Capítulo 9: Mi pequeña lumbre.


En una largada habitación de amplias ventanas, repleta de camas prolijamente ordenadas; de almohadas y sábanas blancas; Kérian descansaba en una de ellas, mientras que el resto yacían prácticamente vacías.

Habían pasado tres días desde el incidente de la Roca del Alma. Al lado de la cama de Kérian estaba Demíra; que permanecía sentada en una silla, y, por como lucía; se entendía que llevaba bastante rato sin poder conciliar el sueño.

En el otro extremo de la habitación, una puerta se abrió, entrando Elyas acompañado por Zoren; su hermano, Helen, y un tercer personaje que podría considerarse algo bajo de estatura para ser varón. Su cabello era rizado y, al igual que sus ojos, este era completamente negro. Su mirada estaba rodeada por ojeras que eran suficientemente claras a pesar de su bronceada piel. De cejas gruesas, labios carnosos, con una cicatriz en uno de ellos; era un hombre con facciones latinas.

Demíra volteó cuando escuchó la puerta abrirse; se puso en pie al ver quiénes eran. Dio unos pasos hasta colocarse en el centro del pasillo, en medio de las hileras de camas.

—Maestros —dijo Demíra con voz calma.

Ella besó la mejilla de su esposo y lo tomó de la mano una vez cerca. Entonces uno de los maestros habló.

—Bueno, ¿cómo está él? —preguntó Okuni; el tercer maestro que acompañaba a Elyas—. ¿Han curado adecuadamente sus heridas?

—No se puede afirmar con precisión cuándo despertará —contestó Demíra con pesar—, puede ocurrir en cualquier momento. Hoy, mañana, o la semana siguiente... un mes, —suspiró—. Pero sus heridas han sanado, y por la dicha de Tariv sus órganos están bien. La gran mayoría de sus lesiones no dejarán rastro sobre su piel porque fueron tratadas a tiempo, —expresó—, aunque, las de su rostro siempre las tendrá. —Luego de un par de segundos, Demíra se cuestionó—. ¿Y los demás? ¿No vendrán?

Okuni retomó la palabra, contestando:

—Román nos alcanzará pronto y Anaír dijo que vendrá más tarde, —luego, con un leve bufido, añadió—: Todavía está ocupada con los rehenes. Supongo que se lo habrá tomado personal.

—Supongo que sí —contestó Demíra, añadiendo—. No imagino cómo se habrá sentido en medio de aquello, —dijo pensativa.

—Ya sabes cómo es ella —repuso el maestro Okuni.

Luego, el maestro levantando su mirada por encima del hombro de Demíra, fijó su vista en la otra cama ocupada al final del pasillo y preguntó:

—¿Y él? ¿También ha mejorado?

Demíra y Elyas voltearon y vieron lo mismo que él, a lo que Elyas se adelantó en hablar.

—Él es el único, ¿cierto? —preguntó Elyas—. Supe que solo uno llegó con vida... Los demás no corrieron con tanta suerte en el camino —dijo con abatimiento.

—Sí —añadió Demíra—. Se llama Irvin por lo que sé... Muy joven.

—Pero ¿ha despertado en algún momento? —preguntó el Adalid Okuni.

—Sí, hoy parecía estar más animado que ayer —contestó la Zaéntil—, se ha recuperado rápidamente a pesar de todo lo que vivió.

—Perfecto —agregó el maestro—. Mañana a primera hora hablaremos con él, necesitamos saber más detalles.

Mientras todos escuchaban la conversación, uno de los maestros, Zoren, con los brazos cruzados manifestó su indignación.

—Lo que sucedió en Zelster fue una mierda. Fue como si nos escupieran a todos en la cara. —La expresión de Zoren era adusta; dura y fría como el hierro—. Por más que tratemos de mantenerlo en secreto, es prácticamente imposible. Ya todos en Inkál lo saben, —explicó—, no tomará ni una semana para que se extienda por toda Beranir. —Miró directamente a la cama de Kérian—. Luego Méstoz, y así hasta Íohn. —frotó su frente—. Si me preguntan qué pienso al respecto, todo fue sospechosamente coordinado... Demasiado para unos salvajes. Ahora hay un monstruo suelto por ahí, y no tardará mucho para que arremeta contra el mundo, —luego, conteniendo su rabia, expuso—: Si Vhíndar sabía que todo esto terminaría así, ¿por qué no la mató también cuando tuvo la oportunidad? —Bufó—. Madre e hija, ¿de verdad nadie lo pensó?

