La otra cara. Capítulo 26.
Seis meses y dos semanas desde la desaparición de Andrea
En casa de Harry
Andrea le dolería toda la vida. A pesar de haber sido su pareja solo durante algunos meses, se trataba de alguien excepcional, alguien que no tuvo miedo de querer a las personas a pesar de los reveses del mundo. Harry se encontraba esperando. Tantas cosas se conjugaron para que aquello que ocurría fuera así. Deseaba poder llegar muy lejos. La situación era compleja, pero sus emociones se desbordaban.
No estaba al tanto de lo que pasaba esa misma noche. Siempre hay cosas que pasan más allá de toda previsión.
Tras el incidente en el techo de la mansión
A las diez de la noche acudieron a un hospital privado, en el que también se pudiera pagar por la discreción. Di Maggio sabía que estaba obligado a ir a la OINDAH, donde tratarían a la joven, pero decidió no hacerlo para evitar dar explicaciones comprometedoras. De todos modos, ella aún creía que se habían deslindado. Él pensaría en algo que decirles después.
Mientras era atendida, Contacto dejó en sus manos la cadena con las placas y la pequeña cruz. Los solicitantes de la atención médica argumentaron en el nosocomio que ella había tenido un accidente en motocicleta, que al salir disparada a gran velocidad se había estrellado con la barra de metal. Así, la herida parecía bastante creíble. Quienes la atendieron no pudieron cortar el elástico traje, así que lo sacaron estirándolo. Retiraron el objeto de metal, por lo que tuvieron que utilizar anestesia. La varilla atravesó el músculo y ocasionó una luxación acromioclavicular. Los médicos pensaban que ella había tenido una suerte increíble, ya que además de eso, no existía daño neurovascular. Debieron afinar los extremos de la barra con una sierra, para evitar agravar la herida al sacarla. Luego le inmovilizaron el brazo diestro con un vendaje de Velpeau.
Ella le explicó a Giorgio que había calculado la posición para procurar el menor daño al alcanzarlo. Él no lo creyó del todo.
En el hospital trataron de internarla para mantenerla en observación en tanto la revisaba otro especialista, pero ambos se negaron y salieron de ahí lo más pronto posible. Di Maggio estaba seguro de que tendrían que presentarse en la organización para el tratamiento posterior. Por experiencia, sabía lo que implicaban las lesiones traumáticas.
Ella decía que no sentía dolor. De cualquier forma, los analgésicos no le harían efecto. Tampoco la anestesia que usaron cuando quitaron la varilla, pero consideró que no era pertinente informárselo a los médicos.
Al salir, el alto hombre le puso la gabardina sobre los hombros, pues ella solo vestía una bata hospitalaria. Debajo de ésta, llevaba el brazo diestro sobre el pecho cubierto por completo con el vendaje para inmovilizar el hombro herido. Le dejaron libre la mano, pero no podía usarla al estar bajo la ropa.
El traje que llevaba sujeto con la izquierda estaba cubierto de sangre seca. Subieron a la limusina y Di Maggio le pasó la mano sobre la espalda como para detenerla ya que estaba sentada en la orilla del asiento. Nunca se hubiera imaginado que ese lobo amargado pudiera mostrar algo de compasión por nadie. Tal vez se sentía culpable.
Al volver a la mansión en la madrugada, con ayuda de la señora Mary la joven se puso una playera que le quedó como un camisón y unos boxers nuevos que estaban en el guardarropas de Di Maggio. El ama de llaves y su patrón le indicaron a Contacto que se recostara en la descomunal cama de la recámara principal que estaba casi de frente a la escalera.
La habitación era espaciosa y cálida, luminosa y clásica. En los muros se apreciaba un papel tapiz carmesí con motivos dorados. Había un espejo gigantesco en lo alto de la pared del lado izquierdo. La cama tenía un medio dosel de tela color escarlata. A cada lado de ésta, dos enormes ventanas con pesadas cortinas daban vista al jardín del bosquecillo. Del lado derecho, se hallaba una mesita con dos sillas estilo Luis XVI y al fondo una puerta, tras la cual se encontraba un enorme cuarto de baño forrado de mármol blanco.
Esa habitación rara vez había sido ocupada en años. La de él era mucho más pequeña, y estaba al final del pasillo, decorada en negro.
—Duérmete —ordenó Giorgio.
—Como mande, señor —respondió ella. Aunque pensó decirle que, citando sus palabras, ya no era su problema.
