6. Aprendiz de pícara.

12 a 18 de febrero de 1520. Greenwich. Canal de la Mancha.

El perfume de las hayas, de los robles, de los pinos y de los fresnos le llegaba a Sophie hasta las narinas. Y disimulaba el acre hedor de su transpiración. Resultaba lógico, pues combatían como si se jugaran la vida con cada estoque. De vez en cuando aparecía entre la maleza algún ciervo rojo o alguna fétida comadreja o algún conejo despistado o algún zorro curioso, pero pronto huían a las corridas.

—¡Bien hecho! —Charles Brandon, duque de Suffolk, desvió la punta de la espada que Sophie casi le ensartó en el pecho—. Debéis hacerlo siempre de este modo. ¡Lo habéis aprendido a la perfección! La clave radica en aplicar con la máxima fuerza un golpe directo y sin misericordia para matar a vuestro adversario lo más rápido que podáis. Nada de hacer florituras o moriréis en un periquete.

—¡Gracias! —Lo atacó sin aliento, pero el hombre desvió la trayectoria con facilidad y luego le efectuó un contrapase.

—Ahora deberíais defenderos de este modo. —Le mostró cómo escudarse—. Vuestro enemigo no esperará que una dama sea agresiva y en esta presunción equivocada radica vuestra verdadera fortaleza. —Volvió a efectuar una pausa—. Es poco probable que se dé el caso, pero si combatís contra un caballero enfundado en su armadura sostened firme vuestra espada con las dos manos tal como os enseñé. Una la colocáis en el filo, resguardada por el guantelete, y la otra en la empuñadura para ser más veloz en los giros. Y siempre tened al alcance la daga. Sorprenderéis a vuestro rival, lo tumbaréis a la primera oportunidad e introduciréis la daga entre las placas de la armadura... Y si no tiene puesto el yelmo, le atizáis en la cabeza con un objeto contundente. ¡Mirad! —Dio un golpe seco y mortífero—. Le machacáis así la nuca o las sienes y lo enviáis de visita al Infierno.

—¿Creéis que estoy preparada para la tarea que me espera, Excelencia? —El tono de la muchacha era dubitativo.

—Os seré sincero, lady Sophie. —Suffolk clavó la punta de la espada en la fértil tierra—. Resulta imposible para vos y para cualquiera aprender en unos pocos días lo que lleva años estudiar —al apreciar que la joven ponía cara de derrota, agregó—: Sin embargo, debo confesaros que sois una excelente alumna. No solo habéis aprendido a usar la espada, el puñal y el resto de las armas de una manera muy competente, sino que también ahora destacáis en la lucha cuerpo a cuerpo, sois capaz de abrir la cerradura más complicada, de robar con astucia y de mentir sin que se os note. ¡Felicitaciones, podéis partir hacia Francia!

—¡¿En serio?! —Se asombró porque a pesar del esfuerzo no se hallaba segura de sí misma.

—Os diré la verdad, pero no me delatéis: Enrique me pidió que le comunicase si consideraba que no seríais capaz de desarrollar las tareas secundarias que implicaba el espionaje. —Suffolk sonrió con amplitud—. Se hubiese alegrado si hubierais mostrado remilgos. —El caballero era cortés, evitaba pronunciar que el rey deseaba que fracasara para que siguiese siendo su amante—. Pero os aseguro que mi informe será el mejor que alguien pueda proporcionar.

     A Sophie le había extrañado, diez días atrás, que el cardenal Wolsey y el soberano le encomendasen al duque de Suffolk su precipitado entrenamiento antes de cruzar el canal de la Mancha. Lo había conocido en su faceta más frívola, como un aristócrata que se comportaba galante con todas las damas. Y eso que estaba casado con María Tudor, la hermana de Enrique. Pero enseguida comprendió que no existía un maestro más capacitado, pues a sus múltiples conocimientos prácticos se sumaba que había tratado a los nobles galos relevantes.

—Decidme, Excelencia, ¿cómo es París y cómo son los franceses? —lo interrogó, curiosa, en tanto dejaba a buen recaudo la espada.

—¡París es una gran cloaca! —El duque de Suffolk frunció la nariz, daba la impresión de que olfateaba inmundicias—. Y los parisinos son sucios y descuidados. Arrojaban la basura a las murallas y formaron con ella varias montañas que podían escalarse para atacarlos. —Asqueado, frunció la cara—. Además, no tienen compasión ni valoran al prójimo. Venden a los caníbales del Nuevo Mundo, los potiguara, los africanos que capturan para que se los coman. ¡Qué horror! —Sophie se llevó la mano a la boca, presa de las náuseas—. Todos sabemos que los africanos son una excelente mano de obra esclava. Y el peor francés es Francisco. ¡Nunca he conocido a un hombre igual de vanidoso que él! ¡Cómo será que los ingleses lo llamábamos «duque de Bretaña» para bajarle los humos, a pesar de que en esos momentos era el heredero al trono! Os juro que si tuviese una sola gota de sangre francesa me abriría las venas y me la quitaría. —Efectuó un movimiento con el índice como si se rajara la muñeca—. Cuando acompañé a María en el catorce para que contrajese matrimonio con el rey Luis XII, Francisco me alojó en la casa de una de sus amantes, una burguesa de nombre Juana Le Coq. Allí me contaron que el rey fingía que iba a rezar a la abadía cercana y que los monjes alababan su religiosidad. Claro que, en cuanto veía que el marido se alejaba de la vivienda, se colaba en la habitación conyugal para darse mutuo placer. —Y soltó una carcajada despectiva.

