Contundencia. Capítulo 15.
Dos meses y tres semanas después de la desaparición de Andrea
Al día siguiente por la tarde, en la mansión
Miércoles
—Cariño —dijo Helena, hermosa y radiante, como siempre—, has estado muy distraído, ¿algo te molesta? —le preguntó bajando un poco la voz.
Con la interrupción, logró sacar al hombre oscuro de profundos y distantes pensamientos, muy lejanos a ella.
Sin moverse, le dirigió una fulminante mirada, pero no respondió. Quería sólo para sí aquello que lo atormentaba. Nadie hubiera podido saberlo, se estaba volviendo loco. Mil pensamientos lo torturaban día y noche, volvía a la discusión final que tuvo con su padre, a la última vez que vio a Andrea, a la noche del accidente que él mismo provocó y que destruyó su carrera y los sueños de Laura Esther. Pero no se trataba sólo de eso. Era miércoles, deseaba estar solo.
Pensar en la mujer de negro tampoco lo dejaba en paz. Quería asfixiarla, destruirla, volcar contra ella todo su rencor. Sentía tanta rabia, que no podía evitar el brillo furioso en sus azules ojos cuando aquella entraba al salón —a su salón— con ese traje que costaba más que su automóvil más caro. Llegaba y a él le faltaba el aire, el corazón le palpitaba con fuerza en el pecho y sospechaba que Contacto lo sabía.
—Si lo prefieres, continuamos revisando esto en otra ocasión —dijo Helena en un tono dulce.
Giorgio huía otra vez. La rubia temía lo peor. Antes la habría mirado con sus ojos de lobo, y a pesar de todas sus dolencias y cicatrices, la habría llevado a la cama para atacarla sin piedad y hacerla gritar. Él prefería beber demasiado y no pensar, pero después de un encuentro íntimo a veces le preguntaba cosas sobre su vida y algunas trivialidades que hicieran parecer que sostenían una conversación. Ella quería que él supiera lo mucho que deseaba que la tocara; que se diera cuenta de lo hermosa que se veía; de cuánto podría amarlo si él no estuviera lejano, perdido en sus pensamientos, en su silencio. La desconcertaba lo que sucedía ahora: no lograba tocarlo, no podía conectarse con él. Deseaba hacerlo, pero también era su deber.
En ese momento, el ama de llaves cruzó el vacío espacio y se acercó a su patrón para susurrarle algo al oído. Por un segundo, su rostro cobró vida: se puso pálido, después se ruborizó de manera casi imperceptible. Helena lo vio disimular, aunque escuchó su profunda voz sonar particularmente agresiva. Tras la respuesta del heredero, Mary se fue y la persona a la que acababa de anunciar entró, tan segura como una roca que baja por una pendiente, como un alud que cubre las escasas flamas de un fuego que ella seguía intentando encender, pasando sobre su enorme deseo de relacionarse con su jefe millonario, ahora distante como la Luna. Antes de todo eso, la rubia habría tenido cierta esperanza de que ciertas cosas ocurrieran.
—Contacto —dijo Di Maggio, con la centelleante vista clavada en quien los saludó con amabilidad. Portaba la chamarra deportiva de la organización sobre el traje. La parte de abajo de éste parecía un mallón deportivo de esa forma.
Helena, que observaba la escena, no podía menos que ofuscarse. Creía haber descifrado todo el asunto en unos pasos hacía escasos cinco minutos. Miraba perpleja a la recién llegada. Él debía estar fuera de sí por ella, la odiaba. ¿Se le habría negado? Tenía un cuerpo atlético, pero no era espigada ni tenía una pálida tez como la suya. Se volvió hacia su jefe para escuchar el "Déjanos solos. Vuelve otro día".
La rubia salió de la mansión, subió a su blanco convertible y golpeó el volante un par de veces antes de irse.
—Siéntate —dijo con las manos entrelazadas a la altura del pecho—. ¿Qué quieres?
La profunda voz de Giorgio se escuchaba hasta los límites del despacho. Él creyó que la había intimidado; ella sólo lo dejó vociferar.
—Estuve ayer en casa de la doctora que certificó el deceso de Andrea. Sabe más de lo que admite. Quería que supieras que estoy buscando. Sé que su cuerpo desapareció. Haré lo posible por saber qué fue lo que pasó.
—Aunque lo supieras, no sé si eso cambiaría las cosas —gruñó él con un tono más grave que de costumbre.
—Al menos tendríamos la otra placa —respondió.
—Tal vez no —dijo él entre dientes.
Ella asintió.
—Tienes razón —repuso convencida—. Pero no puedo quedarme de brazos cruzados.
—Hay cosas que no van a cambiar, hagas lo que hagas. Al menos deberías ser menos incauta y no andar tras los caballos y su fabuloso comandante —dijo él de forma incisiva, mofándose.
—Tengo que mantener una coartada —dijo ella, pensando que Harry no podía informar a Mateo de todas sus correrías, pero sí debía reportarlas a los miembros del proyecto, por lo que, Di Maggio sin duda estaba enterado de todo. —Harry es un hombre íntegro, comprometido con el proyecto. Ha sido de gran ayuda, sólo he tratado de corresponder a su amabilidad —expuso un tanto indignada por el comentario.
—Sí, seguro tiene más de un interés. Es curioso como una cara mustia puede convertir a un traidor en un hombre íntegro —masculló.
—Si no fuera una buena gente, Andrea no lo habría amado tanto —aseguró la de negro.
