Indirectas. Capítulo 14.

Dos meses y tres semanas desde la desaparición de Andrea

El edificio de la organización se levantaba cuarenta y cinco pisos sobre el suelo, pero también contaba con varios niveles subterráneos. En uno de ellos se encontraba un espacio restringido designado para que el proyecto pudiera proseguir con sus actividades, el cual contaba con equipo muy especializado de alta tecnología; todo adquirido con el dinero del Dr. Di Maggio antes de que falleciera.

Contacto sabía que, a pesar de que en las instalaciones del proyecto poseían muestras del suero, ella, como sujeto de pruebas humano, no habían podido sintetizarlo aún. Lograr producirlo era la meta fundamental del proyecto en ese momento. Esperaba que eso pudiera ocurrir incluso si no tuvieran la información contenida en las dos placas, aunque lo dudaba. Mientras tanto, la sometían con regularidad a todo tipo de pruebas, le hacían análisis, le administraban sustancias... sin embargo, ella consideraba que sus capacidades no resultaban cruciales para la síntesis, y que por ello no las revelaría.

Estaba determinada a que nadie conociera sus alcances. Se expresaba con libertad en lugares alejados de la vista y aprovechaba la oscuridad para llevar a cabo sus correrías. Temía la ambición de los involucrados, de lo que podría pasar si revelaba todo lo que era capaz de hacer. El mismo doctor le había pedido que lo hiciera. Nadie tenía manera de saber que no sólo se habían optimizado las funciones de su cuerpo, sino que también podía controlar algunas a voluntad. El doctor Di Maggio no estaba interesado en crear súper individuos. Sólo quería encontrar una manera de fortalecer para que el cuerpo pudiera superar enfermedades.

Al iniciarse como sujetos de prueba, Andrea se recuperó en poco tiempo de su padecimiento, pero la ahora llamada Contacto comenzó a hacer cosas increíbles, de las que su amiga llevó registro en una bitácora. Al principio, algunas reacciones extraordinarias sucedieron en el cuerpo de las dos mujeres, sólo que en la primera se dieron de forma atenuada, y cuando sanó de la leucemia que la aquejaba quedaron algunos rastros. Pero el otro sujeto de pruebas seguía teniendo el suero en su sistema y nadie sabía por qué. Sólo el doctor supo la razón. Cuando Giorgio Di Maggio recibió la bitácora siguió la narración con un gran odio, y su rencor hacia la mujer de negro —desde antes de conocerla— se incrementó de manera paulatina. Los últimos meses de la vida de su padre estuvieron dedicados a jugar con su conejillo de indias, pasaba con ella todo su tiempo. No podía entenderlo, y mucho menos perdonaría su abandono, algo que reprochaba en secreto.

En casa de la jefa de urgencias del turno vespertino del Hospital General

La casa a la que se dirigió la mujer de negro se encontraba en una zona residencial de la ciudad. Necesitaba descubrir lo que había ocurrido con el cuerpo de Andrea en el hospital la noche de su muerte, y la doctora que vivía en esa casita elegante era quizá la única persona que lo sabía. Pasó un par de días por el lugar sin observar nada inusual. No se llenaba de vanas esperanzas, pero debía averiguar. El lunes, a plena luz del día, contrario a su costumbre, la mujer tocó la puerta. Vestía el conjunto deportivo de dos piezas sobre el negro traje que a esa hora hubiera brillado como el grafito. Una jovencita como de quince años le abrió.

—Buenas tardes —dijo con el casco bajo el brazo—. Busco a la doctora Sayas.

La chica lo pensó un segundo y respondió que la esperara un momento. Entró a la casa y llamó con un grito a su padre. Un momento más tarde, un hombre como de cuarenta y cinco años se dirigió a la puerta. Le explicó que tenía que hablar con la doctora por un asunto relacionado con la OINDAH. Él se quedó pensativo un momento.

—Pase, mi esposa no tardará.

