7. El ducado es mío.

Marzo de 1520. Calais. Condado de Longueville, Normandía.

Al abandonar Inglaterra la niebla olía a agua estancada y era tan espesa que les impedía apreciar los acantilados blancos de Dover. Este evento climatológico llevó a Sophie a reflexionar que la abrupta costa adquiría una presencia igual de fantasmal que la de los espíritus de Chillingham. Y la impelió a alejarse para siempre de allí.

     En cambio, el destino les sonreía al arribar a Calais —la joya más reluciente de la corona inglesa—, pues el cielo era tan azul como el de Los desposorios de la Virgen, la celebrada pintura de Raffaello Sanzio. Y el sol calentaba la brisa perfumada a salitre para anticipar el verano.

     Sus compatriotas le daban tanta importancia a esta ciudad y al lucrativo puerto que en una de las puertas del parlamento inglés lucía la siguiente inscripción:

«Then shall the Frenchmen Calais win

when iron and lead like cork shall swim»[1].

—Nos quedaremos en mi Château du Cerf  hasta que descansemos —le anunció Guy con nerviosismo—. Está muy cerca de aquí.

—¿Qué os sucede? Sabéis que podéis confiar en mí —lo alentó la muchacha a que hablara—. ¿Qué os agobia?

—Desde el primer momento en el que os vi supe que podía confiar en vos —repuso Guy con énfasis.

—Os pido disculpas, una vez más, por haber sido tan desagradable ese día. —Sophie puso cara de sincero arrepentimiento.

—El hecho de que mi hermano Bastian esté con nosotros prueba vuestra lealtad... Lo que me genera ansiedad, chérie, es que he pasado demasiados años fuera de casa —admitió entristecido—. Me siento un intruso. Además, me gustaría daros el mejor recibimiento, pero nadie nos espera. ¡Ni siquiera sé en qué condiciones mantiene la duquesa viuda el castillo!

—Habéis sido prisionero del perverso rey Enrique durante siete largos años, no es vuestra culpa —lo consoló la joven y le acarició la mejilla—. Y podríais haber regresado hace mucho si no fuese por vuestra desnaturalizada progenitora.

—¡Es una víbora! —rugió el aristócrata—. Era lógico que mi enemigo me apresara, pero ¡¿cómo es posible que una madre se comporte de modo tan antinatural?!

—Creedme si os confieso que mi madrastra es igual, trata a mis hermanos como si fuesen basura. —La muchacha exhaló de golpe el aire retenido—. Distanciarme de ella es una ventaja añadida... ¿La duquesa viuda estará en el Château du Cerf?

—Supongo que no. —Guy puso rostro dubitativo—. Antes solo abandonaba el Château Longueville  para ir a la corte —y a continuación la previno—: Pero pronto la veremos, no os quepa la menor duda.

—¿No deberíamos subir al carruaje, tortolitos? Los caballos relinchan y piafan y vosotros no os enteráis —se burló Jane—. Estáis ahí, apartados, y susurráis como amantes que se separarán por varias décadas. ¿O acaso aguantáis con las espaldas los muros del castillo de Calais?

—Lo que vos sentís es envidia pura y dura —se burló Bastian mientras, descarado, le pasaba el brazo por encima de los hombros—. Pero no os inquietéis. Podría hacer un enorme esfuerzo y besaros si me lo rogáis.

—¡Quitadme las garras de encima! —La chica lo abofeteó—. ¡¿Cómo os tomáis tantas libertades con una dama decente, milord?! Nunca he dado pie a ningún escándalo. Ni nunca lo daré.

—Me tomo estas libertades para que no arruinéis la relación entre mi hermano mayor y vuestra prima. —Bastian se frotó la cara y esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Se nota que la envidiáis!

—¡Ah, sois un romántico! —bufó Jane, despectiva—. El tiempo os volverá más escéptico, al final todos los niños maduran.

—¡Ha hablado la voz de la experiencia! —Bastian de Dreux soltó una carcajada—. Os recuerdo que tengo veintiún años y vos solo uno más.

—¿Cómo sabéis mi edad? —Se sorprendió la joven.

—Porque se lo he preguntado a Guy y él a vuestra prima, sentía curiosidad —admitió con desparpajo—. ¡Reconocedlo! Os comportáis como una anciana, pero no tenéis tantas arrugas.

—Espero que vuestra curiosidad no sea el preludio de un cortejo. —Jane lo analizó con mirada de bruja—. Ni que tengáis malas intenciones conmigo u os prometo que lo pagaréis.