—Quizá su visión no haya sido tan clara. Tal vez lo malinterpretó —habló Helen desde su posición—. Pero sí, concuerdo contigo, Zoren... Todo fue muy coordinado, lo que indica que fue planeado con detalle, obviamente, —y en voz baja se dijo a sí misma—. ¿Desde hace cuánto?

—O puede que Vhíndar se haya reservado cierta información solo para él... O para algunos, —se oyó decir a alguien que estaba parado en la puerta, con las manos tomadas atrás de su espalda.

Era el maestro Román; un hombre que superaba en edad al resto de los maestros. De cabello entrecano al igual que su barba y bigote finamente cortados con elegancia. De mirada profunda y juiciosa. Vestía con formalidad, llevando puestos unos lentes redondos.

—Quizá los planes de Vhíndar al final sean otros; jamás dejó de actuar con tanto misterio después de todo —dijo Román mientras se acercaba, desviando su andar hacia una ventana en medio de unas camas vacías—. Si la expresión de su Táifem proviene de la luna, sus ojos tuvieron que ver algo aquí que le impidió confiar en nosotros. —Román sacó un fino y pequeño pañuelo de seda rojiza y frotó sus lentes.

Mientras inspeccionaba contra la luz que sus lentes quedaran limpios, agregó:

—Es posible que nos traicionaran. —Echó su aliento contra los pequeños cristales y volvió a frotar.

—No me sorprendería que fuese ese bastardo de Vhíndar —murmuró Zoren. Helen miró hacia el piso sujetándose la barbilla.

—Al menos lo que nos dijo fue verdad. Kérian sí posee una conexión con un aspecto elemental —expuso Elyas mirando a su hermano, luego al chico postrado en la cama cerca de ellos.

—No si el aspecto lo posee primero —aclaró Okuni—. Los aspectos elementales pueden estar al nivel de las bestias heráldicas. Si de cualquier forma el dominarlas es algo difícil, será mucho más enrevesado para este niño.

—Su cuerpo es frágil, —sumó Helen—. Si lo comparamos con los jóvenes que han sido instruidos aquí desde pequeños, para su edad está bastante atrasado en cuanto a preparación física y mental. —Observaba la espalda de Román—. No conoce las bases, no entiende los riesgos, y seguramente no sabe ni pelear.

—Pero es valiente, —se impuso Demíra frente a ellos—. Sabe lo que es correcto y lo ha demostrado según mi criterio, ¿no les parece? —levantó una de sus cejas—. También es noble; y esas son cualidades que no se pueden inculcar tan fácilmente en alguien. —Demíra miró a los maestros—. Y si de algún modo llegase a usar esa fuerza; sería un alivio para todos que una persona así tuviera tal poder.

Elyas sonrió a su esposa. Le encantaba tanto ver a su amada ser feroz con las palabras sin la necesidad de emplear un vocabulario indecente, vulgar o hiriente. Helen miraba fijamente a su amiga de la infancia, Demíra. Okuni observaba a Kérian como si el chico representara algo que evocaba su pasado. Zoren permanecía con los brazos cruzados, negando con la cabeza abajo. Román estaba parado ante una de las ventanas, fijo en el exterior, siendo él el siguiente en tomar la palabra.

—Bueno, para eso estamos aquí y somos maestros, ¿no creen ustedes, amigos míos? —dijo Román—. Por eso somos Inkális. Para que todo el que está perdido encuentre el sendero ideal para su alma. Para que ese camino sea uno de orden. Y para que sus acciones sean solo en nombre del bien mayor y la paz. —Girando hacia el resto, bañando su cuerpo con el brillo del sol del ocaso que entraba por la ventana, agregó—: Tenemos mucho trabajo que hacer cuando despierte. Todo este asunto nos corresponde directamente.

