Dos placas. Capítulo 7.
Un mes desde la desaparición de Andrea
Para Contacto era fundamental obtener toda la información posible acerca del incidente en el muelle, el cual le seguía causando un profundo impacto; incluso, tenía pesadillas sobre eso. Sin embargo, también necesitaba encontrar algo primordial que estuvo en poder de Andrea; se suponía que sólo ellas dos conocían su existencia: se trataba de una de las dos placas de silicio de 1.5 x 2 centímetros que contenían información desconocida para las mujeres. La que resguardaba su amiga desapareció con ella. La otra, la traía colgada en el cuello en una cadena, junto con una pequeña cruz que le regalaron sus padres cuando se fue de casa para cursar su carrera.
El doctor Di Maggio le dijo a las amigas que la información contenida las placas se podía obtener sólo al juntarlas, y les encomendó con vehemencia que las entregaran personalmente a su hijo. La universidad donde él trabajó y donde ellas estudiaron se encontraba a dos mil kilómetros de la ciudad sede, que era en la que residía Giorgio desde que era un niño. Las jóvenes acordaron que cuando estuvieran juntas en esa localidad harían la entrega de aquellos objetos a su destinatario. El doctor no había ido a verlo durante el último año, a pesar de la difícil situación por la que pasó el joven durante ese tiempo, por lo que, las cosas entre ambos no estuvieron bien del todo antes de la intempestiva muerte del doctor. A las amigas no les pareció extraño que el investigador les hubiera pedido que fueran ellas quienes le entregaran eso a su hijo debido a la tensión que prevaleció entre ellos.
Ambas pensaron que las placas contenían información fundamental para lograr la producción de la sustancia. No obstante, Contacto ignoraba si en la OINDAH tenían conocimiento de su existencia, y resguardaron la que llevaba Andrea. Necesitaba saberlo, a pesar de la pena que le provocaba pensar en eso.
La mujer de negro comenzó a merodear por los lugares de la institución en los que podía ingresar con su nivel operativo. Era enorme, pasó días enteros tratando de encontrar algo relevante. Obtuvo información diversa, pero nada que le indicara por dónde seguir, así que poco a poco se fue adentrando en espacios en los que el personal no solía transitar con regularidad. Así encontró algunos accesos al techo del edificio hexagonal, y comenzó a emplear ese lugar para sentarse un momento y reflexionar, tratando de disipar sus penas al observar el horizonte.
Tendría que hablar con Di Maggio sobre la placa de Andrea. Se resistía, pero era necesario.
En la mansión
Helena Rige era una mujer muy particular; ella misma lo creía así. La organización la designó para asistir a Giorgio, quien tenía el pretexto de que en ocasiones sus problemas físicos no le permitían dejar su casa para acudir a la sede, y aunque sí tenía importantes secuelas del accidente, su indisposición era, en general, de otra naturaleza.
Estaban a cargo de Helena los detalles administrativos de la participación de su jefe, los cuales eran una fachada. Di Maggio fungía como administrador de los fondos que su padre había destinado para la investigación, gran parte de los cuales también procedían de su madre, una reconocida cantante de ópera que murió años antes. No habría sido prudente que todo el dinero entrara a la vez; por ello, ahora como Director del Proyecto, hacía pagos regulares, los cuales se manejaban como donativos a diversos fondos de la institución. Del total de esas cuantiosas sumas, el noventa y nueve por ciento estaba destinado a la investigación secreta, lo cual era un delicado secreto que tenía que guardar la asistente particular. Ella sabía de la existencia del proyecto, pero debía desconocer sus objetivos científicos ya que se suponía que éstos estaban reservados por y para los integrantes del proyecto.
Contacto se presentó en casa del hijo del doctor. La recibió Mary.
—El joven no te espera, ¿verdad?
—No, señora, y creo que desearía no volver a verme.
—Está con su secretaria particular; te voy a anunciar —explicó cuando entraron en el vestíbulo, pero la chica se adelantó y puso la mano en el picaporte dorado de la pesada puerta del despacho.
—Yo toco. No se preocupe, estará bien —exclamó la joven al ver la cara de horror del ama de llaves.
