Di Maggio. Capítulo 5.

Tres semanas desde la desaparición de Andrea
Viernes

Contacto fue a la organización al día siguiente como le indicaron. Tras mencionar su nombre operativo en la recepción le dijeron que tenía un mensaje. Debía presentarse en un domicilio particular para entrevistarse con el hijo del doctor Di Maggio.

Había tenido que ir desde la ciudad hasta la OINDAH solo para recibir el mensaje y ahora debía ir de regreso por el mismo camino para conocer al unigénito de su querido doctor.

No le importó. Lo conocería al fin.

Ella siempre sentiría algo muy profundo por el doctor. Le debía mucho y le había hecho promesas que anhelaba poder cumplir.

La joven se dirigió a una elegante zona residencial en las afueras de la ciudad en un vehículo de la organización, el cual ese día supo que podía usar gracias a la charla con la chica del mostrador del vestíbulo de la torre. El auto tenía placas diplomáticas, por lo cual gozaba de total inmunidad al circular por la ciudad.

En el camino Contacto pensaba en la importancia que tendría la entrega. Trataba de no seguir concentrada en su pena ya que no quería causar en el hijo del doctor lo que le provocó a Harry con su cuestionamiento. Ella sabía que el heredero estimaba a Andrea, hizo muchas cosas por ella. Contacto entendía que habían sido muy buenos amigos.

Por su arranque en el callejón pudo destruir todo el trabajo, fallar en su misión. Era fundamental descubrir lo ocurrido con Andrea; necesitaba saber quién era ese hombre y cómo se relacionaba con todo eso. Pero también resultaba indispensable permanecer con vida y llevar a cabo la entrega de la sustancia al mundo. Haría todo lo que estuviera en sus manos para conseguirlo, y rogaba a Dios porque el resultado fuera el mejor posible. Dejó el automóvil estacionado a varias cuadras de la dirección que le dieron y fue allí a pie, para conocer el terreno.

Vestía el traje negro bajo el conjunto deportivo con logos de la OINDAH; dejó el casco en el auto.

Se encontró frente a un gran portón de madera. La gigantesca barda de la fachada del lugar se extendía hasta el final de la calle, toda cubierta de verde hiedra. Tocó el timbre. Una mujer le respondió por el intercomunicador que había en la pared.

—¿Trae auto? —preguntó, cerciorándose de lo que veía por las cámaras.

—Ya no —replicó.

—¿Podría dirigirse al siguiente acceso por favor? Debe llegar a la esquina a su derecha y dar vuelta a la izquierda; siga la calle, está como a 500 metros.

—Por supuesto —repuso ella.

Le tomó poco llegar allí. La mujer le abrió quince minutos después.

—Por aquí, por favor.

Contacto la siguió por un prado muy cuidado, que se extendía como 900 metros hasta la casa. A lo lejos se veía una impresionante y sobria mansión rodeada de setos. Por ello el ama de llaves había tardado tanto. Un camino llevaba a la puerta principal, pero las mujeres ingresaron por una entrada secundaria.

—Ésta es la forma de llegar que queda más cerca caminando —explicó el ama de llaves, mientras la conducía hacia la solemne construcción—. Soy Mary, para servirle.

Tenía el cabello cano y era baja de estatura. En el interior de la casa había un recibidor con piso de mármol claro. Al centro del vestíbulo de doble altura, se encontraba una mesa antigua de caoba sobre la que colgaba el candelabro de cristal más grande que la chica hubiera visto. A la izquierda, una escalera alfombrada de rojo llevaba a la planta superior. Parte del siguiente piso se veía tras un barandal de mármol y madera que rodeaba el cubo del recibidor. La señora Mary abrió una puerta cerca del pie de la escalera.

—Pase, por favor, el joven la está esperando.

Contacto entró y observó el interior. El olor de una fina colonia de lavanda que percibió desde la entrada era más fuerte ahí. Estaba tan deseosa de encontrarse con el hijo del doctor que siguió sin reparar mucho en ello. Quería decirle lo mucho que admiraba a su padre, hablarle de lo que pensaba de él, de las increíbles cosas que él había desarrollado. Lo estimaba sin conocerlo, por todo el afecto que le tuvo al doctor, por todas las cosas que le contó sobre él. Debía ser un par de años mayor que ella apenas.

