17-LADY JANE, LA GREY QUE REINÓ EN INGLATERRA DURANTE QUINCE DÍAS.

Después de que Enrique VIII murió lo sucedió su hijo Eduardo, de tan solo diez años. Se trataba de un niño muy débil y enfermizo. ¿Quién ejercía el poder efectivo? Su tío materno, Edward Seymour.

     A los quince el muchacho —criado en el luteranismo— quería asegurar el futuro de esta religión. Pese a que al ser menor no podía testar, intentó invalidar por medio de un documento la ley del Parlamento que su padre había hecho promulgar en cuanto a quiénes eran sus herederos. Para ello redactó lo que llamó «mi estrategia de sucesión», en la que excluía del trono a su hermana Mary por ser católica. No podía utilizar el argumento de su religión, pero sí aprovechar la insistencia de Enrique VIII al repetir hasta el cansancio que su matrimonio con Catalina de Aragón era nulo porque ella había sido la esposa de su hermano mayor. Y que, en consecuencia, Mary era bastarda. Tenía como consecuencia negativa que si Mary era ilegítima, también lo era su hermana Elizabeth —hija de Ana Bolena, a quien el anterior rey había mandado ejecutar— que sí practicaba la nueva religión.

     Descartadas las dos, ¿a quién dejarle el trono? Por un lado estaba la nieta de la hermana mayor de Enrique VIII, pero esta era católica, reina de Escocia y la esposa del delfín de Francia, así que ni se le ocurría considerarla. Las únicas aspirantes posibles eran las herederas de la hermana menor del anterior rey, Mary Tudor. Ella había estado casada con Charles Brandon —duque de Suffolk— quien en la novela entrena a lady Sophie para ser espía.

     Una hija de Mary y de Charles —Frances Brandon— se había casado con Henry Grey, hermano de Sophie y quien aparece en mi historia con tan solo tres años. Al morir Charles Brandon el ducado de Suffolk quedó en manos de Henry, quien formaba parte del Consejo Privado de Eduardo.

     Cuando a principios de la primavera de 1553 el joven rey enfermó, pensó en los Grey para que llevaran adelante su estrategia. Estableció como su sucesor a cualquier futuro hijo varón que diera a luz Frances y a los hijos de sus hijas Jane, Katherine y Mary Grey.

     Pero en el mes de mayo era evidente que el monarca se moría y la prioridad de todos radicaba en mantener la Iglesia Anglicana con las reformas de Eduardo a como diese lugar. Así que corrigió el borrador original que hablaba de que la corona recaería sobre los hijos de la hija mayor de Frances Brandon y puso lady Jane y su hijo varón. Y, así, Jane Grey pasó a ser su sucesora.

     Lady Jane tenía 15 años, era muy inteligente y estudiosa y una devota practicante de la nueva fe. El 21 de mayo se había casado con Guildford Dudley. Era el hijo mayor de John Dudley, duque de Northumberland, la persona que en esos momentos dirigía el gobierno inglés y que poseía una ambición sin límites, al igual que el progenitor de la muchacha. De hecho Henry Grey había empujado a lady Jane a contraer este matrimonio, y, no contento con esto, ahora pretendía que su hija le arrebatara el derecho a la corona a Mary, quien no se quedaría de brazos cruzados.

     Para más desplantes, a las princesas Mary y Elizabeth les habían prohibido ver a su hermano moribundo e ignoraban la situación real, más allá de los rumores que corrían y que les llegaban. Por las medidas del duque de Northumberland era evidente que algo importante sucedía, porque reforzó la guarnición de la Torre de Londres e hizo que los buques de guerra del rey navegaran por el Támesis. Y convocó a los abogados y a los consejeros con la finalidad de ultimar el plan de Eduardo para que lo sucediese lady Jane.

     El magistrado principal del Tribunal de Peticiones Comunes —sir Edward Montagu— presentó sus objeciones y argumentó que la propuesta carecía de base legal. Y que podía considerarse Alta Traición de acuerdo con la ley de sucesión de Enrique VIII de 1544. Pero cedió debido a la furia del rey moribundo y a la promesa de que pronto el Parlamento ratificaría el plan. El visto bueno de sir Edward convenció a los jueces que vacilaban, entre los que destacaba el arzobispo Cranmer, que dudaba acerca de firmar tal documento.

     A principios de julio convocaron a la princesa Mary a que acudiera al lecho del rey. Se trataba de una trampa. Northumberland pensaba retenerla en la Torre de Londres para asegurarse de que no consiguiera la ayuda del emperador Carlos V o que movilizase a sus seguidores. Pero ella, en lugar de ir, huyó en la dirección contraria y buscó refugio en sus propiedades de Norfolk, cercanas a la costa por si era necesario escapar a España.