La asistente no estaba segura, pero al verla tan decidida, desapareció hacia el interior de la elegante e iluminada mansión, la cual contrastaba con el lóbrego espacio al que Contacto estaba por entrar. Antes de eso, se decidió: sería maleducada y escucharía detrás de la puerta, pues intuía que no tendría suficiente información a menos que la obtuviera por sí misma. Era de madera maciza, muy gruesa y debía estar a más de 10 metros
del escritorio frente al que quizá se encontraba Di Maggio; aun así pudo escuchar la conversación. Una voz femenina repasaba una agenda. Hablaba de manera perspicaz.
—Si lo prefieres, podemos revisarlo en otra ocasión, cariño —dijo.
—Continúa —respondió él secamente.
— ¿Qué te ofusca tanto? —preguntó la secretaria.
—No es problema tuyo.
Ella prosiguió leyendo la agenda en el mismo tono afable, casi servil.
«Ese hombre está muy lejos de ser un caballero», pensó la mujer de negro. Tocó la puerta. Él profirió una seca orden. Contacto oyó a la secretaria levantarse y el sonido de sus tacones dirigirse a la entrada del despacho. Una mujer alta y joven abrió. Su actitud arrogante no concordaba con la voz casi aniñada que había escuchado. Tenía un cuerpo esbelto, bien proporcionado, el cabello rubio, delicadas facciones y unos ojos grises que la observaban con un desdén parecido al del hombre al que buscaba. Parecía una muñeca de porcelana.
La chica pensó, por un instante, que después de la fricción con el hijo del doctor, podría encontrar en otra persona una vía para llegar a él, sin tratarlo de manera directa. No lo sabía aún a ciencia cierta, pero comenzaba a sospechar que la secretaria no sería esa vía. Él tenía una buena razón para no encontrar grata la compañía de Contacto, y sin duda debía tener otras para no disfrutar la de nadie más. Cuando Helena la vio, no pareció sorprenderse en lo más mínimo.
—Buenas tardes, he venido a ver a Giorgio Di Maggio.
— ¿Quién lo busca? —preguntó con aspereza.
—Me llaman Contacto.
—Un momento —dijo y cerró la puerta.
Estaba contrariada. Entrevistarse con gente en la organización que parecía estar mucho más ocupada no le resultó difícil.
—Te busca un... una persona que dijo llamarse Contacto.
—Que pase.
La rubia Helena volvió a abrir la puerta del despacho.
—Pase —ordenó con frialdad.
Al entrar agradeció con la cabeza y sonrió por cortesía, pero su gesto no fue correspondido. Giorgio estaba de frente al jardín, como la vez anterior, hizo girar la silla mientras se aproximaba al escritorio seguida de la secretaria. Eso significaba que él le estuvo dando la espalda a la mujer todo el tiempo mientras le hablaba. Helena se acercaba cuando Di Maggio le ordenó:
—Déjanos solos.
—Vuelvo más tarde —respondió, mientras se acomodaba el largo y ondulante cabello.
Caminó con delicadeza y, antes de salir del salón, volteó a ver a su jefe, quien no despegaba la vista de la recién llegada, tratando de intimidarla con sus feroces ojos azules y su pálido rostro impasible. Por ello, éste no se percató de la mueca de disgusto de la asistente, algo que la mujer de negro vio con claridad en el reflejo de los cuadros de vidrio de la inmensa ventana. La rubia se le insinuaba, sin conseguir la atención de aquél. Contacto escuchó un gruñido de desacuerdo de la mujer, mismo del cual él no podría haberse percatado.
Bajó la cremallera de la chamarra deportiva que era lo único que traía sobre el traje ese día, como para sentirse un poco más cómoda, aunque no era lo que vestía lo que la incomodaba.
—Ese traje me ha costado una pequeña fortuna —dijo él con algo de sorna, pero sin perder el tono unilineal que lo caracterizaba. ¿Qué haces aquí? —preguntó sin siquiera parpadear.
—Buenas tardes, ¿puedo sentarme? —preguntó ella de la forma más amable que pudo, tratando de recordarle la cortesía que sin duda debieron enseñarle en alguna carísima escuela.
Él asintió con la mano.
Ella preparó sus palabras mucho tiempo antes, quizá desde el momento mismo en el que le entregaron la placa que resguardaba.
