Ausencia. Capítulo 70.

Pasaron varios días. Tras haber acudido a la organización para conocer toda la evidencia de lo ocurrido en el techo, Di Maggio ordenó que no le abrieran la puerta de la casa a nadie a menos que se tratara de Andrea. Muchas cosas estaban ocurriendo a gran velocidad. Nadie pensaba mucho en Contacto, excepto él, Andrea, el Lector y el Agente.

El hombre de mirada azul esperaba, atrincherado donde siempre. En sus fantasías etílicas imaginaba que aquella mujer a la que conocía muy bien entraba por la puerta de madera de doble hoja como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, algo se sentía diferente. Odiaba que transcurriera el tiempo. El casco seguía tirado a un lado del salón, hecho añicos. El teléfono celular marcaba llamadas que no tenía intención de responder, excepto cuando Andrea le hablaba, como en ese momento. Aceptó sin pronunciar palabra.

—Giorgio, necesito tu ayuda para que el proyecto quede integrado a la organización de la nueva forma lo antes posible.

Él no contestó.

—Es un momento muy difícil, pero debemos hacerlo. Ella lo querría así.

—No acabo de creerme la forma en la que se supone que explotó el tanque, Andrea. Además vi los restos calcinados. No estoy seguro de que fueran suyos —dijo Di Maggio con su gravísima voz.

—Por favor, escúchame. No entiendo lo del tanque pero ya tengo los resultados de ADN que hicimos. Todos fueron positivos. Tenemos que aceptarlo, se fue —aseveró la investigadora de forma compasiva, respirando hondo para contener sus emociones.

Giorgio permaneció en silencio.

—Perdón, no puedo... luego hablamos —musitó ella con la voz entrecortada y colgó.

Aquel amanecer, minutos antes de tirarse del techo, Contacto se había comunicado con el hombre de ojos de lobo. Lo único que le dijo fue que pasara lo que pasara, tenía que esperar. Y él terminó la llamada sin decir nada, como lo hizo con su padre años atrás.

Tras escuchar a Andrea, permaneció varios minutos con el teléfono en la oreja, inexpresivo como era usual, dejándolo caer después sobre el escritorio. Giró la silla y dirigió la mirada hacia el cancel. Observó su solitario reflejo en los cristales. Detrás del suyo, solía estar el de ella. Pero ahora estaba solo. Lo estaría por siempre. Recordó sus propias palabras: «No quiero volver a verte». Lo habían abandonado otra vez, y era por su culpa.

Hubiera querido llorar con desconsuelo, pero no pudo derramar ni una lágrima. Comenzó a temblar al sentir un enojo incontenible que lo cegó. Se levantó y como un loco comenzó a golpear los cristales con los puños. Dos, cinco, diez. El vidrio seguridad no se astillaba ni se desprendía, sólo se estrellaba, pero él tenía las manos heridas por los golpes. Sin embargo, no sentía dolor físico, sólo ira. Lanzó algunas botellas y dañó más vidrios. Cuando se quedó sin proyectiles, levantó la pesada silla y la arrojó también. No logró atravesar el ventanal, pero el estrépito atrajo al ama de llaves, que llamó al chofer.

Di Maggio dio algunos pasos vacilantes, mareado. Se recargó sobre el pesado escritorio con las manos ensangrentadas y gritó con desesperación.

Cuando Mary y Aurelio llegaron, lo encontraron sentado sobre el piso de madera, recargado en la pared, observando el abollado DDC que estaba tirado del otro lado del salón. El ama de llaves vio sus manos sangrantes y los cuadros transparentes de la ventana rotos. Creyó comprender lo que había sucedido.

—Trae el auto, por favor. Llama a Andrea, dile que nos alcance —le pidió Mary a Aurelio y se acercó con cautela al hombre, en silencio, como el cazador a un ciervo moribundo. Se puso de hinojos junto a su patrón y le tomó con delicadeza las manos heridas. Él aún temblaba y resollaba, sin apartar la vista del casco roto.

—Murió por mi culpa. Soy un monstruo —susurró.

—Estoy segura de que no fue así. Ella hizo lo que le parecía lo correcto, lo hubiera hecho de todos modos —respondió la señora con paciencia.

A pesar de su profundo conflicto, Di Maggio logró razonar. Contacto quería hacer la entrega. Siempre estuvo dispuesta a sacrificarse con tal de lograrla. El adusto hombre había visto y escuchado la grabación de la última conversación que tuvo con el Agente. Ella lo decidió así.

—Mary, siempre has estado conmigo —musitó clavando la mirada en ella. En vez del frío habitual, la señora vio un gran dolor en sus azules ojos—. La perdí. Lo perdí todo por maldito, por terco. Este es mi castigo por ser un desgraciado ­—dijo apretando los dientes y frunciendo el ceño.

—No, señor. Todos cometemos errores. Siempre se puede aprender de ellos. Tenemos que perdonar y perdonarnos —respondió compasiva.

—Eres la única madre que he tenido y siempre te he pasado por alto. Por favor, no vuelvas a llamarme señor. Dime hijo —clamó destrozado, con su voz más grave, sin poder llorar a pesar de necesitar hacerlo con vehemencia.

Mary lo abrazó con cuidado, muy conmovida.

—Todo va a estar bien, hijo. Vamos a que te curen, por favor.

Él se dejó conducir.


