El camino dorado. Capítulo 54.
Seis años y ocho meses desde la aparición de Andrea
En lo alto
Diciembre vino y se fue. Era un periodo de poca actividad en la organización. En esas épocas, Contacto hubiera pasado mucho más tiempo en casa de Di Maggio. Sin embargo, después de la situación con las Fuerzas especiales, las cosas se habían tornado más extrañas entre ellos. Cuando la secretaria se iba, Contacto encontraba la puerta del despacho cerrada por dentro y las cortinas corridas, lo cual era demasiado inusual, por lo que asumía que no quería verla.
El último día del año, desde el sitio más alto de la ciudad, ella observaba al mundo celebrar y divertirse. Quizá el capricho de Di Maggio no duraría eternamente, tendría que madurar. Tal vez nunca podría volver a estar cerca de Andrea por temor a que algo le ocurriera por su causa, y quizá debido a lo que pasó con Harry no lograría confiar en nadie otra vez. Incluso, tras lo acontecido con los hombres armados, Contacto limitaba cada vez más sus actividades en el CDA.
«A veces uno desea tanto algo, tanto, que debe dejarlo ir», pensó ella desde la parte superior de uno de sus rascacielos favoritos, esperando que la tarde roja y moribunda, terminara. La ciudad se extendía a sus pies como una alfombra de estrellas anaranjadas que se encendían poco a poco, así como las del cielo sobre su cabeza.
«Se acabó» se decía.
Pronto se cumplirían nueve años de la firma del acuerdo entre el Dr. Di Maggio y el Director General. Quedaban alrededor de dieciséis meses para que concluyera su periodo de validez. Ella dudaba que los científicos del proyecto pudieran lograr en ese lapso lo que no pudieron hacer durante varios años. Cuando todo terminara, se iría lejos, muy lejos. Soñaba con regresar a casa con sus padres, con sus hermanos, aunque sabía que nunca podría volver atrás. También deseaba viajar a lugares inhóspitos donde nadie lograra encontrarla, donde pudiera ser libre.
Comprendía que la vez anterior que intentó irse se había tratado de una huida, no de una rendición. Ahora reconocía que no todo lo que se desea se puede tener. Hizo todo lo que estuvo en sus manos. Analizaba desde ese sitio el camino recorrido. Recordaba cada herida, física y emocional, cada decepción.
«Está bien dejar ir» pensó. Hacer la entrega ya no estaba en sus manos, nunca lo estuvo. Darse por vencida no siempre es una derrota, aunque se perdiera tanto.
Sin embargo, aunque tratara de decirse a sí misma otra cosa, aún tenía esa emoción en el pecho: la furiosa y apremiante necesidad de hacer lo correcto, de cumplir con la promesa que le hizo al doctor Di Maggio. Esa esperanza era como la luz de una pequeña vela adentro de su corazón que se negaba a apagarse con un fuerte viento. Siempre sintió la existencia de la divinidad en la acción de compartirse, Él no nos hizo como máquinas, nos da la posibilidad de elegir.
Cuando todos se quejan de que Él no hace nada por el sufrimiento del mundo, se están negando la posibilidad de ejercer su voluntad por conducto propio, de entregar con sus propias manos lo que él da. Dios no hace magia, se expresa en el amor que nos damos unos a otros, en el perdón, en la fe. Y a unos nos da unas herramientas de un tipo y a otros de otro.
Contacto se veía a sí misma como poseedora de una herramienta especial, otorgada a ella por razones que sólo Él habría de comprender.
«Nunca hay que perder la fe», solía decir, a pesar de que todo pareciera estar en contra. Ese pensamiento la había sostenido en sus días más oscuros, los más aciagos, en los que extrañaba más que nunca el calor de un hogar a cientos de kilómetros de distancia, al que quizá nunca podría volver, con una familia que no había sabido nada de ella en varios años.
Recorrió los techos de la ciudad hasta el amanecer. Se detuvo para contemplar la salida del sol. Era un año nuevo. Quizá las cosas cambiarían para bien. Lo deseaba. Lo necesitaba.
Volvió por el DDC que había dejado en un sitio inaccesible, y en cuanto se lo puso, recibió señal.
—Contacto, aquí Tanaka.
—Aquí Contacto, cambio.
—¿Qué tienen en común un gigante con una cabeza enorme, una hermosa mujer alada, un monstruo con muchos ojos y una bola de fuego? —le preguntó el hombre que parecía no tener emociones.
—Estás ebrio, ¿verdad? Qué envidia —le dijo ella riendo entre dientes.
—Cuando sepas la respuesta, te daré un regalo —respondió él.
—Salud, Tanaka. Aprovecho para decirte que te aprecio. Espero que no me regañes por eso. Feliz año nuevo.
—También te aprecio, Contacto. Feliz año igual para ti —respondió.
—Cambio y fuera, amigo —exclamó ella.
AÑO 9 DEL PROYECTO EN LA OINDAH
Siete años y seis meses desde la aparición de Andrea
En las profundidades de la torre hexagonal
A veces, él imaginaba que estaba en uno de esos programas de opinión. Uno serio, como en los que los entrevistadores parecen ser más listos que el invitado. Imaginaba que vestía un fino traje y corbata; le preguntaban: "¿Qué es lo más arriesgado que ha hecho?" y él respondía sin el pánico que le daba hablar en público:
«Es difícil decirlo. Una vez, saltó de un camión a noventa y cinco kilómetros por hora antes de que cayera por un barranco. Rodó hecha un ovillo por la carretera y se puso de pie de un salto. Fue inspirador. Otra vez brincó de un techo a otro sobre seis carriles con el impulso que ganó con una carrera de quince metros. Fueron veinticinco en el aire.
