El gato, el gallo y el ratón. Capítulo 17.
Tres meses y una semana desde la aparición de Andrea
Contacto observaba a Miguel recargada de espaldas en su escritorio, con los brazos cruzados. Él estaba luchando con su última hipótesis. Ya habían transcurrido cuatro semanas desde que lo intentaron por primera vez. Aster había tratado infructuosamente de interpretar las líneas como si fueran un circuito, como parte de un mapa, como vectores, clave morse, poniendo una sobre la otra de todas las formas que se le ocurrió, probó colocarlas bajo luz ultravioleta, con focos de diversa intensidad debajo, e incluso, tomó una hoja de papel y pasó un lápiz sobre ellas para ver si tenían algo escrito que tuviera sentido. Y nada. Él parecía cansado. Habían sido largas jornadas que se prolongaban desde que oscurecía, cuando llegaba ella, hasta las tres o cuatro de la mañana.
—Quizá son una especie de llave. O tal vez falte otra parte —dijo el chico y bostezó.
La mujer de negro se encogió de hombros, frustrada.
—Sólo existen dos placas. El doctor lo dijo muy claro.
Miguel se quitó los lentes, depositó una de las piezas sobre la mesa y comenzó a tallarse los ojos.
—Cuéntame, ¿cómo está tu prima?
Él volteó a ver a la mujer del raro traje negro con cara de fastidio. Antes ella iba con una chamarra de la OINDAH encima y a últimas fechas nada más portaba ese extraño uniforme. Él había aprendido a acostumbrarse a los horarios nocturnos, a su presencia, pero no soportaba que lo siguiera cuestionando sobre Andrea, a quien casi no veía porque estaba demasiado ocupada, igual que él.
—Debe estar igual que hace tres días que me preguntaste —respondió.
—Disculpa. No me acostumbro a su silencio, la extraño. Si hablo sobre ella es menos difícil.
—¿Por qué no tratas de hablar con ella? —dijo Aster —. «Y dejas de molestarme con eso», pensó.
—Lo he intentado, pero no quiere hablar conmigo.
—Pues no era para menos.
—No, no era para menos —dijo Contacto, apesadumbrada.
—Creo que ella también te extraña.
—Lo dudo. Por cierto, no le has dicho que estamos tratando de leer esto ¿o si?
—No, jamás me lo perdonaría —aseveró él.
Más tarde, cerca de las tres de la mañana, Miguel comenzó a cabecear.
—Sabes, no creo que pueda seguir así, está afectando mi trabajo.
—Ya me voy —dijo Contacto.
—Así nunca vamos a lograr nada. Necesito tiempo para investigar y revisarlas, y tú no puedes estar aquí siempre que tengo tiempo. ¿Por qué no me las dejas?
Ella lo observó contrariada.
—No puedo hacer eso.
—Me temo que así nos tomará una eternidad descubrir lo que son. Y parece que tienes prisa.
—El tiempo es fundamental —dijo ella convencida, pensando que los ensayos clínicos que se debían hacer se estaban retrasando porque no tenían suero qué probar —. Te aseguro que valdrá la pena si logramos descifrarlas y si contienen lo que pienso.
—¿Podrías al menos decirme de qué se trata?
Contacto respiró profundo.
—No puedo decírtelo.
—¿Así cómo esperas que siga intentando leerlas?
—Tienes razón, quizá hicimos todo lo que podíamos. Ya no voy a molestarte.
—¡No, no, espera! No me refería a eso. Quiero ayudarte, de verdad que sí. Déjame seguirlo intentando después. Quizá pudiéramos hacer esto los sábados, es mi noche más libre de todas y puedo levantarme tarde los domingos. O tal vez si me las dejas... —afirmó el ingeniero.
—Voy a pensar en tu propuesta —respondió ella observando un momento su reflejo en la ventana. Buscó instintivamente el DDC y recordó que lo había dejado en casa—. Buenas noches —dijo y salió del departamento.