Demíra, Elyas y el resto de los maestros miraban a Román. Todos estaban de acuerdo con él, aunque el Orfwin y la Zaéntil parecían no tener otra opción más que seguir la corriente. En Inkál sabían que los altos maestros siempre tenían la última palabra.

—Bien, si así serán las cosas... entonces no veo mejor momento que este para afinar algunos detalles —propuso Helen hablando con la seriedad que la caracterizaba—. Si no les molesta, y para evitarnos alguna queja de Zoren por supuesto; como de costumbre, qué tal si nos dividimos de la siguiente manera. —La maestra Helen caminó, pasando al lado de Demíra, dirigiéndose hasta Kérian—. Pese a la situación, no podemos darnos el lujo de abandonar ciegamente nuestras responsabilidades —explicó Helen—, nosotros mismos lo dijimos, todo fue muy bien planeado... Tal vez el desestabilizarnos desde el interior forme parte de un plan a futuro. Estrategia básica de guerra fría.

—Pensaba lo mismo —acotó Román con brevedad.

Helen siguió mientras que, con el reverso de su mano, tocaba la frente de Kérian para examinar la temperatura.

—Anaír y yo nos encargaremos de adiestrarlo en el combate cuerpo a cuerpo y con arma. Okuni y Zoren, trabajarán cada uno por su lado para acondicionar el cuerpo del chico. Maestro Román, ¿cree que Lanlia podría echarnos una mano para que sus cimientos en el Táifem sean adecuados?

—Estará más que gustosa de ayudar, te lo aseguro —contestó Román y añadió a modo de explicación—. Para ser sincero, no tiene mucho qué hacer.

—Perfecto, —siguió Helen ahora dirigiéndose al resto de los maestros—, y ustedes, ¿les parece bien?

Hubo un momento de silencio, pero luego Zoren habló.

—Al menos no puedo negar que me conoce lo suficiente, —expresó el maestro, mostrándose de acuerdo con la idea. El resto no puso objeción.

—Ahora —dijo Helen caminando hasta el resto de sus camaradas—, solo queda esperar a que despierte... Y ojalá que sea pronto. —Tocó el hombro de Demíra al pasar cerca—. Tú, en cambio, deberías ir a descansar un poco, lo necesitas. Yo me quedaré aquí en tu lugar. —Helen hizo contacto visual con su amiga y se mantuvieron así por unos segundos—. Ve a casa, ven a cualquier hora mañana, pero primero asegúrate de dormir bien y de comer algo, te ves pálida.

Demíra, no muy dispuesta, aceptó su consejo; con la condición de que Elyas se quedara cerca por cualquier cosa. La verdad es que se encontraba agotada. Así que esa misma noche la Zaéntil se marcharía hacia Colinas.

Cada uno de los maestros miró una última vez a Kérian.

En los ojos de Román, al igual que los de Zoren, había duda; aunque con matices distintos. En la mirada de Okuni se reflejaba la conmiseración. En los de Demíra había preocupación; desde que comenzaron a seguir a Kérian y de vigilar su rutina durante años, nunca tomó tan en cuenta como ahora los prejuicios de los altos maestros. En los ojos de Elyas había una ofuscación que debía reprimir. En los de Helen, en cambio, había elucubración.

—Bueno, yo me iré —comentó Zoren levantando una ceja mientras masajeaba uno de sus hombros—. Avísenme cuando el bebito despierte. —Caminó hacia la puerta.

—Yo prepararé lo más conveniente para el chico —repuso Okuni siguiendo los pasos de Zoren.

Mientras caminaba susurraba:

—Locomoción le vendría bien para empezar... Quizás sea bueno centrarme en las piernas del mocoso... —Salió de la estancia.

Román se disponía a hacer lo mismo, pero Helen intervino antes de que diera el primer paso.

—Maestro —habló en voz baja.

—Sí, dime —contestó Román.

—Quisiera hablar con usted un momento, ¿le parece bien? —comentó Helen, haciendo que sea obvio por la forma en que lo dijo, que quería algo de privacidad.

Entonces Román asintió.

—Comprendo, —y agregó dirigiéndose hacia Demíra y Elyas—, ustedes pueden adelantarse. —El matrimonio no puso objeción, y antes de echar a andar se miraron un instante.

