1. El embrujado castillo de Chillingham.
20 de diciembre de 1519. Chillingham, condado de Northumberland, Inglaterra.
La terrorífica silueta del castillo de Chillingham se imponía frente a las dos muchachas como una barrera inexpugnable, quizá porque se hallaba iluminado tan solo por la gélida luz de la luna. «Todavía estoy a tiempo de girar la cabalgadura y de regresar por donde he venido», pensó lady Sophie Grey con el corazón en un puño—. «Mi sexto sentido me previene de que algo muy malo ocurrirá. No preciso tener una de mis visiones para contar con esta certidumbre».
La fortaleza medieval parecía extraída de una pesadilla, pues las almenas perforaban el cielo igual que hachas muy afiladas. Y un vaho con hedor a sulfuro y al perfume cítrico de las raíces de mandrágora las envolvía. Encima, los raquíticos abetos que había a ambos lados del foso estiraban ramas semejantes a brazos y apartaban la asfixiante nieve movidos por la brisa, tal como si fuesen las extremidades de cuerpos moribundos.
—¡Ay, por el tocado de la emperatriz Matilde! —chilló Jane Arundell y su caballo piafó—. ¡Esa vaca salvaje ha estado a punto de desmontarme!
—Quizá es una señal para que nos vayamos. ¿Y si damos media vuelta, prima? —le preguntó lady Sophie, esperanzada.
Las nubes se hallaban a punto de desplomarse y resultaba bastante probable que una nevasca de las fuertes las inmovilizara en la mitad del reino... Aunque prefería atorarse con los copos gigantescos a permanecer allí con tantas vibraciones negativas.
—¡De ninguna manera! —la contradijo la otra chica, la mirada azul no admitía réplica—. ¡Sería un desperdicio! Hemos cabalgado durante días con sus respectivas noches desde Leicestershire hasta llegar aquí, a la frontera con Escocia. Mejor respirad hondo, querida Sophie. Vos podéis con esto y con mucho más.
—Tengo una mala sensación a flor de piel. —La joven se arrebujó en el manto de armiño, que la mimetizaba con el blanco paisaje—. Sé que si entro jamás volveré a ser la misma persona.
—¡No seáis trágica! —Jane largó una risa y espoleó al equino, ambas montaban a horcajadas porque odiaban las sillas laterales—. Entremos antes de que nos congelemos.
Superaron al trote el puente levadizo y el agobio de Sophie aumentó. Saltaron de los animales y los dejaron con las riendas sueltas, sabían que no abandonarían el recinto.
—Sed sincera. ¿Verdad que traspasar el acceso no os resultó tan doloroso como esperabais? —se burló Jane—. ¿Creéis qu...
Pero retrocedió con tanta rapidez que el moño se le deshizo y el cabello rubio le cayó sobre la espalda, pues una procesión de monjes transparentes surgió de la nada y les cortó el paso. El fuerte aroma del incienso de benjuí se superpuso al resto de olores.
Con voces de ultratumba los religiosos cantaban:
¡Kyrie Eleison!
¡Kyrie Eleison!
¡Kyrie Elei!
La brisa sopla contra esta ladera,
desde el otro lado del velo hacia mi alma.
Mi espectro descarnado anhela
un fuerte viento que me eleve hacia Dios.
¡Oh, Señor, juzgadme ahora!
¡No esperéis hasta el Juicio Final!
—¡Ya empezamos! —se quejó Sophie mientras un escalofrío la recorría desde la cabeza a los pies.
—Tenéis que ser más tolerante con los habitantes que nos precedieron, primita —le susurró lady Jane para no superponerse a la oración de la liturgia cristiana que entonaban los espíritus—. Recordad que Chillingham antes de ser un castillo fue un monasterio.
—Espero que estos fantasmas sean igual de tolerantes conmigo. —Sophie lanzó un bufido molesto.
Se quitó la capucha y la larga cabellera azabache danzó con el viento. Los ojos —mezcla de azul, de gris y con pintitas de miel alrededor de las pupilas— le brillaban. Luego subió los escalones hasta la entrada principal. Daba saltitos como cuando era niña.
Iba a llamar a la puerta con la aldaba, pero esta se abrió y una voz cavernosa gritó:
—¡Huid si apreciáis vuestras vidas!
—No le hagáis caso a este espíritu chillón, prima. —Jane la empujó dentro—. Debemos avanzar.
—Pues pienso todo lo contrario. Sé que debería respetar mis malas vibraciones. —Se pasó la mano por la negra melena.
Como si le diera la razón a Sophie, se materializó delante de ellas una dama vestida con una túnica blanca —sucia y rasgada— de corte medieval.
—¡Agua, por favor, agua! ¡Necesito beber o moriré!
Pero antes de que pudiesen contestarle se deshizo en millones de pequeñas gotas de vapor.
—Mantengo mis palabras y me reafirmo en ellas. —Sophie señaló el sitio en el que antes se había posado el espectro femenino—. ¿O intentaréis convencerme de que este alboroto sobrenatural es normal?
—Completamente normal, primita, creo que...
Jane no continuó porque unos chillidos aterrorizados la interrumpieron:
—¡No, por favor, no! ¡No me torturéis más!
La negrura era densa como tinta negra. Un chico emergió de a poco, igual que si fuera el personaje de una historia que alguien escribía con su pluma de ganso. Acto seguido extendió las manos en señal de alto y el perfume a ruda era tan intenso que les provocó picores en la nariz.
—¡Dad la vuelta! —Aparecía y desaparecía igual que el sol durante un eclipse, pero a rapidez vertiginosa—. ¡Salid, aquí viene John Sage, el torturador de esta fortaleza! —Y se esfumó sin más.
