21- ¿POR QUÉ PERSIGUIERON A LAS BRUJAS?
«La mediocridad, dondequiera es alabada».
François Rabelais
(¿1483 o 1494?-1553).
El miedo más absoluto determinaba que los hombres creyeran que Satanás reinaba y que ganaba más adeptos que Dios. Los aldeanos creían verlo en las encrucijadas de los caminos bajo la apariencia de animales o de extranjeros. O con la cara de algún familiar o de un amigo que intentaba hacerlos caer en la tentación del mal.
Desde el medioevo hasta la época barroca había un obstáculo y una amenaza a cada paso que se daba. Y, sin duda, las brujas eran el compendio de todos los terrores nocturnos. Las pestes y las guerras se sucedían una detrás de la otra y era necesario encontrar responsables para racionalizar el pánico.
Los teólogos, los científicos y los especialistas en Derecho se dedicaron a establecer las pautas para encontrar a esta enemiga de Dios y de la humanidad. Y emprendieron una estrategia que implicaba acabar con las brujas. Para facilitar esta labor, en los procesos se permitía que se presentasen testigos que serían rechazados en cualquier otro juicio. Y se aceptaba la utilización de cualquier medio para impedir la puesta en libertad de la maléficas, entre ellos la tortura.
Le temían a la capacidad de causar maleficium. Creían que podían ocasionar sufrimientos, enfermedades y la muerte de los vecinos y de los animales. También diluvios, nieves y granizadas que destruían las cosechas. O traer la peste o calcinar las aldeas, los pueblos o las ciudades. Y, si les apetecía, crear olas gigantescas o huracanes cuando los barcos navegaban en el mar.
Pensaban que asesinaban mediante la repetición de las maldiciones o gracias al poder de sus miradas o si pinchaban o rompían un muñeco que representaba a la víctima. También si echaban polvo negro o si embadurnaban a alguien con uno de sus famosos ungüentos, elaborados a base de niños no bautizados. Podían causar la impotencia de un hombre si efectuaban un nudo en una cuerda, mientras que para crear tempestades solo hacía falta que tiraran al agua una piedra o un gato y que pronunciasen un conjuro.
Los eruditos —todos hombres misóginos, el producto de sus sociedades patriarcales— querían erradicarlas porque eran las esclavas del mal. El estereotipo se elaboró a través de los siglos y tenía como premisa la debilidad propia de la mujer. Por eso era fácil que primero Satanás las sedujera, del mismo modo en el que esta serpiente había tentado a Eva para que comiese la manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal.
Una vez reclutadas, estos «sabios» sostenían que las brujas pisoteaban la cruz y que el Diablo las bautizaba. Como recuerdo de este pacto les dejaba una marca en el cuerpo para demostrar que eran de su propiedad. Los demonólogos y los cazadores de brujas decían que si se pinchaba la señal no sentían dolor ni salía sangre. Y el mero hecho de contar con un lunar o una marca significaba una prueba incuestionable.
Desde el momento en el que las captaban debían concurrir a los sabbats —orgías de sexo y de muerte que se celebraban en las cuevas, en los bosques y en las montañas— para rendirle homenaje a Satanás. Para asistir untaban con ungüentos escobas, animales o herramientas de labranza y se desplazaban por el aire de un sitio al otro. Durante la ceremonia sacrificaban niños no bautizados y luego se los comían.
Por eso la bruja era una amenaza para la comunidad. Y un grupo de ellas subvertían el orden religioso y el orden político establecido. Había que acabar con todas y en esto coincidían los católicos y los protestantes, que entre sí eran enemigos irreconciliables.