     La tarde del 6 de julio el joven rey respiraba lento y con dificultad. Lo rodeaban su médico personal —George Owen—, su ayuda de cámara preferido —Christopher Salmon— y dos caballeros de la cámara del monarca, Thomas Wroth y sir Henry Sidney, este último compañero de Eduardo desde la infancia. Todas las cortes reales de Europa estaban informadas de que se moría, pero las potentes drogas que le suministraban ralentizaban el proceso. Con las últimas fuerzas murmuró una plegaria y murió en los brazos de Sidney. Fuera se había desatado una tormenta. Más adelante dijeron que era Enrique VIII quien la había desencadenado al rugir desde la tumba porque habían contradicho su voluntad. La única certeza radicaba en que, ¡al fin!, el trono de Inglaterra lo ocuparía una mujer.

     Ahora comenzaba la batalla para controlar el ascenso de la primera reina de Inglaterra por derecho propio. La preocupación primordial consistía en impedir que los pormenores de la situación se filtrasen más allá de los aposentos reales hasta controlar el gobierno. Cuando había muerto el anterior soberano habían hecho lo mismo, durante los tres días posteriores le sirvieron la comida y simularon normalidad.

     Al nombrar a Jane Grey pretendían que esta fuese una marioneta por el hecho de ser mujer. Solo era el instrumento que había elegido Eduardo para conseguir un sucesor legítimo y protestante a través del cual el duque de Northumberland mantendría su control sobre el gobierno. Recién el 9 de julio lady Jane recibió una invitación para concurrir a Syon House, el hogar de su suegro. La única información que le proporcionaron: que era para «recibir aquello que ha ordenado el rey».

     Al llegar lady Jane se desconcertó porque no solo se hallaba el duque, sino también los demás miembros del Consejo Privado, que se inclinaron con deferencia para ofrecerle su lealtad y su servicio como nueva reina de Inglaterra. Pero Northumberland se equivocó de cabo a rabo. En primer lugar, porque lady Jane se resistió a ser una simple marioneta. Y también porque la primera reacción ante el conocimiento de la muerte de Eduardo fue romper a llorar y horrorizarse ante los planes que le presentaban.

     Fue muy clara:

—No tengo derecho a la corona ni la deseo. Lady Mary, la mayor de las dos hermanas de Eduardo, es la heredera legítima.

     Los padres y el esposo insistieron para que aceptara el trono, pero lo hizo solo como parte de la voluntad del Dios protestante. Y si la corona era solo suya, no tenía intención de compartirla con su marido. Como mucho le daría un ducado, pero no lo haría rey, lo que le acarreó una disputa con su cónyuge y con el duque y la duquesa de Northumberland. Porque existía una contradicción evidente: le imponían el ejercicio del poder real, pero a la vez intentaban que no lo ejerciese.

     Los heraldos recorrieron las calles de Londres para informar a sus súbditos de que Eduardo había muerto y para proclamar el ascenso al trono de lady Jane. Una flota de barcazas la llevó hasta la Torre, donde efectuó la entrada ceremonial en los aposentos reales.

     La primera señal de que algo no iba bien fue el silencio que reinó en las calles ante la proclamación. No repicaron las campanas, no encendieron hogueras, nadie lanzó los sombreros al aire. Ni siquiera sabían quién era Jane Grey. El emperador Carlos, incluso, pidió a sus emisarios que le hicieran su árbol genealógico para comprender a qué se debía el ascenso. En realidad, no tenía lógica. Porque argumentaban que el derecho le venía a través de Frances Brandon —su madre—, que estaba viva. Lo lógico hubiese sido que recayese en Frances si Mary y Elizabeth estaban descartadas sobre la base de su ilegitimidad. O, más lógico todavía, que el trono recayese en María de Escocia, la descendiente de la hermana mayor de Enrique VIII.

     A la perplejidad de no saber quién era Jane se le añadía el resentimiento por quién no era. Porque los argumentos del rey acerca de sus virtudes sobre la base de la religión no tenían ningún valor para los súbditos. Nadie consideraba que la reforma religiosa fuera una razón tan fuerte como para anular la línea legítima de sucesión real, pues Mary y Elizabeth eran las hijas de Enrique VIII. Y el pueblo quería que Mary los gobernase.

     Lo que había comprometido su posición como heredera era la obsesión de su padre por tener un hijo varón. Pero la circunstancia de que fuese mujer no la podían impugnar los que pretendían imponer a lady Jane en el trono, otra mujer. Argumentaron que existía la posibilidad de que Mary se casara con alguien de un reino extraño, que intentaría hacer valer sus leyes y sus costumbres. Pero para los súbditos era peor que estuviese casada con el hijo del duque de Northumberland, a quien todos temían y que nadie apreciaba. Todos entendían que se trataba de una magistral jugada de este para que su poder pasase de ministerial a dinástico.

