(2) Los tombos no son cobardes

Margarita era tan mala para conducir aun con dirección automática que se demoró media hora en llegar al comando de Policía de Laureles, su propio barrio. En el camino se encontró con Catalina, una de sus amigas de universidad, y de inmediato unieron fuerzas.

—Le cambié los balines plásticos a esa vaina por unos metálicos, hay como quinientos ahí por si quieres usarla. —sugirió Margarita.
—Gracias, bebé —la chica metió cinco balines y cargó la escopeta—. Ya no voy a estar tan indefensa.
—Pendeja, vos pateás como un caballo y corrés, nunca en la vida vas a estar indefensa. Más bien me muero yo prim...

Las dos gritaron al ver una persona frente a ellas. Margarita frenó de golpe, esquivando a alguien que no se había convertido en zombie y estaba lo suficientemente vivo como para dedicarle un par de insultos.

—¡Hijueputa! ¡Ves que tengo las luces altas y te metés! —respondió ella antes de acelerar un poco más. Solo por asegurarse de algo, Catalina escribió un mensaje en el grupo de WhatsApp de su grupo de amigos para ver si alguien respondía.

"¿Alguno cerca de la UPB? Magola y yo estamos en una Fortuner y vamos a recoger al que siga vivo."

Mientras esperaban una respuesta de cualquiera que estuviera cerca, Margarita y Catalina fueron a la estación de policía en busca de armas. Como era de esperarse no había muchas, pero se tomaron el tiempo de buscar en la armería cualquier bala suelta, alguna pistola o arma blanca que a los policías se les hubiera quedado, incluso uno que otro tubo metálico que pudiera funcionar como objeto contundente. Luego salieron del lugar y se subieron de nuevo a la camioneta.

—Mago, nadie contestó —dijo Catalina luego de revisar su celular rápidamente—. Tenemos que salir de acá pero ya.
—Yo sé, pero antes de eso tenemos que buscar más armas —respondió Margarita—. La Avenida Oriental debe estar despejada ahorita, vamos al comando de Policía de allá.
—¿Segura que no te vas a perder llegando?
—Cata, me sé el camino de memoria. Mis clases de baile eran ahí.

Las chicas iban por la Avenida Bolivariana cuando vieron tres personas en medio de la vía que encendían y apagaban la luz de sus celulares de manera intermitente. Sus caras resultaban muy familiares.

Andrés, Javier y Julio. Los primíparos.

—¡Por fin alguien para y son ustedes! Ya era hora, pasaron como cinco carros y nos dejaron en visto. —dijo Andrés emocionado. Él y los demás subieron al carro.
—¿A dónde vamos? —inquirió Javier.
—Por plomo, jovencito —respondió Margarita—. A conseguir todas las armas que podamos. Ya tenemos varias aquí adentro, hay que recoger más.
—Pero Mago —respondió Julio señalando lo que veía en la parte de atrás de la camioneta—, un sable de luz no es un arma real. ¿Tú sabes eso, cierto?

Margarita frenó y dirigió la mirada a Julio.

—Hablo de pistolas automáticas, arco y flecha, cuchillos, armas que hacen daño. Yo sé que el sable de luz no es un arma real, no soy tan boba. La tengo ahí por si falta iluminación en algún lado, respetá mi frikismo o te bajás.

El muchacho se quedó en silencio y se limitó a mirar por la ventana durante todo el trayecto a la estación de policía. Mientras tanto Catalina revisaba su celular a la espera de algún mensaje, y cuando decidió que nadie aparecería, vio a alguien conocido sentado en la acera de la Avenida San Juan, frente a la Plaza de la Luz.

—Mago, ya tenemos chofer.

Era Simón, el chef de la cafetería de la universidad. El que, por edad, podría llevar el liderazgo.

