Ligeras apologías. Capítulo 19.

Tres meses y dos semanas desde la aparición de Andrea

En el techo de la organización


Contacto había proseguido su rutina en el CDA, pero algunos de sus discípulos se quejaron de que el entrenamiento había sido demasiado agresivo los últimos días; estaban acostumbrados a mantener un fuerte e intenso ritmo, por lo que los comentarios preocuparon a la directiva de esa área.
La mujer del traje negro contemplaba el mar al atardecer desde el techo de la torre hexagonal, sobre una de las banquetas de cemento de cuarenta centímetros de altura. Estaba sentada junto al DDC que ahora jamás dejaba en casa, con los codos sobre las rodillas y la barbilla sobre las manos entrelazadas. De alguna forma, esperaba al hombre que llegó detrás de ella. No podía olerlo porque tenía la brisa en contra, pero conocía sus pasos demasiado bien. Él se sentó frente a ella, de espaldas al mar. Adoptó una posición similar, pero dejó las manos colgando entre las rodillas. Ella no se movió.

—Manuel me contó que se quejaron tus alumnos. ¿Qué pasa? —le preguntó Harry.

—¿Qué dijeron? —preguntó incorporándose un poco.

—Dicen que su maestra les ha estado exigiendo cosas imposibles. Esa queja es muy inusual para una instancia como el CDA, los chicos esperan una gran exigencia.

Ella negó con la cabeza. El comandante prosiguió.

—Dicen que desean cumplir, pero que escalar la esquina del gimnasio hasta el techo usando las paredes y caer de cinco metros al piso como ella se los pide les parece imposible al primer intento.

—Si lo dices así... —replicó ella y suspiró.

—Todo parecía ir bien, ¿qué pasa?

—Soy una bruta, eso es lo que pasa.

—Está bien que los presiones, pero debes contemplar sus alcances reales.

—No hablo de los alumnos. Hice algo que no debí. Varias cosas—. Ella le contó lo que había ocurrido con Aster y Helena.

—Pasé a ver a la asistente de Di Maggio después de que habló con Miguel. Se puso a la defensiva. Nos hicimos de palabras, me hizo enojar. Con ella, por soplona, y conmigo misma, por confiada. Se lanzó sobre mí, le detuve las manos por instinto. Pero no sólo la frené, sino que apreté sus brazos. Vi su cara de dolor y seguí, no me detuve hasta que gritó. Pude haberle hecho mucho daño. Creo que Di Maggio tiene razón.

—¿La lastimaste?

—Parece que sólo le quedaron marcas. Eso fue lo que me dijo él, pero no lo sé.

Harry se veía preocupado pero no dijo nada.

—Estoy frustrada. Temo por el proyecto. Las cosas no avanzan y esa mujer sigue haciendo de las suyas. De Lois ya debe saber que las placas existen. No haré más por tratar de leerlas, quizá sea más riesgoso que quedarnos así —replicó.

—¿Por qué no las entregas a los integrantes del proyecto o al Director General para que busquen la forma? —preguntó el cálido joven.

—No puedo. El doctor nos dio instrucciones precisas a Andrea y a mí de qué hacer con ellas. No quiero faltar a mi palabra, él sabía lo que hacía.

—¿Y qué les pidió que hicieran?

—Entregarlas a Giorgio, pero no quiere saber nada de eso.

El hombre del uniforme gris asintió.

—Vamos —le dijo, tomando su mano y poniéndose de pie. Ella alcanzó el DDC.

Fueron al comando. Él entró al vestidor y salió usando ropa de civil, pantalones de mezclilla, una playera y su chamarra de negra piel. Contacto fue tras él y se puso el sobretodo color vino encima del traje. Fueron un rato al club pero él no tocó. Escucharon la música sin decirse nada. Había poca gente. Cenaron y conversaron. Cuando ella parecía estar menos ofuscada, él condujo el auto negro de la organización a su departamento, donde tocó para ella que se abrió el cuello del traje y dejó ver la cadena que colgaba de él. Harry bajó el saxofón. Se acercó a ella, que estaba echada en el sillón de una plaza viendo el techo, la sujetó de la nuca y la besó. Ella puso los brazos alrededor del cuello del hombre y pasaron el resto de la noche juntos.


Seis meses después de la aparición de Andrea

En la mansión de Di Maggio

Casi siempre era posible para Contacto tener actividades en el CDA, sin importar si se trataba de día feriado o fin de semana, ya que el trabajo del comando era constante. Si no impartía clases, tenía rondas. Sin embargo, hacía lo posible por parecer una persona normal, por lo que se veía obligada a tomar días libres de vez en cuando.