Contacto durmió un rato. Una incómoda sensación la despertó tras el amanecer, pero solo encontró al hombre roncando en el otro extremo de la enorme cama, como a dos metros de ella sobre el fino cubrecama rojo, cubierto con una manta. Aún traía puesta la ropa de la noche anterior. Se veía peor que ella y olía a cantina. La joven comenzó a dormitar de nuevo. Cuando volvió a abrir los ojos, ya era la una de la tarde. Esas horas estuvo perdida en la inconsciencia, regenerándose.
Para ese momento él ya se había bañado, rasurado y tenía mucho mejor semblante. Le dolían las axilas, justo donde ella lo había sujetado. No imaginaba toda la fuerza que tenía esa persona, pequeña, comparada con él. Recordó su súplica. Otros tantos recuerdos antiguos y dolorosos cruzaban por su mente. Giorgio pensaba que hubiera sido mejor morir en el accidente en el que se destrozó la rodilla derecha. Sin embargo, al comenzar a caer de la cornisa sintió un terror con el que no quería reencontrarse. Además, durante el tiempo que Contacto durmió, algo muy importante había ocurrido.
La joven no permitió que le llevaran la comida a la habitación. Comentó que la herida era mucho menos grave de lo que parecía y que en unas horas estaría como nueva. Él lo dudaba. Aurelio le contó a la señora Mary lo sucedido, pero la señora creyó que exageraba, como de costumbre.
El comedor era como todo en esa casa. Tenía una mesa para veinte comensales. Giorgio siempre se sentaba en la cabecera, a cuya espalda había una enorme ventana, con un delicado y abundante cortinaje. Del techo alto colgaban dos bellos candelabros. Toda la mansión era cálida y acogedora, a excepción del vacío salón que hacía las veces de trinchera de su dueño.
La comida le supo gloriosa a Contacto, pero comenzó a tener problemas con el tercer plato: una gruesa pieza de carne. Al ama de llaves le pareció que era buena para que la chica recuperara el hierro perdido, pero no pensó en que debía cortarla. Mientras él comía la suya, la observaba pelear con el filete, de reojo. Mary se acercó y comenzó a decir «¿Quieres que...?» Al tiempo que su patrón le lanzaba una mirada que ella interpretó de manera adecuada.
A Contacto la intimidaba la situación en la que se encontraba en la elegante residencia, pero tenía hambre, así que, con su mano disponible, levantó la carne con el tenedor y trató de comerla a mordidas. Hacía tanto tiempo que poseía capacidades superiores que se resistía a necesitar asistencia. A pesar de todo, Di Maggio no pudo evitar sonreír de lado al verla batallar con el trozo de res. Al final, aunque inconforme, ella desistió.
—¿Podría alguien ayudarme? —preguntó agobiada.
—Seguro —respondió él, seco, mientras se acercaba para cortar toda la pieza.
Ella podía darse cuenta de que algo había cambiado en él. Le parecía que no sufría igual que antes.
A Di Maggio le gustaba sentir que tenía el control y en ese momento estaban extrañamente relajados. Era como la sensación de un mar tranquilo después del mal tiempo. Contacto pensaba que la fea actitud del hombre era un ardid para alejar a los incautos, siempre lo sospechó. Seguramente lo hirieron y sufrió al grado de perder el interés por la vida, lo que lo llevó a pertrecharse detrás de su escritorio.
Él llamó a la organización para darle a Helena unos días libres, con el pretexto de sentirse indispuesto, lo cual no era raro. Aunque la secretaria buscó rechazar el permiso, no lo consiguió. Contacto se enlazó directamente al dispositivo de comunicación de Jacobo desde un teléfono móvil que le prestó Aurelio. Tuvo que convencerlo de ello. No podía llamarle desde los números del magnate sin explicarle antes por qué estaba en su casa.
—Qué milagro. Creí que no volverías a hablarme —dijo.
—He estado ocupada.
—Sí, eso veo —respondió.
—Ha ocurrido una especie de percance. Podría tomarme un par de días más. Discúlpame con los chicos, por favor —susurró refiriéndose a sus alumnos y a Manuel.
—¿Está todo bien?, ¿necesitas apoyo? —preguntó un tanto desesperado.
—Todo está bien. Te veré pronto, ya te contaré.
Deseaba separar por completo sus sentimientos de su deber. Hasta ese momento, no lo había logrado. Era necesario que hablara con Harry para aclarar muchas cosas. Todo debía regresar a un punto de equilibrio.
