Prólogo
El fulgor de la Gran Azul inundó el cielo.
Imponente, la estrella buscó cobijo en los restos moribundos del sol que una vez alumbró estas tierras. Su extenuada luz se fusionó con una nueva, radiante y azulada, devolviendo la esperanza a un mundo que ya había sucumbido a la sombra. Estuvimos allí, presenciando lo que debía ser el final de todo. Su recuerdo aún perturba nuestras mentes, así como el camino recorrido hasta llegar a este instante. El día en el que, una vez más, los matéreos abrazan la muerte como un insecto incapaz de eludir el camino a la luz. Y aquí que acudimos de nuevo al último bastión de hombres y mujeres dispuestos a acabar los unos con los otros, sin tener ya un vago recuerdo de las veces que hemos cometido los mismos errores. El tiempo tornará la memoria olvidada, aunque ciertamente, demasiado tarde.
- PRÓLOGO -
La mano le temblaba sin remedio aferrada al pomo de su espada. Buscó consuelo en los ojos del rey, pero este no le devolvió la mirada. Escrutó su porte regio y en apariencia decidido, aunque pronto vio su pulso vibrar del mismo modo que el suyo, envolviéndola en un halo de desesperanza. ¿Esto es todo? ¿Es este su magnífico plan?
Ambos daban la espalda a un millar de hombres y mujeres. Las tropas mantenían la formación en lo alto de la antigua muralla de la ciudad que estaba albergada en el interior de una colosal caldera volcánica. Rodeándola, grandiosas laderas escarpadas resguardaban de forma natural cualquier intento de penetrar el lugar. A los pies del muro, la extensa playa que se abría paso hasta morir en el mar le hizo recordar, nostálgica, el deleite producido por las vistas de la vasta llanura y las olas que rompían con fuerza en la orilla, cubriendo el terreno con una fina capa de agua que reflejaba las montañas como un espejo. Ese día sus ojos no presenciaron el color dorado de la arena. En su lugar, un manto humano cubría la práctica totalidad de la superficie, con sus escudos y armas metálicas reflejando el color azul de la gran estrella que se elevaba desde la línea del horizonte. Una voz ronca interrumpió sus pensamientos y la devolvió a la realidad.
—Comparte conmigo tus pensamientos.
La joven se tomó unos segundos para responder.
—Echo de menos nuestros juegos en la orilla, la arena pegada a mi cuerpo por el sudor, el gusto salado al abrir la boca bajo el agua. Nada de eso volverá. Y ella tampoco.
—También la añoro —dijo él sin desviar sus ojos del horizonte—. Hace meses que no está, y ya parece casi una vida.
—Entonces, ¿por qué dejaste que se fuera? —replicó ella, severa.
—Habría sido más sencillo contener la crecida del mar que despojar a tu madre de su espada.
—Rompiste el juramento con los nómadas. Tu ambición y codicia nos han traído hasta aquí.
—No dejes que tu juventud ciegue tu juicio —aleccionó el rey—. Mis pasos nunca han estado guiados por el egoísmo. Mis actos, todos y cada uno de ellos, han ido encaminados a defender el legado de esta ciudad, de aquellos que nos han traído a este lugar. Sin ese recuerdo estamos condenados.
La chica soltó un leve bufido unido a una mueca de desaprobación.
—Es precisamente mi juventud lo que te ha llevado a desatender mis consejos —reprochó apuntando su dedo índice izquierdo al frente—. Eres un necio por haberlo hecho, y más aún por no darte cuenta de que ya estamos sentenciados. Traes a tus últimos fieles a morir por ti. ¡La mayor parte de nuestro pueblo lleva meses haciéndolo por ti! Dime, rey, ¿habrías dado tu vida por alguno de ellos?
Un atisbo de furia creció en el semblante del monarca, que por primera vez desde que inició la conversación, despegó sus manos desnudas de la piedra gris. Se giró hacia sus últimos fieles mientras se enfundaba de nuevo sus guantes de cuero y dio un paso al frente.