Después de lo que ocurrió con Helena, la de negro evitó acercarse a la mansión durante semanas. Volvió en varias ocasiones para sentarse en silencio frente a Di Maggio con la cabeza gacha, como esperando su indulgencia. Las primeras veces no se dignó a voltear a verla, pero no la echó. En visitas posteriores le hacía algún comentario incisivo destinado a provocarla, al que ella respondía con un "lo siento", agachando la cerviz un poco más.

Poco a poco se iba haciendo habitual su presencia para las tres personas que habitaban en esa casa. Ella ya no pedía permiso para entrar, era posible encontrarla rondando a cualquier hora.

Contacto llegó una gélida y nebulosa mañana a la mansión. Eran como las once, pero el despacho estaba desierto. Fue a la limpia y vacía cocina. Se asomó por la larga ventana de blancas molduras de madera, con altas cortinillas de encaje, y contempló el enorme jardín detrás de ésta. Comenzó a lloviznar. Con un clima así, sin duda nadie habría tenido ganas de levantarse.

Escuchó a la señora Mary bajar por el elevador y dirigirse hacia allí. Nadie más hubiera sido capaz de escuchar eso a semejante distancia. La mujer de negro seguía recargada en la barra lateral de oscuro mármol, viendo la lluvia, cuando Mary entró con el carrito de servicio metálico. Traía una charola con un desayuno que apenas había sido tocado.

—Buenos días, doña Mary.

—Buenos días —respondió. Ya no se preguntaba cómo entraba ella a la casa incluso con la alarma puesta.

—¿Y eso?

La señora negó con la cabeza mientras comenzaba a desocupar el carro metálico.

—¿Lo va a tirar? —preguntó Contacto horrorizada, al ver cómo dirigía el plato con los huevos estrellados con tocino hacia el fregadero.

—El joven no tiene hambre, no se ha levantado.

—Quizá debió darle algo con picante —bromeó Contacto, refiriéndose a la creencia popular de que eso ayuda a aliviar la resaca.

—No se siente bien, es por el clima.

—¿Puedo? —preguntó la mujer de negro.

La señora sonrió.

—Claro que sí —respondió con complicidad.

La mujer de negro recalentó en el horno de microondas el fallido desayuno de Di Maggio y lo devoró con ganas, sentada junto al mesón del centro de la cocina.

—Él debe sentirse muy mal, esto está delicioso, Mary —comentó, terminando de limpiar el plato con un pedazo de pan francés, después de beber lo que quedaba de un vaso de jugo de naranja que el ama de llaves le sirvió ex profeso y al cual la joven le había adicionado varias cucharadas de miel. Cuando terminó de desayunar por segunda vez, le ayudó a Mary a poner los trastes en el lavavajillas.

—Hace tiempo que él no tenía un día como éste. Incluso, me pidió que le avisara a la secretaria que no viniera —dijo la mujer.

—Esa es una buena noticia. Entonces tendré que ir a molestarlo yo, para que tenga otras cosas en qué pensar.

El ama de llaves sonrió, ya no se preocupaba mucho por ello. Por el contrario, le parecía que los días malos eran más llevaderos para su patrón cuando la mujer de negro estaba por ahí, aunque él solía decir que era precisamente todo lo contrario.

La joven pasó por el tocador para lavarse la boca. Los baños de la mansión estaban mucho mejor surtidos que los de las habitaciones de la OINDAH. Fue al segundo piso, la recámara de Di Maggio estaba al final del pasillo. La puerta estaba cerrada. Ella se acercó, él no parecía dormir. Tocó con los nudillos.

—Adelante —contestó con desgano.

La pieza alfombrada por completo era mucho más pequeña que la recámara principal de la casa. Del lado izquierdo con la vista hacia la pesada puerta de madera, había una cama de cuatro postes de labrada caoba, flanqueada por mesas de noche estilo Luis XV de largas patas. Del lado derecho había una pequeña mesa redonda del mismo estilo, con dos sillas detrás de la cual estaba la ventana. Del lado izquierdo estaban la puerta del vestidor y la del baño. Las cortinas y la ropa de cama eran negros.

Cuando la vio él frunció el ceño.

—¿Sería posible que respetaras mi intimidad? —refunfuñó.

La mujer de negro tenía una expresión serena y amable. Él se veía más pálido y ojeroso que de costumbre. Debió pasar una noche terrible.

—Vine para que tengas algo más de qué quejarte.

Él se incorporó un poco e hizo una mueca de dolor, por lo que desistió.