Cuando estuvo solo, Miguel se pasó los dedos por los rizos. No tenía idea de lo que eran esos objetos. Desde que tuvo una en su poder había tenido dudas de ser capaz de leerlas, pero seguía haciendo su máximo esfuerzo. Tal vez lo único que podría intercambiar por su seguridad con la bellísima agente de De Lois eran las placas mismas, pero había visto lo que esa Contacto podía hacer. Alguien terminaría golpeándolo, eso era seguro. Pensaba: «Quizá es mejor no tenerlas, sería demasiado peligroso pues muchos parecen...»
Tocaron a la puerta. Se asomó por la mirilla.
Era Contacto.
A la mañana siguiente
Miguel observaba las placas de silicio color negro translúcido sobre su mano. No había podido dormir, había estado pensando toda la noche qué era lo que debía hacer. Era un hato de nervios, tuvo que usar el inhalador un par de ocasiones. En cuanto Contacto puso esos objetos en su mano horas antes, se había puesto muy nervioso y comenzó a sudar. Entregarselos a Helena hubiera sido demasiado peligroso. Devolvérselas a Contacto lo libraría de tener que rendirle cuentas. ¿Pero y si en vez de dárselas fingiera que se las habían robado?
Pensó en la mejor opción. Marcó el número de la rubia.
—Buenos días, Helena. Tengo algo que podría interesarte —dijo.
Escuchó la respuesta.
—Sí estaré disponible esta noche. Quisiera que nos reuniéramos en otra parte, temo que aquí sea arriesgado. Sí, conozco esa dirección, no necesito apuntarla. Ajá. A las ocho estará perfecto, ahí estaré. Gracias —repuso Miguel en el teléfono.
El joven tomó las placas y pensó si era seguro llevarlas consigo. Hizo lo mismo que Contacto. Las colocó en una cadena, se las colgó en el cuello y se fue a trabajar. Notó que estaban algo pegajosas.
Durante toda la jornada estuvo aterrado. Salió como a las cinco de la tarde, como de costumbre y fue a casa. Pensó mucho si debía llevar las placas al lugar que le había dicho la rubia y decidió que debía hacer un trato primero. ¿Si las llevaba y trataban de robárselas o de hacerle daño? ¿Y si lo torturaban para que les dijera dónde estaban? ¿Y si las hubiera dejado en una caja de seguridad en el banco antes que eso?
Programó entonces dos mensajes en su teléfono. El primero era para Gabriel Elec. Si él no lo cancelaba, lo recibiría a las ocho y diez de la noche. Indicaba la dirección de la cita, explicaba brevemente de lo que se trataba y pedía que fuera a buscarlo con toda la caballería. Su amigo Alfa también parecía interesarse en esos objetos, así que podría desear ir por ellos. Además, le dijo que lo ayudaría con la gente de De Lois si lo necesitaba.
El segundo recado era para Contacto. Indicó la salida de éste a las ocho y media. En él decía que había sido secuestrado por la gente de De Lois e indicaba la dirección y su contraseña para acceder al sistema de geolocalización del móvil. Si las cosas se ponían feas, pensaba que ella estaba tan preocupada por esos objetos, que lo buscaría a como diera lugar. Si le quitaban el celular o lo destruían, de todos modos recibirían los mensajes, ya que estaban programados por sistema, no en el aparato.
Entonces pensó en qué hacer con las placas, e hizo algo que leyó en una de sus novelas. Fue hacia el baño, abrió la puerta del mueble que estaba debajo del lavabo y se agachó para observar el curvo tubo de pvc debajo de la pieza de cerámica. Luchó un rato con las grandes tuercas del mismo material que estaban en la parte superior y al final de la parte curva, hasta que logró aflojarlas. Sacó el tramo de tubo y vació el agua que tenía en la coladera de la ducha. Después abrió el botiquín detrás del espejo del baño que colgaba sobre el gabinete y observó otro de sus inhaladores que estaba adentro de un estuche de plástico.