La mayoría de las mujeres que fueron condenadas por brujas tenían algo en común. Producían rechazo por la pobreza que las rodeaba y por la apariencia. Eran de edad avanzada, de gran fealdad y en los rostros lucían manchas y verrugas. Llevaban el cabello gris o blanco sucio y despeinado. No estaban casadas ni contaban con la protección o el control de maridos. Eran incultas y sin estudios. Debido a la vejez arrastraban las piernas al caminar o cojeaban. Además, poseían caracteres excéntricos, que se habían acentuado con la edad. Y vivían en la aldea o un poco apartadas, se dedicaban a la magia, a la sanación o a asistir en los nacimientos como parteras. Este era el prototipo de las mujeres a las que procesaron durante la Gran Caza de Brujas: alguien poco femenino del que sospechaban, que cuando era joven había mostrado su sexualidad sin pudor, que hacía valer sus derechos, una mujer vengativa y con la que los aldeanos habían tenido múltiples conflictos. Solían ser malas vecinas que los incomodaban y a la que estaban obligados a mantener como buenos cristianos.
Las brujas no respetaban las fiestas religiosas ni iban a la iglesia. A ellas les atribuían todos los males. Entre ellos las muertes de sus pacientes o las de los niños recién nacidos a los que había asistido durante el parto. En las zonas protestantes se añadía que todavía practicase los antiguos ritos católicos.
Brian P. Levack sostiene lo siguiente:
«La decisión de procesarla y de ejecutarla puede considerarse simplemente como un intento de librar a estas comunidades de tan desagradables y peligrosas vecinas. Con la ejecución de las brujas, los vecinos se sentían vengados por los perjuicios que la magia les había causado tanto a ellos como a sus seres queridos y, al mismo tiempo, les permitía confirmar que la brujería había sido, efectivamente, la causante de sus desgracias».
Sí es cierto que al no contar con dinero ni con influencias muchas veces amenazaban a los enemigos y a los jueces con echarles sortilegios o con maldecirlos. Por eso cuando los magistrados las condenaban sentían que combatían al mismo tiempo la forma de rebelión que significaba las brujas. Las mujeres libres eran, por antonomasia, pecadoras, porque no se encontraban bajo el control de los hombres. Y por medio de la tortura y del asesinato cortaban de cuajo las malas costumbres femeninas, la superstición y el paganismo que aún imperaba.
Erik Durschmied en su obra Las putas del diablo dice que los villanos de todos los procesos son los que condenaron a inocentes a las llamas o a la horca solo por tener un lunar, una cicatriz o un tumor. O por ser diferentes en apariencia, en carácter o en conducta del modelo propuesto por la comunidad.
El fenómeno no era nuevo. Desde la antigüedad los atemorizaba la strix, una mujer caníbal que volaba por la noche para abusar de los jóvenes y para alimentarse de niños. Más tarde la bruja ocupó su lugar y se convirtió en el chivo expiatorio de los miedos que provocaban la oscuridad, la peste, la muerte y las fuerzas incontrolables de la naturaleza.
El estereotipo incluía:
1-Practicar el maleficium. Es decir, hacer daño por medios ocultos gracias a sus poderes sobrenaturales y al uso de hechizos.
2-Ser la esclava del Diablo. Primero había renegado de Dios y luego le había jurado lealtad al maligno.
3-Volar por los aires para buscar niños con la finalidad de alimentarse o para usarlos al hacer las pociones. O por el mero placer de dañar para satisfacer a su amo y cumplir con la cuota de maldad requerida.
4-Ser miembro de una secta de adoradores del Diablo, a la que primero se llamó sabbats y desde el siglo XVII aquelarres. Se reunían de forma periódica para subvertir los ritos de la religión cristiana en medio de orgías.
El proceso hasta llegar al estereotipo vigente durante La Gran Caza de Brujas de los siglos XVI y XVII se desarrolló de modo lento. Primero se persiguió la magia ritual en un constructo que identificaba magia y herejía. Así, en 1233 el papa Gregorio IX promulgó la bula Vox in Rama, en la que se acusaba a una secta de herejes alemanes de adorar a animales monstruosos, de cometer sacrilegios y de practicar rituales orgiásticos. De aberraciones similares acusaron a los templarios a comienzos del siglo XIV en el gran proceso que culminó con la supresión de esta orden militar. En 1326, la bula Super illius specula de Juan XXII equiparó estas prácticas y las creencias mágicas con la herejía y permitió que se les aplicasen los procedimientos inquisitoriales habituales, mucho más duros y rigurosos.