No les dio tiempo a sentirse aliviadas porque un hombre alto como un roble y con la mitad de la cara putrefacta les recriminó:
—¡No quiero estar en la milla del Diablo, odio esa parte del castillo! ¡Solo obedecía órdenes! ¡Desagradecidas! —Las empujó, pero no pudo hacerles daño porque se convirtió en una masa de fuego que olía a carne quemada.
—Está bien, primita, lo reconozco. Este despliegue no es normal —admitió Jane a regañadientes.
—¡Ya era hora! —Lady Sophie puso los ojos en blanco y aplaudió—. Sé que vuestro optimismo es patológico, aunque reconoceréis que...
Unas manos de uñas afiladas surgieron de la oscuridad y le apretaron la garganta. Hasta ese momento no había sentido miedo, pero ahora no podía respirar ni una mísera partícula de aire.
—¡Mamá, basta de bromas! —gritó Jane y su progenitora enseguida soltó a Sophie—. ¡Y pedidle perdón!
—Disculpadme, sobrina, porque me he dejado arrastrar por mi sentido del humor. —La mujer esbozó una sonrisa plácida—. Estabais demasiado serias y consideré que era mejor divertiros un poco.
—Solo vos sois capaz de suponer que ahorcarme es una bienvenida divertida, tía Eleonor —refunfuñó Sophie y efectuó un mohín molesto mientras se rascaba el cuello.
Benjamin —el mayordomo— aprovechó el momento para cogerles los abrigos con movimientos pausados y cara imperturbable. Olía a madera de sándalo y a salvia, como si hubiera pasado cerca mientras un brujo realizaba un hechizo en el caldero. Tenía el corazón de oro y las adoraba, pero el rostro duro y macilento le ganaría al de John Sage en una competencia a quien daba más repelús.
—¡No seáis tan negativa, querida sobrina! Cada uno de los Grey es excéntrico a su manera. —La dama movió la mano como si fuesen minucias—. Venid, lady Cecily desea hablar con vosotras antes de que os reunáis con los demás.
—Os apuesto a que la abuela nos regañará —le susurró en el oído Jane a su prima.
—Sin ningún género de duda. —Sophie sonrió irónica—. Sería una tontería que apostara en contra porque estoy de acuerdo con vos —le musitó, cansada—. Os juro que...
—¡Dejad de susurrar como almas en pena! Cuanto antes paséis por la regañina que os merecéis, más rápido saldréis de ella —las interrumpió la mujer; evidenciaba, así, que sus oídos estaban hiperdesarrollados.
La dama las guio a lo largo de las siniestras y oscuras escaleras. Se alumbraba tan solo por una vela sobre una pequeña palmatoria y el perfume de la cera de abeja se mixturaba con el tufo a moho fermentado. Apenas iluminaba un metro por delante, pero permitía apreciar cómo los espíritus se escabullían hacia las sombras. Mientras, emitían un sonido de cascabeles similar al de los crótalos del Nuevo Mundo.
Las conducía hasta la habitación donde el rey Eduardo I Piernas Largas se instalaba cuando organizaba las batallas contra los escoceses que lideraba William Wallace. La abuela Cecily la había escogido porque era una de las más embrujadas del castillo y en ella sus visiones se multiplicaban.
—¡Aquí estáis, mis niñas imprudentes! —las reprendió la marquesa viuda de Dorset nada más entrar—. ¿Acaso buscáis que me dé un ataque al corazón mientras recorréis Inglaterra de cabo a rabo?
—¡Abuela, no seáis exagerada! —Lady Sophie la abrazó con cariño y le besó ambas mejillas, luego la otra muchacha la imitó—. Jane tuvo un sueño premonitorio en el que nuestro viaje transcurriría sin problemas de ninguna índole. Y mis visiones lo confirmaron. Seguro que las vuestras también fueron positivas, ¿verdad?
—Este no es el punto de discusión, jovencitas. —Lady Cecily trató de poner el rostro serio, pero amaba tanto a sus nietas mayores que no le resultaba posible—. Me alegro de que, al menos, hayáis tenido el sentido común de haberos puesto unos pantalones de cuero por debajo del vestido... El punto de discusión radica en que pertenecéis a la nobleza y no podéis salir solas por el mundo sin protección. ¿O acaso pretendéis que el resto de los nobles se enteren de que sois poderosas brujas? Por vuestra imprudencia el clan Grey podría perder sus privilegios o algo peor.
—No repetiremos tal hazaña —lady Jane habló por las dos—. Os juro por el tocado de la emperatriz Matilde que en nuestro próximo viaje llevaremos una escolta más numerosa que la del rey Enrique.
—Bueno, vayamos con los demás. —La mirada huidiza de la abuela al escuchar el nombre del soberano las desconcertó—. Solo faltabais vosotras para comenzar la reunión ejecutiva.
Los Grey llamaban «reuniones ejecutivas» a los «sabbats», las citas para hablar de encantamientos, para rendir cuentas sobre el patrimonio familiar y para compartir hechizos y pociones. Odiaban esta palabra —«sabbat»— y una de las reglas del clan prohibía el uso. La explicación radicaba en que la gente común creía, por ignorancia, que en estas celebraciones los brujos les rendían pleitesía al Diablo. Y que los bebés sin bautizar constituían el manjar que servían en las comilonas.
A Sophie los prejuicios no le limitaban el ejercicio de la magia ni el desarrollo de sus poderes. Lo que de verdad le parecía grave era que lady Cecily les escondía información. Y esto solo le auguraba problemas...
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