Román y Helen esperaron hasta que salieran y la puerta se cerrase. Román preguntó:

—Bien, ¿qué es lo que quieres decirme? —Román se veía tranquilo.

—Maestro, —dijo mientras se dirigía a la silla que Demíra dejó desocupada.

Tomando el mango de su espada que sobresalía de su vestimenta, la acomodó y luego se sentó.

—Cuando dijo que quizá nos hayan traicionado, no lo decía por Vhíndar, ¿no es así? —Miró fijamente a Román.

El maestro asintió con la cabeza.

—Así es —contestó Román intuyendo a dónde quería llegar Helen; por lo que se adelantó—. Su Táifem no se lo permitiría, sencillamente; para ser poseedor de uno de los dones de Nür, (Luna), su heredero debe actuar siempre bajo lo que Nür representa.

Helen apoyó los codos sobre sus rodillas. Se mostraba meditabunda mientras su mentón reposaba sobre sus manos.

—He leído esas historias —dijo Helen—. Entre la Era Primigenia y la Era de la reina Ritta, Aetos fue el primero en estar bajo la tutela de Nür, de desvelar la finalidad de su esencia y recibir uno de sus dones. —Mientras Helen hablaba, sus ojos no estaban fijos en algo en particular; solo permanecían abiertos.

En el breve silencio creado, Román tomó la palabra.

—La eterna vigilante, la que vela por el orden natural en la creación de Tariv. Luna incorruptible, allegada de Ráal; eres la entidad divina del cosmos que mantiene vivo el sentido de justicia. —Las palabras de Román seguían una sutil melodía; un rasgo típico de la poesía—. Nür siempre buscará al más apto, según lo dicho por Aetos en aquella época... Y no creo que se equivocara.

—Para mí sería suficiente para descartarlo —acotó Helen.

—Para ti, ya lo dijiste. Pero trata de convencer a todos los que aún le pesan sus acciones —expuso Román, manteniendo en todo momento una posición de firme—. Su abandono, su indiferencia, sus sanguinarios métodos y lo que nos robó antes de desaparecer del mapa. —Dejó escapar una pequeña risotada—. Si al menos logras hacer que Zoren cambie de opinión, no habría ápice de duda en mí, que evitara creer que lo puedas lograr con el resto de Inkál. —Suspiró Román—. Una tarea difícil, pero hacerlo ahora sería un error. Como dijiste, Helen, puede que sea parte del plan del enemigo el desestabilizarnos internamente. Debemos tener mucho cuidado con cada palabra que decimos, y hasta de con quiénes hablamos.

—Tiene razón, maestro. Estaríamos maniatados si nos dirigiéramos por esa vereda —dijo Helen, pensativa.

Román notó lo meditabunda que se hallaba su sucesora, así que habló.

—Aunque, ¿sabes, Helen?

Helen levantó su mirada un momento y escuchó atentamente.

—Lo que él le dijo a Elyas y Demíra me dejó... pensando.

Helen entrecerró los ojos, respiró profundamente, frotó su nuca y dijo:

—Eso es lo que me hizo considerar que Vhíndar no es un alevoso como todos creen.

—Hum. —Román se mostró desconcertado—. Podrías explicarte, por favor.

Helen apartó un mechón de cabello que tapaba parcialmente su visión.

—La esperanza está al alcance de un amanecer. —Helen abrió sus manos y miró sus palmas; su mente yacía en un recuerdo bélico y distante—. Fue lo primero que dijo luego de matar a Érikas... Esas fueron sus palabras.

Helen se irguió en el asiento. Román miró hacia el techo, luego bajó hasta el piso. Después de un rato, levantó nuevamente su vista hacia Helen mientras ella asentía. El maestro Román caminó hasta ella. Román puso su mano sobre el hombro de la maestra mientras esta permanecía con la cabeza agachada.

—Muy bien —comentó Román alternando su mirada hacia Kérian y luego a la ventana a la espalda de Helen.

Esta ventana tenía una vista plena del mar en el horizonte que podía apreciarse debido a la altura.