El Gran Cisma de Occidente —el período comprendido entre 1378 y 1417 en los que hubo dos papas— permitió que surgiera un movimiento profético femenino al que los clérigos se opusieron. Se fundamentaban en la subversión al sistema que significaba, porque cuestionaba su monopolio. Con ocasión de los procesos de canonización de Catalina de Siena, de Brigitte de Suecia y de otras profetizas, los opositores sostuvieron que la mujer era más sensible que el otro género a la ilusión diabólica, por lo que en lo relativo a teología era inferior —al igual que en todo lo demás, pues sostenían que era un hombre imperfecto— y había que excluirla del aparato eclesial.
En 1484, el papa Inocencio VIII promulgó la bula Summis desiderantes affectibus, que le dio a la persecución el impulso que le restaba:
«Muchas personas de ambos sexos se han abandonado a demonios, íncubos y súcubos, y por sus encantamientos, conjuros y otras abominaciones han matado a niños aún en el vientre de la madre, han destruido el ganado y las cosechas, atormentan a hombres y a mujeres y les impiden concebir; y, sobre todo, reniegan blasfemamente de la fe que es la suya por el sacramento del bautismo y a instigación del Enemigo de la Humanidad no dudan en cometer y perpetrar las peores abominaciones y excesos más vergonzosos para peligro mortal de sus almas».
Además, designaba a dos inquisidores —Jacob Sprenger y Henri Institoris— para la tarea de reprimir este mal, quienes en 1486 publicaron en Estrasburgo el Malleus maleficarum, escrito por Institoris. Su nombre, traducido, significa Martillo de las brujas. Más que en el terreno de la brujería, seguimos en el de la magia ritual. Se apoyaron en la tradición misógina del Antiguo Testamento, de la antigüedad clásica y de los teólogos medievales. Para ellos la inferioridad femenina se debía a que Eva fue creada a partir de una costilla de Adán, lo que no solo legitimaba el sometimiento, sino que confirmaba su espíritu retorcido y perverso al tratarse de un hueso curvo. Fue la responsable de la caída del hombre y de la expulsión del Paraíso, porque Satán la tentó y ella sedujo a Adán y lo empujó a que comiera de la manzana del conocimiento. Para estos autores las mujeres solo tenían dos cometidos: dar hijos y ayudar en el trabajo gracias a la devoción y el afecto, pero había que tener mucho cuidado porque su sexualidad era insaciable. Por la naturaleza rebelde y por la debilidad congénita era fácil para el Diablo tentarla y hacer que recurriera al maleficio.
Según estos inquisidores resultaba más sencillo que fuesen por la vía del mal porque:
1-Eran más crédulas que los hombres y Satán lo sabía.
2-Eran de naturaleza más impresionable y más fácil de ser maleadas por los señuelos del Diablo.
3-Eran muy charlatanas y no podían evitar hablar entre ellas para transmitirse sus conocimientos mágicos.
4-Su debilidad natural las empujaba a utilizar estos medios para vengarse de los hombres por medio de maleficios.
En el contexto del Malleus maleficarum la utilización de la magia formaba parte de la guerra de los sexos, pues las brujas amenazaban la capacidad de reproducción del género masculino al causarle esterilidad o impotencia.
En 1549, Calvino escribió Advertencia contra la astrología que se llama judiciaria y en 1586 el Papa Sixto V publicó la bula Coeli et Terrae Creator contra todas las formas de adivinación. Ambos coincidían en que conocer el futuro constituía una ofensa contra el poder de Dios y que solo se lograba con un pacto explícito o implícito con el Diablo. No hay que olvidar que el mago —hombre que practicaba la magia ritual— era un aliado de los poderosos y tenía su lugar en las distintas cortes. Practicaban la astrología, la alquimia, confeccionaban talismanes o convocaban espíritus o demonios a los que convertían en sus siervos —los atrapaban en un anillo, en un espejo o en algún objeto similar, tal como hemos visto en la novela que hacía el tío de Sophie— para que les revelaran conocimientos. La diferencia puede resumirse en que el mago era el amo; la bruja, en cambio, solo era la esclava del Diablo.
