Celeste guardián. Capítulo 21.

Cinco meses y dos semanas desde la desaparición de Andrea

Casa de Miguel Aster

Desde que irrumpieron en su departamento, Miguel no se sentía seguro. No obstante, paulatinamente volvía a éste, no podía vivir siempre en un hotel. Había sido abordado por Niezgoda una vez más, pero le dio información esquiva e incompleta. No se atrevió a preguntarle si ella sabía algo sobre aquella noche, pero le pareció más amenazante e insistente. Casi estaba seguro de que ella sabía algo de la placa; sin embargo, no se la había pedido de manera directa.

Trataba de regresar a casa siempre antes del anochecer, pero ese día lo retuvieron en el trabajo hasta más tarde. El transporte público lo dejó a pocas cuadras de su departamento. Pronto se dio cuenta de que alguien lo estaba siguiendo. Primero una decena de metros de lejos, pero cada vez más cerca. No lograba ver la cara de su perseguidor, que estaba vestido de negro. La distancia entre ellos se acortaba. Comenzó a entrar en pánico. En vez de volver a su departamento, siguió huyendo. ¿Debía buscar a la policía? No sabía qué hacer. Corría y corría por calles vacías, seguido cada vez más de cerca. Comenzaba a ahogarse por el asma. En ese momento, logró perder de vista al perseguidor en una vuelta, y en la intersección de una calle un auto se estacionó frente a él.

—¿Necesitas ayuda? — exclamó el conductor que abrió la puerta del pasajero.

No lo pensó dos veces y abordó el auto. Estaba desesperado, haría lo que fuera por escapar y no lograba correr más. No se detuvo a pensar que podría ser una trampa. El auto arrancó a toda velocidad. Su respiración silbaba. Pasado un rato, tras aspirar la dosis de su inhalador, pudo exclamar:

—¡Gracias, me estaban persiguiendo!

—Tranquilo, estás a salvo.

—¿Nos conocemos? —preguntó. Le tomó un momento recordar—. ¡Eres el hombre de la carretera! ¿Qué está pasando? —cuestionó, asustado Miguel, viéndolo con más detenimiento.

—Estoy cuidando tu espalda —replicó el joven de ojos color miel, casi amarillos, mientras encendía la luz interior del vehículo y le entregaba una lustrosa tarjeta negra que tomó de su saco del mismo color, bajo el cual tenía puesta una prenda de cuello alto.

Decía El Lector. Parecía ser muy refinado.

—Me llamo Gabriel Elec. Trabajo en la organización. No eres el único que tiene acceso al correo de Andrea. Rastreamos ese mensaje hasta ti. Estás haciendo algo peligroso. Creo que es hora de que sepas un par de cosas más.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Soy amigo de tu prima Andrea. La ayudaba en su trabajo. Tal vez debamos conversar en un lugar más adecuado, tú elige.

Él dudaba un poco, pero lo había salvado... dos veces.

—Vamos a algún sitio público —repuso.

—Conozco un café que está abierto toda la noche. Podremos charlar, ¿te parece bien?

El asintió, dubitativo.

En efecto, era un lugar tranquilo. Se sentaron en un rincón apartado y pidieron café.

—He estado siguiendo pistas de lo ocurrido a Andrea. Soy parte de la comisión encargada para desentrañar lo sucedido. Es un trabajo secreto —susurró el hombre.

Aster comenzó a sentir que podía confiar en él. Era muy agradable.

—Pero su muerte ocurrió por un accidente —replicó.

—No sabemos aún si fue accidental —aseveró haciendo palidecer a su interlocutor—. ¿Cómo supiste que De Lois buscaba obtener información sobre ella? —preguntó el Lector.

—Ella y yo crecimos como hermanos —dijo—. Me lo contó alguna vez.

Lo observó fijamente.

—¿Y no se te ocurrió que él podría estar implicado en su muerte? —inquirió con seriedad. Enseguida se percató de que había tocado fibras sensibles en su interlocutor.

—No, nunca lo pensé —dijo Miguel, angustiado—. Tengo miedo, no sé qué haré ahora.

—Por eso estoy aquí. Fui cercano a Andrea y quiero ayudarte —aclaró con seguridad—. Pero la gente de De Lois no debe saberlo, pues seguimos investigando. El asunto será concluido de forma oficial por la organización, para permitirnos seguir indagando en secreto. Espero poder contar con tu discreción. Supongo que te interesa que se esclarezca el asunto.

El chico asintió con vehemencia, mientras, nerviosamente, daba sorbos a su taza. El Lector lo tenía justo donde lo quería. Miguel le dijo todo lo que le había revelado a la Pesadilla. Tenía ambiciones, pero no podía pagarlas, y explicó que eso lo orilló a hacer lo que hizo.

—Sólo le hablé de cosas que pudo enterarse por cualquiera en la universidad —aseveró—. Lo más importante lo tengo reservado.

El Lector supo que estaba muy cerca de encontrar cierto objeto crucial antes que nadie. Eran un equipo, pero sabía que quien obtuviera la placa obtendría un beneficio especial y no dejaría pasar esa oportunidad.

—¿Qué debo hacer ahora? —exclamó el chico, desesperado.

—Debemos entender por qué te acosa la gente de De Lois —respondió.

Cada cosa que decía parecía ser justo lo que Miguel necesitaba escuchar. Se sentía confiado y protegido con ese hombre al que no conocía, que decía ser amigo de Andrea y que lo había seguido.

—Sigue hablando con ellos si te buscan, pero siempre debes avisarme para que esté cerca. Si sientes que estás en peligro llámame al número que aparece en la tarjeta, a la hora que sea. Alguien de mi equipo estará siempre cerca de ti. Deberás hacer todo lo que puedas para aparentar normalidad. Es fundamental.

El chico asentía.

—Quizá nos puedas ayudar a resolver todo esto. Mientras tanto, haremos lo necesario para protegerte. Parece que saben dónde vives —aseveró.

—Sí, entraron a mi casa —repuso.

—No deben saber dónde te quedas. ¿Hay algún lugar en el que puedas estar, que ellos no conozcan?

Negó con la cabeza.

—Podemos ayudarte con eso. Hay un departamento de la organización cerca de aquí, podrás usarlo mientras tanto. Sólo tienes que ser muy cuidadoso para que no sospechen y no te sigan. Podemos ir ahora si quieres. Aster asintió nuevamente. Fueron a su casa. Tenía miedo, pero el Lector se veía muy seguro y parecía ser un hombre fuerte. Empacó lo necesario, es decir, un par de sus computadoras portátiles y algo de ropa. Después se dirigieron a un departamento en un lujoso y moderno edificio, muy diferente de la pequeña y oscura vivienda que él rentaba. Estaba fascinado. El Lector le entregó las llaves que traía en el bolsillo del saco.

—Deberías ver siempre a esa gente en lugares públicos. Suerte, estoy pendiente.

—Gracias, hombre —dijo.

—Me dicen Elec. Puedes llamarme así o Gabriel.

Miguel reflexionó esa noche: ahora estaba atrapado entre dos bandos. Aunque no le parecía del todo mal lo que estaba obteniendo hasta ese momento, la Pesadilla seguía asustándolo mucho.

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