     Northumberland no solo se equivocaba al creer que controlaría a lady Jane. También erró al considerar que la princesa Mary —de 37 años— no haría nada. El embajador español, Scheyfve, conocía los detalles del plan de Eduardo. Se le unieron otros tres emisarios imperiales y todos recibieron el mismo 6 de julio la noticia de la muerte del monarca.

     Enseguida le escribieron al emperador Carlos V:

     «Mi señor, el rey de Inglaterra ha muerto. En respuesta a nuestra petición para concertar una audiencia, el consejo nos ha asegurado que lo consultarán con el rey, establecerán una cita acorde a las necesidades de Su Majestad y mañana nos lo confirmarán».

     De todas las novedades informaban a Mary. Esta era consciente de que tanto Northumberland como sus partidarios la desacreditaban como heredera. Se mudó a Hunsdon —la mansión de Hertfordshire cercana a Londres— para enterarse de los rumores sobre la salud de su hermano. Se proclamaría reina cuando se confirmara su muerte. Pero debía actuar con precaución porque si todavía estaba vivo la acusarían de Alta Traición.

     Northumberland necesitaba detenerla para que sus planes prosperasen. Por eso cuando la convocó a principios de julio al lecho de muerte de su hermano —con la excusa de que heredaría el reino— ella era consciente del peligro. Y no se equivocaba. Porque el duque había enviado a su hijo menor —Robert Dudley, que sería el amor de su hermana Elizabeth— en compañía de 300 hombres para capturarla en Hunsdon. Y, como la habían prevenido, estos al llegar se encontraron con que la mansión se hallaba vacía.

     A Northumberland se le torcieron los planes, aunque consideró que Mary no disponía de los formidables recursos de los Tudor que él detentaba, ya que contaba con la burocracia del gobierno dirigida por los miembros del Consejo Privado y podía movilizar ejércitos.

     Hasta los aliados de Mary la subestimaban, pues los emisarios imperiales informaron la mañana de la muerte de Eduardo:

     «No estamos seguros de ser capaces de contrarrestar los designios del duque [...] parece ser que la integridad de lady María está en peligro y que su ascenso al trono es tan difícil que resulta casi imposible ante la ausencia de un ejército que pueda enfrentarse al de sus enemigos [...] Todos los recursos del país están en manos del duque y nuestra señora no tiene ninguna posibilidad de convocar a suficientes hombres para enfrentarse a él, ni medios suficientes para compensar a aquellos que se unan a su causa».

     Partían del mismo prejuicio del que hablé en el tip sobre la emperatriz Matilde, al considerar que como era mujer no lucharía por sus derechos ni encabezaría a sus propias tropas. Pero Mary había comprendido que debía proclamarse reina en cuanto se confirmase la muerte de su hermano y todo los demás eran meras especulaciones prejuiciosas. Pensaba que era necesario que reclamara de forma pública e inmediata su derecho al trono y que de este modo inclinase la situación a su favor a ojos de sus partidarios y de sus detractores.

     Los emisarios imperiales escribieron con tono condescendiente:

     «Mi señora ha decidido que debe proceder de esta manera o que, de lo contrario, estará en mayor peligro y perderá toda esperanza de acceder al trono. Consideramos esta decisión algo extraña, llena de dificultades y de peligros [...] proclamarse a sí misma sin posibilidad real de conseguir el éxito inmediato solo pondría en peligro las posibilidades que pudiera tener más adelante».

     Se basaban en que su plan era descabellado porque los ingleses nunca apoyarían de forma espontánea el derecho al trono de una católica. Y con ellos coincidían los gobiernos de Inglaterra, de Francia y del Imperio. Creían que Mary no podría tener esperanza de reinar sin el apoyo de las tropas imperiales. Y que, de conseguirlo, la intervención extranjera comprometería el posible apoyo con el que contaba en Inglaterra. Por supuesto, todos se equivocaban.

     Lo que solo sabía el emperador era que sus fuerzas militares estaban destinadas a la guerra contra la Francia de Enrique II. Les ordenó a los emisarios que protegieran a la princesa en vez de usar sus fuerzas para defender su trono. El consenso general fue unánime: la primera reina que tantearía los límites de la soberanía a manos de una mujer en Inglaterra sería la jovencísima lady Jane Grey, que vivía en los aposentos reales de la Torre de Londres.

     El día en el que proclamaron a lady Jane reina llegó desde Norfolk un sirviente de Mary, al que el consejo recibió. Les entregó una carta de su señora en la que declaraba que la corona era suya y en la que exigía que el consejo la reconociera. Northumberland se había equivocado al creer que no lucharía por lo que era suyo.