—Os aseguro que con vos no planeo ningún affaire. —Bastian, desvergonzado, se llevó la mano al corazón—. Seríais fría y gazmoña, como todas las inglesas. ¡Prefiero a las excitantes damas de mi tierra! ¡Desbordan sensualidad!

—Por favor, dejad de discutir —los reprendió Sophie—. Parecéis un matrimonio planificado por vuestros padres.

     Por fortuna, fuera de los incesantes rifirrafes entre Jane y Bastian, la estadía en el Château du Cerf   fluyó de modo natural. El servicio recibió a su duque con alegría y con gran devoción. Y lo puso al tanto de los pormenores ocurridos durante la ausencia, en especial, acerca de la conducta despótica de quien los gobernaba. Pero el arribo al Château Longueville, en Normandía, fue la antítesis. Porque la madre de Guy los esperaba en la entrada con una falsa y gélida sonrisa.

—¡Qué felicidad veros, mi querido hijo! —Pretendía darle un abrazo y él la eludió.

     Sophie nunca lo había visto tan seco, ya que siempre hacía bromas y lucía un aspecto relajado. Le había llamado la atención el apuro por llegar y que cambiaran una y otra vez los caballos de tiro. Ahora, al observarlos juntos, comprendía que enfrentarse a su progenitora constituía el medio para librarse de la carga emocional.

—Si tantas ganas teníais de verme pudisteis pagar el rescate hace siete años —le recriminó con tono glacial.

—Debéis comprender, amado Guy, que las finanzas no permitían tal desembolso. —La duquesa viuda movió la mano como si el asunto quedase en el pasado—. Lo importante es que ahora administraré las propiedades hasta que vos descanséis y os recuperéis. Vuestra salud es lo primero para mí.

—No será necesario. Hoy se acaba vuestra administración y nadie del personal responderá a vuestras órdenes —efectuó una pausa para causar efecto y luego pronunció—: Si en el futuro necesito que alguien me auxilie para eso está mi esposa la duquesa. —Le cogió la mano a Sophie.

—¡¿Os habéis casado?! —Resultaba evidente cuánto le molestaba que alguien la reemplazara.

—Y también cuento con la ayuda de mi fiel hermano Bastian y de la prima Jane, que vivirán con nosotros.

—¡¿Permitiréis que el bastardo de vuestro padre vuelva a residir en el hogar de vuestra madre?! —inquirió escandalizada—. No estoy dispuesta a convivir con la indiscreción de vuestro progenitor.

—No os inquietéis, no será necesario que lo hagáis. ¡Alfonse, venid! —llamó al cochero del castillo—. Llevad a la duquesa viuda a la abadía de Fontevraud, necesito alejarla de mi vista lo más rápido posible. Es un viaje largo, encargaos de que la acompañen todas sus pertenencias porque jamás volverá aquí —y en dirección a la señora, añadió—: Allí haréis penitencia por traicionar a vuestro único hijo.

—¡Yo no quiero vivir con las monjas! —exclamó horrorizada—. ¡Vos no tenéis derecho a decidir por mí! —se enfureció la dama.

—Y yo no deseo veros durante lo que os quede de vida. Os olvidáis de que soy el duque, tengo todo el derecho del mundo. —Le plantó cara, resuelto—. Vos sí que no teníais derecho a decidir que siguiera prisionero del rey inglés, nuestro mortal enemigo. Os dio igual que languideciese en una pérfida mazmorra —al apreciar que la mujer iba a protestar, añadió—: Vuestro ingreso en la abadía es lo único que pagaré. Y no permitiré que llevéis joyas ni nada que sea mío. Si insistís en permanecer en la vida laica hablaré con el rey Francisco y con los principales nobles de la corte e iniciaré los trámites para que os juzguen por vuestra traición. ¡Vos elegís! —Y todos notaron que la duquesa viuda comprendía a la perfección que no había escapatoria posible porque él nunca se ablandaría.

     Horas después, cuando Sophie descansaba en las estancias que le correspondían en el castillo, Guy golpeó a la puerta.

—Pasad. —Lo autorizó a entrar y luego lo invitó con la mano a que se sentase en el lecho—. Quería hablar con vos de lo que sucedió con vuestra madre. ¡Habéis estado maravilloso!

