11. El asesino de Jane.

Última semana del mes de mayo de 1520. Promontorio del río Loire. Château d'Amboise.

—Lo que hacemos es un desatino, ma poupée —le susurró Guy, preocupado, mientras se colaban en la biblioteca donde solía reunirse Francisco con los secretarios—. Alguien nos pillará.

     A pesar de los reparos el ambiente era acogedor, pues los aromas de los libros y de la tinta fresca se mezclaban con el de las brasas que chisporroteaban en la chimenea.

—Insistí en que os quedarais en vuestras estancias —le musitó la joven—. Os encarcelaron en Inglaterra y no deseo que por mi culpa os suceda lo mismo en Francia. ¿Y si mejor volvéis ahora mismo, antes de que suceda algo irreparable?

—¡De ninguna manera! Somos un matrimonio. Y si vos os enfrentáis al peligro, ma princesse, también yo. —El duque de Longueville movió la cabeza de arriba abajo—. Si el rey nos encuentra nos tiramos sobre el sofá y fingimos que hacemos el amor. Su Majestad comprende este tipo de apuros y de desahogos, le sucede a él en todo momento.

—Pues dejémonos de hablar y apurémonos. —Lo conminó su esposa—. Vos buscad en los escritorios y yo en las estanterías.

     A Sophie le daba un considerable trabajo revisar cada libro y dejarlo en el sitio exacto, aunque lo peor era controlar las ganas de estornudar cuando el polvo le hacía picar la nariz. Y también le resultaba complicado evitar la fascinación que le generaba la variedad y la riqueza de las obras. Porque había libros que habían pertenecido a la madre del rey —figuraba el nombre Luisa de Saboya en la primera página y la fecha de adquisición— en italiano, en español y en francés. Estos idiomas «La Trinidad» los hablaba con fluidez. Y halló códices manuscritos en latín, en cuyos brillantes dibujos y en cuya cuidada caligrafía los monjes habían empleado muchos años de vida. Otros lucían el sello del duque Sforza de Milán, lo que indicaba que habían sido sustraídos durante la conquista del ducado.

—Creo que aquí hay algo. —Por la emoción a Guy se le olvidó susurrar—. El escritorio tiene un doble cajón. El más pequeño está escondido.

     Sophie se apresuró a ir junto a su marido. Se paró al lado de él —codo con codo— y vio cómo de un pequeño recoveco sacaba una carta. Al advertir las letras inclinadas hacia la derecha y con formas de púas —similares a las espinas de las rosas— un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—No está firmada —se lamentó el duque de Longueville.

—Reconocería estos trazos en cualquier lado —le susurró, ansiosa—. Es de Margarita. Lo sé porque la ayudo a traducir sus historias al inglés.

     Ambos leyeron en silencio la misiva:

«Al señor rey, mi Soberano Señor.

     Señor: Lo que tuvisteis la bondad de escribirme, que con constancia llegaríais a hacerme comprender, me ha hecho persistir y, además, me hace esperar que no abandonaréis el recto proceder, burlando a aquellos que tanto lo desean. Tanto si es en mal como en bien, dejadme mantener mis ideas, puesto que no necesitaréis jamás la devoción y los cuidados que he dedicado y dedico a vuestra Graciosa Majestad. Y si por imperfecto desdeñáis mi homenaje, os ruego, Señor, que me hagáis el honor y que tengáis la bondad de no hacer más triste mi desgracia pidiéndome prueba de sumisión, cuando sabéis que no soy nada sin Vos; de ello es fiel testigo la prueba que os mando. No os pido que terminéis mis pesares para empezar mejor el año nuevo; quiero que comprendáis lo que Vos sois infinitamente para mí y que estáis presente sin cesar en mi pensamiento. Mi gran deseo de veros y hablaros, Señor, me obliga a rogaros humildemente, si no os causa molestia, que me hagáis llamar por este mensajero, que yo acudiré al instante, fingiendo cualquier otro motivo. Y por malo que esté el tiempo y por desastrosa que encuentre la carretera, me resultará el viaje agradable y placentero. Os quedaré altamente agradecida si echáis esta carta al fuego y mis palabras en olvido. De lo contrario, será mi triste destino peor que la muerte.

     Vuestra muy humilde y muy obediente, más que vasalla y sierva»[*].

—¿Estáis segura de que es de la hermana del rey? —inquirió Guy, desconcertado—. Me parece demasiado íntima, como si fuera de una amante.