     Los embajadores imperiales —confiados de modo erróneo en la superioridad de su intuición diplomática— no comprendían la dinámica de la política inglesa mientras que Mary sí. Era la hija de Enrique VIII y la heredera legítima al trono de su hermano. No tenía la menor intención de huir del reino o de esperar a que la apoyasen desde el exterior. Para desconcierto de todos, lo que hizo fue solicitar el apoyo de los vasallos y enviar cartas y mensajes para pedirles a sus súbditos que se unieran a la causa.

     Miles de personas respondieron al llamado. En el este de Inglaterra había muchos terratenientes que simpatizaban con la antigua religión y que estaban convencidos de su derecho al trono. Es más, consideraban que Mary era la defensora de su región desde que le habían entregado las tierras que habían sido confiscadas al deshonrado duque de Norfolk seis años atrás. Los vasallos organizaban a las fuerzas en los terrenos del castillo con foso de Mary en Framlingham, en Suffolk —se había mudado allí porque las defensas eran casi inexpugnables— y esto le hacía tener más confianza en sí misma y en el triunfo.

     Entre los oponentes, en cambio, reinaba el caos. El duque de Northumberland era un soldado con experiencia, pero muchos lo odiaban. Y la reina Jane no inspiraba la adhesión de nadie. Los defensores de la reforma religiosa estaban divididos entre el miedo a la sumisión de Mary a Roma y a su propia lealtad ante el linaje de Enrique VIII. Y, así, las estructuras de las cuales dependía el poder del duque se empezaron a desintegrar.

     Robert Dudley, el hijo menor de Northumberland, perseguía a Mary con sus 300 hombres hasta Anglia Oriental. Y el Consejo Privado envió cartas a los magistrados y a los lugartenientes del condado de que resistieran los intentos de Mary de provocar una rebelión. Además, seis buques de guerra zarparon del Támesis hasta las costas de Suffolk para prevenir cualquier intento de huida de la princesa o una invasión del Imperio. Y hombres, caballos y artillería se pusieron a disposición de un ejército que partió desde Londres el 12 de julio bajo el mando de Northumberland.

     Seis días después, cuando el duque se hallaba a unos 40 kilómetros de Framlingham, le informaron que Mary disponía de 10.000 hombres y que estos aumentaban a pasos agigantados. Encima, el viento había empujado hacia la costa a sus buques de guerra y los soldados de la princesa habían obligado a desertar a la tripulación del duque. Y se habían apropiado de las armas para defender el fuerte de Framlingham.

     Nothumberland —en shock por el poderío de su enemiga y por su falta de previsión— se retiró a Cambridge. Mientras, en Londres los consejeros entraron en pánico y se recriminaban los unos a los otros. Y comprendieron que tenían dos opciones. Una consistía en seguir al duque en el campo de batalla y arriesgar las vidas y las posesiones. La otra, apoyar a Mary.

     A primera hora de la mañana del día 19 de julio los consejeros todavía mantenían la fidelidad hacia lady Jane, pero a mediodía se pasaron al bando contrario. Asustados, enviaron a una delegación para decirle a los emisarios de Carlos V que, si bien les habían informado de que el consejo apoyaba el plan sucesorio de Eduardo, no era así.

     Argumentaron que:

«[...]solo tres o cuatro de ellos habían dado su libre consentimiento, mientras que el resto habían sido obligados a ello, tratados como prisioneros [...]».

     También se reunieron con el alcalde y con los concejales en Cheapside para proclamar a Mary reina de Inglaterra. Las diferencias entre las recientes proclamaciones eran similares a las de la noche y del día. El pueblo había recibido en silencio la proclamación de lady Jane. A una persona que se animó a pronunciar algunas palabras con relación a que era Mary la que tenía derecho a la corona fue callada con rapidez, atada a la picota y le cortaron las orejas. En cambio, cuando oyeron el nombre de la princesa, todos lanzaron gritos de alegría y se sintieron aliviados. Mientras seguían las celebraciones, los mensajeros del consejo cabalgaron durante la madrugada hasta Framlingham para ofrecer a la reina su lealtad y su arrepentimiento.

     Henry Grey, duque de Suffolk —padre de lady Jane— tan desesperado se hallaba por su salvación como antes al insistir en que su hija aceptara el trono. Llegó al extremo de retirarle el manto real de la silla en la que se sentaba para cenar en la Torre de Londres y declaró «que ella no tenía derecho alguno a usarlo, pues su situación no se lo permitía». Y ella después de reinar tan solo quince días renunció agradecida a la corona que siempre había creído que era de Mary.

     ¿Qué hizo el duque de Northumberland al enterarse de las deserciones? Se dirigió a la plaza del mercado de Cambridge, proclamó el ascenso de Mary al trono de Inglaterra y lanzó su sombrero al aire.

     Uno de sus acompañantes respecto al duque dejó la siguiente constancia:

«[...] rio tanto que las lágrimas se le deslizaban por sus mejillas por el dolor».