—Quizá no todo haya sido un error. —Román dio unas palmadas sobre el hombro de Helen—. De un amanecer... —murmuró.

Román dio media vuelta y se colocó en medio del pasillo. Fue hasta la puerta, pero antes de dejar sola a Helen, se detuvo y preguntó—: Por cierto..., ¿qué hora es?

La maestra Helen todo eso como una pregunta casual, por lo que su tono de voz era despreocupado.

—Como a media hora de que anochezca —contestó ella.

—No —replicó Román—. La hora exacta.

La maestra Helen miró un artefacto en su muñeca que, si captaba luz solar, una pequeña piedra pulida se tornaba de un color distinto según la hora junto a un símbolo que indicaba con precisión cada minuto y segundo.

—Son... —Dijo ella pensando—... las cinco de la tarde con veintidós minutos. ¿Por qué? —preguntó la maestra Helen.

—Solo quisiera comprobar algo, ya sabes... —contestó Román con voz resonante—... Una corazonada.

Hubo silencio durante exactamente dos segundos y un tercio; luego Román añadió saliendo:

—Bueno, hasta mañana. Tengo mucho sueño, y necesito buscar unas cosas —bufó Román—. Te diría que descanses, pero me temo que no puedes.

La puerta se cerró tras su paso, y Helen sobre su asiento se acomodó, colocando sus manos sobre el mango de la espada que sobresalía en su silueta.

Horas más tarde, Elyas estaba sentado en la orilla de su cama, fumando de una pipa. Demíra, en Colinas, sentada en el techo de su hogar; donde días antes había tenido una conversación con Kérian. Helen, sentada en aquella silla, al lado del chico, leía un pequeño y maltrecho cuaderno de tapa roja; uno que Demíra le confirió cuando el incidente en el recinto de los maestros ocurrió.

Kérian dormía profundamente, pero dentro de él, seguía cayendo por un eterno abismo de oscuridad, prisionero de sí mismo. Y lejos de allí; una joven mujer caminaba en medio de filas de guerreros feroces, que hace unos días habían llevado el desastre y la muerte a Zelster, tiñendo de rojo la nieve.

La joven caminaba con tranquilidad; se dirigía a las intensas llamas de una gran fogata que ardía en una zona elevada del terreno. Todos la miraban con admiración y respeto, pero también, todos guardaban su distancia y algunos la reverenciaban.

Ella ha sido liberada; ahora su deber es liberar la llama de su alma.

Delante de una gran hoguera cuyas flamas bailaban, una joven mujer estaba de pie, mirándola, como si de una entrañable amistad que se perdió de repente, regresara, y conversaran como solían hacerlo. Su cabello era negro e indomable. Vestía con una falda asimétrica hasta las rodillas, de rosa blush y abierta por el medio, llevando en la parte superior una blusa del mismo color, de mangas largas y acampanadas.

Era una joven salvaje y elegante, como una pantera en la jungla nocturna, vista a penas por un instante...y también era una niña para ojos de muchos.

Había ternura en cómo lucía con ese conjunto que escogió para ese momento... También había una esencia animal tras la figura de una mujer descalza sobre tierra rebelde.

No prestaba atención a nada más que no fuera el fuego. Sus ojos cimarrones de pupilas negras e iris que habían absorbido los colores de brasas ardientes.

Los únicos movimientos que producía su cuerpo eran el de sus pestañas al parpadear, el movimiento de su guedeja mecida por las caricias de la noctámbula brisa, el subir y bajar de su pecho al respirar y los latidos de su corazón queriendo escapar. Su nombre era Khénya, la hija de Érikas; mujer que en un principio se creyó era La hija del fuego.

Su serenidad corpórea delataba una serenidad similar a la que precede las primeras luces del amanecer, pero su mente viajaba a velocidades inconcebibles.

Recordaba aquellos días en los albores de su infancia, allá en Zelster. Tiempos en los que corría por caminos de piedra y arcilla; explorando los curiosos parajes ocultos entre los valles alrededor de su hogar. Tiempos en los que se preocupaba más por saber qué juego nuevo jugaría al día siguiente con sus amigos. Pero, sobre todo, recordaba a su madre, Érikas; una orgullosa Dahiú Mayer. Eran tan entrañables los momentos que pasaba con ella aprendiendo de todo y de lo que sea.