—Haceme el favor, manejá vos. Yo soy como un viejito y así no aguanta —dijo Margarita al verlo—. Movete.
—¿Así es como saludas al que te sirve la comida? —respondió el hombre cruzándose de brazos.
—Esto no es una cocina, lo importante es que andás por acá. El protocolo puede dejarse para cuando no haya zombies —le replicó la muchacha—. Upa, vamos por armas al comando y de ahí a buscar más gente viva.

A él no le quedó más remedio que obedecer. Era consciente de que Margarita sabía más sobre muertos vivientes, así que se subió al carro de inmediato. En la gran estación de policía encontraron un sinnúmero de barricadas, varios uniformados muertos y muchísima sangre. De inmediato el grupo se separó para buscar cosas útiles por todo el sitio.

—Gas —atinó a decir Simón—. Mucho aguacate podrido.
—Vení, acompañame a la armería —Margarita le entregó una pistola al chef—. Vamos a sacar de acá todo lo que podamos.

Los dos fueron al segundo piso del enorme lugar que la muchacha conocía bastante bien y llegaron hasta una puerta blindada que afortunadamente hallaron entreabierta. Al encender la luz vieron los estantes con un arsenal reducido a la mitad, pero que aun era lo suficientemente poderoso: fusiles, revólveres, pistolas automáticas, granadas, gases lacrimógenos, cuchillos, incluso paralizadores y porras eléctricas que quedaron ahí para quien pudiera tomarlos.

—Ay, bebés... vengan pa'cá —Margarita se hizo con un par de fusiles, una pistola y un paralizador. Simón hizo lo propio con un revólver, unas cuantas granadas y un cuchillo táctico—. Esto está hecho pa'dar tiros, no tiene por qué andar guardado por ahí.
—¿Hay más de estos? —el hombre sacudió el cuchillo en el aire para que ella lo viera.
—Seguramente entre las armas incautadas o en los locales del lado.

Margarita se acercó a una de las mesas y apoyó las manos sobre ella. Soltó un suspiro de melancolía y fijó los ojos en el suelo.

—¿Monchi, qué vamos a hacer?
—¿Qué vamos a hacer de qué? Vos sos la que sabe, te mantenés jugando esas güevonadas. —la muchacha lo miró con un poco de angustia.
—Es distinto. Se me hacía muy chévere porque cuando jugaba y me moría podía volver a empezar desde el último checkpoint. Acá no hay de esos, si te morís es pa'siempre.
—Es como si te lo estuvieras pasando en Nivel Profesional.
—Peor. El margen de error es mucho más bajo.

Margarita apoyó la espalda contra la puerta de la armería y cerró los ojos. Simón se cruzó de brazos. Después de unos instantes de silencio él estuvo a punto de decir algo, pero lo interrumpió un fuerte golpe contra el blindaje que obligó a los dos a tomar un arma y darse vuelta apuntando hacia la única salida del lugar.

—Respirá —dijo ella—, ya sabés qué hacer.
—Yo estoy respirando. —respondió él.
—Me lo digo a mí misma, tengo que dejar de temblar.

Otro golpe hizo retumbar la puerta. Margarita continuó apuntando con la pistola tratando de no sobresaltarse más. En condiciones normales era la única capaz de mantener la calma, pero aquel virus zombie no cabía dentro de los parámetros de lo ordinario, así que estaba en todo su derecho de asustarse un poco.

Simón echó un rápido vistazo a la habitación y notó una pequeña ventana en la esquina. Luego tomó una porra y le dio un golpe al vidrio, despedazándolo.

—El sonido debe atraer a lo que sea que esté afuera. Nos va a dar tiempo de salir de acá.

"Y se supone que la que sabe de zombies soy yo", pensó una nerviosa Margarita.

Él estaba en lo cierto. Apenas el vidrio se rompió la puerta dejó de ser golpeada, por lo que los dos aprovecharon para salir y correr en dirección opuesta a lo que los estaba acechando. Luego bajaron las escaleras y entraron a la sala de Comunicaciones Estratégicas.

