Capítulo 5: El augurio de los espectros.

Zona noreste de Rázdergan. 4 lústrico de Géta del año 2026. II Era de la Restauración.

Este era un salvaje rincón que siempre ha sido reservado del resto de Rázdergan. Aquí nevaba, característica principal en la mayor parte del año.

A lo largo y ancho de sus montañas; en la profundidad de sus bosques el humo de fogatas se alzaba sobre el friolento paisaje, apenas siendo visible entre la propia neblina.

Este humo provenía de múltiples campamentos que se hallaban diseminados en el vasto y helado terreno, pero era por un motivo especial... para custodiar una cueva que era la prisión de... alguien que representa un punto muy importante en la historia.

La entrada de esta cueva estaba sellada con una enorme y redonda roca alisada que calzaba a la perfección. Una gran roca con cientos de inscripciones arcaicas invadiendo cada centímetro de su superficie, y que estaba sujeta por media docena de gruesas cadenas en el que, en cada uno de sus eslabones, esas mismas runas se divisaban.

Esta cueva estaba en el medio de entre todos los demás campamentos en un amplio claro, ya que, de hecho, éste era el acuartelamiento principal. Los demás cumplían un rol de apoyo y vigía que resguardaban a la principal de cualquier cosa... o alguien.

Pero ¿qué es lo que había en esa cueva, que obligaba a fuertes y habilidosos guerreros de Inkál vigilar día y noche? ¿Qué cosa tenía tantos ojos, armas y tensión encima?

¿Qué..., o quién?

En esta mañana que susurraba con el alba la nieve de Zelster, se sumó un nuevo integrante; joven como la minoría de los que allí servían.

Él, y una segunda persona, alguien evidentemente mayor en edad, estaban de pie junto a la gran roca que sellaba esa misteriosa caverna. Fue entonces cuando el nuevo miembro preguntó al veterano.

—Perdón, no llevo mucho aquí y no ha dejado de ponerme nervioso una cosa. ¿Puedo saber cuánto tiempo llevas haciendo esto? —Preguntó mientras que en su hombro reposaba una lanza, en su espalda un escudo y en su cintura una espada.

—El suficiente como para no perder mi tiempo contando los días ni las noches. —Una respuesta tan ambigua como poco alentadora—. Si pasas tanto tiempo aquí como yo lo entenderás.

—Le hice la misma pregunta a otro y me dijo «te acostumbrarás» —se limitó a decir el chico—. Es demasiada resignación para mi joven corazón.

—Supongo que eres uno de los recién llegados, ¿verdad? —repuso el experimentado hombre tras unos segundos de silencio—. Qué raro, últimamente se han sumado más como tú. Sin ofender, claro. —Añadió con ligera picardía.

—Supongo que gracias... —contestó un tanto confundido—. ¿De verdad se nota tanto? Quizá me hacen falta algunas canas para no pasar desapercibido.

—No te apures, aquí arriba conseguirás unas cuantas muy pronto, te lo aseguro —contestó el viejo sin mirar, y luego agregó—. Además, todos nos conocemos aquí, por eso tu cara de crio extraviado sobresale del resto, pero no importa. Mejor dime ¿quiénes fueron los Adalides de tus maestros?

—Helen y Zoren —respondió sin ganas.

En el rostro del experimentado hombre se reflejó la sorpresa, aunque poca, pues era más como si no pudiera dar crédito a lo que oyó. Entonces volteó y agregó:

—¿Seguro? —aseveró con recelo.

—Por supuesto que sí —contestó el chico con poca convicción.

El otro hombre solo entrecerró los ojos.

—¿Qué pasa? — indagó el nuevo.

—Nada, es solo que pareces alguien muy... blando y con pocos modales —aclaró el curtido hombre—. Y Helen y Zoren no lo son para nada lo son—dijo el veterano.

—Ah, es que bueno, sí fueron mis maestros, pero solo al principio —explicó el novato.

—Tsh, ya decía yo —expresó con cierta satisfacción el otro—. Entonces, seguramente fue Okuni. Tienes cara de ser alumno de Okuni.

—Sí, y también uno de tercer rango —respondió el nuevo.

—Bien, tampoco está mal. Okuni es muy buen maestro —repuso el veterano—. De hecho, es el que mejor dominando el arte de combate cuerpo a cuerpo de entre todos los Adalides.

—Eso escuché, y eso espero también —contestó el joven con poca certeza.

—Me llamo Airdo —dijo el experimentado hombre a su lado.