—Ni siquiera puedo conservar mi dignidad —dijo frustrado. Estaba vestido con una fina pijama de satín color azul marino, con las cobijas hasta el pecho.

Ella se acercó a la cama, tomó una almohada contigua y la colocó en la espalda del hombre.

—¿Estás más cómodo? Así podrás increparme de frente.

—No estoy de humor, Contacto.

—Pues no me cuentes chistes —replicó con la misma seriedad con la que él se dirigía a ella. Se sentó cerca de él en una de las sillas—. Se supone que hoy es mi día libre. Hagamos de cuenta que estamos en el salón. Si quieres que me vaya, lo haré. Si deseas decirme otras cosas permaneceré en silencio. Lo prometo.

Él profirió un gruñido pero no dijo nada. La señora Mary le había traído la correspondencia con el periódico, que se había quedado en la mesita. La mujer de negro se la dio sin que se la pidiera, tomó una de las múltiples revistas que llegaban por suscripción y leyeron en silencio un par de horas. Él trató de levantarse más tarde. Afuera llovía más. Contacto, sin decir nada, le pasó la bata que estaba a los pies del lecho. Di Maggio se sentó en el borde, tomó el bastón que estaba junto a la cama, e intentó ponerse de pie. Ella pudo darse cuenta cuánto le costaba, a pesar de que trataba de no mostrarlo. Fue hacia él y le tendió la mano.

—Los malditos analgésicos ya no me hacen nada —se quejó deteniéndose del soporte de ébano y de la mujer mientras iba al tocador.

Algunas horas más tarde, él dormía. El olfato de Contacto le dijo que la señora Mary estaba cocinando, así que bajó y la ayudó. Cuando terminaron, ella misma subió la comida en el carro por el elevador. Había dos platos en el servicio: el que era para ella tenía una porción el doble de tamaño que la de él. Cuando volvió a la habitación él ya estaba despierto. Puso la charola para la cama primero, y después colocó el plato. Él parecía tener algo de apetito. Ella se acomodó junto a la mesa. Comieron juntos, en silencio. Cuando terminaron, ella se llevó todo y de nueva cuenta ayudó al ama de llaves en la cocina. Cuando regresó, él se había bañado y vestido. Eran las cuatro de la tarde.

—¿Vas a bajar ?

—Quiero un trago —aseveró con su grave voz.

Fueron por la larga escalera, despacio, como él decidió. La rodilla de Di Maggio se ponía aún peor con el frío y la humedad, y le respondía menos que de costumbre. Contacto lo vigilaba con discreción, lista para sujetarlo por si se le doblaba la pierna. Una vez que estuvieron en el despacho él se sentó con la parsimonia de un octogenario.

—Sírveme —ordenó.

Ella vertió whiskey en un vaso y se lo puso en la mano. Él lo bebió con calma. La chimenea había estado encendida, por lo que la habitación era cálida. A las siete ya estaba oscuro. Él sabía que ella se iría pronto.

—¿Qué haces aquí, Contacto?

Ella sabía a qué se refería, pero le respondió de forma evasiva.

—Te lo dije, es mi día libre, no tengo nada mejor qué hacer. «Además Harry estará en casa hasta dentro de una hora», pensó.

Él negó un poco con la cabeza. No era eso sobre lo que le había preguntado, pero no tenía ganas de discutir, el dolor era persistente y molesto. Esperaba que el whiskey lo hiciera más soportable.

Ella se levantó como media hora después.

—¿Vas a subir? —le preguntó.

Él hubiera preferido quedarse ahí a beber hasta la madrugada. Sin embargo, trataría de dormir otra vez. Asintió.

Ella lo acompañó de vuelta a sus aposentos, despacio. Él tenía que apoyarse con más fuerza en el bastón. A la mitad de la escalera, se colgó el apoyo en el brazo, puso la mano izquierda en el hombro de la pequeña y fuerte mujer mientras se sujetaba del barandal con la derecha. Una vez que estuvieron ante la puerta de la recámara cuyo lecho había sido perfectamente tendido por la señora Mary, Contacto bromeó:

—Ha sido divertido, hagámoslo otro día.

Él arrugó las cejas y ella le sonrió un poco.

Giorgio no había comenzado a meterse en la cama, cuando ella ya había saltado la barda del predio y estaba a un par de cuadras de distancia, desapareciendo en la húmeda noche.

Di Maggio no dejaría de pensar que la mujer de negro era una anomalía. No sería su amiga, ni la perdonaría jamás. Pero sin duda, el dolor era más llevadero en compañía. Aún de quien era una de sus causantes.

Lo peor de todo, era que ella parecía saberlo.

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