     Y, a fuerza de voluntad, Mary lo venció. El tres de agosto entró a lomos de su caballo, encabezaba el desfile. Tres semanas después la multitud se volvió a reunir para observar cómo decapitaban a Northumberland en la Colina de la Torre. Su degradación fue total. Llegó al punto de renunciar al protestantismo la noche anterior a la ejecución para probar su lealtad y tratar de salvarse.

     Lady Jane pronunció:

     «Rezo a Dios para que ni yo ni ningún amigo mío muera de ese modo».

     La chica volvió a sus libros y a utilizar ropa sencilla, pero permaneció en la Torre de Londres condenada como traidora por aceptar la corona. Daba pena porque no había tenido poder alguno y solo se había sometido a los deseos de su familia.

     Simon Renard —el nuevo embajador imperial—, frustrado, le informó a Carlos V respecto a Mary:

     «No se dejó convencer de que la muchacha debía morir».

     Porque ahora le tocaba a Mary lo más difícil: gobernar como reina. Y nunca contentaría a todos...


Lady Jane (1537-1554). Por culpa de la ambición de su padre —Henry Grey, duque de Suffolk, hermano menor de la protagonista de mi novela— murió decapitada con tan solo 16 años.


Lord Guilford Dudley (1535-1554) fue el esposo de lady Jane.


Henry Grey (1517-1554), el padre, también murió decapitado.


John Dudley, I duque de Northumberland (1501-1553) —suegro de lady Jane— fue el primero en morir decapitado.


Frances Brandon (1517-1559) fue la madre de lady Jane.


María Tudor (1496-1533) —hermana menor de Enrique VIII— y Charles Brandon, duque de Suffolk, fueron los abuelos maternos.


Thomas Grey, II marqués de Dorset (1477-1530) y Margaret Wooton (1485-1541) eran los abuelos paternos.



La causa de Mary había vencido a una rival que no la aventajaba ni con relación al sexo ni en cuanto a la consagración en su lucha por el trono. Sin embargo, acto seguido se enfrentó a los mismos prejuicios que la emperatriz Matilde cientos de años atrás. Te recuerdo que los vimos en el tip correspondiente y que hacían referencia a la volubilidad de la naturaleza femenina y de su autoridad. Y a las limitaciones en cuanto a las capacidades.

     Tal como informó el embajador veneciano —Giovanni Michieli— al dux y al senado en 1557 respecto a Mary, la reina pertenecía «al sexo que no puede abarcar más que una pequeña parte».

     Incluso el emperador Carlos V le escribió una carta a sus emisarios para que aconsejaran a Mary acerca de las limitaciones que ser mujer supondría para su reinado:

     «Dejad que sea en todos los aspectos lo que debe ser: una buena dama inglesa y evitad dar la impresión de que ella desea ejercer su autoridad y dejad patente que desea la ayuda y el consentimiento de los hombres más ilustres del país [...] Dejadle claro que será necesario, para que tenga apoyo en su labor como gobernante y consejo en asuntos que no son propios de una dama, que contraiga matrimonio con la persona que le resulte más adecuada de acuerdo con lo expuesto anteriormente».

     Parecía un calco de la barrera a la que se había enfrentado Matilde en el año 1141 cuando se hallaba a punto de conseguir la corona inglesa. Ningún monarca varón hubiese admitido la mera insinuación de que no diese la impresión de que «desea hacer su voluntad», pues este era su derecho y su responsabilidad. Pero a Mary tenían el desparpajo de decirle que ejercer el poder era incompatible con ser «una buena dama inglesa».

     No obstante, Mary sí tenía una gran ventaja sobre Matilde. La emperatriz había vencido a su rival a medias y de forma provisional e intentaba legitimar su autoridad mediante su ejercicio. La victoria de Mary era absoluta y podía darse un tiempo antes de revelar sus planes de futuro.

     Ni siquiera ofreció resistencia a la sugerencia de que el reinado requeriría la ayuda de un marido. Encima, tres días después de la coronación se arrodilló ante los miembros del consejo, les habló sobre las circunstancias del ascenso al trono, del deber de los reyes y de las reinas y de sus propósitos de cumplir con las responsabilidades por la gloria de Dios y para el beneficio del pueblo.

     El embajador imperial dejó constancia de las palabras:

     «Les confiaba su persona y situación y deseaba que le aseguraran que cumplirían con su deber, como estaban obligados por sus juramentos».

     Y también informó a Carlos V de que:

     «Sus consejeros se hallaban tan conmovidos que ninguno contuvo las lágrimas. Nadie supo cómo contestar, asombrados ante ese humilde discurso, tan diferente de lo que se había oído hasta el momento en Inglaterra y por la bondad e integridad de la reina».