—Le prometí a tu padre algunas cosas. Entre ellas, entregarte cierta información junto con Andrea.
Mientras hablaba, abrió la parte de arriba del traje, mostrando su cuello. Tomó la cadena sin quitársela y la levantó un poco para que él pudiera ver el pequeño cuadro de silicio, que colgaba de ésta.
—Existen dos. No pueden entenderse por separado, debíamos entregártelas juntas. Tu padre nos dijo que la información que contienen es de vital importancia. Creo que pueden mostrarnos cómo producir el suero. Es todo lo que sé sobre ellas.
—No sé qué te hace pensar que eso me interesa —respondió inexpresivo.
Estaba desconcertada por lo que acababa de escuchar.
—Disculpa, sé que sigues molesto conmigo, de verdad lo comprendo. Sin embargo, el proyecto es mucho más importante que cualquier cuestión personal —aseguró con tranquilidad, como de costumbre.
Los ojos del hombre comenzaron a brillar de forma particular.
—No lo es para mí, aunque eso no es asunto tuyo —afirmó él.
La mujer cerró el traje con la mano. Sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Algo andaba muy mal, parecía estar sola frente a la institución. La entrega del suero no era una loca obsesión personal, podía beneficiar a tanta gente, revolucionar el mundo. Ella creía que si poseía ese poder en su sistema, su deber mínimo era luchar para que pudiera ser para todas las personas. No tenía sentido buscar al hijo del doctor como aliado, discutir con él sus dudas acerca de las intenciones de la organización, sus temores sobre la muerte de Andrea. Pero estaba dispuesta a intentarlo todo con tal de hacer la entrega.
—Está bien —respondió ella—. Te dejaré en paz. Pero, por favor, sólo necesito saber dónde está la otra.
—No lo sé, pero si lo supiera no te lo diría.
Ella no quería perder la paciencia.
—Nada más es de tu incumbencia —señaló entre dientes el hombre.
—Bien. Al menos me pueden informar cómo proceder —respondió frustrada, sin dar crédito a sus oídos.
—Si tanto te interesa, indaga por ti misma —dijo él en el mismo tono gélido.
Sus sospechas, por desventura, habían resultado ciertas.
—Está bien. Lo haré por mi cuenta —aseveró.
—No me importa. Retírate.
—Ya me voy. Ojalá hubiera podido acompañar a Andrea cuando vino a la organización, tal vez las cosas serían muy diferentes —comentó tratando de seguir siendo amable pero sin ánimos de quedarse callada.
—Lo dudo —contestó él.
Antes de que llegara a la puerta, Giorgio susurró una maldición que hubiera sido imperceptible para cualquier otra persona. La mujer de negro se paró en seco, volteó hacia donde estaba él.
—Tu padre hizo todo esto por ti. Algún día lo entenderás —le dijo con convicción.
Él se quedó callado. Mantenía su actitud agresiva, y la mujer del traje negro sospechaba que no se debía sólo a su primer encuentro. Di Maggio mostraba un gran resentimiento con lo relacionado al proyecto, y sin duda alguna, tenía problemas con su padre, mismos que no parecía haber resuelto antes de su repentina muerte. El doctor le contó que su relación con su hijo era compleja, aunque nunca pensó que se refiriera a eso. Quizá también sufría por la pérdida de Andrea.
La rubia estaba sentada en el vestíbulo, vigilando la puerta del despacho. Contacto tuvo otra vez esa sensación de desconfianza.
—Hasta luego —dijo de lejos.
—Seguro —respondió ella con engreimiento.
Se alejó atravesando uno de los enormes prados, cuando pasó cerca del chofer que estaba lavando un auto blanco. Éste se incorporó despacio, sin apartar la vista de ella ni parpadear, con un trapo mojado en la mano, estupefacto. No estaba seguro de si era ella. Al pasar, la mujer lo saludó y lo dejó aún más pasmado.
No volvió a casa de inmediato. Pensó en el destino de la otra placa. Andrea fue demasiado aprehensiva, era seguro que la llevaba consigo. Podría dudar de todo, pero la conocía demasiado bien, quizá mejor que a sí misma. Di Maggio le dijo que buscara por su cuenta.
Eso haría.
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