Sobre la desaparición. Capítulo 6.
Un día después de la aparición de Andrea, en el salón de Di Maggio
Tocaron a la puerta y Andrea entró para encontrar a Giorgio de pie en el centro del despacho, apoyándose en el bastón con la mano izquierda. La luminosa mujer se acercó sin decir nada y se paró de puntillas para darle un beso en la mejilla. Él se encorvó un poco para recorrer la mitad del camino. Ella le sonreía con afecto, aún cuando sabía bien que él no le devolvería el gesto; no necesitaba que fingiera, en sus azules ojos podía ver lo que significaba para él su presencia. Se sujetaron del brazo y caminaron en silencio hasta el escritorio. Ambos tomaron asiento a cada lado del enorme mueble.
Giorgio sabía que no lo delataría, confiaba en ella plenamente y deseaba saber qué ocurrió durante los largos y tortuosos meses en los que no supo nada de ella, asumiéndola muerta.
—¿Me dirás donde estuviste? —preguntó seco con su profunda voz, acomodándose el largo abrigo de lana que se quitaba sólo para dormir.
—Como acordamos desde el día que vine a verte, seguí buscando la placa.
—¿Y bien?
—La encontré.
Andrea recordó su reencuentro en ese mismo sitio un amanecer, tras el frustrado intento de suicidio de aquél. Decidió informarle solo a él que estaba viva, pero aún con reservas. Le explicó que desapareció porque buscaba la placa y porque necesitaba saber si Harry realmente era el culpable de la fuga de información. Recordó cómo le hizo jurar que no trataría de hacerle daño al comandante otra vez, al menos, hasta que estuvieran seguros que él fue quien habló de más afuera del proyecto.
También le hizo prometer que no le diría a su amiga que estaba viva, hasta que encontrara la placa perdida. Mientras no supieran qué había pasado con el importante objeto, nadie más debía saberlo, por si alguien cercano estaba relacionado con su desaparición. Asumían que con ambas placas podrían dilucidar cómo producir el suero creado por el finado doctor Di Maggio, el padre de Giorgio.
—¿Dónde estaba la placa? —preguntó rompiendo el silencio tras haberle lanzado largo rato su penetrante mirada, mientras ella estaba perdida en sus recuerdos.
—La tenía Miguel.
—La familia siempre es un problema —rugió él con sorna, refiriéndose a la propia—. ¿La tienes entonces?
—No. Está en un lugar seguro.
—Se la diste a ella.
La joven asintió.
Di Maggio entornó los ojos, que brillaron de forma peculiar. «Saldrán a cazarla con todos los sabuesos», pensó.
—Vamos a entregártelas como nos pidió tu padre.
—No. Que las conserve. Es lo mejor.
Andrea lo veía algo desconcertada.
—¿Dónde estuviste? —inquirió él con su grave voz, que adquiría una cualidad única cuando hablaba con Andrea. Casi parecía humana, dando ligerísimos tintes de emoción. Aquello había sonado como una súplica.
—Te lo contaré —afirmó.
Once meses atrás, la noche que desapareció
Aquella terrible noche, Andrea estaba desesperada. Por una parte, perdió la placa, la mitad del secreto, aquello ella y su amiga pensaban que le permitiría al mundo obtener el preciado suero para que tantas personas pudieran sobrevivir a sus padecimientos, era un deber tremendo, abrumador. Por otra parte estaba Harry al que protegió de Di Maggio por el momento, aún cuando una terrible duda pesaba sobre él. Su amiga llegaría pronto a la ciudad cede. Si la secrecía de sus capacidades fuera del proyecto estaba en entredicho, la mujer no se atrevía siquiera a pensar en lo que podía suceder. Y estaba ella, herida por la bala que sabía fue disparada por su amigo Giorgio.
Así que, en camino al hospital esa tormentosa noche, en la camioneta del CDA, tuvo una idea. Su colega de la ONG en la que tenía su trabajo-coartada, la Dra. Sayas, trabajaba en el Hospital General y estaba de guardia. Le suplicó a Harry que la llevaran allí, pero no le dijo por qué. Estaba muy cerca del Hospital Central al que se dirigían, así que aceptó. En cuanto la camioneta se estacionó afuera del área de urgencias, el equipo sacó la tabla a la que estaba sujeta y la subieron a la camilla que la esperaba para ingresarla por una enorme puerta.
Los hombres estaban preocupados, en particular Harry. Ella veía sus rostros y las luces del techo, sobre su cabeza. La doctora Carmen Sayas se acercó a ella y dio indicaciones para que la llevaran a un cubículo. Pensó que el cielo la ayudaba, la médica era la jefa del turno que estaba entregando y ya casi iba de salida. Sin embargo, cuando ella supo que alguien de la organización llegaría a la sala de emergencias, esperó un poco.
