalias de cabuya: una pinta que rogaba a gritos que su dueño fuera devorado por los muertos vivientes en cuestión de minutos.
Aquel muchacho no pasaba de los veinte años y tenía la traba viva por la gran cantidad de hierba que había fumado, de ahí que su sentido del peligro hubiera estado tan alterado. Pero se dio el lujo de bajarse del bus, respirar algo de aire puro, relajarse por un poco más de cinco minutos y agradecer a la Pacha Mama que seguía vivo hasta que se dio cuenta de que alguien lo miraba fijamente desde su escondite.
—Panita, si viene a robarme de una vez le digo que no tengo sino lo que llevo puesto, usté verá si se golea todo, pero déjeme no más la bareta.
Andrés permaneció escondido sin hacer un solo ruido, rezando todo lo que se sabía para que el muchacho hubiera hablado al aire y no porque tuviera la seguridad de que alguien lo estaba espiando. Después de unos minutos dejó de andar de metiche, se recostó en el frente del bus y respiró hondo para recobrar la calma.
Pero la vida tenía otros planes, pues un par de segundos después de que el muchacho apoyara las nalgas en el suelo, un zombie que yacía bajo el bus le agarró la mano para intentar asestarle un mordisco, haciéndolo gritar del susto y obligándolo a zafarse con rapidez. Le costó poco trabajo deshacerse de aquel muerto viviente, pues con un balazo en la frente bastó. No había terminado de reponerse de eso cuando quiso volver a sentarse y al girar la cabeza se encontró al chico bareta mirándolo fijamente.
—Uy, hermano... mero fierro el que tiene ahí metido.
—Y eso que no me ha visto parolo. —respondió Andrés mientras se levantaba y se acomodaba la ropa. El chico bareta soltó una risotada y señaló el arma.
—Oiga, yo decía era de la pistola, ¿dónde la consiguió?
—Ah... la pistola —murmuró el muchacho, avergonzado—. Me la dio una parcera. Venga, ¿usted sabe si este bus está funcionando?
—Sisas, no más hay que limpiarlo de los walking dead y está melo pa'moverse. Por qué, ¿tiene quién lo maneje?
Andrés asintió y le hizo una seña al muchacho para que lo acompañara al lugar donde sus compañeros se encontraban, y luego de caminar unos cuantos metros se acercaron a Margarita y Simón. Ella no disimuló que el chico bareta se había delatado con su característico aroma y le dio la mano luego de resoplar un par de veces.
—Venga, usted tiene severa presencia previa. ¿Cómo se llama?
—Mami, en la cédula mía salgo como Rigoberto del Socorro, pero ustedes me pueden decir Rigo pa'que ahorremos tiempo, ¿sí me entiende? Así como el panita Andrés me dijo que a usté le decían Mago pa'no decirle Margarita Flor del Campo Verde de los Ríos: lo mismo pero comprimido en punto rar, ¿no cierto?
Margarita estalló en risas. Ese no era el nombre real de ella, pero se le hizo muy divertido que Rigoberto abriera su entrada al grupo con un chiste: los que hacía Yesid eran de todo menos buenos y daban pena ajena.
—Ay, tan bobo este Rigo... ¿nos podemos sentar un ratico a hablar?
—Hágale, vamos pa'llí pa'l oscurito —dijo el chico bareta, y después de dar unos cuantos pasos se sentó con Margarita en una de las bancas de la plaza—. ¿Qué necesita que le diga?
—A ver, hermano... ¿usted me puede explicar cómo hizo para que los zombies no se le comieran la cara dentro de ese bus? Cualquier dato que me sepa dar va a servir pa'que todos salgamos vivos de este berenjenal tan hijueputa.
Rigo tenía muy bien entendido que haber salido vivo de ese bus lleno de zombies no había sido gratuito, y Margarita sabría apreciar la información útil, así que después de encender uno de sus cigarrillos que no eran de tabaco, el muchacho empezó a hablar.
—Vea, yo primero le quiero decir que mantenga la mente abierta porque usté se ve muy ponquecito y le va a tocar ensuciarse las manos, tengo una teoría y no sé si sea buena idea probarla con tanta gente.
—Échesela, ya decidimos entre todos qué vamos a hacer.
—Hágale pues mami, vea... yo andaba en mi pequeño universo sin meterme con nadie, apreciando por la ventana las bellezas de esta selva de cemento que es el Área Metropolitana del Valle de Aburrá, y mis elucubraciones fueron interruptas de manera inopinada por sendo chorro de baba negra que una bella fémina vomitó en la ventana del bus en que nos transportábamos en la tarde de hoy.
—Ajá...
—Pensé que la lustrosa princesa de fangoso contenido estomacal se lanzaría a atacarme con su perlada dentadura, pero pasó por mi lado como si yo no existiera y atacó al cuello de una voluminosa mujer que había posado su mirada en mí de manera despectiva cuando detectó mi aroma a cachiruza después de que me dispuse a abordar el majestuoso carruaje compartido.
—Oiga, ¿usted habla así de rimbombante todo el tiempo?
—No más cuando estoy pacheco, como dicen nuestros hermanos mecsicanos.
—Entonces sí es a toda hora.
—Práticamente, mami. Pero vea, el asunto es el siguiente: yo creo que estar fielmente acompañado de la Mary Jane me salvó de convertirme en un muerto caminante, porque todos esos se mataron entre ellos en el bus y a mí no me miraron ni pa'darme limosna, entonces esa es mi teoría, la traba me hace inmune a este fenómeno zombie que se apoderó de la city.
Margarita miró a Rigoberto confundida.
—Rigo, ¿seguro que fue por eso?
—No del todo, ña Magola. Mi segunda conjetura viene del particular hecho de que llevo cinco días sin haber hecho un ingreso adecuado a la ducha y me pillé que a los zombies no les gusta comer carne en su jugo.
—Ay, ¡foooooooo! ¿Y por qué no se bañó en tanto tiempo?
—Es que me cortaron el agua en la casa por exceso de pago. Ahí perdona la chucha, ¿no?
La muchacha respiró hondo y se cubrió el rostro con las manos. Había dos opciones para que los zombies no la detectaran: detestaba una y jamás había probado la otra, por lo que la decisión era bien complicada.
Mauricio llegó al sitio donde se habían sentado a conversar Rigo y Margarita, y no se acercaba con buenas noticias.
—Maguito, me puse a oír la frecuencia de emergencia de la Policía en el radio y creo que vamos a poseer problemas para irnos de aquí.
—¿Qué pasó?
—El único helicóptero que había en el Olaya se chocó hace un rato y Palmas está imposible.
—Bueno, cojamos pa'Girardota.
—Parce, no hay forma. Está full de carros tratando de salir y el trancón no avanza.
—¿El Metrocable qué?
—Malo, algo dañó los cables y todo eso se cayó. ¿Hay opción de coger monte a pie? —ella negó con la cabeza.
—Jueputa. Nos van a tener que salir alas.
Nadie quería decirlo, pero tanto Margarita como Rigo y Mauricio se dieron cuenta rápidamente de lo que pasaba: no iban a poder abandonar Medellín jamás.
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