En lo profundo. Capítulo 37.

Dos años y siete meses desde la aparición de Andrea

En alguno de los niveles subterráneos de la organización

Nadie repara en lo que se oculta a simple vista, pero él siempre estaba ahí. Pequeño y desconocido. Escuchando, siendo parte de la acción. Se escondía en su recinto alejado del mundo, así como un oscuro secreto. Poco había pensado en lo que eso significaría. Para él, ese estado de permanente expectación llenaba por completo su vida. El vértigo que le provocaba sería quizá sólo equiparable al de saltar entre techos y cornisas. Era su trabajo, era su pasión. No estaba solo. Se encontraba tan cómodo ahí, donde nadie podía juzgarlo, donde podía ser algo muy distinto, donde la realidad y el mundo se transformaban en increíble acción, donde él era el protagonista de algo que fácilmente podía confundirse con un videojuego.

Sí, tenía una fuerte responsabilidad, ya que de su aguda inteligencia, de su mente rápida, sus dedos ágiles y su capacidad evasiva dependía que todo saliera bien. Él era la vista periférica, la mano invisible que lo vinculaba todo, que lo manejaba todo, siempre desde el Puente.

Un pensamiento obsesivo circulaba por su mente. Recordaba cómo aquello que solía ver en sus pantallas había cobrado vida. Ya no podía entenderse a sí mismo como un simple espectador, como una pieza más; era una parte fundamental de un complejo juego. Al verla con sus propios ojos, al tocarla, se había vuelto real. Pero lo que esta vivo puede morir.

Y él no quería ser cómplice de algo así.



Dos años y siete meses desde la aparición de Andrea

En la Dirección General de la OINDAH

La oficina que había sido usada por el Director General se encontraba cerrada. Días después de que el funcionario hubiera fallecido, los cinco subdirectores de la OINDAH se reunieron para decidir quién asumiría el cargo de forma interina. Se acordó que quien encabezaba la rama de salud sería la persona indicada, con cuatro votos a favor y una abstención: la de De Lois. La doctora Cristina Selz ocupaba ahora el despacho contiguo al del anterior director.

Di Maggio lo observó con disimulo, apoyándose con fuerza sobre el bastón de ébano, dejando pequeñas marcas temporales sobre la alfombra verde. La humedad de la línea costera siempre lo hacía padecer. Fue invitado a pasar y sentarse en una salita por quien fue asistente del anterior director. La vista del horizonte marino era igualmente magnífica, pero en esa ocasión era de día, por lo que pudo apreciarla mejor.

La directora interina entró a ese sitio poco después.

—Por favor, no se levante —dijo dirigiéndose a su lado.

Ambos se saludaron con toda formalidad.

Era una mujer como de sesenta años, pero su rostro tenía pocas arrugas. Llevaba el cabello casi blanco al estilo garçonne. Vestía un traje sastre de saco y pantalón color lavanda sobre su esbelta figura y tenía un pequeño prendedor dorado con el logotipo de la OINDAH en la solapa.

—Le agradezco que haya podido venir, señor Di Maggio —prosiguió ella y se sentó en el sillón contiguo.

Otro asistente se apresuró a ofrecerles algo para beber, ambos pidieron café. Él lo tomaba siempre negro. Esperó a que ella siguiera hablando.

—Tuve el placer de conocer a su padre en un congreso, hace años. Era un hombre muy brillante, admiro su trabajo —dijo la directora.

—Gracias —respondió seco—. Trataba de permanecer erguido, pero debía recargarse en el respaldo porque sentía una punzada en la articulación de la pierna. Era capaz de disimularlo con su expresión, pero no con su postura.

—Carlos Caballero me dio los antecedentes del proyecto auspiciado por usted —aseveró la mujer.

Él esperaba cualquier posibilidad.

—Me encomendó que siguiéramos protegiéndolo hasta que logre su cometido, pero quisiera que usted me explicara algunas cosas con más detalle —prosiguió ella.

Giorgio tendría que hablar de algo que le molestaba incluso más que el dolor de la pierna.

—Mi padre investigó los mecanismos de regeneración celular. Pensaba que el daño ocasionado por un trauma o por una enfermedad implicaban una carrera contra el tiempo, que el cuerpo debía superar. Así que desarrolló un suero que permitiera que personas enfermas o heridas tuvieran una mayor capacidad de supervivencia, al hacer más resistentes las células y sus mecanismos de reparación. Los sujetos de prueba han demostrado su eficacia —aseveró.

Ella lo observaba en silencio.

Él prosiguió con su profunda voz, al notar lo que interpretó en ella como duda.

—Nunca he estado interesado en la ciencia, estoy seguro de que usted comprenderá todos esos procesos mejor que yo. No sólo usted ha recibido esta encomienda como herencia, yo debo dedicar mis esfuerzos y mis recursos a proseguir con esta tarea. Ambas partes podrán obtener grandes beneficios del proyecto cuando cuente con las acreditaciones necesarias.