—Irvin —contestó el más joven.

Airdo hizo una rápida inclinación con la cabeza como señal de saludo... Irvin hizo lo mismo.

—¿Okuni es el más fuerte de todos los Adalides? —preguntó Irvin con el deseo de sacarse esa duda de encima.

—El más fuerte... —repitió Airdo con parsimonia—. En combate cuerpo a cuerpo sí, con armas Helen o Anaír.

—¿Y dónde quedan los demás? —añadió Irvin.

—Román es el más sabio del consejo... por algo es la cabeza de los Adalides —contestó Airdo, y luego, tras meditarlo unos instantes—. Zoren no se queda atrás en cuanto «al más fuerte», solo que él destaca por otras aptitudes, digamos. Él posee mayor poder ofensivo en comparación al resto, aunque eso no lo es todo para ser el más fuerte, ¿sabes?

—Y bien, para aprovechar, me gustaría hacerte una pregunta que tengo desde que llegué aquí —dijo Irvin—. Creo que eres el más adecuado.

—¿Y esa es? —Preguntó Airdo.

—¿En serio es necesario todo esto? Digo —explicó Irvin—. Solo en este fuerte hay más de cuatro docenas de Inkális armados hasta los dientes, como si esperáramos a un batallón enemigo en cualquier momento. —Comenzó a hacer un recuento—. Lanzas, espadas, ballestas, caballos y... perros... ¿Perros con armadura? —Airdo lo escuchaba sin mostrar mucho interés. Irvin por su parte, seguía—. Y si alguien quisiera venir hasta aquí, primero tendrían que burlar la vigilancia de los más de quince campamentos en el bosque, o derrotarlos. —Airdo levantó una de sus cejas, como si reparara en las palabras de Irvin.

Cabe decir que Airdo era el tipo de persona que no disfrutaba de las conversaciones largas y que, en cuanto su paciencia, esta era poca y quisquillosa. Aun así: guardó silencio.

—Me cuesta creer que todo esto sea necesario —añadió Irvin—. Se supone que todo terminó cuando asesinaron a su madre.

—Basta, es suficiente. —Lo hizo callar Airdo repentinamente, denotando molestia en su tono—. Crees ser muy observador, pero estás hablando más de lo que puedes ver, y al parecer comprendes todavía menos que ambas cosas.

—Lo siento... —repuso Irvin apenado, aunque no entendió a que se refería, ni tampoco el por qué se disculpaba exactamente.

—Te preguntaré algo, chico quejoso y observador —expuso Airdo—. ¿Qué tienen en común el suelo que pisas y los árboles de este bosque con todo lo demás?

—No entiendo —contestó sin comprender.

—Oblígate a entender, no es tan dificil. ¿Qué tienen en común? —insistió Airdo.

Sintiéndose regañado, Irvin meditó con brevedad lo que el experimentado guerrero le estaba pidiendo. Fijó sus ojos en sus bien abrigadas botas de cuero, después en el suelo, luego en el cielo y por último en las ramas de los árboles. Entonces, fue ahí cuando comprendió.

—¿La nieve? —respondió Irvin con temor a equivocarse.

—Exactamente, muchacho. Todo está cubierto de nieve en este maldito lugar, —escupió Airdo al suelo—. Ahora, mira la cueva.

Teniendo en cuenta lo anterior, Irvin volteó y, apenas poniendo sus ojos en ella, se dio cuenta de la verdad... Que nada había terminado todavía. Más bien, era como si las cosas estaban a la espera para empezar.

La cueva yacía en su totalidad sin el más leve rastro de nieve. Cada copito que hacía contacto con la superficie de las rocas se derretía instantáneamente.

—Ella ha estado allí dentro por casi una década, y si mi memoria no me falla, nunca vi la cueva cubierta por la nieve —mencionó Airdo—. Siendo tan constante y perseverante.

—¿Y qué es lo que espera? —cuestionó Irvin.

—Quien sabe cuántas cosas puede esperar alguien que ni siquiera es capaz de ver la luz del sol; que ha estado sumida en la oscuridad de su prisión... seguramente sea lógico creer que lo que espera es ser libre ¿Tú qué crees que espera alguien que parece tener una voluntad inquebrantable? —preguntó el veterano—. ¿Qué crees que sea capaz de hacer alguien así? —Irvin no dijo nada, a lo que Airdo agregó—. Allí dentro hay demasiada furia, no es buena idea que algo así sea libre.