—¡Hermanos y hermanas de Mathria! —exclamó —. Mis antepasados dieron forma a esta roca que hoy, valerosos, pisamos con determinación. Ha permanecido en pie más de mil años, protegiéndonos de aquellos que se consideran nuestros iguales, pero que no cesan en su labor de acabar con todo lo que hemos construido. Hay mucho más en juego que nuestro futuro inmediato. Si hoy fracasamos no sólo fallaremos a estos muros, a nuestra familia y amigos, a nuestros hijos...
El rey clavó la mirada en los ojos de la joven princesa y permaneció unos segundos en silencio antes de proseguir con su arenga.
—Habremos defraudado a toda nuestra especie, pues estos salvajes que hoy se congregan a nuestras puertas no ven más allá de sus egoístas intereses. Pretenden entrar a la fuerza y arrebatarnos todo lo que nos es querido.
La ira desbordaba a la heredera, que apretaba con rabia el mango de su espada.
—¡No hallaremos, sin embargo, la derrota en la muerte, sólo en el olvido! —prosiguió el rey—. ¡En este día, cuando la Gran Azul presida el cielo, nuestra sangre cubrirá de rojo la piedra y la arena! ¡Pero no debéis tener miedo, pues las mareas subirán y se la llevarán de vuelta al gran océano!
Miró a su hija, sus ojos cubiertos de lágrimas, mientras la multitud lo aclamaba. Para entonces ya resonaban los tambores de guerra al fondo, acompasados con los latidos de su palpitante corazón.
—Supongo que así acaba todo —lamentó la heredera, melancólica, preparándose para desenvainar su hoja.
El rey se postró ante su hija, atrapándole la mano que sujetaba la espada, y apretándola con fuerza con las suyas.
—Tuyo es el futuro, hija mía. Y tuyo es el papel más importante en esta contienda.
—¿Padre?
—No habrás pensado que íbamos a sacrificarnos en vano, ¿verdad? —dijo él con una ligera sonrisa de afecto—. Cuando todo empiece procuraremos que el enemigo te vea caer malherida. Si la argucia tiene éxito, dos soldados te evacuarán al salón del trono. Allí te espera una guarnición de mi guardia personal protegiendo a los hijos e hijas de Mathria. Vosotros sois el futuro de nuestra civilización, aunque me entristece que tengáis que abandonar estos muros sagrados.
—No hablas en serio... ¡No soy una maldita cobarde!
—Desde hace tiempo me es sabido que tu talento con la espada solo es superado por tu tenacidad. No obstante, tienes una responsabilidad mayor que todos nosotros. Ganaremos todo el tiempo posible, pero una vez llegues al salón debes guiar a los demás por los túneles y abandonar la ciudad por el extremo norte. Para cuando lleguen a la Fortaleza ya deberíais estar a salvo.
—¿Y luego qué? ¿Qué se supone que debo hacer después?
El rey se incorporó para volver a mirar a su último y malogrado batallón, y con un ligero susurro, respondió a su hija.
—Mientras la Torre Elevada permanezca en lo alto simbolizarás la esperanza de nuestro pueblo, hasta que un día reclames lo que es nuestro por derecho. Ahora, grita conmigo.
El rey desenvainó su espada. Un destello azul recorrió todo el acero desde el pomo hasta su punta, que señaló hacia la Torre Elevada. No se diferenciaba demasiado de alguno de los torreones principales de la Fortaleza Real, salvo por el detalle de que únicamente la parte más alta era visible, mientras que en el resto tan sólo se apreciaba una especie de bruma con la forma que se supone debía tener. Nadie conocía el motivo de por qué la torre levitaba de esa manera, pero todos sabían que significaba algo especial.
—¡Por la Torre Elevada! ¡Por Mathria! —chilló.
Y sus mil compatriotas lo aullaron.
—¡Arqueros, en posición! —ordenó.
La primera línea asaltante se componía de pequeños batallones cubiertos con muros de escudos, en cuyo techo portaban grandes escaleras de madera. Avanzaron hacia la muralla sin vacilar.
—¡Tensad!