Hacía apenas tres días que Khénya fue liberada por los Mayers; su familia. Pese a haber sido aprisionada durante años por personas que ni conocía, en lugar de ir corriendo ciegamente hacia la venganza, decidió que era tiempo para permanecer tranquila y, para que por primera vez desde que salió de la cueva, pudiese honrar la memoria de su difunta madre frente a una hoguera; como dictaba la tradición legada desde la Era de Yngvar.

«Una fogata representa un lugar seguro para la familia, una zona propicia para que surja la risa; para que el silencio se vaya y tome un descanso, y así charlar un rato con nuestro llanto». —Palabras dichas por Dahiú Yngvar, el rey de las flamas.

Khénya estaba sola, de pie, ante la magna lumbre. A pesar del calor que emanaba del fuego; este seguía siendo insuficiente para secar sus lágrimas. Su madre siempre fue vista como una Dahiú sobresaliente; digna para estar a la cabeza de su gente. Una mujer que era admirada por su hija de manera tal, que ella la tomó como una meta que tenía que alcanzar, y luego superar.

El camino de la fuerza del cuerpo, el camino de la templanza de la mente, y el camino de la virtud del espíritu, eran las tres filosofías en las que se dividía la formación del cuerpo y la mente en el Táifem. El camino que más se adecuaba a Khénya, según su propia madre, era el de la templanza de la mente. Érikas había notado que ella, desde muy pequeña, era bastante cuidadosa con los detalles, que normalmente sus preguntas se debían a lo más relevante de determinado momento en determinadas circunstancias, pero que no se tenía en estima.

Érikas sabía que su hija algún día tomaría su lugar como líder, y que sería la más grande Dahiú Mayer después de Yngvar y de Ritta. Conocía sus límites, pero también sabía hasta donde llegaría y de lo que sería capaz algún día, solo si se preparaba para el futuro. Érikas profetizaba que su hija estaba destinada a la grandeza.

Khénya abría sus ojos y miró el cielo estrellado. Respiró profundamente y revivió un día en especial junto a su madre... Uno que ahora cobra mucho sentido para ella.

Khénya tenía doce años en ese entonces. Érikas y ella entrenaban juntas en el arte del combate con armas de madera, a pocas horas de que el sol se ocultase en el horizonte; de que los privara de su cálida luz.

Su madre se movía apenas lo suficiente, mientras que Khénya arremetía con agilidad, pero... parecía desbocada. Érikas era el fuego de una vela empolvada en una mansión abandonada, mientras que su hija, era una pequeña fogata cuyas flamas crecían de repente cuando el viento soplaba.

Pese a eso, era la madre la que manejaba la situación con suma sencillez. Érikas era sutil en cada paso que daba, meneando apenas su rojiza cabellera, mientras Khénya, apenas siendo la mitad de su estatura, se libraba por muy poco de sus ataques; con demasiado esfuerzo, a decir verdad. Usaban hachas debido a que era el arma insignia de los Mayers junto a la lanza. También empleaban un pequeño escudo; uno como el que utilizaba Khénya en esos momentos para cubrirse de un ataque de su madre.

Era normal que tuvieran una extensa y acalorada conversación durante el combate, en los que tocaban temas relacionados con lo que debería hacer cuando enfrentara un desafío.

—Hija, tu escudo, treinta grados. —ordenó Érikas al mismo tiempo que levantaba su hacha de madera para atacar.

Khénya, obedeció por acto reflejo en ese mismo segundo. Recibió el impacto, y este la impulsó un paso hacia atrás.

Sus músculos ardían por el entrenamiento. Debido a la fuerza que Érikas imprimió en su azote, provocó que el escudo de su hija escapara de su brazo. Luego, sin perder el tiempo, Érikas con su pie aplastó el escudo sobre la nieve, justo cuando su hija planeaba levantarlo. Khénya la miró con determinación desde abajo, con su pequeña mano aún en el escudo, con su respiración entrecortada y las mejillas enrojecidas.

