Al final, como al principio. Capítulo 72.
Tres años después de la entrega
«Hay momentos en la vida en los que se deben tomar decisiones. Sin embargo, hay algunas personas que en un instante crucial pueden cambiar al mundo», repasaba Andrea en su mente el discurso que iba a pronunciar en la ceremonia a la que se dirigía.
Era un día soleado. La mujer sentada en el asiento de adelante observaba como hipnotizada los rayos de sol pasar a través de la ventanilla del auto azul, como el cielo. Su esposo conducía y sus dos hijos charlaban en el asiento de atrás. Un distante recuerdo estaba clavado en la mente de Andrea: su amiga. «Tonta» pensó con melancolía. «¿Cómo así? ¿Cómo cuando ya se había hecho la entrega?» se decía. Deseaba que ella jamás hubiera tenido que llegar a eso, aunque le había dejado tantas cosas. Las risas de los chicos la hacían sentir feliz, le recordaban todo lo que se había logrado y la hacían desear saber lo que podían alcanzar. Y su amiga siempre estaría allí, de alguna manera.
Sería algo sencillo, algo breve. Estaba un poco conmovida. En realidad veía que todas las cosas habían cambiado de nivel, como si todo lo que habían vivido años atrás hubiera sido el oscuro preludio de un gran salto hacia adelante, hacia la luz.
La ceremonia consistiría en la entrega de un premio póstumo para el Dr. Alessandro Ian Carlo Di Maggio por la creación del suero, mismo que Giorgio había eludido recibir dado que encontraba ahora como pretexto sus múltiples ocupaciones al frente de la compañía que producía el suero y de la ONG que también presidía. Había designado a Andrea para que fungiera como vocera oficial de la empresa. Él se sentía incapaz de ser el portavoz.
La mujer de los ojos color avellana tenía preparado un discurso muy formal que no quería pronunciar. Hubiera preferido hablar de valor. De humanidad. De decisión. De la entrega. Sabía que nadie más lo entendería.
Al fin, tras tanto tiempo y mucho reflexionar, lo había comprendido. Seguía fingiendo que aquella que fue su amiga no había existido; la retenía en su memoria como el recuerdo de un sentimiento, de una emoción: arrojo, pasión incansable por concretar la entrega del suero. Aquella mujer se convirtió en un rumor, en una leyenda. Se contaban historias vagamente reales y poco creíbles sobre ella en cerrados círculos dentro de la OINDAH, pero nada era cercano a la realidad. Los que en verdad la conocieron no volvieron a hablar de forma abierta sobre ella.
Andrea comprendía las razones que hicieron que la mujer de negro escogiera ese destino. Aún le causaba pesar que el equipo científico no hubiera tenido la oportunidad de analizar y comprender el funcionamiento del virus. Quizá, de haberlo hecho, todo habría acabado de otra forma. O tal vez los Alfa habrían cumplido con sus ambiciones y la entrega jamás se hubiera realizado, pero ya no tenían forma de saberlo.
—Ya llegamos —dijo Juan José.
Todos bajaron del auto. Andrea se sentía segura. Llevaba el ondeante cabello suelto. Tenía puesto puesto un sencillo traje sastre de un tono claro, que acomodó al bajar del automóvil. Amaba ese color. La esperaban para conducirla a un enorme y moderno salón en el que había como trescientas personas.
Sus palabras fueron amables y directas, como solía ser ella. El lugar era un hervidero de periodistas que al término del evento la interrogaron y fotografiaron como si fuera una estrella de rock. La atosigaron con preguntas de toda índole, desde las netamente científicas, hasta las más absurdas. Un reportero se apretujó contra los otros y le preguntó algo que la dejó contrariada.
—¿Es verdad que un sujeto experimental de este proyecto llegó a presentar capacidades extraordinarias?
Andrea lo observó atónita.
—¿De dónde sacó eso? —exclamó. Todos rieron. Interpretaron su respuesta como un no.
Semanas después
Un día cualquiera, Di Maggio pasó por el salón de la enorme casa en la que ya no residía y que frecuentaba poco, buscando un documento viejo. Abrió el cajón del escritorio y entre todo aquello que no había tocado en largo tiempo, encontró la cadena con la cruz y las dos placas de silicio. Recordó la forma en la que recuperó aquellos objetos. Los observó con melancolía, sosteniéndolos en su enorme mano.
La cruz era, de acuerdo a las palabras de Contacto, para recordar que hay que mantener la fe.
Las placas nunca habrían servido para producir el suero que era de lo que él se encargaba ahora con ayuda de los miembros del proyecto y de Laura Esther.
Eso era todo lo que su padre y la mujer de negro habían deseado y él podría decir que estaban a mano.
Siempre se preguntó si deseaba deshacerse de ella o si quería que se quedara con él para siempre, si su venganza lo haría feliz o miserable. Si la odiaba o la amaba. Lo único que tenía por seguro era que ella lo había rescatado de sí mismo tantas veces, hasta el final.
Interrumpió sus reflexiones.
Faltaba algo...
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