Hubo un silencio incómodo luego de que Irvin regresara a su posición de vigilia. Se notaba consternado por darse cuenta de que los rumores que frecuentaban Inkál eran ciertos: Sobre que la verdadera hija del fuego, la descendiente de Érikas, podría incendiar el mundo.

En lo que el sudor hacía presencia en la frente de Irvin, Airdo lo sacó de su cavilación con una fuerte y amistosa palmada en la espalda.

—Pero tranquilo, ya estas sudando —repuso para amenizar—. A pesar de este frio insondable, si te mantienes cerca de la cueva jamás tendrás frío, —dio una leve risotada—. Mira el lado bueno de las cosas; es uno de los pocos consejos que te doy. Además, una Adalid vendrá hoy... con ella estamos más seguros.

—¿Más seguros? —expresó Irvin sombrío—. ¿Por aquí suelen pasar cosas peligrosas? O sea, ¿a menudo?

—Depende de lo que para ti signifique a menudo —contestó Airdo—. Creo que la última vez que pasó algo por aquí fue... —Sacó un cálculo rápidamente mientras se rascaba la barbilla—. Un año y dos meses si hablamos de otras personas, pero de vez en cuando se divisa una Centuria rondando zonas cercanas, y eso si es más frecuente me temo; así que ten cuidado si andas solo por ahí.

—Bueno, eso ya es algo —repuso Irvin tras un leve suspiro, aunque no estaba tan aliviado como le gustaría.

—Pero... —agregó Airdo.

—¿Pero? —preguntó Irvin.

—Pero nada relacionado con los Mayers... —dijo Airdo mientras se frotaba la mejilla—. No he visto a ninguno en los últimos siete años. Tal vez esos fantasmas se extinguieron o están ocultos bajo una maldita roca como ella. —Airdo señaló con el pulgar la cueva.

—¿A qué te refieres con fantasmas? —preguntó el joven, a lo que Airdo se limitó a dar un resoplido y decir:

—Ah sí, ciertamente no estuviste ahí cuando los enfrentamos en "Faelyn Alir" (se traduce como: La Puya Blanca), así que no lo sabes. Pero igual te sirve escuchar: si te encuentras con uno de ellos debes alejarte del fuego, eso complicaría menos las cosas para ti —sentenció Airdo dándole una mirada de autoridad—. Ese podría ser otro de los pocos consejos que te puedo dar.

Irvin prefirió desistir con las preguntas sobre ese tema en particular, pues solo lo estaba incomodando y obteniendo respuestas poco alentadoras. Entonces decidió cambiar el rumbo de la conversación.

—¿Qué maestra vendrá? —Preguntó Irvin cambiando de tema.

Airdo respondió con un movimiento de cabeza, indicándole que debía mirar hacia cierta dirección.

Era Anaír, una mujer rubia que portaba dos pequeñas hachas; una a cada lado de su cadera. No resaltaba por su estatura, ni tampoco por un marcado y robusto físico, y mucho menos por tener una mirada asesina. De hecho, no había nada de eso en ella, pero era precisamente eso lo que la volvía tan peligrosa... Ser impredecible.

—Anaír —susurró para sí el chico— ¿Viene muy a menudo?

—De entre todos los maestros de primer rango ella es la que más se ha presentado por estos lares.

—Se toma demasiadas molestias... ¿Y los demás? —cuestionó Irvin.

—A Okuni lo he visto una sola vez; me parece que no le agrada mucho el frío —dijo Airdo—. A Helen unas... ¿seis? No estoy seguro —Pensó un segundo—. A Zoren tres y Anaír quince.

Mientras tanto, Anaír caminaba en el campamento con una expresión amigable mientras saludaba. Su vestimenta se diferenciaba por la particularidad de llevar sobre su cuello el pelaje de un lobo gris. La maestra llegó ante los hombres de pie junto a la cueva; el viejo Airdo y el recién iniciado, Irvin.

—Y bien, ¿ninguna novedad? —Preguntó Anaír con soltura mientras ajustaba uno de sus guantes—. Siempre que creo haberme acostumbrado a este clima, esta montaña me hace recordar que no es así.

—No maestra —respondió Airdo, y luego preguntó con educación—. Ninguna novedad; no hay algo que debamos informar; todo ha ido como siempre. Y usted, ¿tuvo algún inconveniente en su viaje?

—Sin problemas —contestó sonriendo la Adalid Anaír, luego se dirigió a Irvin y—: Supongo eres uno de los nuevos. Irvin, ¿no?