Días después

El tiempo pasaba con lentitud. Di Maggio se sentía como una mosca pegada en la melaza. Amanecía y oscurecía. Seguía pertrechado detrás de su escritorio, bebiendo. Supo que siempre estuvo equivocado. La mujer de negro, a la que, a pesar de su inconmensurable fuerza física siempre vio pequeña y débil, le mostró una fortaleza y una tenacidad que él no había podido comprender hasta ese momento, en el que se veía a sí mismo indefenso y solo, como cuando era un niño enfermizo, lo cual nunca superó del todo. Ahora sabía que lo que hizo esa mujer cambiaría muchas cosas.

Él nunca logró decirle a Contacto la verdadera razón de por qué la aborrecía tanto y no había podido decirse a sí mismo por qué siempre la quería cerca. Ahora que ella se había ido, se daba cuenta de que comprendía de un modo distinto las últimas palabras que su padre le dirigió. Y dudaba. Parecía que no la odiaba como creyó ciegamente. Observó sus manos aún vendadas por los golpes que le dio a la ventana solo porque el reflejo de la mujer nunca volvería a estar sobre ellos.

Ella tocó y arrastró todo con su presencia, desde su primer día en la organización, desde el momento en que llegó a su vida. Había obtenido de ella la fuerza que lo lanzó al suelo para después hacerlo aferrarse y darle una esperanza: la de destruirla. Estuvo convencido de que su deseo de venganza era su motor, pero estaba equivocado.

Era la enorme necesidad de tener lo que ella había poseído a montones: el anhelo furioso e incontenible de cumplir con su misión, de tener un propósito en la vida más allá de la vanidad de lo mundano, de la superficialidad, de lo trivial, era el ímpetu de concretar lo trascendente, lo verdadero, lejos de la falsedad de los materialismos, ella deseaba hacer lo correcto, lo que le parecía un acto de justicia y no de caridad. Esa mujer quería hacer algo motivado por el amor al prójimo, luchando porque la necesidad colectiva prevaleciera siempre sobre la personal. Y eso era lo que él deseaba y que había pasado por alto siempre: tener una genuina razón para vivir.

Por ello había estado tan enojado con Laura Esther, porque ella tenía un motivo de vida y él estaba seguro de que ella era el suyo. Por eso cuando la perdió tuvo la desoladora sensación de la desesperanza total. Concretó su venganza en contra de Contacto y no fue suficiente. Ahora descubría que podía tener un propósito verdadero.

Podría entregarle al fin el suero al mundo. La inteligencia de la organización ambicionó algo muy distinto a eso. Habían querido tener el poder de desarrollar a otros como Contacto, de ser ellos mismos como ella. Di Maggio conocía a su padre, esa nunca habría sido su intención. De saber cómo hacerlo, hubiera destruido la evidencia... Giorgio comprendió. Por ello había quemado todas las bitácoras antes de morir.

Él entendía en parte por qué su padre usó el virus en sí mismo. Tal vez quiso ser como ella. Quizá se sentía culpable al haberla inoculado sin decirle con qué, sin haber estado seguro de que eso no la mataría, o por el remordimiento de haberla utilizado sin su consentimiento como un incentivo para que la organización aceptara resguardar el proyecto.

El doctor siempre pensó que otros querrían tratar de ser como ella, pero él no les diría cómo lo había hecho. Él sabía que los habían comenzado a seguir muy poco tiempo después de que le entregó la bitácora de Andrea a Carlos Caballero.

El heredero comprendió que su padre guardó el secreto del virus y envió a Contacto con una misión muy simple, con un mensaje para él, que no había podido entender hasta ese momento: el verdadero sentido que quería que tuviera el proyecto, el propósito que deseaba que él tuviera también. Ahora, Di Maggio podría tenerlo. Sin embargo, tras haber cumplido con lo que ella creía que era su misión, se había ido para siempre.

Y a pesar del veredicto final que indicaba que Contacto había muerto ese día, Di Maggio aún se aferraba a sus últimas palabras:

«Pase lo que pase, debes esperar».

Mucho después

Transcurrieron uno, dos, cincuenta días. Harry envejeció años en poco tiempo. Encaneció, se dejó crecer la barba. Apenas dormía, respiraba, comía. Sobrevivía. Sólo él entendía lo que ella se había llevado consigo. Poco a poco comprendió lo último que le dijo. No era sólo la ausencia lo que lo desgarraba y que lo mantenía despierto por las noches. Todos creyeron que se sentía responsable de no haber podido detenerla. Sólo él sabía que ella había escogido ese lugar y ese momento para marcarlo para siempre.

Los meses que siguieron a aquel fatídico día fueron muy duros para él. Subió varias veces al techo de algún edificio para observar la calle desde arriba parado en la orilla, lo cual fue interpretado como comportamiento suicida.

Fue internado en un hospital psiquiátrico de la organización donde por primera vez en su vida habló en sesiones terapéuticas de todas sus pérdidas. En otras circunstancias no hubiera sufrido así. Desde que habían muerto sus abuelos, no sentía muchas cosas, hasta que llegó ella. Ahora no podía sentir nada más que dolor.

A veces Andrea, ese benévolo ángel de ojos dorados y verdes que lo había perdonado, aparecía de la nada y lo sostenía para que no cayera en el abismo que parecía tragárselo. Le ofreció un lugar en su familia, como si fueran hermanos. Sus hijos lo llamaban tío. Poco a poco comenzó a recuperarse a sí mismo; dejó de llorar inconsolablemente, de tener pesadillas, de subir a los techos, de sufrir.

Sin embargo, no volvió al servicio activo del grupo Alfa.

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