En un abrir y cerrar de ojos les cayeron encima. Los hombres que había en su interior se inclinaron hacia delante, haciendo que las escaleras tomaran contacto con la piedra. Los grupos se reorganizaron, aún protegidos por los escudos, para impedir que el ejército real consiguiera tumbarlas. Como si de una ola furiosa en un mar de tormenta se tratase, la infantería enemiga trepó vertiginosa al mismo tiempo que una segunda línea de arqueros disparaba contra las murallas.
—¡Soltad! —mandó el rey, haciendo caer una lluvia de flechas sobre los salvajes desprotegidos.
Sin embargo, su número era abrumador. Por un soldado abatido, diez conseguían llegar ilesos a las escaleras. En lo alto de ellas algunos fueron repelidos, pero muchos de ellos usaron sus picas para acabar con los defensores. Pronto el primer frente cayó, y el sonido producido por el choque del acero inundó el ambiente junto a los gritos propios de la batalla. El rey miró por última vez a su hija.
—Que la Torre Elevada te guíe —murmuró al tiempo que un soldado golpeaba con el pomo de su espada la cabeza de la princesa, que cayó al suelo desmayada.
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Cuando despertó, los gritos y sonidos metálicos parecían un mal recuerdo, aunque todavía resonaban levemente en sus oídos. La princesa no sabía con exactitud si era debido a la distancia que había tomado con la batalla, o si era porque la línea de defensa ya había caído. Ante ella estaba la Torre Elevada, que permanecía en lo alto ajena a la realidad que le tocaba vivir.
—¡Abrid las puertas! —gritó uno de los hombres que la acompañaba frente a los enormes portones de hierro forjado.
Se abrieron de inmediato, y un grupo de diez guardias la recibieron.
—Mi señora, estábamos esperándoos —dijo uno de ellos—. Servimos a vuestras órdenes.
¿Órdenes? Ella esperaba haber perecido en el campo de batalla, ya había formado esa idea en su mente. Por un instante vaciló con dar media vuelta y acudir a su muerte. En cierto modo le parecía una escapatoria más sencilla que la que le había ofrecido su padre. Sin embargo, cuando el grupo de esbeltos guardias rompió su formación, la plena visión del salón golpeó sus entrañas. Algunos ancianos, y centenares de niños y niñas. Un silencio sepulcral que no se correspondía con el bullicio que habría habido en otra época, una más fácil de vivir. ¿Cómo se supone que voy a liderar a un pueblo despojado de toda esperanza? ¿Cómo puedo siquiera pensar en ello, cuando la mía propia pende de un hilo?
Cerró los ojos un instante dibujando en su mente la cara de su padre, sonriente. Al abrirlos, vio el miedo en sus ojos, en cada uno de ellos. Supo entonces que a pesar de compartir con muchos de los allí presentes la condición de la juventud, a pesar de compartir sus más profundos temores, su responsabilidad era mucho mayor.
—Sé que estáis asustados, yo también lo estoy —comenzó—. Algunos habéis perdido a vuestros padres, familiares, hijos e hijas. Nuestro rey, mi padre, también ha caído. Así como lo hará la ciudad que nos ha visto crecer. Pero no os preocupéis, pues su sacrificio no ha sido en vano. Es el último regalo que nos ofrecen, y en este momento debemos aprovecharlo y honrar su memoria. Debemos sobrevivir.
Los refugiados callaron, sus ojos clavados en la joven dama ataviada con armadura metálica, que contenía la rabia producida por el recuerdo reciente de la última charla con su padre, antes de que empezara todo.
—Ahora escaparemos, y sólo la gran Torre Elevada sabrá qué será de nosotros. Os animo a acompañarme y a descubrirlo juntos. Por todos los que han caído, por nuestro rey... y por Mathria —proclamó mientras elevaba su espada y apuntaba a la torre, visible desde los ventanales del gran salón.
Casi no recordaba el acceso a los túneles que atravesaban la ladera norte de la caldera. Tan solo tenía imágenes borrosas de los días en los que su padre la llevaba por el interminable acueducto de piedra. Sin embargo, nunca atisbó intencionalidad en esas excursiones más allá de pasar un tiempo agradable en familia, alejados de la multitud y el encorsetamiento diario de la realeza.