Era una descomunal habitación con un cancel del tamaño de la pared del fondo. Junto a la ventana se encontraba un escritorio con un sitio vacío de un lado y una silla giratoria de cara a la ventana en la que un hombre estaba sentado.

A pesar de que afuera estaba soleado, el salón estaba a media luz ya que la iluminación procedía de la ventana en la que la joven veía su propio reflejo, en el espacio del centro que dejaba la cortina cerrada a ambos lados. La chimenea encendida del lado izquierdo lanzaba destellos rojizos sobre la duela y la alfombra de estilo francés.

—Buenos días —dijo Contacto, y recorrió el espacio con agilidad. Al acercarse al escritorio vio el lustroso cabello negro de quien la esperaba. Era un hombre muy alto. El aroma a flores...

«Oh, no, no...», se dijo, y tuvo una extraña sensación en el pecho.

La silla giró con lentitud. El hombre pálido que había visto en el cementerio y con el que se encontró en un estrecho callejón la observaba con azules ojos de lobo y un aire de desdén.

—Siéntate —le ordenó.

Ella estaba tratando de negar la verdad que saltaba a la vista.

«No puede ser», pensó abrumada.

—Gracias —respondió muy tensa. Permaneció de pie.

—Eres demasiado... intrépida —dijo serio, con la mandíbula apretada y un apenas perceptible sarcasmo. Su voz era grave y profunda y su aspecto era muy intimidante—. Y digo eso por no llamarte como debería. Es obvio que no tienes ninguna clase de experiencia, lo cual no justifica tu falta de sentido común.

Sus palabras se deslizaban como una helada navaja. Ella apretó los puños esperando la frase siguiente.

—Soy Giorgio Di Maggio —dijo con contundencia, con los codos apoyados en los brazos del sillón y los largos dedos entrelazados a la altura del pecho, sin parpadear siquiera, escrutando la reacción de la mujer de traje negro frente a él.

Se sintió lívida y no pudo ocultar su perplejidad. Entonces sí tuvo que sentarse en el sillón al frente al escritorio.

—Lo siento, no lo sabía —dijo sin parpadear. Ahora sí la había hecho buena. Lanzó al hijo del doctor Di Maggio contra una pared. Entonces él cojeaba en el callejón porque tuvo un accidente poco después de que el doctor inoculó a Andrea y a ella y tenía secuelas.

«Soy una bruta», se recriminó.

Ahora que lo observaba mejor, se percató de que poseía algunos rasgos similares a los del doctor. Incluso tenía un aroma parecido tras el fino toque de lavanda.

«¿Cómo no me di cuenta?», se reprochó la joven en silencio, agachando la cabeza. No imaginó que se trataba de él por su actitud.

Un imperceptible gesto triunfal afloró un segundo en el rostro de su interlocutor.

—Hasta los insectos tienen sentido de conservación, pero parece que en ti no aplican ni la Biología ni la razón.

—¿Pero qué estabas haciendo en la...? —Comenzó a preguntar cuando el hombre interrumpió muy serio con su profunda voz.

—Supongo que lo mismo que tú.

«Debí tomar las cosas con más calma, pero ¿cómo podía saberlo?», se dijo ella.

—Nos habríamos evitado todo esto si te hubieras presentado antes —comentó tratando de sonar amable, aunque estaba contrariada.

«Creí que me reconocería. ¿Pasó tanto tiempo con mi padre y no tenía idea de que se trataba de mí?», pensó él.

—Tendrías que saber que era yo —dijo él en voz baja, mientras se frotaba con lentitud la rodilla derecha debajo del escritorio, fuera de la vista.

—Disculpa, no tenía idea. Pudiste conversar conmigo en algún momento.

—No es asunto tuyo cómo hago las cosas —concluyó con fuerza—. Retírate. Y preséntate el lunes en la organización... si puedes —dijo entre dientes.

Ella pensó que era prudente zanjar el asunto.

—Te pido que me perdones —aseveró. Hizo un gesto con la cabeza y salió de la habitación.

Di Maggio giró hacia la ventana y la vio caminar en dirección a la salida en el reflejo de los cristales.

«Te voy a acabar», pensó con rabia. Era algo personal.

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