Sin freno. Capítulo 26.
Un año y seis meses desde la aparición de Andrea
En la carretera al sur de la OINDAH, a media noche
Un camión de remolque con logos de la OINDAH iba sin frenos a ochenta kilómetros por hora, seguido por una camioneta del CDA conducida por Harry que trataba de darle alcance. El comandante le ordenó casi a todo el resto del equipo que bajara mucho atrás y que bloqueara la carretera. La policía había hecho lo mismo más adelante. Nadie más se encontraba en el camino.
Contacto iba en el asiento del copiloto, con el cinturón se seguridad puesto, como el comandante.
—El conductor intentará hacer algo para detener el camión —dijo Harry que se comunicaba con él por el radio—. El vehículo seguirá acelerando por la pendiente, pero no puede tratar de maniobrar hasta que estemos en la recta, a quince kilómetros. Pero me temo que entonces irá demasiado rápido.
—No creo que sobreviva el chofer —dijo ella.
—Es una posibilidad —aseveró él.
—Déjame hacerlo.
—¿Hacer qué? —clamó Harry aferrado al volante, atento a la carretera y al movimiento del otro vehículo.
—Déjame ir por el conductor, yo haré la maniobra.
—¿Estás loca? —exclamó.
—¿Quieres cargar con su muerte en tu consciencia?
—¡No quiero cargar con la tuya! —gritó.
—Deberías confiar en mí, si te digo que puedo hacerlo deberías creerme.
—¡Carajo! Si tengo que reportar un código magenta te juro que... —clamó refiriéndose a la clave que usaban cuando había un herido.
—Todo va a estar bien. Voy a saltar desde aquí. Cuando te avise, acelera para quedar a la par de la puerta de la cabina. Trataré de pasar al hombre por el quemacocos.
Harry tenía el ceño fruncido, pero no dijo nada.
Ella se puso el DDC, abrió la portilla del techo y salió por ahí. El subdirector de seguridad del CDA se pegaba lo más posible al remolque del tráiler. Contacto dio un salto de la camioneta a la caja.
—Ahora dame un poco de espacio —dijo ella en el DDC.
Él sentía el corazón en la garganta y trataba de mantenerse a una distancia prudente del enorme transporte que ahora iba a ochenta y cinco kilómetros por hora. No le quitaba la vista de encima.
La joven avanzó por la orilla lateral del camión. La parte superior estaba sujeta con una lona amarrada a los lados con cuerdas, a las que ella se aferraba. En unos minutos había llegado al frente y entró a la cabina por la puerta del lado del copiloto. Harry le había avisado al solitario chofer a través de su teléfono móvil que alguien iba hacia allí, pero no le creyó.
Contacto le explicó brevemente al conductor lo que pensaba hacer, mientras él no paraba de decir que ahora ambos iban a morir. Ella tomó el control del volante, abrió la portezuela de ese lado y la mantuvo abierta, sosteniéndola. A través de ella sacó al hombre y lo hizo que se detuviera de ésta hasta que la camioneta estuvo en la posición adecuada para que él se pasara al interior del vehículo del CDA.
—Ahora, Harry —dijo en el DDC cuando estaban al inicio de la recta que tenía una pendiente un tanto más inclinada.
Harry se emparejó al camión igualando su velocidad que aumentó casi a noventa kilómetros por hora, mientras la mujer de negro sujetaba el volante con firmeza con una mano, deteniendo al conductor que pasó sobre ella para hacer el intento de entrar a la camioneta del CDA por el quemacocos, lo cual logró con mucha dificultad.
—¿Y ahora? —preguntó Harry en el comunicador, tras haber mandado al hombre a que se pusiera el cinturón de seguridad en el asiento de hasta atrás de la camioneta.
—Hay un puente adelante, pasa sobre un arroyo seco, mantente lejos.
—¡Contacto, no! —exclamó él.
—Dame espacio.
Él detuvo la camioneta y corrió por la carretera, viendo al camión alejarse. Cuando estuvo a la mitad del puente que pasaba sobre una hondonada de escasa profundidad, viró y salió disparado a cien kilómetros por hora hacia las desnudas rocas, deshaciéndose, como si la lámina fuera de papel.
Harry estaba seguro de que la mujer seguía adentro del tráiler cuando éste cayó. Siguió corriendo hasta llegar al punto de la caída sin apartar la vista del vehículo destrozado.
—Espero que la carga esté asegurada —dijo Contacto acercándose detrás de Harry sobre la carretera, con el casco bajo el brazo, viendo el desastre.
El comandante se sorprendió cuando la vio de pie, junto a él.
—Ni siquiera te voy a preguntar cómo rayos hiciste eso —dijo con una profunda y seria calma.
—Abrí la puerta y salté cuando tenía que hacerlo, me alejé por si eso hacía explosión pero veo que no es como en las películas —explicó dando una palmada a Harry en el hombro por atrás, dirigiéndose a la camioneta.
Él tuvo que recuperar el aliento, el corazón le seguía golpeando el pecho con fuerza, y ahora se percataba de que las manos le sudaban. Volteó a verse la manga derecha del uniforme que se le había subido un poco y alcanzó a ver lo que traía puesto debajo. Se la acomodó y maldijo en silencio. La vio dirigirse al auto, sintiéndose lánguido.
