Traición incipiente. Capítulo 22.
Ocho meses después de la aparición de Andrea
En la ciudad
Andrea volvía a casa al día siguiente, antes del amanecer, al concluir la guardia de noche. La luna brillaba sobre el despoblado solitario, partido en dos por la vacía carretera. A lo lejos, se veía la línea de los edificios rasgar el horizonte, rodeados del nebuloso resplandor anaranjado del reflejo de las luces de la ciudad, que comenzaba a desaparecer al ir aumentando la claridad.
La investigadora llegó a su calle, estacionó el automóvil en el lugar habitual y subió a su departamento. Sacó las llaves y abrió la puerta. Volteó hacia la gran ventana de la habitación tenuemente iluminada por los primeros rayos del crepúsculo y se percató de que una silueta se recortaba frente a ésta. Se sobresaltó un poco. Era Contacto, que salió del departamento, pasando junto a ella con timidez; subió por la escalera en dirección al techo. Llevaba el DDC bajo el brazo.
Andrea la siguió. No sería la primera vez que conversaban en un lugar así. Cuando llegaron hasta arriba, la científica estaba en silencio, muy seria.
Contacto se recargó en la pared del cubo de la escalera, cerca de ella. Ya no tenía ninguna herida. Por un instante, creyó reconocer el aroma de Gabriel Elec en el ambiente, aunque quizá se lo estaba imaginando, horas antes estuvo muy cerca de él.
—Vine a decirte qué fue lo que pasó. La gente de De Lois sabe que tengo las placas. Trataron de obligarme para que se las entregara y no lo permití. Traté de leerlas, fue un error, no... —comenzó Contacto.
—¿Por qué insistes en eso? —preguntó la bioquímica, harta.
—Necesitamos saber si lo que contienen contribuirá a la producción del suero.
—Ya basta.
Contacto la veía sin comprender, cruzada de brazos.
—Escúchame. Basta de eso. No tiene sentido —dijo Andrea de forma determinante.
—Pero...
—Ya fue suficiente. El doctor Di Maggio nos dijo muy claro cuando nos las dio que no eran para que las leyéramos ni nosotras ni nadie más. Eran para su hijo. Tienes que parar.
—No puedo. Giorgio no las quiere. Tengo que...
—Realizar la síntesis es labor del equipo científico. No es tu deber. Déjame hacer mi trabajo en paz, por favor —replicó airada.
—Me temo que esa gente seguirá tratando de...
—Entrégaselas al Director General.
—No puedo hacerlo.
La investigadora le lanzó una furiosa mirada.
Contacto asintió cabizbaja, observando el cemento sobre el cual estaban paradas.
—Promete que vas a hacerlo —clamó su interlocutora.
—Te lo juro —replicó Contacto con toda seriedad. Cuando cayó en la cuenta de que estaba conversando con su mejor amiga, levantó la vista y le sonrió.
Andrea no le respondió el gesto. Dio media vuelta y se adentró en el edificio rumbo a la escalera. La mujer del traje negro lo dudó un momento, pero la siguió. En cuanto llegaron al departamento, la inquilina entró y azotó la puerta tras de sí, dejando afuera a la descorazonada joven investida de Alfa.
Esa tarde, en la Dirección General de la OINDAH
Sin una cita, hubiera sido imposible reunirse con el Director General que, tras caer el sol aún estaba en su oficina. Contacto llegó hasta esa área evadiendo todos los controles de seguridad como lo había hecho alguna vez y tocó la puerta del despacho. El secretario del director abrió y la vio con enorme asombro.
—Debo hablar con el señor director, es muy importante —clamó.
—Déjala pasar —dijo el anciano, al escuchar su voz. —Siéntate, por favor —exclamó cuando el asistente los dejó solos. Contacto le relató todo lo ocurrido.
—De verdad, no comprendo cómo ha sucedido todo esto. Esa gente tiene demasiada información de la que jamás debió enterarse, deben tener espías por todas partes —aseveró apesadumbrada.
La noche anterior en cuanto salió del laboratorio se dirigió en un auto de la organización al hospital general para conocer la condición del sobrino del funcionario. Personal del CDA hacía guardia. Supo que Acuña evolucionaba de manera favorable. Ella prosiguió su relato, casi segura de que el Director General ya había sido informado por los Alfa de todo lo ocurrido.
—Las circunstancias me obligan a hacer esto. Usted comprende lo que es una promesa, usted mismo le hizo una al doctor Di Maggio —musitó.
El director asintió. Ella tenía la palma sobre el pecho. Al fin abrió el traje, se quitó la cadena, retiró las dos placas y las puso sobre el escritorio frente al anciano.
El director observó aquello con suma seriedad.
—Mi otra opción era destruirlas —explicó la mujer de negro—. Yo cuidé a su sobrino como le prometí. Ahora le pido que me prometa que cuidará de esto, hasta que sepamos qué hacer con ellas. Quizá ustedes logren descifrarlas.
—Te doy mi palabra —repuso el director.
—¿Qué harán con la gente de De Lois?
—Dejaremos eso en manos de los Alfa. Has hecho lo correcto —dijo el director.
—Si puedo ser honesta con usted, no estoy conforme. He faltado a una de las promesas que le hice al doctor.
—No te preocupes. Seguiremos haciendo todo lo posible para que los objetivos del proyecto se concreten. Eso es lo que él quería —aseveró.
Después de entrevistarse con el Director, Contacto volvió al fin a su departamento. No podía dormir. Veía el techo, pensando en lo que había sucedido. Tendría que decirle a Di Maggio lo que había hecho sin su consentimiento, pero estaba segura de que no le importaría en lo absoluto. Ni siguiera tenía ánimos de ir a contarle a Harry todo lo que pasó, así que se quedó ahí, sobre la cama, con el traje puesto, sintiendo que se había traicionado a sí misma.
La noche anterior, en el laboratorio de la OINDAH
Andrea trataba de seguir trabajando en lo que dejó a la mitad. Contacto se había marchado tres horas antes. Observó a alguien vestido de negro ingresar por la puerta del laboratorio, levantó la vista pensando que se trataba de ella otra vez, cuando se encontró con Gabriel Elec.
—Buenas noches, Andrea —le dijo con su voz aterciopelada y sus modales de dama de la corte.
—Hola, Gabriel —respondió ella.
—¿Contacto estuvo aquí?
—Sí. Le quitamos esto de la espalda —le dijo mostrándole los fragmentos de metal que seguían en la charola.
El Lector la observó con sus ojos color miel y su rostro sereno. Siempre parecía estar en calma, como si lo tuviera todo bajo control.
—Tuvimos una contienda peligrosa hace unas horas por las placas —comentó muy tranquilo.
La investigadora sintió un escalofrío.
—Quiero pedirte un favor. Es muy importante. No debe saber que yo te lo pedí.
Ella estaba en silencio, escuchando.
—Pídele que las entregue al Director General. Es la única manera en la que el proyecto podrá estar seguro.
Andrea se estremeció. No era la primera vez que escuchaba algo así.
—¿Y si se niega?
—Entonces no podré hacer nada para protegerla —respondió Gabriel.
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