Su madre, con uno de los extremos del hacha, levantó el mentón de su hija y dijo:

—Dime, ¿por qué no te rindes? —preguntó la Dahiú—. ¿Por qué forzar a tu cuerpo a seguir luchando cuando apenas puedes mantenerte en pie?

Los ojos de Érikas eran severos, pero Khénya haciendo contacto visual, dijo:

—Madre. —La respiración de Khénya se agitaba—. Porque el camino que he escogido me ha enseñado que la mente gobierna el cuerpo.

Su madre mantuvo la misma pose por unos segundos. Luego su expresión desapacible cambió a una de sutil alegría. Sonrió a su hija, apartó su pie del escudo, quitó el hacha de su mentón y extendió su mano a ella; levantándola de un jalón una vez entrelazadas.

—Tu respuesta fue correcta, te felicito por eso, —le dijo Érikas a la pequeña mientras le palmeaba la espalda—. Pero, no es perfecta. Recuerda que nuestros cuerpos tienen un límite. Así que procura ser prudente antes que impetuosa. —Érikas se postra sobre una de sus rodillas para quitar la nieve que se había quedado en el cabello de su hija—. La sabiduría del buen guerrero es saber cuándo serlo; un buen líder entiende ese concepto. Consiste en eludir la batalla.

—Pero mamá, eso sería lo mismo que huir o ser un cobarde —contestó Khénya.

—No. Huir de un combate es deshonroso para los orgullosos, eso los vuelve cobardes; porque sienten falsamente que se traicionan a sí mismos. Pero evitar pelear significa que, al menos para ti, lastimar siempre será la última opción.

—Entiendo, mamá. Pero ¿y si eso no funciona? —preguntó la niña.

—Entonces eso significaría que hiciste todo lo posible, hija. Todo hombre y mujer debe vivir sabiendo que hay algunos que nunca entenderán con palabras, y que prefieren levantar sus armas contra los demás. —Érikas besa la frente de su hija y luego se pone de pie. Seguidamente, comienzan a caminar lado a lado hacia cierta dirección.

Paseando en medio del último gran asentamiento Mayer que se ocultaba cerca de un lago congelado, marcado en algunos mapas como «La Puya blanca»; un terreno que alcanzaba alturas cercanas a los dos mil ochocientos metros, con quince grados de inclinación.

—Mamá, hay algo que no entiendo bien —expresó Khénya agarrada de la mano de su madre.

—Dime —respondió la líder Mayer.

—Dijiste que huir del combate es deshonroso para los orgullosos, entonces, ¿no debemos ser guerreros orgullosos? —Khénya lucía extrañada por eso—. Recuerdo que nuestro lema habla sobre el orgullo.

—Es un buen cuestionamiento, hija, —dijo Érikas—. El percatarse de esas contradicciones, es señal de que posees una mente aguda que se preocupa por lo mínimo. Pero déjame responder eso.

Érikas levanta la mano para saludar a alguien mientras cruzaban la ciudadela, luego cabeceó un poco como si pensara.

—El orgullo en un guerrero no es malo, hija, de hecho, es necesario, porque funciona como tu segundo aliento... Pero lo que sí es malo, es que seamos dominados por él; hacerlo tu único combustible. Cegarnos nosotros mismos por la vanidad que generamos hacia nuestras habilidades. ¿Lo entiendes?, no es cuestión de demostrar quién es más fuerte, sino quién usa mejor la fuerza que ya tiene.

—Creo que entiendo, mamá —contestó Khénya risueña, luego bostezó.

—Alimenta el orgullo que tienes con buenos sentimientos, con buenos ideales. Por hábitos y acciones que hagan que estés en paz contigo misma, —y agregó—. Es así como se obtiene el poder que supera la fuerza que carece el cuerpo —añadió acariciando la cabeza de Khénya mientras seguían caminando—. Pero, ese es un tema que tocaremos en otro momento, mi pequeña lumbre.