—¡Vaya por Dios! —La joven, chocada, absorbía la información.

—Estad alerta con él, es un ave de cuidado —la previno muy serio—. La virtud de cada dama está en peligro a su lado, salvo que sea más fea que el pecado. ¡Si hasta intentó conquistar a mi María cuando era reina! No le preocupó que fuera la esposa de su primo y suegro. Incluso después de que el monarca murió le ofreció dejar a su mujer si se casaba con él, pero María me amaba y nos desposamos allí mismo, en París... Aunque luego debimos enfrentarnos a la furia de Enrique, que programaba para ella una nueva boda dinástica.

—Os prometo que no me fiaré de Francisco ni un segundo, siempre estaré alerta —pronunció Sophie de corazón.

—Es lo que corresponde, de lo contrario seríais una pésima espía. Dicen que demostró un valor sin igual en la batalla de Marignano cuando recuperó Milán para Francia, pero no me lo creo. Combatí contra él en una justa y abandonó porque se lastimó un dedo. —Suffolk soltó la risa—. ¡Encima es rencoroso! Envió a un gigante para que me eliminara de la competición, pero al primer golpe lo desmayé.

—¡Me alegro de que lo hicierais! —Sophie lo aplaudió.

—Pero Francisco pronto se convirtió en rey —se lamentó el duque de Suffolk—. Luis XII estaba más muerto que vivo. Era un anciano feo, gotoso, desdentado, enfermo, con demencia senil y repleto de marcas de viruela. Además, se hallaba plagado de escrófulas —y, en confianza, se desahogó—: ¡No entiendo cómo Enrique le entregó a mi María! Dicen que a la mañana siguiente de su noche de bodas parecía un cadáver recién salido de la tumba. Se vanaglorió de sus batallitas en la cama, pero mentía. Lo sé porque cuando me casé con mi mujer ella era virgen... Y se esforzaba en parecer más joven y se veía ridículo. Organizó tantos banquetes y tantas fiestas que en dos meses la dejó viuda.

     Efectuó una pausa, y, muy serio, añadió:

—Os doy un consejo, lady Sophie. Nunca confiéis en Guy de Lorena. Es vuestro esposo, pero también francés. Puede engañaros sin siquiera pestañar, los educan desde la cuna para ser mentirosos. Amenazadlo con la seguridad de su hermano Bastian y solo así os responderá como un caballo fiel.

     Una semana después, todavía meditaba en estas palabras mientras se hallaba en la capilla real. En el instante en el que, enfundada en un vestido dorado, Wolsey comenzaba los prolegómenos para casarlos delante de unos pocos testigos.

     Como resultaba lógico, Sophie se había negado a que asistiese cualquier miembro del clan Grey, con excepción de su prima. El religioso atribuyó la inusual conducta a que se trataba de un falso enlace, pero la motivación era mucho más profunda: se sentía traicionada por los suyos. No pudo evitar que concurriera el tío Leonard —en su papel de Urian— acompañado de Artemisa. Y ambos aullaron como almas en pena para detener la ceremonia.

—¡No sé qué le pasa hoy a mi chucho! —Wolsey le colocó un bozal—. Quizá está más inquieto de lo normal porque se ha echado una novia perruna.

—O igual pretende frenar la boda —le comentó Jane a su prima—. Tal vez deberíais reflexionar un par de minutos antes de dar el sí.

—¡¿Quién sois vos, triste mujer, para frenar el inicio de la historia de amor de lady Sophie con mi hermano?! —la regañó Bastian de Dreux con tanto ímpetu que el flequillo rubio le cayó dentro de los ojos y lo cegó.

—Un lechuguino como vos seguro que no —se burló la chica mientras el caballero bizqueaba y se quitaba los pelos con precipitación—. ¡Os acomodáis la cabellera más que yo misma!

—¿Tan pendiente estáis de mí, prima de la novia? —Bastian fingió que no recordaba su nombre.

—¡Estáis en lo cierto! Siempre vigilo a los niños de brazos para que no se hagan daño cuando dan los primeros pasos. —Jane soltó una carcajada.

—¡Silencio! —Los llamó al orden el cardenal—. ¿Os comportaréis respetuosos en este lugar sagrado o tendré que echaros con cajas destempladas? —les clavó la vista y los jóvenes se callaron de inmediato, así que continuó—: Y vosotros, los contrayentes, ¿venís libre y voluntariamente?