—Sí maestra —contestó el chico—. Es grato saber que a menudo contamos con su presencia.

—No hace falta que seas tan formal conmigo, chico. Y sí, te recuerdo... Me divertía tanto ver como hacías encolerizar a Zoren en los entrenamientos —dijo la maestra, y agregó—: ese es un cascarrabias sin salvación, por eso no se ha vuelto a casar.

—Hasta que me botó... —repuso Irvin—... pero acepto que fue bueno mientras duró.

—Fue bueno mientras duró, nunca mejor dicho. Que momentos, pero en fin... ¿Ya le han alimentado? —preguntó la maestra esta vez a Airdo, pero antes de que el veterano contestara, Irvin, pensando que se refería a él, dijo colocando una de sus manos sobre su vientre:

—No, pero espero que sea pronto. La verdad es que muero de hambre, —agregó Irvin añorando algo caliente—, una buena taza de café recién hecho, uf... gloria pura.

Anaír se llevó una de sus manos a la boca para amortiguar su risa, Airdo por su parte carraspeó, llamando la atención de Irvin. El nuevo no entendía cuál era el chiste, pero Airdo agregó:

—Se refería a... —Señaló nuevamente con el pulgar la caverna detrás de ellos, con una elocuente expresión a modo de respuesta.

—Ah... ok, lo siento, es que el viaje fue largo —se excusó Irvin apenado.

—Lo sé, yo también tengo hambre —dijo la maestra, tomando la palabra nuevamente—. De hecho, ya que lo mencionas, es casi la hora de ir a buscar los alimentos, y no veo nadie preocuparse por eso ni mover un dedo —repuso Anaír mientras echaba un rápido vistazo al fuerte. A lo último, posó sus ojos una vez más sobre Irvin—. Todos parecen estar muy ocupados... Así que ve tú.

Irvin miró a Airdo, pero éste apartó la vista, haciéndose el desentendido.

—¿Ir a dónde? —Preguntó Irvin a la maestra.

—Mira —dijo poniéndose a su lado, colocando uno de sus brazos al rededor del cuello de Irvin. Levantó la otra mano y señaló con el dedo—. Ves esa carpa dónde están esos arcos colgados y los perros amarrados. —Irvin asintió—. Pues olvídate de esa, ahí no debes ir. Es en la otra; la que está al lado. Ve y busca a un hombre alto con un parche en el ojo, tiene la nariz torcida. Dile que digo yo que te explique, ¿ok?

—Eh... sí, enseguida —agregó Irvin sin más.

—Buen chico —sumó la Adalid mientras le daba una nalgada a Irvin—. Haré que te releven mientras estás ausente.

Anaír esperó que Irvin se alejase, luego volvió a dirigirse hacia Airdo. Él, manteniendo siempre un semblante de respeto hacia la maestra; una persona importante entre los Inkális y que admiraba.

—Y bien... —agregó la maestra tras un suspiro, aprovechando la privacidad para preguntar—: Tú llevas haciendo esto algunos años, ¿no?

—Sí —contestó Airdo.

—Y, ¿no extrañas a tu familia? —La pregunta de Anaír parecía no haber tomado por aludido a Airdo, pero este no pudo evitar titubear.

El hombre contuvo la respiración levemente y repuso:

—Realmente sí..., pero ellos comprenden que estoy sirviendo a una importante misión. —Airdo hablaba conciso y sin turbaciones. Anaír lo observó un momento en silencio, pero, hizo énfasis en una cosa.

—Mi buen hombre, ¡vamos! —dijo ella mirando al viejo Airdo—. Yo opino que deberías considerarlo y volver —explicó—. Sé que eres de los pocos en esta montaña que más años nos ha brindado.

—Pero maestra, todavía soy capaz de seguir —repuso Airdo con forzada serenidad—. Sigo cuerdo y consiente, descanso bien y trabajo el doble; y aun así tengo tiempo para hacer recorridos de vigía y lo que haga falta.

—Lo sé, estoy al tanto de los reportes, incluso diría que lo estoy más que mis superiores y camaradas —dijo Anaír—, así que... —Dejó inacabada la oración, luego llevó su mano a uno de los bolsillos de su ropaje—... me tomé la libertad de hacer esto por ti.

Sacó un pequeño sobre, de él sacó una carta y entonces se la dio a Airdo.

El viejo Airdo miró con cierta extrañeza la carta, pero tampoco haciéndolo muy evidente. Leyó todo con rapidez, luego levantó su vista hacia Anaír, y la extrañeza esta vez era axiomática. Leyó de nuevo la carta y se dispuso a preguntar.