—Los túneles —ordenó—. Tenemos que dirigirnos al patio trasero de la Fortaleza.
Se giró hacia los soldados para dar las últimas órdenes.
—Cinco de vosotros, al frente conmigo. Los otros cinco, situaos al fondo del grupo por si alguien se queda atrás. Partimos ya.
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La muralla gris estaba teñida de rojo. Tal fue la sangre vertida que acabó manchando la arena tras filtrarse por las grietas de los bloques de piedra. Algunos quejidos aún se escuchaban entre los escasos supervivientes, uno de ellos de un hombre que jadeaba con fuerza, tirado en el suelo, luchando por llenar sus pulmones de aire. La sangre seca en sus párpados le dificultaba abrirlos, pero cuando lo consiguió observó el horror. Una marea de cuerpos lo rodeaba, la mayoría ya muertos y empezando a pudrirse. El olor de la descomposición hizo que le dieran arcadas, aunque lo que terminó de quebrar su alma fue notar el característico hedor de los hombres que mueren con miedo.
Rebuscó a su alrededor y encontró su espada rota en pedazos, si bien el mango y la base permanecían intactos. La utilizó a modo de bastón para incorporarse. Haciendo uso de sus escasas fuerzas consiguió erguirse y asomarse por encima de la muralla. Cuando observó la escena su corazón dio un vuelco. El inacabable ejército enemigo se hallaba derrotado, pero sus cuerpos no reposaban sobre la arena, tan solo sus armas y vestimentas. ¿Qué ha pasado aquí?
—Mi... mi señor... —balbuceó una voz agonizante—. Aquí... mi señor.
El rey se despegó a duras penas del muro y buscó desesperado el origen de aquel sonido. Tras unos segundos la vio. Una de sus soldados se encontraba tirada mirando al cielo, con su brazo extendido hacia arriba. Se apresuró hacia ella.
—No puedo... moverme. Agua... por favor, agua.
Buscó alguna cantimplora entre el mar de cadáveres, pero fue inútil.
—¿Cómo te llamas, hermana?
—No... no lo recuerdo, mi señor —dijo la mujer con su voz ya casi apagada—. ¿Hemos... hemos ganado, mi rey? La Gran Azul... la vi elevarse al menos dos veces... resplandecía con fuerza. Era... era como un sueño.
Imposible. No pueden haber pasado dos días. Debería estar muerto. Sin embargo, notó una extraña fuerza retornando a su cuerpo. ¿Qué clase de magia es esta?, pensó mientras fijaba su vista en la Gran Azul, más fulgurante que nunca.
—Mírame a los ojos —exigió el rey sujetando el rostro de su compatriota—. Todo ha acabado, puedes descansar en paz. Hemos ganado.
La soldado esbozó una pequeña sonrisa momentos antes de que la luz abandonara su cuerpo. Seguidamente, el monarca colocó los restos su espada real en el pecho de la fallecida y le cruzó los brazos sobre ella. Después, cerró sus párpados con gesto solemne y pronunció las palabras.
—Que la Torre Elevada te guíe.
El rey se incorporó y volvió a otear sobre los muros. Hacía escasos minutos que lo había visto, pero necesitó volver a mirar para comprobar que efectivamente era real. Ni si quiera abandonamos estas murallas... ¿Qué o quién ha hecho esto? Intentó buscar más supervivientes, pero si lo que la soldado caída le había dicho era cierto, habían transcurrido dos días. Ya era un milagro haber encontrado a alguien con vida, y también que él mismo lo estuviera. Entonces se acordó. Mi hija.
Emprendió raudo la marcha hacia la Fortaleza. La princesa y el grupo de refugiados debían estar a pocos días de camino del emplazamiento más cercano, dónde aguardaban provisiones y varios carros con caballos. Había procurado dejar las indicaciones necesarias en los túneles para que supieran por dónde empezar. "Nuestras esperanzas viajan ahora contigo", recordó haber escrito al final de sus notas. Todavía puedo alcanzarlos.