Entonces comenzó a marcar otro número: el de su casa. Quería hablar con sus padres. No podría contarles nada de lo que pasaba, pero necesitaba escucharlos. No pudo llamar. Los estaría poniendo de forma innecesaria en riesgo. Nada debía conectarlos con ella si alguien llegara a saber lo que era ahora, que era el peor escenario posible. Suspiró entristecida. Si hubiera alguna forma de comunicarse sin poner en peligro a nadie, lo haría todos los días. Aún con el móvil en la mano, observó la camiseta bajo la que tenía el brazo inmovilizado. De todas formas ni papá ni mamá comprenderían lo que ella era ahora, estarían muy preocupados. Era mejor así.
En un ataque de sobriedad, Di Maggio le explicó que "sacarla de la organización" era una estrategia de protección. La inteligencia de la institución ubicaba bien a la Pesadilla y sabía que trabajaba como mercenaria. Por ello, era necesario despistar a quien fuera que la hubiera mandado seguir y, de alguna manera, alejarla del riesgo. A Contacto le parecía muy positivo que no se lo hubiera contado antes, ya que quizá no habría regresado la noche anterior.
Él estaba sentado en su habitual sitio en el despacho, mientras ella se acomodaba en la silla del otro lado del escritorio. Esa tarde estaban en silencio, uno frente al otro, sumergidos en sus propios pensamientos.
—Por favor, necesito preguntarte —dijo Contacto.
Se volvió hacia ella. Su mirada era profunda, intensamente azul. Esperaba aquel cuestionamiento.
—Estoy al tanto de algunas cosas de las que no debería y supuse otras tantas . Por eso volví anoche.
Él permanecía en silencio, concentrado. Se veían las venas azules bajo su clara piel.
—Querías proteger a Andrea de quien sospechaste filtraba información. ¿Ella lo sabía, verdad?
Él no respondió, colocó las manos entrelazadas sobre la boca e inclinó un poco la cabeza.
—Sí, sé que no me incumbe, pero creo que yo hubiera hecho exactamente lo mismo: protegerla a como diera lugar. Nadie sabrá jamás nada de esto. Tienes mi palabra.
El hombre volvió a dirigirle la vista. No dejaba de sentir un profundo desprecio dentro de su ser por la causa que defendía, por lo que ella representaba. Sin embargo, aparentemente se había convertido en su cómplice.
—No quiero fastidiarte con esto del proyecto, pero hice una promesa que tengo que cumplir. Mi deuda es muy grande. Podré morir en paz cuando te haya entregado lo que es tuyo y cuando pueda darse a conocer al mundo.
Él escuchaba sin decir nada, sin demostrar nada. La joven comenzó a mover el hombro debajo del vendaje que le sujetaba el brazo sobre el pecho y se lo cubría por completo. Le pidió que se aproximara, mientras se quitaba la enorme camiseta y la ponía sobre su regazo, para no mostrarle los bóxers prestados. Él se levantó del sillón giratorio y se acercó. Entonces ella comenzó a quitarse las vendas, para descubrir sólo la parte en donde había estado la sutura. Quedaba una mancha ligeramente más oscura que desaparecería después. Ni siquiera tenía una cicatriz. Los puntos se habían caído solos.
Incrédulo, pasó los dedos sobre el omóplato de la chica, que se puso la camiseta antes de deshacerse del resto del vendaje. Se estiró un poco y se escuchó un leve crujido.
—Deben aflojarse los músculos, es como tronarse los dedos —explicó.
Di Maggio, regularmente inexpresivo, no podía ocultar su perplejidad. Comenzaba a ver los efectos del suero con sus propios ojos. Nunca imaginó que actuara tan rápido.
—Esto es tuyo —le dijo al difícil hombre.
Él sintió un inexplicable placer. A pesar de que sus heridas emocionales punzaban como siempre, había desaparecido parte de aquello que más lo atormentaba, por circunstancias que ella desconocía. Eso mitigó su deseo de destruirlo todo. Ahora la tenía en la palma de la mano. Surgió entonces entre ellos un silencioso y perenne acuerdo.
Contacto recogió su chamarra del árbol en donde la había dejado aquella noche y Aurelio fue a comprar más ropa para ella por instrucciones de Giorgio, ya que él llevaría el traje a limpiar con Laborus. Acordaron que se lo devolvería después, si la dirección general lo consideraba seguro. Quizá volvería a tener comunicación con el puente y vinculación con el CDA.
Mas tarde, ella se fue. Al salir, se encontró con Aurelio afuera del garaje. Olvidando por completo la herida, lo saludó con la mano derecha.
La vio pasar, pasmado.
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