Desesperación. Capítulo 30.
Ocho meses desde la desaparición de Andrea
En la OINDAH
Una impaciente Helena había tratado de contactar a De Lois en más de una ocasión. Sólo encontró negativas. Intentaba ser cautelosa, pero estaba preocupada. Por ello, acudió a la mano derecha del hombre. Se entrevistó con el Nexo en uno de esos tugurios en los que él solía reclutar a sus esbirros.
—Hola, preciosa —le dijo, en un afán por aparentar caballerosidad, aunque mientras la saludaba, recorría todo su cuerpo con la mirada.
La tomó de la mano y la ubicó en una mesa, lejos de la concurrencia.
—Éste no es el mejor lugar para hablar —replicó ella.
—Ha sido siempre un buen lugar para mí. Nuestro patrón no se ha dejado ver, ¿eh?
—Es de lo que tengo que hablarte. Supongo que sabes de...
—¿Que tenías visitas cuando fue a verte? Claro, qué historia.
—Nexo, tengo miedo.
—Deberías —susurró.
—No me entiendes, ella es un Alfa.
Él se echó hacia adelante.
—¿Alfa?
—Sí, pero debo decírselo en persona. Tú me entiendes.
—Un Alfa en la cocina del jefe. Eso lo disgustará mucho más. ¿Cómo sabes que pertenece al grupo?
—Tengo pruebas.
—Bien, veré qué puedo hacer por ti. Y tú, ¿qué querrás hacer por mí?
—Tendrás algo que no imaginas, después de que hable con él —susurró la rubia.
Ocho meses y una semana desde la desaparición de Andrea
En el penthouse de De Lois
Al final, gracias a la intervención de su secuaz, De Lois accedió a encontrarse con la rubia. No en el departamento de ella, sino en el edificio de él. Normalmente habrían estado solos, pero en aquella ocasión los acompañaban el Nexo y la Pesadilla, quien permanecía de pie, muy seria. Helena lo saludó con un beso en la mejilla, mientras le susurraba un "te he extrañado" al oído. A él le pareció que se veía bellísima, con el cabello rizado en ondas perfectas, vestida con su uniforme blanco y tacones altos, los labios color carmín y los grises ojos que resplandecían bajo la luz artificial.
Ella sacó el teléfono móvil de la bolsa de su saco largo, buscó un video en silencio y lo puso frente al hombre. Era la mujer del incidente de su departamento, vestida con un traje negro que parecía estar adherido a su cuerpo; entraba por la enorme puerta de una mansión que Alex conocía bien. Él levantó la vista con sorpresa. En ese momento recordó dónde la había visto antes. La rubia sacó otro objeto de su bolsillo y lo puso sobre la mesa, frente al hombre. Era una tarjeta de presentación negra y brillante que estaba muy gastada, por lo que era ilegible. De Lois conocía perfectamente las tarjetas de los Alfa. Últimamente no estaba en los mejores términos con ellos.
—Me la dio un informante. Le mostré el video. Está seguro de que se la dio esta misma persona.
—Esto es más grande de lo que pensamos —dijo el hombre, como hablando para sí.
—¿Podría yo meterme con los Alfa? —preguntó ella. Él le dirigió una mirada seria y suspicaz, pero comprendía todo.
—Es serio. Están protegiendo algo. ¿Desde hace cuánto...? —inquirió el subdirector.
—Ella estuvo antes con Di Maggio, mas no estaba segura de que fuera Alfa —añadió la rubia.
—Te necesito —dijo el hombre—. Sólo que ahora no podremos vernos. Esa mujer sabe que hemos estado juntos. Les haremos pensar que eso fue suficiente para que dejáramos de hacerlo. Ahora me informarás a través del Nexo.
—Está bien —dijo ella bajando la mirada.
—Pero esta noche... déjennos solos —ordenó Alex.
—Por cierto, no sé cómo se llama, pero le dicen... —comenzó la rubia.
—Contacto —respondió el subdirector. Recordó que se la había presentado Mateo Gil tiempo atrás en la organización.
La mirada del Nexo, que estaba detrás de su jefe, cerca de la salida, se clavó en Helena. Ardía.
Ocho meses y tres semanas después de la desaparición de Andrea
En un centro de servicio de la OINDAH en la ciudad
Contacto era discreta en las calles, pero en la organización o acompañada del personal de la misma se encontraba como en su elemento y andaba de arriba para abajo, a la vista de todos. Ahí, se confundía con el caos ordenado, entre personas uniformadas de diversas maneras, a veces cerca de alguien que usaba algún equipo parecido al suyo. Con frecuencia se le podía ver seguida por un grupo de caballos en la academia o correteando con ellos en las rondas.