     ¿Mary era sincera o se trataba de una mera estrategia mediante la cual utilizaba las flaquezas femeninas para desarmar a sus enemigos políticamente? Resulta probable que sí —era muy inteligente— y con esta iniciativa ablandó los corazones y despejó los pensamientos malignos o sospechosos.

     El siguiente paso consistía en casarse pronto y engendrar un heredero. Dada su edad —37 años— no podía perder el tiempo. La siguiente en la línea de sucesión era su media hermana Elizabeth, quien para Mary era bastarda porque había sido concebida por Ana Bolena antes de la muerte de su madre, Catalina de Aragón, para ella la legítima esposa. Y, encima, practicaba la religión protestante, aunque para quedar bien con la nueva reina fingía que había vuelto al catolicismo.

     Pero encontrar un marido que estuviera a su altura era un tema complicado. La posibilidad de que su esposo reinase también hizo que muchos súbditos considerasen que debía casarse con un hombre inglés. El candidato favorito entre los miembros de la corte y del consejo era Eduardo Courtenay, conde de Devon, uno de los últimos herederos de la Casa de Plantagenet por parte de su abuela, que era hija de Eduardo IV. Enrique VIII lo había encarcelado en la Torre de Londres hacía 12 años por este motivo y porque sus padres eran muy cercanos a Catalina de Aragón. Ahora tenía 27 y disfrutaba de libertad. El 16 de noviembre una delegación parlamentaria extraordinaria, que incluía a nobles e influyentes representantes de la Iglesia, hicieron público su apoyo a Courtenay. El presidente de la Cámara de los Comunes instruyó a Mary sobre las desventajas, los peligros y las dificultades que se darían si elegía un marido extranjero. Entre ellas que impondría su poder sobre los ingleses, que el reino se convertiría en su patio de juegos y que Inglaterra correría el riesgo de perder la independencia si una reina se veía sometida a la tiranía conyugal extranjera.

     Mary le respondió de manera tajante e inmediata, pese a que la convención dictaba que el lord canciller —el obispo Gardiner, ferviente defensor de Courtenay— respondiese al Parlamento en su nombre. Pero ella estaba irritada por el tono y por el contenido y decidió hablar por sí misma. Le replicó que el Parlamento no acostumbraba a utilizar aquel tipo de lenguaje con los reyes de Inglaterra, ni era adecuado o respetuoso que lo hiciese.

     Lo que más desató su cólera fue la insistencia de que debía casarse con uno de sus súbditos, porque le resultaba imposible amar y obedecer a un hombre que, a su vez, le debía obediencia. Por eso solo encontraría un esposo de su misma posición fuera de Inglaterra. Pensaba amar y obedecer a su marido, pero si él intentaba intervenir en los asuntos del gobierno inglés no se lo permitiría. En realidad, Mary ya se había comprometido con un extranjero.

     Le propuso matrimonio al emperador Carlos V, pero él tenía 53 años, estaba agotado, enfermo, paralizado por los catarros, por la gota y por las hemorroides y no deseaba volver a casarse. Aunque sí le sugirió a su hijo Felipe, que gobernaba España en su nombre. Y ella accedió. Luego argumentó que no anhelaba el matrimonio por razones personales porque nunca había sentido amor ni deseo carnal, sino por Inglaterra. Estaba casada con su reino y por eso necesitaba un cónyuge que fuese digno de ella.

     Tras largas negociaciones diplomáticas la propuesta de Felipe se presentó ante la corte en noviembre. Mary se comportó como si la sorprendiera y consultó a sus consejeros, pero siguió adelante con el plan que ya había elaborado con la complicidad del emperador. Si bien los consejeros insistían en que no podría gobernar sin la ayuda de un esposo, estaban dispuestos a olvidarse de esto si el marido era español. Felipe sería rey consorte de Inglaterra y no detentaría ninguna autoridad. Ayudaría a su mujer con la administración del reino dentro de las leyes, de los privilegios y de las costumbres, pero no podría nombrar ningún cargo. E Inglaterra no participaría en ninguna de sus guerras. Mary no abandonaría el reino y él no tendría derecho al trono tras su muerte. Felipe tenía un hijo de un matrimonio anterior que tras su fallecimiento heredaría España, pero el que tuviera con Mary se quedaría con Inglaterra y con los Países Bajos. Para que estuviese en pie de igualdad Carlos V le otorgó a su hijo el título de rey de Nápoles.

     Como es lógico, estas condiciones protegían los intereses de Inglaterra y la independencia de la soberanía de Mary de forma tan efectiva que Felipe juró en privado que él no se ataría a ninguna de ellas. Pero el Parlamento inglés aprobó el tratado en abril del año 1554 con la confirmación de que como reina soberana debería «portar y disfrutar de la corona y de su soberanía» de forma plena cuando se casase con Felipe, del mismo modo que antes de unirse a él.