No sabía cuánto tiempo tendrían que seguir haciendo cosas como esas.
Un año, cinco meses y cuatro días desde la aparición de Andrea
En la mansión
Helena se engañaba y lo sabía. Esperaba y deseaba en el fondo de su ser que aquel hombre amargado de duras formas pudiera sentir un poco por ella de lo mucho que sentía por él. Era mejor para todos que aparentara, que les hiciera creer que tenía otro interés. Incluso para él. Sus secretos la hacían sufrir, como a él los suyos. La diferencia era que los de ella le daban esperanza, le daban fuerza para hacer las infames cosas que hacía. Pero a él los suyos lo cegaban, lo hundían en un profundo abismo. Andrea fue la única que pudo llevar algo de luz a la terrible oscuridad del hombre, pero todo lo ocurrido habría servido para sacarla de ese juego; ahora era demasiado importante para el proyecto.
Esa tarde la secretaria lloraba a mares sentada frente a Giorgio en el despacho.
—Él no me verá más —exclamó entre sollozos, refiriéndose a De Lois.
El heredero la observó en silencio, sin expresar ninguna emoción.
—Tarde o temprano se habría enterado. Era cuestión de tiempo —susurró compungida.
—¿Te hizo daño? —inquirió Di Maggio como rugiendo.
—No, cariño. Gracias por preguntar —repuso, observándolo con emoción.
Giorgio giró la silla hacia el jardín. No era tan ingenuo como para creer que él había orillado a la secretaria a jugar al doble agente, ese era problema de la organización. Sin embargo, parecía que ella había tomado partido por él. Debía ser un pez más gordo que De Lois. Lo necesitaban por los cheques del fideicomiso que solamente él podía firmar para seguir haciendo lo que hacían.
Para Helena, Giorgio era su montaña, su Everest. Y por las noches de soledad o por las mañanas cuando lo contemplaba, jugando peligrosos juegos en secreto, era más vulnerable a sí misma. Debajo de la piel perfecta y la silueta que no le permitían pasar desapercibida, se encontraba una mujer que se sentía insegura. Aquello que tantas personas parecían admirar o envidiar, no era suficiente para ser lo que realmente deseaba.
Sí, parecía a los ojos del mundo que era superficial, que quería obtener fortuna a costa de sus encantos. La verdad era que buscaba algo mucho más importante que eso. Estaba en pos de la seguridad, de una posición que impondría respeto. Así nunca nadie volvería a tocarla jamás. Pero por otra parte, deseaba de todo corazón consolar a ese oscuro hombre porque sabía que, muy en el fondo, él tenía tanto miedo como ella.
—De Lois me hizo saber que no se olvidará de esto —aseveró la mujer.
Ser doble agente no la conflictuaba. A pesar de encontrarse en una posición comprometedora, tenía deseos de seguir escalando el mundo. Quería saber qué se sentía verlo desde arriba, donde nadie pudiera alcanzarla. Eso era lo que buscaba, lo que le habían prometido. Siempre había vivido en una frontera, caminado de puntillas sobre el filo de una navaja. Y por lo que vendría después, marcharía sobre el más delgado en el que hubiera estado jamás.
Un año, cinco meses y tres días desde la aparición de Andrea
En el pent-house de De Lois
Alex estaba muy serio. Observaba el maletín de piel ubicado frente a ellos. Contenía un aparato de su propiedad que inhibía la señal de cualquier celular o micrófono, haciendo imposible grabar o transmitir nada en un radio de quince metros. Era ilegal, por supuesto.
—Esperaba tu lealtad. Confié en ti, creí que... Me has decepcionado. Debí saberlo cuando encontré a esa Alfa en tu departamento. Sospeché que estabas jugando sucio conmigo, hermosa. Pero esto es inaceptable. Has roto mi corazón —exclamó dolido.
Helena negaba con la cabeza.
—Creí que iban a hacerle daño —musitó.
—No debiste olvidar que tu ascenso en la organización depende de mí. Y que tu vida depende de mí. No se traiciona a quien te da de comer —dijo el hombre más rojo que nunca—. Vete.
La rubia tenía el rubor corrido por sobre mejillas y los labios le temblaban. Era una excelente actriz, hubiera ganado un premio. Se cubrió el rostro con la mano, y salió deprisa sin voltear hacia atrás.
De Lois suspiró. Sus dos más cercanos y eficientes colaboradores habían sido testigos del asunto.
—Ahora díganme, qué se hace con un soplón —exclamó pensando en voz alta cuando la mujer se había ido.
—Permítame hacerme cargo, señor —dijo el Nexo.
—No quiero comprometerme de ninguna manera. Todos saben que trabajas para mí —observó De Lois.
—Eso no pasaría si me permite tomar partido y trabajar con mi gente. Esperaré al momento idóneo para hacerlo. Organizaré algo y lo ejecutaré cuando nadie se lo espere —comentó la Pesadilla —. La haremos quedarse callada.
El subdirector jurídico asintió con gravedad.
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