—¿Un «Sí» a una petición de retiro de labor?

—Sip, y está firmada por los cinco maestros. Eso me incluye, obvio —contestó la maestra.

—Pe... Pero, yo no lo solicité —añadió Airdo algo disgustado.

—Pero sí tu familia. —En el serio semblante de Airdo se reflejó la incomodidad por un momento. Él se quedó en completo silencio—. Supongo que ahora quedó claro para ti, —la maestra sonrió y guiñó un ojo—. Ve y empaca tus cosas; toma tu caballo y en tu viaje te encontrarás con el resto.

—Ah, ¿el resto? —preguntó el experimentado hombre.

—¿Creíste que eras el único al que su familia extraña? Esto era un tema que llevaba sobre la mesa mucho tiempo, así que... eso sería todo. No hay mucho que explicar. —Airdo no mostró oposición, por lo que aceptó ese gesto como un regalo de empatía por la gran Adalid.

—Gracias maestra, ha sido muy considerada en mostrar interés por las necesidades de nuestras familias —agregó Airdo, mostrando gratitud.

—No es nada—dijo ella restando importancia—. Después de todo, solo hago mi trabajo. Sé a la perfección como se siente.

Entonces, Airdo en posición de firme, puso su puño en el pecho y luego se inclinó en señal de reverencia para posteriormente irse.

Al estar unos metros lejos, la Adalid murmuró.

—¡Buena suerte!

Airdo se hallaba sobre el camino; regresando a casa montado sobre su corcel. En el animal cargaba su equipaje, el cual constaba de herramientas y demás cosas personales como su escudo, su espada y los viejos uniformes, él y el resto de los veteranos que se iban integrando en el trayecto.

Unos cuantos estaban sumergidos en tertulias, otros preferían guardar distancia, justo como Airdo; permaneciendo en sus propios asuntos, como el hecho de que una parte de ellos moraría en las montañas por largo tiempo. Pero, aun así, en todos residía la incertidumbre, pues había una sensación incómoda en el aire tan espesa como la neblina que les impedía ver.

¿Qué sería de la nueva generación que los estaba reemplazando poco a poco? ¿Qué será del futuro de estas personas? Los que rozaban la tercera edad y que rechazaban la idea de apartarse del camino.

De aquellos que obtuvieron la oportunidad de cuidar la cueva; de mantener el camino vigilado; de los que dedicaron gran parte de sus vidas confinados en un lejano rincón, ajeno del cálido cariño familiar; sacrificando más de lo que se piensa. Pero la raíz de todas sus interpelaciones y dudas era el miedo.

Temían que las cosas resultaran mal y que la hija del fuego lograra escapar de algún modo. Les aterraba la magnitud de las consecuencias y de sus réplicas en el mundo.

Unos pocos, de los más viejos allí, como en el caso de Airdo, gozaron el privilegio de conocer a una gran líder, diestra y sobresaliente en el combate. Alta, pelirroja, y con sus tatuajes del mismo color que recorrían sobre su pálida piel: La que fue la primera de los Mayers, y que ostentaba el título de "La hija del fuego"; Una poderosa mujer llamada Érikas.

Airdo recordaba la ferocidad con la que ella combatía, hombro con hombro junto a sus hermanas y hermanos, pues él había sido parte de las incursiones décadas atrás, cuando la violencia entre los Inkális y los Mayers crecía día con día como una flama alimentada por gruesos troncos.

El talento nato derivado de sus atributos físicos para el arte de la guerra era algo con lo que no se debía jugar. Una cultura que mantenía una estrecha relación con el fuego. Un elemento al que mostraban respeto y del cual filosofaban para encontrar enseñanzas para sus vidas.

Hace mucho tiempo atrás en "La Puya Blanca". Cientos de Inkális se enfrentaban al disminuido pero feroz pueblo Mayer, dirigido por Vaelyn Érikas, Dahiú Mayer.

Ambos bandos estaban encarnizados en una batalla campal que se extendía por toda "La Puya Blanca". Tras un ataque sorpresa de los Inkális que, para mala suerte de ellos, había sido previsto por el pueblo del fuego, estaba llegando a su momento final

Si bien los Mayers eran conocidos a través de la historia por ser cazadores natos y tener un gran poderío salvaje, tristemente para ellos eran superados por número. Muchos Mayers en esos momentos escaparon cuando se vieron en el crucial momento de ser exterminados, otros se mantenían en guardia, dispuestos a dar sus vidas; hasta su último aliento en el combate. Entre todos ellos, uno de esos grupos era liderado por la mismísima Érikas que, aunque herida y exhausta, se mantenía de pie de frente al enemigo, demostrando ser una guerrera única entre todos que todavía era capaz de vencer a un Inkális tras otro.