Durante la reforma religiosa, Enrique VIII creía que se habían desatado contra él las fuerzas anticristianas, magos capaces de predecir o de causarle la muerte. Ya hemos visto en la novela que estaba convencido de que Ana Bolena lo había hechizado con sus poderes de bruja.
Para demostrar que detentaban el control absoluto, en el siglo XVI los reyes Tudor redactaron leyes que dejaban la brujería bajo la órbita del sistema judicial. Es decir, el delito pertenecía al sistema penal, no al religioso, y durante este siglo se persiguieron sin hacer referencia al pacto demoníaco, sino como una cuestión de lucha por el poder. Recién con la Witchcraft Act de Jacobo I, del año 1604, se establecerá el vínculo entre la bruja y el Diablo.
La Ley de Brujería de 1542 fue la primera de Inglaterra, promulgada durante el reinado de Enrique VIII y que establecía que este delito podía ser castigado con la muerte. También definió qué constituía brujería: usar invocaciones u otros actos mágicos para lastimar a alguien, para obtener dinero o para portarse mal con el cristianismo. Ser brujo, con independencia de que se causara o no un daño a otra persona, era suficiente para que te ejecutaran.
En 1563, Elizabeth I aprobó la Ley contra las conjuraciones, los encantamientos y la brujería. Establecía que causar que alguien fuera asesinado o destruido mediante el uso de brujería se castigaba con la muerte. Es decir, era más restrictiva que la de su padre. Una primera etapa del proceso penal lo constituía el examen y el encarcelamiento de la bruja por parte de un juez de paz. En la segunda etapa se daba la acusación y el juicio propiamente dicho. Si era declarada culpable la pena que le correspondía consistía en el ahorcamiento.
En 1584, el caballero Reginald Scott publicó The Discover of Witchcraft, donde calificaba de irracional y de anticristiana la acusación de hechicería y responsabilizaba al catolicismo de fomentarla. Además, delataba a los charlatanes e intentaba minimizar el miedo de la población acerca de estos temas. Pero cuando Jacobo se coronó rey de Inglaterra mandó quemar los libros de Scott en todo el territorio y dedicó el mayor de los esfuerzos para que las mujeres consideradas brujas pagaran por sus delitos imaginarios.
Jacobo I de Inglaterra sentía una verdadera fascinación hacia las brujas. Hay que recordar que su relación con las mujeres era complicada. Era hijo de María de Escocia y subió al trono escocés cuando desterraron a su madre y la obligaron a abdicar a su favor siendo un bebé. Más adelante su progenitora fue prisionera de Elizabeth I durante largos años, hasta que la reina la mandó a ejecutar por Alta Traición.
El joven Jacobo asoció la ejecución de María con premoniciones satánicas y de brujería, ideas que lo marcaron a lo largo de la vida. Esto contribuyó a volverlo un hombre más misógino que la mayoría, porque creció entre los comentarios despectivos hacia su madre. Y, aunque estaba casado, prefería acostarse con hombres y sus favoritos llegaron a gobernar el reino en su lugar. Además, sentía que la reina Elizabeth —una mujer poderosa, que se había negado a casarse para evitar someterse al control masculino— le había impedido ejercer los derechos que le correspondían.
La obsesión del monarca por las brujas nació de una historia familiar. Ocurrió en 1441, cuando señalaron a Eleanor Cobham —duquesa de Gloucester— por pedirle a Marjory Jourdemain, la Bruja del Ojo, que matara mediante magia a su suegro, el rey Enrique VI. La castigaron haciéndola caminar por la calle a cara descubierta y la exiliaron a la Isla de Mann, donde la recluyeron en el Castillo de Peel hasta su muerte. En 1590, sobre la base de estos recuerdos que Jacobo asumió como verdades incuestionables, acusó a un grupo de 70 personas de provocar una tormenta en el Mar del Norte para que naufragase el barco en el que viajaba rumbo a Escocia su prometida, Ana de Dinamarca.
