Interludio sin ánimo festivo. Capítulo 23.

Año 3 del proyecto en la OINDAH

Un año y tres meses desde la aparición de Andrea

Andrea caminaba en silencio por el restringido y helado pasillo. Se abrazaba a sí misma. Aquel pudo ser un día muy importante. Debió serlo. Creía poder comprender el por qué del silencio. El mundo era una cosa. Pero ella...

La joven científica que había subido al elevador por inercia, levantó la vista y se encontró con su reflejo en el enorme espejo que estaba al fondo del mismo. Su mirada se veía dura, gélida. Entonces vio el logotipo de la OINDAH bordado en la bata de laboratorio, sobre su pecho. Un escalofrío recorrió su cuerpo.

Aquel debió ser un día de celebración, de reconciliación.

Debía callar.

«Ella sola se metió en esto», pensaba para acallar su conciencia, pero algo seguía punzando en su interior.

Las puertas del plateado elevador se abrieron frente al concéntrico lobby con potentes luces. A lo lejos, frente a ella, estaban dos caballos con el uniforme completo, uno de los cuales era el subdirector de seguridad del CDA. Ellos no notaban su presencia a la distancia, mucha gente trataba de salir del trabajo para llegar a casa.

Sí. Tenía que callar. E iba a hacerlo.

Alguien le tocó el hombro. Andrea se volvió sobresaltada. Era el doctor Juan José.

—¡Parece que usted ha visto un muerto! —exclamó percatándose después de que ella estaba viendo a Harry que se encontraba a la mitad de la recepción, tan concentrado conversando, que no atinaba a notar la presencia de la investigadora.

Los integrantes del proyecto llegaron a dilucidar la relación que sostuvieron esos dos en su momento, así como intuían que ya no existía tal.

—Venga, vamos al estacionamiento por acá —le dijo Juan José tomándola con delicadeza del brazo y dando media vuelta hacia el elevador, apenado.

—¿Tú crees que deberíamos celebrar? —le preguntó al brillante joven antillano mientras bajaban.

—No sé usted, pero hoy no voy a llegar temprano a la cama —dijo sonriente. —¿Le gustaría acompañarme? —preguntó.

Andrea hizo una expresión de asombro y desconcierto.

El pobre hombre se había avergonzado dos veces en menos de quince minutos.

—¡No, no, yo decía que...!

—Sí —respondió ella.

Él abrió un poco la boca.

Ella era quien reía ahora.

—Digo que sí quiero celebrar hasta tarde, ¿pues qué pensaste? —replicó saliendo del elevador cuando se abrió frente al estacionamiento.


Nueve meses desde la aparición de Andrea

Di Maggio observaba el fino sobre blanco que la rubia le había entregado días atrás con la cara invitación a la gala anual que celebraba la OINDAH por su aniversario, que acontecía el mismo mes de su asamblea semestral. En realidad era un pretexto para recaudar fondos.  El seco individuo no estaba muy seguro de cómo la secretaria lo había convencido de ir, pero ahí estaba, sentado en la silla de piel, vestido con un elegante smoking hecho a medida.

Era la primera vez que asistía a una reunión social desde el accidente. Casi dos años y medio sin tener que fingir ante extraños. No estaba ansioso, no le importaban. Siempre estuvo rodeado de gente que parecía ser amable y cortés. Y cuando su vida se fue al infierno ni siquiera alguno de aquellos pocos a los que llegó a llamar sus amigos estuvo ahí cuando lo necesitó. Y todo por no caer en desgracia, como él. Pero esa noche podía ser hipócrita como toda esa gente.

Cavilaba, cuando se dio cuenta de que una sonriente Helena, investida con un rojo atuendo de silueta de sirena, lo observaba desde la entrada, sosteniendo un clutch de pedrería en la mano. Llevaba el rubio cabello en un recogido despeinado, con delicados mechones rizados cayendo sobre su cuello. Parecía que una revista de alta costura hubiese cobrado vida.


Una hora y media más tarde

Estaban congregadas en la gala muchas celebridades del ámbito social y político, presidentes de fundaciones, directivos de ONG y altos funcionarios de la institución. Y a pesar de que el ambiente era exclusivo y diverso, en el elegante y abarrotado salón de enormes ventanas con vista al mar sobre una circular galería, no era posible pasar por alto al serio Giorgio Di Maggio con su bellísima acompañante, que se veía feliz y radiante a su lado. Demasiado feliz.

Muchos lo notaron. En especial Alex De Lois.

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