—Conozco la parte científica, señor Di Maggio. De todas formas agradecería que pudiéramos reunirnos con el doctor Rojas para hablar sobre algunos pormenores de la investigación. Quería conversar con usted para expresarle mis intenciones de seguir apoyando su actividad, pero, le soy honesta, me cuesta trabajo pensar en lo que pasaría si el proyecto tuviera éxito. También tengo que considerar eso.

Él imaginó hacia dónde se dirigía. Las poderosas compañías farmacéuticas podrían destrozar su pequeño proyecto si se llegara a tener conocimiento de su existencia mucho antes de que el suero hubiera llegado al mercado.

—Pero por algo escogí la profesión médica, señor Di Maggio. Hay avances que le han sido ocultados al mundo por grandes intereses económicos. No deseo que quede en mi consciencia el haberme negado a que continúen con el trabajo de su padre.

«Vaya, alguien en la política que dice tener consciencia. No me lo creo», pensó él.

—Sin embargo, aún soy directora interina. Mi deber es convocar a elecciones en unas semanas. Presentaré mi solicitud para participar en la terna, pero necesitamos ayuda para que este proyecto político pueda prosperar. Cualquier cosa podría suceder.

Di Maggio comprendió lo que ella estaba insinuando y refunfuñó dentro de sí, pensando en el dinero que debía desembolsar.

—Cuente con mi apoyo. Hablaré con Helena Rige, ella es colaboradora de la organización y me asiste con los asuntos financieros. A través de ella podremos concretarlo —aseveró seco.

La doctora Selz sonrió de forma adusta.

—Gracias, señor Di Maggio, se lo agradezco. Pero no me refería a eso únicamente. En tanto se llevan a cabo las elecciones, y dado que ambas partes tenemos la voluntad de proseguir con la investigación, debo pedirle que se suspendan las actividades científicas hasta que se sepa quién asumirá la dirección. Antes de eso, no me sería posible ratificar el convenio que usted debe tener en su poder. Los integrantes del proyecto pueden seguir laborando en sus ocupaciones públicas, pero manteniendo una discresión absoluta, como siempre.

—Mi padre era un hombre precavido. Toda la gente involucrada en la investigación era de su confianza, los convocó porque sabía que eran de fiar. Me cercioraré de que se suspendan las actividades —aseveró tajante.

Era un hombre muy intimidante, pero trataba de ser ligero con ella. No quería que cambiara de parecer.

—Por cierto —prosiguió la educada mujer —, comprendo que no ha sido posible identificar el factor diferencial.

Él suspiró de forma casi imperceptible. Todo se reducía a ella al final. Era como un comercial televisivo con el cual se podía vender el producto más absurdo.

—Mi padre sostenía que no sería un impedimento para continuar con la investigación.

—Hábleme sobre ella.

—¿Qué le interesa saber? —respondió él con seriedad, deseando decirle que era un dolor en la rabadilla.

—¿Qué podemos esperar?

—Está comprometida con el proyecto, hará lo que sea necesario para que siga adelante —comentó él, pensando en decirle que debía esperar que hiciera una soberana estupidez.

—He sido informada por el área de inteligencia de ello. Quisiera saber si usted considera que debemos seguir trabajando de la misma forma —preguntó.

Giorgio sabía a lo que se refería y no tuvo que pensar mucho su respuesta. Si bien, el Director General había sido reacio a hablarle sobre los detalles de la última estrategia empleada, Gabriel Elec sí le informó de qué se había tratado todo. La inteligencia no tenía corazón. Y parecía que él tampoco, aunque a raíz de aquello se había opuesto a que volviera a ejecutarse algo de magnitud similar.

—Deben hacer lo que les parezca. Ha funcionado hasta ahora —respondió él, algo cansado.

—Le pregunto esto no sólo en su calidad de director del proyecto, comprendo que Contacto pasa tiempo con usted —replicó.

—A veces. Eso ha contribuido a mantener la secrecía del proyecto. Además de eso, no existe ningún otro motivo.

—¿Ninguno personal? —inquirió la directora interina, observando sus reacciones.

—No. Se lo dije al Director General, a Versa, al Lector y se lo confirmo a usted: por mi parte, pueden hacer lo que consideren. Si esa sigue siendo una condición para que el proyecto sea resguardado por la OINDAH, no tengo inconveniente en que hagan lo que mejor les parezca, mientras no tenga costos fatales —replicó levantando un poco la cabeza.

—¿El personal del proyecto está de acuerdo?

—Los investigadores no tienen por qué enterarse cómo se hacen ciertas cosas, a ellos les corresponde realizar el trabajo científico. La seguridad y la secrecía del mismo está en manos de los Alfa, pero soy yo quien toma las decisiones sobre los involucrados. En especial, sobre ella. Esa fue mi condición para aceptar dirigir el proyecto. Y le repito, estoy de acuerdo con que la inteligencia siga manejando las cosas. Que ellos hagan su trabajo para que yo pueda hacer el mío —explicó mordaz.

—Comprendo. ¿Entonces, le parece bien que los científicos sigan buscando el factor diferencial?