Se quitó las placas, las depositó adentro de la funda rígida y lo puso adentro del tramo de tubería que había sacado. No corría peligro de irse por el drenaje por accidente, se atoraba perfectamente antes de la parte curva, incluso si circulaba agua por el tubo, ya que tenía forma de ele. Por si acaso, Miguel lo amarró con hilo dental y dejó un tramo mínimo del cabo por la parte de atrás del tubo cuando atornilló la tuerca otra vez.
Aster esperaba que todas esas precauciones le permitieran cumplir con su cometido. Pensó que podría pedirle a Helena una muy fuerte suma con la que buscaría la forma de escapar a un lejano país antes de darle los objetos, cuando Contacto lo buscara, ya estaría lejos, haciendo una vida nueva.
Tomó su chamarra y salió. Abordó un taxi. Respiró profundo. El camino le pareció demasiado corto. Llegó a la dirección que le había dado la rubia y entró en el edificio. Subió hasta el piso de la joven y tocó la puerta. Ella abrió. El departamento tipo loft muy moderno era completamente blanco. Apenas había mínimos detalles de otro color a la vista. Ella se veía radiante, vestida con un vestido igual de blanco que el lugar. Aster pasó y tomó asiento.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó la sensual mujer.
—Claro, gracias —dijo él para no parecer inocente. Revisó su celular. Ocho y cuatro. Abrió su aplicación para enviar mensajes y reprogramó el primero para las nueve de la noche.
Helena sirvió dos vasos de una botella barata, no la que reservaba para De Lois.
—¿Con hielo? —le preguntó.
—Como tú lo tomes estará bien —repuso.
Ella le dio el vaso y fingió beber un trago del que tenía en la mano. Él sí le dio un sorbo grande al suyo. El joven respiró profundamente.
—Tengo la información, como quedamos.
Ella se acomodó sobre el sillón de una plaza frente a él, y cruzó sus largas piernas con elegancia.
Él trató de no fijar la vista, pero paseó la mirada por sus atractivas pantorrillas con discreción.
—Te escucho.
—Tengo las placas en mi poder —dijo.
—¿Las traes contigo?
—No. Están en un lugar seguro. Te las entregaré, pero he venido a pactar el precio.
Ella no pudo evitar sonreír.
—¿No te parece que tu integridad sería la mejor recompensa? —le preguntó.
—Sí. Pero también quiero un millón.
Helena lo observó perpleja.
—Moneda nacional, espero —dijo abriendo mucho los ojos.
Él afirmó.
La hermosa chica respondió.
—Veré qué puedo hacer.
—Lo quiero en tres horas o le devolveré las placas a Contacto.
—Necesito tiempo. Es una fuerte suma —aseveró ella viéndolo con recelo.
—Te daré hasta mañana temprano.
—Si lo consigo, ¿está bien en billetes de cien, sin marcar, no seriados, me imagino?
Los rizos color cobre de la cabeza de Aster se agitaban mientras asentía.
—Deberás traer el dinero en dos maletas rígidas extra grandes con ruedas.
—Hm. Lo tienes todo pensado.
—Todo esto ha sido muy difícil. Quiero que termine ya.
—Si no estoy equivocada fuiste tú mismo quien se metió en este asunto—. Había sonado como su hermana mayor.
Él revisó el celular y canceló el mensaje programado para la mujer de negro.
Ella también revisó su móvil y dijo:
—Vaya, es tarde. Te veo mañana.
La rubia extendió la mano para evitar que él quisiera despedirse de otra forma, pero el joven se la besó. Con un solo trago, ya tenía las mejillas enrojecidas. Miguel salió del edificio y en cuanto el aire le dio en el rostro, se sintió mareado. Tomó otra vez un taxi y fue a su casa. Cuando llegó, se dirigió hacia el baño y cuando abrió la puerta casi le da un ataque. El tubo estaba desarmado, colocado sobre el gabinete. El estuche de plástico estaba junto a éste, vacío, y debajo tenía una tarjeta negra y perlada. Era de Contacto. Increíble. Le había sucedido otra vez.
Ahora sí iban a matarlo.
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