Avanzó a través de las empedradas calles de Mathria sorteando multitud de cadáveres, ni uno solo enemigo. Todo carecía de lógica. Cruzó la plaza central, anteriormente rebosante de negocios, música y gentío. Ahora sólo quedaba el recuerdo en su memoria. Pasó por el viejo puente de piedra que conducía a la Fortaleza Real, y allí los portones de hierro le recibieron abiertos de par en par. Al fondo le pareció ver a tres figuras encapuchadas mirando a los tres tronos. Avanzó temeroso a través del gran salón hasta que prácticamente los tuvo delante. Empuñó su pequeña daga de acero como gesto de precaución.
—¿Quiénes sois? —preguntó—. Soy el rey de Mathria, y exijo que desveléis vuestra identidad.
Las tres oscuras figuras se giraron al unísono. Cuando lo hicieron, la daga se le escurrió de las manos. La visión de los tres extraños lo perturbó y casi le hizo perder la cordura. Vestían túnicas negras, ningún tipo de tela extraña que no hubiera visto antes, pero cuando fijó la mirada en sus rostros no distinguió cara humana alguna. No sabía qué podía ser, pero le resultaba extrañamente familiar. Es... es como ver una noche estrellada.
—¡¿Qué sois?! —exigió saber temblando de pánico.
Una voz extraña comenzó a sonar, aunque no pudo distinguir si era de hombre o mujer, más bien parecía una mezcla entre ambas.
—Somos el Cónclave. Depón tu trono aquí y ahora, de forma pacífica, y te dejaremos marchar. Hazlo y Mathria perdurará. Niégate, y la desgracia caerá sobre tu linaje.
—¡Mi hija! —exclamó—. ¿Dónde está mi hija?
—Uno de los nuestros ha partido en su búsqueda. No temas, valeroso rey, defensor de Mathria.
—El ejército enemigo... ¿Qué ha pasado con él?
—Sus vidas ahora alimentan a la Gran Azul, y a su vez, esta alimentará a tu especie. Se requería que los invasores fuesen repelidos, y por eso, en un momento de extrema necesidad, acudimos a ti. Pero tu tiempo como gobernante ha concluido. Cédenos los tres cetros y podrás por fin descansar en paz. Te encontrarás de nuevo con tu vástago.
—¿Cómo sé que no sois unos embusteros? ¡Mostradme vuestro poder! —demandó el rey.
Los tres extraños alzaron sus manos, cuyas palmas empezaron a reflejar un intenso color azul eléctrico. El rey sintió entonces cómo la vida abandonaba de nuevo su cuerpo, como cuando despertó moribundo en las murallas. Esta muestra de poder solo puede significar una cosa. La Gran Azul, la Torre Elevada... pensó. No queda más opción.
—Yo, Malik, legítimo monarca de Mathria, os cedo humildemente los cetros reales que mi linaje ha conservado hasta ahora y que dan derecho a gobernar estas tierras.
Malik se dirigió en dirección a los tres tronos de piedra.
—¡El cetro de la madre! —gritó mientras arrancaba el primero.
—El cetro del padre —dijo, retirando el segundo.
—Y el cetro de la heredera —susurró, extrayendo el tercero.
Los extraños aguardaron, impertérritos.
—Dejo, por tanto, el reino en vuestras sabias manos, por la gracia de la Torre Elevada.
Sin embargo, las fuerzas continuaron abandonando al rey Malik, solo que esta vez notó un poder mucho más abrumador. Pudo ver unas pequeñas partículas de color azul brotando de debajo de su piel y dirigiéndose hacia lo alto del salón. Su visión se nubló rápidamente, pero aun así le dio tiempo a observar las motas de energía dirigiéndose hacia los grandes ventanales situados justo encima de los tronos, y de ahí, proseguir su camino en dirección a la Torre Elevada. En un fugaz instante, su cuerpo empezó a desaparecer, así como su dolor, temor y recuerdos.
—Ve en paz —sentenció la voz—. Que tus errores y los de tus antepasados nos guíen en esta nueva era.
La Era del Cónclave.
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