El proceso se conoció como Los juicios de North Berwick. Torturaron a los acusados, y, como era lógico, estos reconocieron el delito e inventaron conjuros ante el tribunal, que los usó para condenarlos. La inventiva no tenía límites. Había un hechizo para crear una tormenta que consistía en cortarle los genitales a un hombre muerto, colgarlos de las patas de un gato vivo y lanzar al animal por la borda. El rey dirigió los interrogatorios y ordenó que afeitaran el cuerpo y la cabeza de cada acusado para buscar en la piel «la marca del Diablo», es decir, la prueba que los condenaba. Podía ser una mancha, un lunar o una cicatriz, que se creía insensible al dolor y que constituía el sitio por donde había entrado el demonio.
Interrogó en persona a Agnes Sampson. La mujer al principio se negó a hablar, pero más tarde se acercó al monarca —según él— y le susurró al oído detalles de su noche de bodas con Ana que nadie más conocía.
En 1597, cuando Jacobo todavía solo era rey de Escocia, escribió un libro sobre brujería, titulado Daemonologie. En la obra lo que convertía a las mujeres en malignas eran sus ansias de poder. Lo influían los casos de la duquesa de Gloucester, el de su propia madre y el de Elizabeth I. En este contexto las brujas eran mujeres que no se conformaban con el lugar marginal que los hombres habían decretado para ellas y que para mostrar su poderío interferían en las cosechas o que causaban males en los vecinos o que traían las epidemias. Y, lo peor: eran las servidoras del Diablo. Como además de rey era la cabeza de la Iglesia de Inglaterra, las brujas competían con su poder y debía erradicarlas.
Escribió el libro como un diálogo entre dos personajes, Philomathes y Epistemon:
—¿Cuál puede ser la causa de que haya veinte mujeres dedicadas a unas artes donde solo hay un hombre? —pregunta Philomathes.
—La razón es sencilla, como ese sexo es más débil que el del hombre, es más fácil que sea atrapada en las asquerosas trampas del Diablo —le contesta Epistemon.
El Daemonologie está dividido en tres secciones:
1-Sobre la magia y la nigromancia: la predicción del futuro mediante la comunicación con los muertos.
2-Sobre la brujería y la hechicería.
3-Sobre los espíritus y los espectros.
Cuando Jacobo se convirtió también en monarca de Inglaterra —en 1604—, aprobó una nueva ley que castigaba con la muerte casi todas las formas de brujería, con independencia de que se hubiese causado algún daño a otros. La única parte positiva de la ley era que prohibía el uso de la tortura para obtener una confesión. Durante su reinado propició el rechazo y la delación de personas cuyo único delito, por ejemplo, era darle un amuleto a alguien para encontrar el amor.
Si bien era cierto que creía en una conspiración de las brujas, utilizaba la ley de brujería para que todos supieran muy bien quién tenía el poder sobre la vida y la muerte. Así, la caza constituía una obligación para los británicos. Sin duda, los juicios más infames de Inglaterra ocurrieron durante este período, incluido el juicio de las brujas Pendle de 1612.
En este proceso se admitió el testimonio de una niña de 9 años —Jennet Device— como testigo principal. En otros juicios penales de la época no estaban admitidos los infantes, pero sí para las denuncias por brujería. También se admitía que testificaran las mujeres y los mentirosos porque entendía que la entidad del delito lo ameritaba, ya que se trataba de Alta Traición contra Dios. El testimonio de Device condenó a la horca a su propia madre y a su abuela, además de a otras ocho personas entre las que se incluían sus hermanos. ¿En qué se convertía el proceso, entonces? En una mera forma de legitimar una decisión ya tomada. Nadie buscaba la verdad.