     La ceremonia nupcial se efectuó el 20 de julio, tras su llegada a Southampton. Y cinco días después, en la catedral de Winchester, Felipe se tuvo que situar a su izquierda en una demostración de que era el rey consorte y no el soberano. Pese a esto, a muchos de sus súbditos les molestaba porque estaban convencidos de que este matrimonio sometería Inglaterra a España. Y que reestablecería el catolicismo en el reino y que restauraría el poder del papa. Tenían motivos para estar preocupados. Sobre todo aquellos que habían adquirido los monasterios después de que se habían disuelto.


María I de Inglaterra (1516-1558), apodada María La Sanguinaria  o Bloody Mary.


Felipe II de España (1527-1598) se casó en segundas nupcias con Mary.


Edward Courtenay (1527-1556), conde de Devon, al marido inglés descendiente de los York que la corte y los miembros del consejo le querían imponer a Mary para evitar que se casase con un extranjero.



Cuando en el invierno de 1553 comenzaron los rumores sobre una posible boda entre Mary y Felipe, se inició una conspiración para destronarla, que el embajador francés alentaba. La consigna era defender la autonomía de Inglaterra.

     Querían reemplazarla por lady Jane, todavía prisionera en la Torre de Londres. O por Eduardo Courtenay, si este se casaba con la princesa Elizabeth. Estaban implicados en el complot Henry Grey —siempre estaba metido en todos los fregados— y Courtenay, entre otros. Pero ambos eran incompetentes y tan volubles como una veleta. El único de los conspiradores que había que tener en cuenta era Thomas Wyatt el Joven —hijo del Wyatt que había sido detenido por sospecharse que era amante de Ana Bolena y a quien luego habían liberado— que reunió a 3.000 hombres para combatir. En enero de 1554 desde Londres enviaron una milicia a Rochester para enfrentarse a ellos, pero la hicieron batir en retirada y algunos de sus miembros se unieron a la fila de los rebeldes.

     De nuevo la capital se hallaba en peligro y Mary debía liderar a su pueblo. Y ella cumplió con sus obligaciones y no los abandonó a su suerte. Cabalgó junto a los consejeros hasta el centro de la ciudad y alentó a los súbditos.

     Les mostró el anillo de la coronación y les dijo:

—En palabras de un príncipe, no puedo describir el ferviente amor de una madre por su hijo, pues nunca he sido madre. Pero, con seguridad, si un príncipe y un gobernante ama de forma tan natural y desinteresada a sus súbditos como la madre ama a su hijo, entonces os aseguro que yo, como señora vuestra, os amo con la misma honestidad y ternura.

     Y cuando Wyatt el 6 de febrero atacó la capital, la reina mantuvo la posición mientras las flechas atravesaban las ventanas del palacio de Westminster. Poco duró la rebelión, a la mañana siguiente había finalizado, pero sirvió para darse cuenta de que había personas que, si permanecían vivas, siempre serían un peligro para su reinado.

     El 12 de febrero Jane Grey subió al patíbulo en el recinto de la Torre de Londres. Antes de morir admitió su culpa al aceptar la corona y añadió que «en lo que respecta a mi deseo de llevarla me declaro inocente». Sus damas le vendaron los ojos mientras ella —llorando— tanteaba en busca del bloque donde debía colocar la cabeza. «¿Dónde está? ¿Qué debo hacer?», preguntaba desesperada. La guiaron, dijo una última oración y se arrodilló para morir.

     Eduardo Courtenay entró en la Torre de Londres el día de la muerte de lady Jane y permaneció prisionero durante un año. Luego lo condenaron al exilio. La princesa Elizabeth se había enterado de los planes de Wyatt antes de que este los concretase, pero tuvo la prudencia de no intervenir. Observó qué pasaba, y, por eso, su hermana Mary sospechó de ella y la trasladó también a la Torre de Londres.

     Thomas Wyatt antes de morir ejecutado manifestó delante de todos que había actuado para prevenir que el matrimonio de la reina llevase a Inglaterra a estar «a merced de extraños y de forasteros», pero ella interpretó la revuelta como obra de los protestantes.

     En abril de 1554 el Parlamento aprobó un estatuto con el objetivo de tranquilizar a las personas preocupadas por el matrimonio de Mary con Felipe.

     Los archivos del gobierno dejaron constancia de que:

     «Un acto que declara que el gobierno de este reino reside en su majestad la reina de forma plena y absoluta, como lo hizo en sus nobles progenitores, reyes de estas tierras».

     La elaboración de una ley que ratificaba a una monarca que reinaba con la misma autoridad de un hombre no presuponía la debilidad de Mary. Se llevó a cabo para responder a los esfuerzos de algunos de sus defensores católicos de defenderla de sus detractores. Porque ella no estaba sujeta a ninguna de las leyes proclamadas desde la conquista porque todos los estatutos previos se habían hecho en nombre del rey de Inglaterra y no se había mencionado a la reina en ningún momento.

