Acordes. Capítulo 12.

Dos meses y medio desde la desaparición de Andrea

El techo hexagonal de la organización ofrecía una espectacular vista. Con la mirada dirigida hacia el norte, el océano quedaba a la izquierda y la ciudad, a lo lejos, a la derecha. Al anochecer, la brisa del mar soplaba con fuerza sobre la azotea del edificio.

Contacto se dirigió hacia ahí en cuanto pudo. Necesitaba meditar lo que estaba haciendo, después de la incursión. Empezaba a conocer ese espacio bastante bien. Contemplaba las luces de la ciudad en la distancia encenderse poco a poco. Evitó a Harry todo el día. Reflexionaba, en el lugar más alto, sobre sus breves y fallidos pasos. Aún no sabía nada del paradero de Andrea ni de la placa. Eso le quitaba el sueño todos los días. No quería sentirse culpable, pero se recriminaba a sí misma su reciente proceder: demasiado agresiva, carente de cautela. Algo le decía que las coincidencias no existían, y que los Alfa, de los que no sabía casi nada, parecían seguirla. ¿Estaría cometiendo los mismos errores de su amiga?

Ahora que el proyecto se encontraba prácticamente en sus venas, tal vez debía permanecer lo más oculta que fuera posible. Pero, si podía ayudar, ¿debía negarse? Se sentía confundida. Sin embargo, si algo le ocurriera, no podría hacer nada más por nadie. Deseaba servir, necesitaba hacerlo, pues trataba en vano de llenar el espacio vacío que tenía en su interior y al mismo tiempo, nada lograba aplacar la furiosa necesidad de cumplir con su deber, de llevar a cabo la entrega. Trataba de verse a sí misma desde lejos. Tenía una misión y debía realizarla a cualquier costo.

El viento fresco de la tarde le acariciaba el cabello atado en la nuca. Creía que todas las cosas tienen en la vida un propósito más elevado que el simple transitar material; que detrás de todo siempre hay algo que enseñar y aprender; algo que sin duda nutriría al espíritu de cada persona. Cerró los ojos y escuchó el viento silbar en sus oídos. Se hacía tarde. También escuchó los pasos de alguien que se aproximaba con cautela.

—Excelente vista —dijo la voz cálida del hombre.

—¿Cómo me encontraste aquí? —preguntó ella.

—El edificio está lleno de cámaras: el subdirector de seguridad debe verlo todo —respondió Harry.

—Creí que seguías molesto —dijo sin voltear a verlo.

—No, claro que no. Me sorprendiste. Para agradecerte la temeridad —replicó y se sentó frente a ella—, te invito un café, una cerveza, lo que sea.

—¿En serio? —preguntó suspicaz.

Él sonrió.

—Vamos. Somos amigos, ¿no?

El club de música del centro

En esos días, lo único que daba un poco de color a la escasa vida privada de Harry eran los jueves por la noche. Toda la semana se involucraba de lleno en asuntos diversos de la organización. Además, problemas de todo tipo llegaban a su escritorio, con lo cual se mantenía distraído. Sólo esas noches dejaba sus emociones al descubierto, ante un montón de queridos desconocidos en un club del centro.

Era un lugar relativamente pequeño, un sótano al que se accedía por una escalera en la calle. Él era la persona más esperada de la noche de aficionados, aunque tocaba como un profesional. Se ausentó un par de meses desde la muerte de Andrea. Cuando volvió, los clientes frecuentes le aplaudieron para que subiera. Le hicieron muchas preguntas indiscretas, las cuales contestó de manera evasiva, pero con un tono amable.

La recompensa de esas noches no eran los tragos gratis ni los números telefónicos de mujeres a las que nunca llamaría. Sentía que liberaba un poco de la presión que llevaba adentro. Era un hombre muy afable. Tenía muchos amigos y sabía tratar políticamente a los que no lo eran. No era muy confiado, pero cuando estaba seguro, no dudaba.

Vivía en el viejo departamento que le heredaron sus abuelos, quienes lo criaron. Desde pequeño lo apodaban Harry, de modo cariñoso, pero, años después, todos lo llamaban así. Su padre abandonó a su madre cuando él iba a nacer; ella optó por ir a otro país a buscar una vida mejor y nunca regresó.

Cuando era niño, sus abuelos fungieron como sus padres, pero la felicidad no duró mucho. El señor murió cuando él tenía quince años y su esposa cuando tenía dieciséis. Su situación económica no era holgada, pero ambos, previendo el hecho de que quizá no vivirían hasta que pudiera mantenerse por sí mismo, dejaron el departamento a su nombre y parte de los ahorros de sus pensiones. Un pariente lejano debía fungir como albacea hasta que cumpliera la mayoría de edad, pero sólo firmaba y dejaba que él se las arreglara solo.

