EPÍLOGO. La segunda esposa del rey Enrique.
1522. Puerto de Calais.
La idea de que su buena amiga Ana Bolena partiera de regreso a Inglaterra angustiaba a Sophie tanto como si le predijesen que el sol nunca volvería a salir o que los Grey al completo habían perdido sus poderes. Y más en esos instantes, cuando el galeón que abordaría la otra muchacha se bamboleaba sobre la superficie del mar.
No había ningún género de duda. El olor del salitre atestiguaba que el distanciamiento pronto sería palpable, pues la guerra se avecinaba y el rey Enrique había ordenado que sus súbditos regresaran de Francia a la mayor brevedad. Una vez más, el ogro le fastidiaba los planes.
—¡No deseo que os vayáis! —Lloriqueó la duquesa de Longueville y se ciñó a la joven con más fuerza—. ¡Casaos con un noble francés y quedaos aquí para siempre!
—Sé que sería mucho más feliz en esta corte, pero no debo desobedecer las órdenes de mi padre... Os echaré mucho de menos, mi querida Sophie. —Ana la abrazó y era la primera ocasión en la que las lágrimas sustituían su risa constante—. Os prometo que encontraré la forma de que nos escribamos a pesar del conflicto. Sé que os debéis a vuestro esposo y a vuestro título —y en dirección a Guy añadió—: También os extrañaré, habéis sido un hermano para mí. Pero algo me dice que estaréis entretenidos porque en unos meses tendréis un heredero que le hará compañía a vuestras hijas gemelas —pronunció con voz misteriosa—. Estuve muy atenta a las señales posteriores a mi última celebración de Litha.
Sin embargo, peor que la despedida fue la visión conjunta que invadió a la pareja mientras lady Ana los saludaba desde la cubierta con un pañuelo blanco. Horrorizados, se cogieron de las manos como si nunca se fuesen a soltar.
Entre medio de la bruma vieron a un rey Enrique bastante mayor y muy deteriorado, aunque no tanto como en la revelación del solsticio de verano de dos años atrás.
—¡Muy bien hecho, Cromwell! ¡Y felicitaciones, Fitzwilliam! —El soberano palmeaba un dossier encuadernado en piel de color azabache—. Aquí tengo las pruebas que necesito para condenar a la ramera de Ana Bolena. Y, gracias a vosotros, pronto dejará de ser mi esposa y me podré casar con Jane Seymour... Pero primero la enviaremos a la Torre de Londres para que vea cómo ajusticiamos a sus cómplices por Alta Traición. La acusaremos de adulterio. Y de incesto con su hermano George, pues por yacer con él perdió a mi hijo varón. —La pareja tuvo la impresión de que mentía, pero que al pronunciar los cargos se los creía—. Y también de brujería, efectuaba hechizos para volverme impotente. Sus pares al juzgarla solo podrán dar el veredicto de culpabilidad porque también incluiremos la Alta Traición. ¡Si hasta ha conspirado para asesinarme!
Y la visión finalizó de la misma manera precipitada en la que había comenzado.
—¡¿Habéis visto lo mismo que yo, ma poupée?! —le preguntó Guy con voz de pánico.
—Sí, empero nada podemos hacer. —Señaló con el índice el barco que se alejaba en dirección al horizonte—. Su final, por desgracia, está escrito.
—¿Y si la alertáis por medio de una carta? —insistió, angustiado.
—¡Ojalá pudiera escribirla! Porque no es posible que lo haga, una carta podría caer en malas manos y pondríamos en peligro al clan Grey. —Sophie, desgarrada, se abrazó al duque mientras lloraba a mares—. O ella podría delatarnos... Y, aun cuando no lo hiciera a propósito, Ana no sabe mantener un secreto y se lo contaría a alguien... Me duele tanto como a vos, pero debo pensar primero en los míos.
—En situaciones como esta nuestro don es una maldición —se lamentó Guy mientras reconocía la verdad en las palabras de su mujer—. Me repetiré hasta el cansancio que la familia siempre va primero.
Sophie lo consoló:
—Pensad que si hubiéramos debido poner a Ana sobre aviso hubiésemos tenido mucho antes una visión como esta.
Lo pronunció solo para aplacar el desasosiego de su esposo, ya que era consciente de que debió estar mucho más atenta a las señales. «¡¿Cómo no reparé en ningún momento en que Ana Bolena era sobrina del conde de Surrey?!», se repetía una y otra vez. «¡Debí advertir que era ella la bruja de la que hablaban! ¡Si hasta le di la idea de acusarla de incesto al entregarle la carta de Margarita al rey Francisco!» Sentía que no solo le había fallado como amiga, sino también a la magia.
Más duras fueron las visiones posteriores que la embargaron solo a ella; porque mientras el monarca escribía las órdenes para ultimar los detalles de su ejecución Ana, que se hallaba prisionera en la Torre de Londres, comentaba:
—Yo creo que el rey hace esto para probarme.
Y les aportaba pruebas y datos a sus enemigos sin reconocerlos como tales. Solo cuando el final era inevitable comprendía la verdad.
En sus últimas horas le decía al guardián de la torre:
—Maestro Kingston, parece ser que no moriré hasta mediodía y lo lamento, porque a esa hora ya pensaba estar muerta y haber acabado de sufrir.
Y lady Sophie se estremeció de dolor como si la ejecución ya hubiese acaecido, si bien faltaban años para que ocurriera. Porque vislumbraba que era tan inevitable como la caída de las melancólicas y crujientes hojas de los robles en otoño. O igual de ineludible que el sonido del trueno que seguía al fogonazo del relámpago.
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