Por breves momentos la esperanza de que ocurriera un milagro y lograran vencer cayó cuando la verdad los sobrevino como un frío baño en la madrugada. Porque cuando un Inkális tras otros era derribado por Érikas, un hombre emergió de las filas enemigas, haciendo que el bullicio de todo ese caos cesara en ese instante.

Tenía ojos claros, pero estos podían cambiar a un intenso rojo carmesí. Su sola presencia significaba que cualquier cosa que tuviera un comienzo, allí, yacería su final si él lo deseara.

Vestía de negro y azul oscuro, tenía una capa corta que cubría solo un costado de su cuerpo, y en su mano izquierda sostenía una espada sagrada cuyo nombre, según los mitos de Eras pasadas, es el de un ángel.

Este personaje era visto por todos los que se hicieron a un lado... y Airdo era uno de ellos. Pese a que ese hombre caminaba solo contra Érikas y los veinte Mayers que la respaldaban, él salió victorioso después de arrebatarle la vida a la que, en ese entonces, era la "Hija del Fuego".

De pronto, el repentino tacto de uno de sus camaradas hizo a Airdo volver en sí, transportándose en el tiempo hacia el ahora. Un hombre le indicaba dar un sorbo de una botella que iban pasando entre todos en señal de celebración o de una amarga despedida. Entonces Airdo agarró la botella y dio un sorbo, luego se la pasó al que tenía al lado mientras saboreaba la amargura del licor.

Asintió y frunció el ceño levemente, y entonces ahí recordó la parte negativa de esas memorias de antaño. Sus mejores amigos habían perecido en la batalla contra Érikas y los Mayers. Creía que, de haber salvado, aunque sea a uno, el viaje que emprendía sería en ese caso un verdadero regreso triunfal a casa.

En eso, los Inkális pasaban por una curva en la cual se reducía la anchura del camino. Hicieron dos filas largas en paralelo para desplazarse por esa parte. La neblina era todavía más espesa. A la derecha había un mar de altos árboles, al costado izquierdo un pronunciado barranco, y en el fondo de este un caudaloso rio.

Hubo relativo silencio por casi un minuto. Silencio que en parte se debía a la quietud que residía en las montañas. Tanto así que podía escucharse con claridad el golpeteo del paso de los corceles, la tos del que iba hasta atrás y los murmullos de los que todavía mantenían una charla. Pero de la nada, hizo eco un salvaje grito, uno casi gutural; era desafiante; era el de la figura de un alto y fornido hombre... Era la de un Mayer.

Caucásico, calvo y de una abundante y rubia barba que llevaba trenzada en la punta. Este hombre lucía imponente con la enorme hacha que cargaba sobre uno de sus hombros. Iba semidesnudo, pues solo llevaba una especie de falda.

La impresión por tal sorpresa hizo que los Inkális se detuvieran sin decir nada, pero Airdo observaba algo que le parecía familiar, pues en el torso del Mayer que tenían delante estaba marcado con una cicatriz enorme, provocada por el filo de una espada.

—¿Es lo que creo que es? —se oyó decir a alguien a la espalda de Airdo.

Y antes de que otro pudiera responder su pregunta, el hombre ante ellos volvió a gritar como antes, pero en esta ocasión dando un hachazo al suelo mientras golpeaba su pecho repetidas veces, como si fuera un ser el cual fue creado para no sentir temor. Su expresión facial intimidaba, pues se podría afirmar, que parecía ser más un oso iracundo que un hombre.

Algunos caballos relincharon, otros daban pasos hacia atrás inquietos. Los hombres y mujeres comenzaron a bajar de sus lomos, pero, al momento de hacer eso, observaron que ese extraño hombre empezaba a dirigirse hacia ellos.

—¿Se volvió loco? —dijo alguien adelante de Airdo.

—¡Miren bien! —indicó otro con exasperación.

Detrás de aquel hombre apareció multitud de siluetas que se iban volviendo visibles a medida que se aproximaban, emergiendo de la neblina, como si de espectros ancestrales se tratasen. Pero no eran los únicos, porque de entre el mar de árboles podían oírse más gritos como ese.