     Pero esto no fue suficiente para crear confianza y todos se hallaban descontentos. Los españoles porque colocaban a Felipe en un papel subordinado y no lo habían coronado. Los ingleses porque corrían los rumores de que lo coronarían y de que le darían la autoridad de un auténtico rey. Encima, el número de opositores aumentó cuando Mary reinstauró las antiguas leyes de herejía que condenaban a morir en la hoguera a los defensores del protestantismo.

     Debido a sus obligaciones en España, Felipe pasaba largo tiempo alejado de Inglaterra y el heredero no nacía. Y Mary se veía cada vez más desmejorada y más avejentada. El embajador Michieli decía que se debía a la «histeria» y a que sufría «retención de la menstruación y opresión del útero» y la trataban extrayéndole sangre, con lo que cada vez estaba más pálida y más delgada.

     A los cuatro meses de la boda anunció que sentía los síntomas del embarazo y sus doctores afirmaron que estaba preñada. Y restauró el poder papal en Inglaterra, el anuncio fue conjunto. En el Parlamento se decidió que Felipe fuese el regente en representación del futuro heredero si Mary no sobrevivía.

     El vientre crecía sin parar, pero el tiempo pasó y no nació ningún niño. Y tuvo que soportar la humillación pública y que Felipe —quien esperaba un parto que nunca llegó — abandonara Inglaterra.

     Cuando en 1557 Felipe le hizo otra visita, volvió a creer que estaba embarazada. Y sucedió lo mismo. Encima, su matrimonio arrastró a Inglaterra a la guerra que mantenía el Imperio contra Francia.

     Y en enero de 1558 los franceses les arrebataron a los ingleses Calais, el puerto que tanto valoraban, al punto de que en la puerta del Parlamento luciera la siguiente inscripción:

«Then shall the Frenchmen Calais win

when iron and lead like cork shall swim»[*].

     En la primavera de 1558 Mary se resignó a que, con 42 años y con un marido casi siempre ausente, jamás engendraría un hijo. No quería que Elizabeth heredara el trono, pero sus principios no le permitían ejecutarla ni pasar por alto los deseos de Enrique VIII. Solo esperaba vivir lo suficiente como para evitar que arrancara de cuajo la fe católica.

     Pero Dios no la escuchó. Enfermó a causa de la plaga de gripe y pronto quedó claro que moriría. Mandó reconocer a Elizabeth como heredera con la condición de que cumpliese con los términos de su testamento y de que mantuviera la antigua religión tal como Mary la había restaurado. El 17 de noviembre se celebró una ceremonia junto a su lecho y poco después falleció.

     La oración del obispo de Winchester en su funeral fue muy similar al epitafio de la emperatriz Matilde:

—Era hija de un rey, la hermana de un rey y la esposa de un rey.

     Y luego añadió que fue reina y rey por el mismo título. La triste realidad era que solo tuvo éxito al hacer valer sus derechos porque no había un candidato masculino al trono.

     La reina Elizabeth aprendió de los errores de su hermana y desarrolló una nueva forma de soberanía femenina. Era muy inteligente, culta y tenía una lengua afilada, con la que lo decía todo y nada al mismo tiempo. Y, lo fundamental, se apartó del dogmatismo que regía la vida de su predecesora. Unió al pueblo en favor de su soberanía en lugar de separarlo con verdades espirituales que desencadenaran más violencia.

     Se diseñó como La Reina Virgen, sin marido, un papel que sustituía al de la virgen María. Y las nefastas consecuencias de los matrimonios de su prima Mary de Escocia —que culminaron con su exilio y su prisión en Inglaterra— le dieron la razón. Reinó durante 44 años y 127 días y muchos historiadores la consideran la mejor monarca inglesa. Si deseas saber más sobre ella puedes leer mi novela La dama de hielo y el pirata apasionado —donde aparece como uno de los personajes— y también los tips que hay al final de la mencionada historia.

[*] Traducido significa: «Solo entonces ganarán Calais los franceses/Cuando el hierro y el plomo floten como el corcho».



Sir Thomas Wyatt El Joven  (1521-1554), líder de la rebelión contra Mary I.


Elizabeth I de Inglaterra (1533-1603) reinó en Inglaterra durante más de 44 años. Fue conocida como «La Reina Virgen», «Gloriana» o «La Buena Reina Bess». Si deseas saber más sobre ella puedes leer mi novela La dama de hielo y el pirata apasionado. Y también los tips que hay al final de dicha obra.



Si deseas saber más puedes leer:

📚Lobas, de Helen Castor. Ático de los Libros, Barcelona, 2020.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top