Hay constancia de casos como el de Margaret Wallace, denunciada en 1614 en Glasgow por haber matado a un sacerdote mediante «artes oscuras». Entre la acusación y el juicio pasaron ocho años. El tribunal se hallaba compuesto por 14 personas —el fiscal, el abogado defensor, un cazador de brujas y varios testigos—, quienes determinaban la culpabilidad. Le impusieron la pena más grave, el ahorcamiento y la quema en la plaza pública. Más de 3.000 casos hubo en Escocia, donde el número de personas perseguidas triplicó el del resto del territorio británico.
El monarca modificó la Biblia. Mandó hacer la primera versión en inglés, traducida del griego. La publicó en 1611 y pasó a la historia como Biblia del rey Jacobo. Modificó las palabras del Éxodo y las cambió por «no le permitirás a una bruja vivir». De este modo, las sagradas escrituras también justificaban la persecución.
Las técnicas patrocinadas por el monarca se aplicaron incluso después de su muerte. John Kincaid —el más sangriento cazador de brujas— usaba punzones sobre el cuerpo del sospechoso para encontrar la marca del Diablo. Y si no la hallaba les perforaba el pezón porque, según decía, era por ahí que se colaba el mal. Trabajó en la región de Lothian y también en el norte de Inglaterra, donde hay registros que indican que cobró 20 chelines por cada detenida. Su labor principal tuvo como objeto Escocia, allí recaudó 6 libras escocesas por pinchar a Margaret Dunhome y recibió una paga extra de tres para la comida y para el vino que se bebieron él y su criado.
Marion Inglis fue su primera víctima escocesa. Tras una disputa en el vecindario fue acusada de «maléfica y endemoniada» y de haber causado enfermedades y muertes en su entorno. Kincaid buscó en el cuerpo la marca del diablo y la torturó, pero ella jamás confesó. En 1662, este cazador de brujas fue acusado de fraude y encarcelado. Allí reconoció que había mentido sobre las pruebas empleadas para identificar brujas.
A modo de conclusión, me gustaría llamarte la atención sobre la ironía contenida en la novela. Los Grey emplearon un fuerte hechizo para proteger a los brujos y que los Tudor se extinguieran, pero luego les sucedió Jacobo I que fue implacable con ellos. En general, las personas más mediocres llevaron adelante los procesos de brujería para destacar y para medrar.
Si deseas saber más puedes leer:
📚Historia de las mujeres. Del Renacimiento a la Edad Moderna. Tomo 3, bajo la dirección de George Duby y Michelle Perrot. Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2018. Lee el artículo titulado La bruja, de Jean-Michel Sallman, páginas 493 a 509.
📚LA SOMBRA DEL DEMONIO. La caza de brujas en Europa, artículo escrito por Javier Flores para National Geographic Historia, actualizado a fecha 10 de noviembre de 2016.
📚England's Witch Trials Were Lawful, artículo de Kat Eschner para Smithsonian Magazine de fecha 18 de agosto de 2017.
📚Jacobo, rey de Escocia y cazador de brujas, artículo de Silvia Cruz Lapeña para para la Revista Vanity Fair, de fecha 31 de octubre de 2019.
📚No le permitirás a una bruja vivir, artículo de Lina María Munar Guevara para el Periódico Al Derecho de fecha 21 de mayo de 2018.
📚El hombre barroco, edición de Rosario Villari. Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1992. Leer el artículo La bruja, de Brian P. Levack.
📚Las putas del diablo, de Erik Durschmied. Starbooks, España, 2006.
📚Los demonios familiares de Europa, de Norman Cohn. Ediciones Altaya, S.A, 1997, Barcelona.
📚Las brujas y su mundo, de Julio Caro Baroja. Alianza Editorial, S.A, Madrid, 1993.
📚La bruja. Un estudio de las supersticiones en la Edad Media, de Jules Michelet. Ediciones Akal, S.A, España, 1987.
📚El crisol, de Arthur Miller. Ediciones Cátedra, España, 2011. En la introducción hay un análisis muy completo de la situación histórica que condujo a la persecución de brujas en Salem.
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