Comenzaron a atender a la víctima de inmediato. Le colocaron oxígeno, el monitor cardíaco y le tomaron signos. Al valorarla, la encontraron estable. El equipo médico salió un momento del privado, la prepararían para cirugía. Le informaron que la canalizarían y que le harían rayos X en unos minutos. La doctora pasó a verla y Andrea susurró:
—¡Debo salir de aquí, ayúdame por favor!
La médica la observó con contrariedad.
—Si no lo hago, algo terrible pasará... ¡ayúdame, te lo suplico! —exclamó.
Carmen nunca antes había visto a nadie tan desesperado en toda su vida.
—No debes moverte, es riesgoso —explicó—. Te valorará el cirujano.
—¡Por favor, ayúdame!
La médica observó la herida de nuevo. Revisó sus signos vitales y aún eran estables. La bala estaba alojada en el músculo. No sangraba demasiado y no tenía síntomas de hemorragia interna.
—La única forma en la que podrían sacarte de aquí sería si pidieras tu alta voluntaria o si murieras, pero no dejaremos que eso pase hoy —dijo la doctora.
—Debo salir de aquí sin que nadie lo sepa. Si pareciera que morí ganaría tiempo. Lo necesito, es urgente —susurró Andrea.
—Vuelvo en un momento —dijo la preocupada doctora.
Regresó al cabo de varios minutos, se veía más segura. Para entonces, ya habían despojado a la paciente de su ropa y de todas sus pertenencias, las cuales depositaron en una bolsa de plástico. Ahora vestía una bata hospitalaria.
Sayas abrió la cortina y le pidió a la enfermera una forma DNR. Se cercioró que la asistente estuviera presente cuando se la entregó a Andrea para que la leyera y la firmara. Era una orden de no resucitar. Ella simuló leerla y la firmó, recostada sobre la camilla. La doctora que estaba parada junto a ella la vio a los ojos. Entonces siguió con la mirada el cable que conectaba los electrodos en su cuerpo con el monitor cardiaco que estaba junto a la camilla, fijó la mirada en un punto específico en el que se conectaban y salió del cubículo haciendo que la enfermera que estaba parada detrás de ella la siguiera.
Andrea comprendió.
Segundos después, se escuchó la alarma del monitor cardiaco, que marcaba una línea plana. Varios médicos trataron de entrar deprisa al espacio donde se encontraba, pero la enfermera exclamó:
—¡La paciente acaba de firmar un DNR!
Todos se quedaron pasmados. La doctora Sayas se acercó con una lámpara y muy de cerca, revisó la reacción de las pupilas, buscó pulso, verificó la respiración de una Andrea muy quieta y dijo mintiendo: —no tiene signos.
Esperaron varios minutos y el monitor seguía igual.
—Hora del deceso, 21:45 —indicó la doctora con solemnidad, quitándose los guantes de látex terminando de apagar y desconectar el monitor y cubriendo a la chica con una sábana.
Pocos minutos después, el personal trasladó la camilla a la morgue por indicaciones de la doctora Sayas, que también pidió que no le hicieran ningún arreglo al cuerpo. Nadie la tocó, era un asunto delicado y nadie quería alterar la evidencia que necesitaría la policía. A la doctora le tomó algunos minutos llenar el certificado. Las autoridades llegarían en cualquier momento para iniciar los análisis periciales y trasladar el cuerpo a la morgue de la ciudad.
La gente de la organización también clamaría su potestad en el asunto. Por ello, Sayas firmó los documentos y salió a hablar con el escuadrón que llevó a Andrea. Para entonces, la sala de espera del área de urgencias estaba atestada de personas que portaban el uniforme del CDA y que llegaron tras enterarse de lo ocurrido. La escena fue terrible, Harry, que había llevado a la joven estaba deshecho. La doctora dejó todo en manos del turno siguiente.
Andrea abrió los ojos hasta que estuvo segura de que la camilla ya no se movía. Había tratado con todas sus fuerzas de permanecer inmóvil, de que su pecho casi no se moviera al respirar. Escuchó unos momentos con atención, parecía estar sola. Levantó un poco la sábana. Estaba en la morgue del hospital. Poco después, llegó la doctora Sayas. El encargado del área se había retirado.
—Puedo perder mi licencia por esto. Debo sacarte la bala —aseveró.
—¡Gracias, gracias! —musitó Andrea con vehemencia, llorando a raudales.
Poco antes, se recibieron los restos de una mujer indigente y sin familia que solía vivir en las inmediaciones del hospital. Sayas quitó el otro expediente y puso el de Andrea en su lugar.
—Podría perder mi licencia e ir a la cárcel —dijo al empujar la camilla hasta la puerta. La mujer de ojos verdes y dorados se incorporó con su ayuda. Estaba descalza, enredada en la sábana. La sacó por un pasillo que conducía al estacionamiento. Debieron avanzar pegadas a la pared donde no podría captarlas la cámara. La médica que traía su bolso consigo, fue por su auto, volvió donde estaba la chica, la ayudó a subir al asiento trasero y huyeron sin que nadie en el hospital tuviera la menor idea.