—No me equivoco, su letra es inconfundible —Sophie insistió convencida—. Ana Bolena me contó que estaba furiosa con Francisca de Foix porque lo trataba de tú. Que tanto ella como Luisa de Saboya se dirigían a Su Majestad con formalidad... Y me mencionó sus sospechas de conducta incestuosa. Habéis sido testigo de cómo se abrazan y de cuánto se besan. La actitud no es la que suelen mantener los hermanos, por más que se quieran.

—Lo he notado, estoy de acuerdo con vos. —El duque de Longueville lucía noqueado—. Quiere de ella algo que no es adecuado, que resulta imprescindible mantener en secreto. Aunque se halla reacia, se ofrece a buscar excusas para los encuentros... Y es verdad que siempre han dicho que la relación entre ambos hermanos era muy profunda. —Guy arrugó el entrecejo—. Pero creía que eran meros rumores de gente maliciosa. Debo admitir que me siento decepcionado con ambos.

—La decepción forma parte de la vida, me apena que lo hayáis descubierto así. Soy de la idea de que Francisco ya os falló antes porque debió emplearse más a fondo para liberaros del rey Enrique. ¿Por qué no pagó el rescate o forzó a vuestra madre a que lo hiciera? Por eso siento que esta actitud pecaminosa va en la misma línea, en la de un egoísmo extremo... A veces los rumores no yerran, querido esposo. Esta misiva los confirma. —Guy consideró que solo por escuchar el apelativo cariñoso valía la pena el espionaje—. Reflexionad, Margarita no vive con Alençon, su marido, y ocupa el lugar de la reina Claudia en los banquetes. Además, se besan, se acarician, se abrazan delante de todos, como si no se pudiesen resistir... Quizá en algún momento ella sintió culpabilidad y se negaba a continuar con los encuentros inmorales. Y es evidente que el rey se oponía a cesar con ellos.

—Y sin duda ganó Francisco porque todo sigue igual. —Pese a ser de mente abierta, Guy se sentía anonadado.

—Le llevaré la carta a Enrique y espero que se conforme porque no habrá nada más. —Sophie se la quitó y se la escondió en el escote—. Prefiero que se entere de algo de lo que todos sospechan a darle información sobre un tema que pueda traer consecuencias desagradables... Y advertiré a mi familia de sus amenazas y que ellos se protejan.

—¡Juradme por lo más sagrado que solo será esta vez! No deseo que ese malnacido os provoque un mal. —El duque de Longueville la besó en la frente—. Je t'aime, no os expongáis a este peligro de nuevo.

—Os lo prometo. —Y la chica, conmovida, le dio un beso sobre los labios antes de alejarse hacia la puerta.

     Salieron con disimulo de la biblioteca. El conde Alfonso de Brienne —uno de los abogados de Francisco— se alejaba por el pasillo. Agradecía que no los hubiera visto porque le caía fatal, ya que solía seguirla con ojos libidinosos.

     De improviso, la traspasó la visión más fuerte que había tenido en sus dieciocho años de vida. Y vio el rostro de su prima en una expresión de agonía. Acto seguido, las manos de un hombre la ciñeron por el cuello y apretaron. Tan fugaz como apareció, la imagen se transformó en gotitas de vapor en pocos segundos.

—Debemos ir ya mismo a los aposentos de Jane —le comunicó a su esposo con tono apremiante—. ¡Está en peligro!

     Avanzaron a las corridas y apenas saludaron a los nobles con los que se cruzaban. Y cuando arribaron a las estancias de la otra chica se percataron de que la puerta estaba trancada con llave.

—Suele dejarla abierta, esto no es habitual. —Las lágrimas se le deslizaban por las mejillas—. ¡Un hombre le hace daño!

—No os preocupéis, mignonne. —Guy se alejó un poco y tomó carrera—. Yo me encargo.

     Y le dio tal patada a la puerta que esta crujió y se abrió en el acto. Pero, en lugar de encontrarse ante un asesinato, ambos se quedaron con la boca abierta al apreciar lo que ocurría en el lecho.

—Vuestra prima tenía razón cuando decía que mi hermano era un bebé sin destetar —comentó el duque, irónico, y Sophie se atragantó con la saliva y empezó a toser.

     Porque Bastian y Jane estaban desnudos y el muchacho le lamía y le succionaba los pechos. Ni siquiera se habían percatado del estrépito que los intrusos habían provocado.

—¡¿Qué creéis que hacéis?! —gritó Guy para evitar que él y su mujer siguieran siendo testigos de la escena erótica.

—¡Ay, por el tocado de la emperatriz Matilde! —chilló Jane, sobresaltada, y se escondió entre las cobijas de la cama.

—¡No es lo que parece! —se disculpó Bastian en dirección a su hermano.