—Solo como parte de la investigación, sin que sea la prioridad, como se ha hecho hasta ahora. Si mi padre consideraba que el caso del sujeto de pruebas es irrepetible en relación al uso del suero es porque así es —recalcó él con su profunda voz—. Considero que deben mantenerse las mismas prioridades que hasta ahora, tanto las científicas como las de seguridad, ya que ninguno de nosotros debe olvidar de lo que ella es capaz —aseveró con heladez.

—La inteligencia ha dejado muy clara su postura al respecto. Ya lo ha visto usted —dijo la doctora Selz.

Era obvio para Di Maggio que esa mujer estaba al tanto de todo y que no quería cargar con ciertas cosas en su consciencia, pero a él le complacía que todo siguiera siendo como era.

—Debo decirle que me parece un tanto cruel el manejo de la situación, señor Di Maggio —concluyó.

—En este caso, dependemos del control para que todo siga funcionando. Pocas cosas han sido más crueles en la historia humana que el desarrollo científico, usted debe saberlo muy bien —aseveró él, entornado sus azules ojos de lobo.

Dos años y nueve meses desde la aparición de Andrea

En el centro del país

Andrea y Juan José habían estado saliendo por nueve meses. Daban largas caminatas y hablaban sobre cualquier cosa en los escasos días libres que tenían al mismo tiempo, como buenos amigos que se gustaban mucho.

Ocho meses atrás, una tarde, cuando paseaban por el parque, comenzó a llover. Andrea siempre estaba preparada, así que sacó de su bolso un pequeño paraguas que apenas era suficiente para ella. Lo abrió y se acercó al moreno investigador para que ambos pudieran guarecerse. Juan José lo tomó ya que era mucho más alto y le rodeó los hombros con el brazo. Se detuvieron cuando la lluvia arreció y se observaron de cerca.

A ella le encantaban sus ojos negros y sus largas pestañas. A él le encantaba toda ella. Estaban a punto de besarse, cuando Andrea se hizo hacia atrás.

—Disculpa, doctor, pero un beso en la lluvia es un trillado cliché.

Él sonrió.

—No me importa, ¿y a usted? —le preguntó.

—No, a mí tampoco —replicó y lo besó.

No se lo habían dicho a nadie aún. Durante las semanas que el proyecto estuvo en pausa, todos los integrantes del área científica contaron con un inusitado tiempo libre. Andrea y Juan José aprovecharon para tomar vacaciones de sus trabajos oficiales para ir a celebrar las fiestas a la ciudad capital, en la que residía la familia de Andrea.

Cuando supuestamente ella había muerto, habló con su madre desde la clínica secreta de la doctora Sayas y le dijo la verdad. En cuanto se reunió con sus parientes, todos querían interrogarla sobre el asunto, pero nunca pudo decirles demasiado. No era la primera vez que guardaba un secreto de semejante tamaño: cuando le diagnosticaron la leucemia que la llevó a ser sujeto experimental del doctor Di Maggio no fue capaz de decírselo a nadie en su hogar.

Andrea disfrutaba mucho cuando estaba en casa. Juan José se mostró tímido al principio, pero en cuanto todas las partes entraron en confianza, era uno más. Miguel Aster había aprovechado que su prima iría a su hogar para viajar con ella y con su novio, para pasar la navidad con la familia. Ahora el chico se veía siempre nervioso, pero no le contó a nadie por qué. Ni siquiera Andrea conocía su última y definitiva participación como doble agente.

La víspera del año nuevo celebraron una gran cena. La joven con ojos color avellana llevaba puesto un vestido verde de satín y usaba los magníficos broqueles de esmeraldas que habían sido un obsequio del mismísimo Giorgio Di Maggio durante la primera navidad que ambos pasaron juntos sin sus familias en la ciudad cede de la OINDAH, cuando el doctor recién había fallecido.

Esa noche, los Martínez Aster y sus invitados congregados en torno a la mesa, dieron las gracias y recibieron el año entre besos y abrazos. Después Juan José pidió la palabra.

—Estimados amigos, les agradezco que me hayan acogido con tanta calidez, como mi querida Andrea. Como ustedes saben ella y yo nos conocemos desde hace varios años, desde que éramos discípulos del Doctor Di Maggio, que en paz descanse.

La investigadora lo veía sonriente y desconcertada.

El joven doctor respiró profundamente.

—Quiero decirle que los meses que hemos estado juntos he sido muy feliz, y espero que usted también —comentó dirigiéndose a ella—. Con el permiso de sus padres como me enseñaron los míos, quiero preguntarle si aceptaría tener un compromiso formal con un servidor, y si usted quisiera, algún día hacerme el honor de permitirme pedirle que se case conmigo.

Los ojos de la Andrea brillaban más que las finas piedras que adornaban sus orejas.

—Aceptaré con una condición, Doctor —afirmó conteniéndose. —Que me dejes de hablar de usted —exclamó y su sonrisa se desplegó bellamente sobre su cara.

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