Andrea sabía que en el sótano de la casa de la doctora había una pequeña sala de cirugía, que utilizaba para ayudar clandestinamente a personas en circunstancias desafortunadas. Sayas se lo había contado como una gran confidencia, ya que los procedimientos que realizaba ahí no eran aún legales, pero se dedicaba a eso porque decía que las personas lo harían de todos modos, seguramente en circunstancias insalubres y de enorme riesgo. Jamás cobraba por esos procedimientos, lo hacía por convicción y en casos muy especiales. Andrea no estaba de acuerdo, pero nunca se lo dijo.
Tras un traslado en auto de veinte minutos, llegaron al lugar que tenía un equipo muy completo. Ahí la intervino la doctora. Andrea pasó un tiempo en recuperación en ese espacio y después se volvió su secreta residencia temporal. Le contó toda la historia a la doctora Sayas, le explicó que fue inoculada con un suero experimental que la salvó de morir de leucemia. Incluso, le platicó sobre las capacidades inusuales que presentó el otro sujeto de pruebas, su amiga, la ahora llamada Contacto.
Durante todo el tiempo que se suponía estuvo muerta después de recuperarse, Andrea se dedicó a observar los movimientos de todos los involucrados desde las sombras, ya que para todos, realmente murió. Incluso, le hicieron un funeral en la organización y había una lápida con su nombre. Supuso que su amiga la buscaría, pero no podía decirle todo lo que ocurrió, pues necesitaba recuperar la placa. Y debía asegurarse se que nadie sabía sobre ella fuera del proyecto.
Imaginó, conociendo los alcances de aquella, que se enteraría de que su cuerpo había "desaparecido" de la morgue y que tarde o temprano podría contactar a la médica, o incluso llegar hasta su casa. Así que con la doctora y su familia idearon posibles planes de contingencia, por si la ahora llamada Contacto trataba de obtener información, lo cual efectivamente ocurrió casi tres meses después del incidente en el muelle.
Previendo esa situación, en el tiempo que estuvo en casa de la doctora, Andrea permaneció en el sótano que tenía una salida independiente por atrás. Cuando Contacto llegó, la joven de ojos color avellana fue alertada por la hija de Cristina Sayas con una clave secreta: puso música a todo volumen en el radio que conservaba en entrada de la pequeña clínica como su única distracción.
Andrea no podía permitir que Contacto la encontrara antes de que pudiera resolver los asuntos pendientes. Tomó la maleta que le habían preparado con algunas cosas y huyó en el auto del esposo de su amiga, mismo que devolvería después. Tenía que mantenerse oculta una vez que estuviera afuera ya que alguien podría encontrarla, en especial Contacto.
Durante el periodo de su desaparición, gracias a su vigilancia furtiva, Andrea supo que Di Maggio seguía bebiendo alcohol en exceso. Debía estar demasiado afligido, pero no era nada tonto, sin duda sospechaba que no murió. Incluso, le dejó una nota a diciéndole que iría a verlo. Sin embargo, esperó mucho tiempo más ya que no estaba segura de confirmarle que estaba viva hasta encontrar la manera de exonerar a Harry. Y no podía decirle a Harry que estaba bien porque necesitaba asegurarse de que en efecto no fue él quien habló de más.
La bioquímica tampoco recurriría a la organización a través de su amigo Gabriel Elec a quien le confesó de la existencia de la placa tras haberla perdido, el día anterior al incidente del muelle. Tenía que localizar ese objeto, debía cerciorarse de que no había sido robado.
Cuando su amiga iba al cementerio a llorar, Andrea la compadecía. La seguía y quería consolarla, pero no debía verla, hasta recuperar lo perdido. Comenzó a sospechar de Miguel tras enterarse de que estaba haciendo tratos con la misma gente que la había acosado. Entró a su casa en varias ocasiones, para buscar la placa. Incluso, llegó a desarmar sus equipos con la esperanza de que la hubiera ocultado en alguno. Pero no trató de preguntarle directamente, ya que le parecía muy extraño que hablara con la gente de De Lois y que de la nada, ahora también él trabajara en la organización. Pensó que tal vez estuvo involucrado desde antes, y que quizá él se la robó. Al fin pudo recuperar la placa cuando Aster fue a ocultarla, junto a la lápida que tenía su nombre. El asunto de la inocencia de Harry fue aclarado por Contacto, al exponer a Helena como culpable de la fuga de información. Andrea jamás hubiera podido imaginar que también trabajaba para De Lois.
La vigilancia que sostenía sobre los involucrados era parcial, no era capaz de escabullirse como lo hacía su amiga. Por ello, la información que había obtenido era limitada y le tomó tanto tiempo poder revelar que no había muerto.
Aún no había hablado con Harry. Deseaba con toda su alma verlo y que él supiera la verdad. Pero tendría que esperar el momento correcto.
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