—Por favor, tapaos. No quiero que mi esposa os vea más el rabo —le ordenó Guy, condescendiente—. Y, ya que lo mencionáis, parece que hacéis el amor. Pero ¿no os odiabais? ¡Lleváis meses aburriéndonos con vuestros conflictos!

—En realidad vuestro hermano me gusta. —Jane sacó la cabeza de entre las sábanas, se hallaba roja como un tomate.

—¡¿Solo gustar?! —Bastian se sintió picado—. Si bien es cierto que desde hace poco tiempo somos amantes, ya os conozco y estoy seguro de que me queréis.

—¿Y vos? —le preguntó la muchacha, vacilante—. ¿También me queréis?

—Yo no os quiero. —El rostro de Jane ante estas palabras era la viva imagen de la desolación—. Os juro que os amo como nunca he amado a nadie y sé que os amaré hasta el final de mis días.

—¡Y yo, mi querido Bastian! —La muchacha lo abrazó y se olvidó de que tenían testigos.

—Muy bonito todo —intervino Guy, serio—, pero os casaréis a la brevedad o no respondo de mí.

—Me casaré si me aceptáis con el secreto que escondo: soy bruja. —Y, tierna, se perdió en los ojos azules de su enamorado.

—¡Lo sé, me abofeteasteis una y otra vez! —Se frotó la cara como si todavía le doliera—. Desde el primer momento me tratasteis de un modo perverso. —El joven lanzó una carcajada y le acomodó el cabello rubio—. Y habéis sido vos la que primero me habéis arrastrado a este dormitorio sin pensar en mi honorabilidad.

—No, mi amor, soy una bruja de verdad —enfocó la vista en el duque de Longueville y añadió—: Tengo sueños premonitorios y sé hacer hechizos.

—Y yo también soy bruja —le confesó Sophie a Guy—. Tengo visiones. Y también hago hechizos. Mi prima y yo efectuamos uno para que el rey Enrique liberase a Bastian. Sabíamos que nunca lo dejaría partir de Inglaterra y que permanecería como rehén.

—¿Ha sido una visión lo que nos trajo hasta aquí? —la interrogó, curioso.

—Sí, mon beau —y Sophie con ironía agregó—: Pensaba que la asesinaban. ¡Jamás imaginé que se tomara tantas libertades con Bastian!

C'est la vie! Y agradezco vuestra intervención para alejarme del malvado Enrique. Yo amo a Jane, bruja o no bruja. Y os aseguro que tampoco para Guy habrá diferencia al conocer vuestro secreto. —Bastian besó a su prima—. Al contrario, vuestros dones os hacen más misteriosas y más atractivas todavía. —Puso cara pícara—. Pero no os olvidéis, amada Jane, de un detalle que antes os molestaba: todavía soy menor que vos.

—¡Mejor! Porque así sois más fogoso en el lecho. —La joven le acarició la cara con ternura.

—No entiendo, ¡¿cómo es que os ha gustado el acto sexual?! —interrogó a su prima, aprensiva.

—Cuando la pareja se ama de verdad es una experiencia tan mágica como los poderes del clan Grey —le explicó Jane, extasiada.

—¿No os parece, ma poupée, que aquí sobramos? Aunque antes quiero que os quede muy claro que organizaré tan rápido vuestra boda que cuando os deis cuenta ya estaréis casados. ¡No habrá más hijos ilegítimos en nuestra familia! —El duque empujó a Sophie con delicadeza fuera de la habitación y colocó la puerta en el hueco lo mejor que pudo.

     Más tarde, cuando conversaban recostados sobre el lecho como de costumbre, Guy le preguntó a su esposa:

—¿Algún día permitiréis que os haga tan feliz como mi hermano a vuestra prima?

—Sí, y ese día es hoy. Me gustaría que durmierais conmigo —al apreciar la mirada de embeleso de Guy, le aclaró—: Pero solo dormir. Los dos en camisa. Y os permitiré que me beséis y que me acariciéis y yo os besaré y os acariciaré... ¿Creéis que os podréis contener de ir más allá?

—Os amo desde que os conocí, ma chérie. —Acto seguido la besó emocionado—. Por vos sería capaz de viajar al Nuevo Mundo si se os antojara un simple tomate.

—No es necesario tanto sacrificio. —Sophie lo besó con ardor—. Yo también os amo. Y no deseo que me abandonéis.

[*] Transcribo la carta de manera literal, menos la despedida que la extraje del poema que la acompañaba. Esta misiva dio pie a que muchos historiadores creyeran que la relación entre los hermanos era incestuosa.


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