Retroceder para buscar apoyo de algún campamento tampoco era una opción. O sí, pero primero tendrían que superar otro grupo de Mayers que les habían cerrado el paso.

Los Inkális podían volver al lomo de sus caballos para atropellar a quien se pusiera en frente y escapar, pero si lo hacían, también significaría que estarían abandonando el deber que defendieron con orgullo por tantos años. Ellos demostrarían que, a pesar de que iban a ser echados a un lado, aún tenían mucho que aportar.

No irían de frente, y tampoco se adentrarían al bosque porque era obvio que se trataba de una emboscada. Estaban rodeados, sin escapatoria y, para empeorar, el barranco era una opción descabellada con escasas posibilidades de sobrevivir.

Con determinación y sin titubeos los Inkális sacaron sus armas, se colocaron sus escudos mientras otros preparaban sus arcos. Los Inkális se veían superados cuatro a uno.

—¡Escuchen con atención! —dijo una de las mujeres—. Ustedes tres —señaló—. Intentaremos abrir paso para que puedan subir a sus caballos y regresar. Daremos todo de nosotros para que puedan pasar a salvo. Deben dar apoyo para que no lleguen a ella.

Tenían que actuar rápido, pues la contienda se hallaba a pocos metros y la tensión incrementaba a cada segundo... hasta que por fin estalló.

Irvin se hallaba, en cambio, en dirección contraria a la de Airdo, a poco más de un kilómetro del acuartelamiento principal. Lo habían mandado a buscar los alimentos, lo que significaba que debía revisar las trampas puestas la noche anterior y buscar ciertas especies de plantas y raíces.

Estaba agachado examinando el cadáver de un gran conejo, y mientras el perro que lo acompañaba estaba sentado sin hacer nada, Irvin montaba la trampa nuevamente refunfuñando.

—¿Tú qué crees que espera alguien cuya voluntad parece ser inquebrantable? —dijo repitiendo las palabras de Airdo en voz alta—. No lo sé, dime todos los secretos del universo mejor, sabiondo cascarrabias.

En su parloteo, el perro se puso alerta. Se colocó sobre sus cuatro patas con la cola levantada, moviendo las orejas en lo que olfateaba el aire y gruñía con el pelaje de su espalda erizado. Irvin lo notó, por lo que le pareció extraño, y de inmediato tuvo una fea sensación.

—Sh, ¿qué pasa? —Intentó llamar la atención del can, pero este seguía fijo mirando en la misma orientación.

Irvin también fijó su vista, y estuvo así por unos segundos. Por un instante pensó ver algo, pero la altura de los árboles no le dejaba apreciar el panorama.

—Bueno, vaya mierda. Lo que hago para asegurarme —se dijo—. ¿No quieres intentarlo tú? —Preguntó al perro, pero este ni siquiera lo miraba, así que, llevando su vista hasta la copa de un árbol, agregó—: Buen chico, estás haciendo un gran trabajo... Por lo que yo haré el mío.

Dicho eso, Irvin dejó el carcaj con sus flechas recostado junto a la base del árbol, al lado de su arco y espada, solo para empezar a escalarlo. Luego de un rato llegó a la altura adecuada y, apenas alzó su vista, su expresión cambió de forma abrupta como si se hubiera llevado un susto. Parecía nervioso, ansioso, impresionado... Anonadado.

—¡Mierda! —Exclamó viendo como una gran cantidad de humo negro se alzaba sobre el campamento. Era costumbre que sobre cada campamento se despidiese humo, pero no uno tan oscuro y en tanta cantidad... y mucho menos a esa hora.

Se apresuró en bajar, y en cuanto tocó el suelo tomó sus cosas y corrió junto al perro mientras se las colocaba. Debía cortar camino en medio del bosque para llegar lo antes posible.

No dejó de correr hasta que estuvo a menos de cien metros del campamento. Se detuvo en seco cuando escuchó gritos y explosiones, y se le heló la sangre cuando distinguió el ruido de las armas chocar. Entonces volvió a correr.

Ahora se hallaba a menos de veinte metros y, tras cruzar unas enormes rocas que había en su trayecto, miró el peor escenario que pudo imaginar. Estaban siendo atacados por una cantidad impresionante de salvajes semidesnudos.

Irvin vio que cerca de él alguien estaba teniendo problemas, pero antes de que pudiera reaccionar, el perro se le adelantó de un salto para aferrarse de uno de los brazos de aquel invasor.