Tanto el padre como la hija la observaban, tratando de no mostrarse demasiado obvios, y a la vez como si les resultara familiar. La guiaron a la cocina, intercambiando una mirada que la confundió un poco.

—Prepararé café —comentó.

—Voy a seguir haciendo mi tarea —respondió la chica. Él asintió con profunda seriedad.

Eran muy amables. A ninguno parecía haber causado sorpresa su presencia, como si la esperaran. Contacto la escuchó alejarse, bajar una escalera y después una distante reverberancia metálica que pudo descifrar como música a fuerte volumen en un espacio lejano, la cual hacía vibrar superficies de metal. Después, oyó agua caer, como de una regadera. Una vez solos, comenzaron a hablar sobre cosas triviales, como el clima. Poco después se escuchó el chirrido de llantas de un auto que arrancaba cerca de ahí.

Contacto aprovechó el café que le ofreció el esposo de la doctora Sayas para agregar unas diez cucharadas de azúcar. También logró disimular la avidez con que deseaba beberlo, pues llevaba varias horas sin comer. Su metabolismo mejorado ahora le exigía consumir una enorme cantidad de calorías y diversos nutrientes para mantener su ritmo inhumano. Si no tenía alimentos adecuados, hacía lo que podía con lo que tenía a la mano. Supo que la doctora estaba llegando a casa mucho antes de que su esposo se percatara. Él observaba su reloj con disimulo. La doctora abrió la puerta.

—Disculpe un momento, por favor— indicó el hombre y se dirigió hacia la entrada.

Contacto los escuchó saludarse.

—Hay una mujer de la organización aquí —explicó él.

Pasaron largos y extraños minutos. Desde ahí no se lograba ver la puerta. Cuando la doctora Sayas llegó al umbral de la cocina, la mujer de negro supo que estaba ocultando cierta alteración. Se saludaron todos con seriedad.

—Llegó hace veinte minutos —observó el marido, mientras la señalaba con la palma de la mano.

—¿Qué se le ofrece? —cuestionó la doctora de manera áspera.

—Trabajo en la OINDAH, pero he venido por motivos personales. Lamento mucho molestarla en su casa, pero lo que necesito preguntarle es muy importante.

—Está bien —aseveró.

Se quedaron solas en la cocina.

—Hace un par de meses, una amiga mía falleció de una herida de bala en el Hospital General. Estuvo involucrada en un robo con personal del CDA, y ellos la trasladaron en su camioneta. ¿La recuerda?

—Sí, una mujer joven —respondió con sequedad—. Hicimos todo lo que pudimos, pero no logramos salvarla: falleció de una hemorragia interna. No sacamos la bala, quedó alojada en su cuerpo.

—¿Pasó algo extraño esa noche? —preguntó mientras intentaba no expresar las emociones que sentía—. El cuerpo desapareció, quizás usted vio algo extraño.

—Me han interrogado al respecto varias veces, ¿cuándo van a parar? Ya les dije todo lo que sé — repuso de forma tajante.

—Lo siento mucho, no es mi intención incomodarla. Andrea era mi mejor amiga, estoy desesperada por no saber nada más. Además tenía en su poder un objeto pequeño colgado del cuello, quizá lo vio.

—No lo recuerdo, no hay nada más que pueda decirle.

La mujer de negro no ocultaba su profunda decepción, y al mismo tiempo no confiaba en lo que le estaba diciendo. Sentía que sabía algo más. Le pidió que si recordaba algo se lo dijera y le entregó una de sus tarjetas.

—Gracias —exclamó al levantarse.

—Por nada —respondió Sayas. Luego, la acompañó a la puerta, la cual cerró tras ella con algo más de la fuerza necesaria.

Todo aquello sólo le decía una cosa: ocultaban algo. Al salir, los aspersores estaban encendidos. El agua, como toda la casa, olía a una cantidad inusual de cloro, lo que sin duda secaría el pasto. Volvería después, eso era seguro.

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