El primo de Andrea la vio por casualidad. De hecho, alguien en el centro le había mostrado la grabación. Revisaban una falla en una de las cámaras de vigilancia de un edificio de la organización en la ciudad. Ése no era su trabajo cotidiano, pero a una ONG le urgía tener su equipo funcionando, pues poco antes habían irrumpido en sus oficinas. Tuvo acceso a las grabaciones. En una vio a una mujer paseando de manera sigilosa por el techo, vestida de una forma muy extraña. La cámara no debía grabar esa área, pues se encontraba fuera de su lugar. Como la conocía bien desde la universidad, no le resultó difícil identificarla. Supuso que trabajaba en la organización, ya que aparecían con ella un par de uniformados del CDA. Esa mujer debía de tener aún en su poder la otra placa. Quizá podría convencerla de que intentaran leerlas juntas. Lo que contenían debía de ser muy importante.
Pretendía encontrarse con ella para tratar de negociar un intercambio de información, pero estaba en una encrucijada. Aunque temía a De Lois, no podía dejar de informarle cosas sobre Andrea. Por otra parte, quería confiar en Elec, pero no estaba seguro de si debía hacerlo. Si la amiga de su prima quería llevarse el preciado objeto, perdería aquello con lo que se sentía protegido, aunque tal vez estaría haciendo lo correcto.
Sabía que aquello tan importante que resguardaban las piezas de silicio tenía que ser un secreto.
Sin embargo, alguien más quería la placa, alguien que la necesitaba más que todos.
Nueve meses y tres semanas después de la desaparición de Andrea
En el cementerio
Contacto sintió que había llegado a un callejón sin salida. En varias ocasiones, visitó la casa de la doctora Sayas para encontrar el prado del frente un poco amarillo y nada más. En el sótano de la residencia, a la cual accedió un día que la familia se encontraba de paseo, vio lo que le describió a Di Maggio como una pequeña clínica.
Era extraño que eso estuviera ahí. Tenía instrumentos de cirugía, autoclave, mesa de operaciones, lámpara de quirófano, cama, drenaje en el piso, entre otras cosas. Lo que sea que hiciera en ese lugar debía ser secreto y quizá ilegal, pero no encontró más evidencias. Incluso llegó a soñar con la posibilidad de que Andrea hubiera logrado sobrevivir, siendo atendida en ese lugar. Pero en ese caso la doctora sabría de ella, le diría en dónde estaba o qué había pasado, a menos que hubiera muerto allí o que estuviera involucrada en algo turbio.
Al pensar en todo eso, Contacto vagaba por techos y calles desiertas en la madrugada.
Sus pasos la llevaron al cementerio. No había estado ahí en meses. Como siempre, recordó el olor de la fosa abierta, la tierra mojada, la colonia de Harry. Ahora, en el lugar donde había estado todo eso, se encontraba un prado y una lápida con el nombre de Andrea. Se puso de cuclillas sobre el césped, apoyó la frente sobre la piedra grabada y comenzó a llorar. Pensó que tal vez el destino de su amiga era dejar el mundo de una u otra forma. Sin embargo, tenían una misión; ella debía cumplir con su parte para que lo que prometieron juntas fuera posible. Pero por más que buscara, no lograba saber nada más.
—¡Fallé! ¡Te fallé! —se decía una y otra vez en voz alta—. ¡Te he fallado!
La lápida tenía un remoto y familiar aroma. A pesar de todas las cosas podridas del camposanto, pudo percibir un olor. Perfume. Uno barato. Siguió el rastro hasta el pequeño nicho de cristal para colocar veladoras, ubicado frente a la lápida, el cual ahora parecía estar vacío. Tenía una portilla que no estaba bien cerrada. Encontró pegado un trozo de papel, doblado en cuatro, con su nombre real escrito encima. Hubiera sido demasiada coincidencia, así que tenía que ser para ella. Lo abrió. Era un número telefónico. Firmaba Miguel. Lo levantó y lo puso frente a sí: debía memorizarlo.
Como se encontraba sola, estuvo a punto de proferir una eufórica exclamación de victoria, cuando sintió que la observaban. Percibió la presencia, como si pudiera tocarla: podía olerla.
Giró la cabeza sobresaltada. No era posible, a esa hora no había nadie. Brisa fuerte barrió el lugar. Cerró los ojos aún húmedos, mientras estrechaba el papel con seriedad. No encontró un rastro que pudiera seguir, el viento se lo había llevado todo, pero estaba segura de lo que había percibido. No podía darse por vencida, ahora menos que nunca.
Antes de actuar, tenía que hablar con Harry. Ahora estaba segura de que sabía algo que lo cambiaría todo.
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