—Si ella hubiera sabido... —respondió con un gravedad—. Cree lo que quieras, no me interesa. Si quieres correr directo al precipicio, ése es tu problema. ¡Lárgate!
Ella puso de pie y se dirigió a la puerta. Esas palabras la inquietaron mucho, pero estaba decidida a no discutir más. Sus ideas no cambiarían, sin importar lo que dijera ese tipo amargado.
Cuando se alejaba por el prado, una incómoda sensación casi la hizo retroceder. Se sintió de forma similar en la casa de la doctora, había algo en el ambiente que no alcanzaba a percibir con precisión, como un aroma sutil. Escrutó todo el perímetro durante varios minutos sin encontrar nada. Se estaba poniendo paranoica. Aunque se encontraba confundida, no quería ahondar más en lo que él le dijo. Después de todo, Harry era el único en el mundo que la ayudaba.
Tres meses después de la desaparición de Andrea
En algún lugar de la ciudad, hogar de Miguel Aster
Alguien llamó a la puerta del pequeño y oscuro departamento. En el interior, la computadora compilaba un programa de reciente creación. Abrió con lentitud. De pie, frente a él, estaba una joven bronceada que se veía pálida por el maquillaje que le cubría el rostro. Tenía un cabello negro azabache, lacio y brillante, corto hasta los pómulos —al estilo de 1920—, grandes ojos oscuros, como de muñeca, los cuales se veían aún más grandes por el delineador, y una pequeña boca pintada de rojo encendido, más angulosa por la línea del labial. Estaba vestida con una chamarra de cuero y un pantalón del mismo color que su cabello. Traía puestas unas botas militares. Él nunca recibía visitas, mucho menos de mujeres, por lo que pensó que se habría equivocado. Algo en ella le causaba incomodidad. Quizás era la forma en la que lo observaba: de manera penetrante, como queriendo intimidarlo.
—Busco a Aster —dijo ella.
—Yo soy el ingeniero Miguel Aster —respondió, tratando de ocultar su nerviosismo—. Y usted es...
—Eris Niezgoda. Debemos hablar. Tienes algo que podría interesarme —explicó mientras ingresaba al departamento y el joven en la puerta quedaba atónito—. Ojalá sepas en lo que te estás metiendo porque no hay marcha atrás —comentó muy seria.
—¿Te envió alguien? —preguntó imaginando que sería personal de De Lois.
—Si lo que me puedes decir me interesa, te pagaré bien. Espero que no me estés haciendo perder el tiempo, no lo soporto.
Ella sacó un sobre grueso que traía en la chamarra y lo lanzó sobre la mesa.
—Ahí está. Buena fe. Comienza a hablar o se termina —aseveró.
Él se acercó, desconfiado, y revisó el sobre. Era dinero suficiente para pagar la renta de dos meses. Se paseó los dedos por la ensortijada cabellera y le pidió que se sentara. Comenzó relatando que él era primo hermano de Andrea. Se detenía a veces para escrutar la reacción de ella, pero no mostraba ninguna: lo observaba como abstraída. Le contó que estudiaron en la misma institución superior y le habló sobre el trabajo que ella realizaba con el doctor Di Maggio.
—Ésas son cosas que cualquiera puede indagar en la red —dijo su interlocutora con desgano, mientras observaba sus uñas pintadas de rojo bermellón.
—Ya no —respondió el chico—. Todo ha sido eliminado. Ya no aparece nada sobre ella en los archivos de la universidad. Todo desapareció del sistema, pero logré recuperar varias cosas. Tengo algunas habilidades —dijo él, tratando de sonar interesante.
Eris lo observaba, inexpresiva.
—¿Eso es todo? —preguntó, aburrida.
—No —repuso, dirigiéndose a un mueble con un cajón.
Sacó un dispositivo de almacenamiento común y se lo dio.
—Éstos son los archivos que desaparecieron del sistema.
No estaba seguro de si se trataba del dinero o era la actitud de la mujer la que lo hacía hablar con tanta facilidad. De pronto sintió como si estuviera traicionando la memoria de su prima de alguna manera.
—No me creo que esto sea todo lo que tienes —dijo Niezgoda.
—Hay más información, pero quisiera un poco más de confianza —dijo Miguel lo más seguro que pudo.
—No tendrás más si continúas así —repuso ella.
—Es algo muy importante —exclamó—, pero antes hay algo que quiero pedir. Quizá podrían extenderme una recomendación para trabajar en la OINDAH.
Ella lo observó con cierto recelo. Se levantó sin decir palabra, dio media vuelta y se fue dando un portazo.
Miguel estaba comenzando a convencerse de que todo eso era una locura, pero tenía suficiente dinero para sobrevivir algunas semanas, mientras conseguía un trabajo estable. Imaginaba que lo que Andrea tanto ocultaba, en complicidad con Giorgio Di Maggio y algunos profesores de su alma máter, era alguna innovación científica o tecnológica, cuyos datos estaban encriptados en la placa de silicio que él tenía en su poder. Necesitaba de la otra para poder vender la información al mejor postor.
En realidad, no estaba del todo equivocado, excepto por un par de cosas. Primera, De Lois no estaba interesado de ninguna forma en la ciencia, y segunda, el descubrimiento no se trataba sólo de una simple innovación.
La mañana siguiente recibió una llamada telefónica del área de recursos humanos de la organización. Lo citaban para entrevistarlo. Querían ofrecerle una vacante abierta ese mismo día.
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