     Guy y Sophie respondieron que sí, convencidos, pero los ladridos de Artemisa fueron tan potentes que —salvo el oficiante— nadie los escuchó. Su Eminencia Reverendísima detuvo el acto y le puso la cuerda del hábito alrededor del morro. Y, recién ahí, pudieron proseguir con las formalidades y Sophie se convirtió en la duquesa de Longueville.

—Besad a vuestra esposa —le indicó el cardenal al finalizar y luego le susurró—: Pero proceded con mesura, ya sabéis cuáles son las órdenes del rey. ¡Nada de sexo! No desearía que vuestra liberación se frene por una muestra de pasión ilegítima o por un exceso de lengua. Tal conducta sería considerada Alta Traición.

—No os inquietéis, tengo muy presente mi promesa. —Le dio un beso suave sobre los labios y Sophie comprendió que se refería al juramento que le había hecho a ella.

     Hubiese sido una dulce convivencia porque conectaron de inmediato. Pero Bastian y Jane les dificultaron el nuevo estado matrimonial, pues se peleaban en cada oportunidad en la que coincidían. Y, cuando abordaron el galeón True Love  para cruzar el canal, ambos eran enemigos declarados.

—Temo por vuestra seguridad —pronunció Jane mientras observaba al joven con falsa preocupación—. ¿Soportaréis el mareo o vomitaréis durante todo el trayecto? Se que los niños no llevan muy bien navegar.

—Preocuparos, mejor, por los temblores de vuestra ancianidad. —Bastian soltó una carcajada—. ¿Os traigo el bastón para facilitaros la vida? Temo que echáis sapos y culebras sin parar porque vuestra edad os causa un dolor extremo. ¡Pobrecilla!

—¡Os juro por el tocado de la emperatriz Matilde, primita, que envidio el poder de vuestro padre! —enfurecida, le musitó a Sophie en el oído—. ¡Si lo tuviese lanzaría a ese cretino al mar para que se hundiera hasta el fondo y que se lo zampasen los tiburones!

—No entiendo por qué os cae mal —se desconcertó la otra chica—. Conmigo se comporta como un hermano y siempre está pendiente de mi bienestar.

—¡Pues a mí me busca las cosquillas! —y, con un suspiro, añadió—: Me gustaría haber tenido una premonición que me alertara de esos dos. —Los señaló con la cabeza—. Pero, salvo el sueño de la puerta roja, me han abandonado igual que a vos vuestras visiones.

—El instinto me indica que puedo confiar en ellos —al apreciar el escepticismo en el rostro de Jane, le recordó—: Y mi instinto nunca se ha equivocado.

     De noche las muchachas ocuparon el camarote del capitán y los dos caballeros el que le correspondía al segundo de a bordo.

—¿Estáis preparada para efectuar el hechizo, primita? —Jane la analizó desde el rincón donde colocaba los elementos mágicos requeridos para llevarlo a cabo.

—¡Estoy impaciente! ¡Hagámoslo ahora mismo! —la apuró Sophie y se sentó en la silla que se hallaba frente al diminuto escritorio.

     Con una pluma de ganso blanca como la nieve y tinta negra escribió:

Amado Elohim,

que este pergamino

se una a la voluntad de las fuerzas del Cielo.

Y que estas me alejen para siempre

del perverso rey Enrique Tudor.

     Efectuó un dibujo del monarca, utilizó secante y enrolló el hechizo. Luego se levantó y caminó, majestuosa, hasta su familiar. Cogió un pequeño palillo y lo encendió con el fuego de la lámpara. Después lo llevó hasta el pergamino. Y, acto seguido, lo colocó en un grueso plato de cerámica marrón.

     Mientras se consumía le añadió hierbas secas —lágrimas de Balaal— y la diminuta fogata crepitó. Asió con una mano la vela negra que se hallaba a la izquierda y la blanca colocada a la derecha con la otra —ambas de cera de abeja—, y, hábil, prendió las dos al mismo tiempo. Un intenso aroma a miel le llegó hasta la nariz.

     Realizó movimientos circulares con ambas por encima del recipiente, mientras las dos pronunciaban:

Rey perverso y manipulador,

alejaos de nosotras.

Desgracias pasadas que nos provocasteis,

alejadlas de nosotras.

Desgracias futuras

no nos causaréis,

porque nunca regresaremos.

Y, como castigo,

un hijo varón tardaréis en engendrar.

Y este solo durante un breve período

podrá gobernar,

porque el trono será de las mujeres

a las que vos despreciáis.

—¿Me permitís hacer otro contra Bastian? —la interrogó Jane, ilusionada.

—¡Dejad a mi cuñado en paz, ya ha sufrido demasiado! —la frenó la otra bruja—. No entiendo por qué lo tratáis así, es encantador.

      A la madrugada siguiente —cuando Sophie tiraba las cenizas del hechizo al mar— Guy se acercó a ella y le preguntó:

—¿Estáis segura del paso que dais? Todavía os encontráis a tiempo de que el galeón gire y de que navegue hasta vuestro hogar.

—¡Estoy completamente segura! —la joven lo contempló, agradecida, y le confesó—: De lo que dudo es de querer regresar algún día a Inglaterra.




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