Esa era un fragmento de la vida de Khénya; uno que ocupa un lugar especial en su corazón. Pero, no era un recuerdo perfecto; porque era uno que amaba y odiaba al mismo tiempo, porque esa memoria finalizaba con Vhíndar, tomando la vida de su madre en frente de sus ojos

Para Khénya, Vhíndar no era un total desconocido. Ella, por muchos años, creció escuchando historias sobre sus hazañas, pues, su madre se las contaba antes de dormir. Creyó, por bastante tiempo, de hecho, que todo parecía ser demasiado "genial" para que fuera verdad. Intuyó que, tal vez, se enalteció de más la realidad, como la historia sobre su combate contra los demonios Wurrak y Aibrin; eso no podía ser tan sencillo como le pareció oír.

También se le hacía improbable el hecho de que, hasta donde comprendió, Vhíndar jamás perdió un encuentro, y que ha estado cerca del peor de los males, y salir vivo para contarlo. «¿Cómo era posible que fuera tan apañado para el combate?» se preguntaba... Incluso más que su madre. Relatos sobre de que Vhíndar había sido adiestrado por El Clan del Velo; de la mítica espada que allí consiguió; llamada «Pluma de Ángel» según una traducción, y la leyenda tras ella. Y también, sobre una supuesta hija perdida... entre muchas otras cosas más.

Pero, ese día supo que, quizá... todo era verdad. Que era verdad que, ese lobo astuto de Vhíndar, se deslizaba entre los ataques como si su cuerpo estuviese hecho de agua y aire. Que también era cierto que cuando tomaba cierta posición, era un hecho de que en su próximo movimiento le pondría fin al encuentro. Todo eso... comenzó a volverse peligrosamente verídico.

Khénya nunca apartará de su mente aquella mirada asesina carmesí; esos ojos de rasgos felinos que la escudriñaban cuando se llevó el alma de su madre, como si hubiera un mensaje tras ellos.

En ese instante, la ira que Khénya acumuló durante su presidio quiso emerger, lográndolo; apenas unas pocas gotas se derramaron del vaso. Entonces, la flama de la hoguera delante de ella creció abruptamente de manera anormal, pues, el viento no soplaba con tanta fuerza. Khénya, tenía su mano cerrada. Hizo tanta presión con su puño que sus uñas cortaron la piel, haciendo que la sangre brote con poquedad.

Las llamas se agitaban como si fueran látigos. Entonces, Khénya, tras dar un largo respiro, se calmó y el fuego amainó; volviendo a su estado normal. Expulsó el aire por su boca con lentitud. Sus ojos estaban cerrados, casi como si se concentrara solamente en sus latidos. Luego de eso, Khénya juntó sus manos y entrelazó sus dedos.

Al tener las manos juntas, las elevó hasta colocarlas en su frente. Inclinó ligeramente su cabeza y, en medio de murmullos incomprensibles, rezó ante la llamarada.

En Inkál, la maestra Helen leía el diario de Kérian. Luego de pasar una página tras otra; de leer cada una de sus líneas, se levantó aún con el cuaderno abierto. Miró a Kérian por largo rato, y luego cerrando el cuaderno de golpe comenzó a dirigirse hacia la puerta, dispuesta a salir. Helen parecía tener prisa, por lo que tuvo que dejar solo a Kérian.

Elyas estaba en su dormitorio, sentado delante de una pequeña mesa rectangular en la que, abiertos, reposaban libros de diferentes colores y tamaños. Inspeccionaba uno de ellos mientras con un movimiento desapercibido y casual acomodaba sus lentes redondos. Sus labios se movían sin emitir palabra alguna. Entonces, de pronto, dejó el libro cerrado sobre la mesa e irguió su espalda, se quitó sus lentes y frotó su rostro.

Al levantarse de la silla se quitó las prendas que cubrían la zona superior de su cuerpo, una a una. Al hacerlo, la puerta fue golpeada tres veces. Entonces, aun con su camisa por los codos, fue a abrir la puerta para ver de quién se trataba a esta hora. Elyas encontró a Helen, de pie, en el pasillo.

—Y bien, ¿puedo? —preguntó la maestra tras unos segundos, señalando con el mentón el interior del dormitorio.

—Sí, claro —contestó Elyas—, adelante —dijo mientras se hacía a un lado para que entrara.

Una vez estuvieron los dos en el interior, la puerta se cerró. Pero mientras esa puerta estaba siendo cerrada, otra estaba por abrirse.

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