—Sería un momento perfecto para encontrarme al churrazo con el que me encantaba bailar. —susurró Margarita antes de tomar un par de radioteléfonos y revisar el lugar en busca de algo útil.

Sonó un chasquido dentro de la sala, a lo que la muchacha se giró apuntando con el arma. Nadie cerca. Ella caminó silenciosamente y se aproximó a un grupo de paneles que ocultaban más equipos de comunicaciones. Aprovechó para tomar los que pudo y justo antes de salir de ahí sintió una mano agarrándola del cuello, por lo que comenzó a forcejear tratando de no gritar para evitar atraer otros zombies.

"Mierda, mierda, mierda. Hablando de necesitar checkpoints..."

El ensordecedor disparo se escuchó en cada rincón del comando de policía y Margarita sintió que su cuello era liberado justo después de aquel sonido. Simón estaba detrás de ella con una escopeta en la mano, y a su lado yacía el cuerpo de un policía con el cráneo destrozado por un cartucho de calibre doce. En el pecho, con la identificación que distinguía a cada uniformado, ella pudo darse cuenta de quién era el que había tratado de matarla.

—Monchi —Margarita miró al chef—, le volaste la cabeza a mi pareja de baile.
—Él te quería comer —él se encogió de hombros y bajó la escopeta—. Y yo te salvé la vida. De nada.

Unos minutos más tarde, Catalina, Andrés y Julio entraron a la sala de Comunicaciones Estratégicas, alertados por aquel estruendo.

—Cata, te presento al churris. —dijo Margarita, señalando el zombie a sus pies.
—¿El man con el que bailabas?
—El mismo.
—Qué mierda, no está tan lindo de cara. —respondió Catalina antes de soltar una risa por lo irónico de la situación.
—¿Nos podemos ir? Ya no hay nada por hacer aquí. —intervino Simón.
—Un momentico —replicó Margarita—, no es por fetiche ni nada porque me encantan los uniformes, pero si vos vas a andar por ahí en una ciudad llena de zombies, vas a tener que cambiarte esos jeans rotos. Donde te infectés con un clavo salido o alguna vaina de esas, no me hago responsable de lo que te pase. Hay uniformes limpios en el cuarto diagonal a la cafetería, haceme caso. Y ponete otra camiseta, que esa está llena de sangre y baba negra, qué asco.

Simón salió de la habitación de los escoltas con una camiseta verde oliva, unos pantalones gruesos del mismo color y botas negras. Luego se reunió con los chicos. Apenas estuvieron listos, se dieron cuenta de que alguien faltaba.

—Mago, ¿dónde está Javier? —preguntó Catalina, sin pensar en la altísima probabilidad de que su amiga millennial le respondiera con un chiste que solo entendería un colombiano que leyera prensa impresa.
—No sé. ¿Él no estaba con ustedes? —respondió Margarita, diluyendo rápidamente el pensamiento de la chica. Recibió un movimiento de cabeza negativo como respuesta.
—Pensamos que estaba contigo en la armería. —comentó Andrés. La muchacha puso los ojos en blanco.
—No, así es como todo se empieza a ir a la mierda. Se pierde uno y los demás se enloquecen. Carguen armas y vamos a buscarlo, si ven a alguien escupiendo baba negra, ya saben qué hacer. Tratemos de no separarnos otra vez.

Todos obedecieron. Luego se abrieron paso entre la gran cantidad de policías muertos y salieron del lugar.

En el segundo piso del comando de Policía había una enorme capilla que sorpresivamente estaba vacía. Cualquiera pensaría que, según el lema de la Policía Nacional de Colombia (Dios y Patria), varios uniformados recurrirían a los rezos para salvar sus almas antes de morir. Pero no era el caso. El único que quedaba ahí era Javier, sentado en una de las bancas de la parte frontal, con una herida en el cuello que comenzaba a tornarse azul con impresionante velocidad, por lo que de inmediato buscó una pistola.

Sabía lo que seguía después. También había visto demasiadas películas de zombies, y a menos que hubiera una cura...

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