»Sí, ahora también soy experto en calcular medidas. No, no es cierto. Fue épico. ¿Por qué? Buena pregunta. Se estaba divirtiendo. Es magnífica. El mundo debería saberlo. Yo me encargaré de ser su vocero. No, no concede entrevistas. ¿Acaso alguien como ella lo haría? No, es demasiado discreta. Además...» pensaba él cuando notó que una mujer joven con los brazos en jarras sobre la cadera lo veía con seriedad.
Ella mascaba un chicle que era del mismo color que su cabello. Lo sacó de sus ensoñaciones al hacer una bomba que explotó. Él estaba sentado en el oscuro espacio frente a una larga consola.
—¿Otra vez en la baba? —preguntó ella y apenas le pegó con el codo, sin quitar la mano de la cintura.
—No, no, estaba... —repuso.
—Estoy harta de decírtelo, es peligroso —comentó y se sentó cerca—. Es hora.
—Un rato más.
—No vamos a fastidiar el protocolo otra vez, lárgate.
Él suspiró y se encogió de hombros.
—Voy por...
Ella no respondió. Veía el monitor, haciendo ruido al masticar.
El chico salió del oscuro espacio lleno de aparatos que parecía un búnquer. Tenía una iluminación muy sutil. Se fue tan deprisa como sus cortas piernas se lo permitieron y se dirigió hacia un área no restringida. Llevaba un bolso cuadrado cruzado sobre su pecho. No tenía que salir por el lobby, contaba con acceso ejecutivo. Cuando subió al elevador rumbo al estacionamiento, las dos personas que iban en él casi no se movieron para permitirle el paso.
—Con... permiso —dijo.
No sabía si no lo escuchaban o si lo ignoraban, pero como eso le ocurría todo el tiempo, casi no pensaba en ello. Una mujer alta que vestía un uniforme ejecutivo volteó hacia abajo para verlo a los ojos. Hizo una microexpresión de desagrado y después una mueca a modo de sonrisa. Sí, él causaba ese efecto en las personas. No era como todos, pero hacía tiempo que eso no le preocupaba. Estaba seguro de que quien le importaba no era como ellos. Y mientras se dirigía a la ciudad, en sus pocas e indeseadas horas libres de la semana, seguía soñando con todo lo que ella podía hacer.
Sí. Era hora. Se sentía increíble.
Antes del amanecer
Contacto había salido esa noche a realizar otra solitaria carrera por los techos de la ciudad. Sólo quedaban once meses para el que creía sería el final del proyecto, así que se mantenía activa y alejada de los problemas. Aún así, espiaba a la gente que le importaba. Presenció el cumpleaños número uno de los gemelos sin haber estado presente en la fiesta. Veía a Di Maggio en su lecho, acosado por las pesadillas. Incluso, pasaba cerca del departamento azul y del club del centro, para ver si tenía la suerte de escuchar a Harry, que había dejado de tocar desde hacía un buen tiempo. Hacía esas cosas para sentir que seguía conectada con algo, con alguien.
Horas después, la mujer de negro dormía en su departamento. Lo hacía muy profundo, descalza, pero con el traje puesto. Despertó y fue hacia la cocineta para beber un litro de leche antes de seguir durmiendo, pasando por el pequeño recibidor. Notó que frente a la puerta estaba tirada una tarjeta que parecía haber sido deslizada por debajo. Fue hacia ella y la levantó.
"Soy un gran mago y tú eres sólo una niña pequeña", decía.
Tal vez hubiera pensado que se trataba de una broma, de no haber sido porque el cartón olía a la organización. Estaba azorada. Abrió la puerta del departamento y bajó los diez pisos olfateando, para ver si lograba identificar el aroma de alguien. No percibió nada. Era como si algo le estuviera tapando la nariz. Era muy extraño que pudiera oler la tarjeta y que no atinara a percibir ninguna otra cosa afuera de su casa. Regresó y no pudo volver a dormir.
Al día siguiente, fue a la OINDAH, donde seguía impartiendo talleres a los caballos. Esas actividades solían terminar casi al anochecer. Lo que había ocurrido antes la preocupaba. Bajó al estacionamiento para buscar el auto de siempre. En cuanto abrió la puerta, otra tarjeta cayó al piso. Era igual a la de la noche anterior.
"Sigue el camino amarillo", se leía en ella.
La de negro no entendía qué significaba todo eso. Con el DDC en la mano, vio una luz parpadear tres veces sobre su cabeza. Después una contigua, y así sucesivamente.
«¿Será posible que...?», se preguntó. Se puso el casco y dijo:
—Tanaka, ¿estás jugando con las luces del edificio?
—Aquí Tanaka, Contacto. ¿Acaso piensas que tengo tiempo de jugar? —respondió exasperado.
Las luces seguían su patrón de parpadeo cada vez más lejos. Decidió seguirlas. Estaba adentro de la organización ¿qué podría pasar?
Aquello seguía y seguía. Subió, bajó, y dio vueltas por muchos lugares, hasta llegar a un elevador de uso restringido, que descendía hasta los niveles subterráneos de la torre. La puerta se abrió frente a ella. Entró y el ascensor comenzó a moverse sin que apretara ningún botón.
Cuando se detuvo y el ascensor se abrió, se encontró en un sitio en el que nunca había estado antes, ni siquiera sabía que existía. Se trataba de un estrecho pasillo sin puertas ni ventanas, que no conducía a ninguna parte.
La luz parpadeó una última vez cerca del final de este.
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