Pero en medio de una guerra no hay espacio para errores. El Inkál que estaba teniendo problemas olvidó por completo de asegurar su retaguardia, por lo que estaba a punto de recibir un ataque mortal por un hacha ensangrentada de uno de los Mayers, pero esta vez Irvin intervendría con rapidez.

Este desvió el hacha con su espada, luego sin perder tiempo dio una patada en el pecho del Mayer. El invasor retrocedió, e Irvin de inmediato pegó su espalda con la del camarada Inkál.

—Yo cuido la tuya y tú la mía, ¿de acuerdo? —expuso apretando la espada en sus manos.

Antes de que el Mayer volviera a atacar, cayó en cuenta de que estaban siendo superados en número. La mayoría de los guerreros Inkális yacían muertos, por lo que Irvin sabía de sobra que lo más probable es que compartiría el mismo destino.

Luego divisó la cueva y sintió un terror todavía mayor. Unos cuantos de los Mayers intentaban abrirla, pero tenían dificultades.

La arremetida del Mayer que tenía en frente lo trajo de vuelta al combate. El Inkál tras él también combatía contra otro invasor, pero estaba cansado y herido. Era imperativo para Irvin vencer a su rival si quería volver a socorrerlo, pero el Mayer no lo dejaría, pues este estaría agitando su hacha contra él, estando en un par de ocasiones muy cerca de impactar mortalmente.

Irvin no podía bloquear el hacha con su espada, ya que eran ataques potentes con un arma muy pesada, y cuyo metal era mucho más grueso que el de su arma. Se limitó a esquivar cuando podía y a desviar cuando debía. Se estaba centrando en su defensa solo porque quería buscar el momento indicado... Hallándolo por fin.

Irvin pudo incrustar su espada en el abdomen del Mayer, pero este no cayó pese a mostrarse debilitado. Cuando el joven Irvin vio que el enemigo sacó la espada de su abdomen, aprovechó para arremeter contra él, solo para colocarse en la posición indicada y aplicar un movimiento de lucha con una llave, haciendo que ese hombre, que lo superaba por una cabeza, girara en el aire y cayera fuertemente sobre su espalda, llevándose un gran impacto.

En el suelo se le tiró encima para propinarle heridas mortales con una daga que portaba en su cadera. Cuando el Mayer perdió la vida, saltó hacia su espada, la tomó, giró y lanzó la hoja para ayudar a su camarada, el cual estaba en el suelo, siendo estrangulado por su rival.

La espada giraba cortando el aire, llegando a su destino clavándose en el hombro del Mayer. Esto lo pudo aprovechar el hombre que estaba a punto de perder, ya que le dio el chance de alcanzar su espada, la cual se había resbalado de sus manos, para desesperadamente rebanar el cuello del feroz Mayer.

Bañado en sangre, logró ponerse en pie con la ayuda de Irvin.

—Ven, te llevaré a las rocas —dijo llevándolo hacia el camino por el que había llegado—. Allí podrás recobrar el aliento.

—Gracias por ayudarme —alcanzó a decir el hombre antes de desplomarse.

Alarmado, Irvin intentó hacer que vuelva en sí. Revisó la peor herida del Inkál que estaba justo en sus costillas. Había perdido mucha sangre mientras combatía. Su respiración era nula y su pulso cada vez más bajo.

El incendio había acaparado el campamento casi en su totalidad. Se apreciaban cuerpos mutilados y calcinados, e Irvin ya no podía hacer nada para salvar a su acompañante. Estaban a punto de ser derrotados. Irvin con el cuerpo del Inkál sobre su regazo, observó que otro de sus compañeros salía corriendo de una zona en la que el fuego todavía permanecía vivo, con flamas de más de un metro de altura.

El Inkál se tapaba la cara y tocía, y cuando estaba a una distancia segura del fuego cayó al suelo escupiendo. Tenía unas cuantas quemaduras leves y algunas heridas superficiales, pero nada más. De pronto, de entre flamas, un Mayer salía sin un ápice de prisa en su andar. Caminaba con normalidad, envuelto en el fuego sin sufrir una sola quemadura; con un escudo en una mano y con una espada en la otra.

Irvin era consciente que cosas así eran reales en su mundo, pero jamás las había presenciado de esta manera y bajo estas circunstancias. Entonces recordó lo que Airdo había dicho hace horas. "Fantasmas", "Alejarse del fuego". Ahora lo comprendía; eran ellos los fantasmas del fuego.

Y lo único que podía preguntarse ahora era... ¿Dónde estaba Anaír cuando se le necesitaba?

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