—Pero antes debo daros esto, ma petite femme. —Extrajo una carta del bolsillo del jubón y se la mostró—. Es del rey Enrique, acaba de llegar. Se nota que estaba impaciente por comunicarse con vos. No se la ha enviado directamente a París al embajador Thomas Bolena, sino que ha utilizado el sistema a gran escala de las compañías internacionales. Cualquiera sabe que cuesta carísimo... Y, por el peso, da la impresión de que también os manda un regalo, quizá una joya.

—¡Preferiría que se hubiese perdido por ahí! —Sophie la examinó entre las manos de Guy como si cargase una serpiente a punto de atacar—. Os juro que me siento tan cómoda en vuestra compañía y en la de Bastian y en la de mi prima que me olvidé de que me comprometí a espiar para él con tal de escapar.

     Más tarde analizaría la fecha de la carta para determinar si el rey la había escrito antes del encantamiento. Los hechizos de destierro y el establecimiento de nuevos propósitos funcionaban mejor si se efectuaban durante el novilunio. Quizá fuese prudente repetirlo en estas condiciones.

—No es preciso que mantengáis ningún contacto con ese engendro. —Guy, tierno, le acarició la mejilla—. Aquí nada os podrá hacer, yo os protegeré.

—¿Y si le informa al rey Francisco que soy su espía y que vos me ayudáis? —inquirió la joven con mirada desesperada—. ¡Jamás os pondría en peligro!

—Dudo que lo hiciera. Es práctico y sería él quien quedaría mal parado. —La tranquilizó con voz dulce.

—Enrique es la persona más vengativa que conozco. Estoy convencida de que se las ingeniaría para causaros problemas a vos y a vuestro hermano Bastian. —Sophie emitió un quejido—. Por el bien de todos seguiré adelante con la tarea a la que me he comprometido. Sin grandes esfuerzos, solo fingiré que trabajo.

—Si os desempeñáis como espía cada vez os enredaréis más en sus juegos —la previno mientras le daba un beso en la frente—. Sois mi esposa, no deseo que corráis peligro.

—Al proponerme solo pensaba en escabullirme de sus garras y esto lo he conseguido. Asumo el riesgo si implica que jamás volveré a compartir su lecho —pronunció Sophie, convencida—. Mi instinto me indica que es lo mejor para nosotros.

—Hacedle caso a vuestro sexto sentido, chérie, pero recordad que siempre podéis contar conmigo. —Como respuesta la muchacha recostó la cabeza sobre el hombro de Guy.

—¿Me la leéis vos? —le preguntó, confiada—. No quiero tener ningún contacto con la misiva. Enrique la tocó.

—Vuestros deseos son órdenes, ma petite duchesse. —Guy efectuó una floritura con la mano.

     Rompió el sello de lacre y la leyó en silencio:

«Mi amante y amiga.

Mi corazón y yo nos rendimos ante vuestra belleza y ante vuestra comprensión y nos ponemos en vuestras manos. Espero que la ausencia no haga que vuestro afecto hacia mí se desvanezca, pues se me partiría el alma de tanto dolor. No puedo dejar de pensar en vos y me arrepiento de haberos permitido que os alejéis de mi lado.

     Aunque debo reconocer que la misma distancia que nos aparta hace que aumente mi amor hacia vos. Y para que no os olvidéis de mí os envío este collar de brillantes con mi retrato, deseando que lo coloquéis sobre la suave piel de vuestros hermosos pechos, que ansío tocar de nuevo. Me gustaría haberos mandado, también, el cervatillo muerto la noche pasada de mis propias manos para que, cuando lo comierais, pensarais en el cazador. Sin embargo, no es posible porque llegaría agusanado a Francia.

     De vuestro sirviente y leal amigo,

                                                           Enrique Rex»[2].

     Guy se levantó de la cama y dejó la carta y el collar sobre el escritorio cercano.

—¿Sabéis qué, esposa mía? —le preguntó mientras contenía los celos y el odio hacia el rey inglés—. La leeremos mañana, no permitiremos que sus palabras nos inquieten. Mejor hablamos de cómo nos enfrentamos a mi madre.

     Se volvió a sentar sobre la cama y conversaron hasta que se hizo de madrugada. Y se rieron a carcajadas porque Guy imitaba a la perfección a su desnaturalizada progenitora.

[1] Traducido significa: «Solo entonces ganarán Calais los franceses/Cuando el hierro y el plomo floten como el corcho».

[2] He imitado el tono y el contenido de las cartas que Enrique VIII le enviaba a Ana Bolena. 



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