El chico abandonó la escuela y se dedicó a vagabundear por las calles. Las cosas empeoraban día tras día, y él se volvía más rebelde y agresivo. En la calle se encontró con Mateo Gil, quien era seminarista en aquel entonces. Mateo, además de conocer los barrios a la perfección, creía que los muchachos en las calles necesitaban saber que Dios era su amigo. Quería cambiar al mundo y lo intentaba a su manera: organizaba pláticas y talleres con el auspicio de una ONG vinculada a la OINDAH.

Gil rescató a Harry de la calle a los diecisiete años: lo logró gracias a la música. Se hicieron muy amigos y seguían siéndolo. También lo ayudó a regresar a la escuela: terminó la preparatoria e ingresó a la carrera de medicina. Aunque la concluyó, seguía enojado con la vida; se sentía solo, desarraigado.

El destino llevó a Mateo a ser consejero del CDA e invitó a Harry a la academia, donde este último canalizó toda su ira. En la institución creó fuertes lazos, pues le dio sentido de pertenencia. Tuvo una familia otra vez. Veía a Mateo como a su segundo padre y a la organización como un hogar al que le debía todo.

De vez en cuando,Mateo, quien ahora era el director del CDA, invitaba a Harry a sesiones con los muchachos de los barrios para hablarles de sus experiencias.

Todo el mundo se preguntaba cómo alguien de formación religiosa dirigía un grupo de seguridad. En realidad, Gil delegaba todo lo relativo al campo de la acción en manos del grupo de subdirectores, uno de los cuales era Harry.

La mujer de negro que conoció un poco de su historia aquella noche no podía menos que admirarlo, pero lo que realmente le parecía más increíble de él era la sensibilidad que no temía mostrar en momentos como ese, fuera del comando. Sin embargo, ella aún ignoraba muchas cosas sobre su nuevo amigo. Por ejemplo, no tenía muy claro cómo ingresó al reducido grupo que sabía sobre el proyecto, pero sospechaba que tenía que ver con su relación personal con Andrea. Ese día que lo acompañó al club traía el traje debajo de ropa más colorida: una chamarra color vino y pantalones de mezclilla.

El lugar se encontraba abarrotado, pero siempre tenían una mesa reservada para quienes tocaban gratis. Él lo hizo muy bien. Lo único que interpretó esa velada fue una pieza muy triste. Contacto se sentía conmovida, pues sabía a quién estaba dedicada. Intentó no llorar, pero no pudo evitarlo. Echaba de menos a Andrea, y por lo que alcanzaba a ver, ese hombre la extrañaba igual. Él terminó de tocar y huyó del escenario.

—Qué extraño, eres artista y soldado —dijo ella.

Él sonrió, nadie antes lo había descrito así.

—Siempre me gustó la música, pero también hay que saber pelear. La vida puede ser muy dura —explicó Harry.

—Sí. Y a veces uno está tan perdido y solo que no sabe hacia dónde dirigirse —musitó la chica.

—Sabes, Andrea también me hace mucha falta. La verdad no eres la única que se quedó sola —repuso.

Desviaron la mirada un momento en silencio y comenzaron disimuladamente a quitarse las lágrimas de los ojos. No hablarían en ese momento de la desaparición del cuerpo, ni de los planes para seguir investigando; trataron esos temas antes, pero no habían tenido la oportunidad de compartir sus emociones sobre Andrea desde que se encontraron por primera vez.

En ese momento, un mesero que pasaba cerca del escenario tropezó y dejó caer todo el contenido de su charola sobre el baterista. No hubo heridos.

Los dos rieron desvergonzadamente.

—Somos patéticos —dijo la mujer.

—Sin duda —respondió él.

Conversaron por horas, como viejos y buenos amigos que se conocían sin conocerse. Salieron del club y caminaron por las calles, en silencio.

No había más que decir. Eran un par de solitarios acompañándose en su duelo.

Esa madrugada, en el despacho de la mansión

Eran más de las tres de la mañana. Di Maggio permanecía en el salón. En la chimenea sólo quedaban las brasas del fuego vehemente de la tarde pasada. Permanecía en silencio, en la penumbra. No sabía cómo tomar aquel extraño hallazgo. Pudo haber estado por mucho tiempo guardado en el cajón del escritorio. Pudo pasarlo por alto antes. Se trataba de una pequeña hoja de papel cuidadosamente escrita, que decía: "Te veré el siguiente miércoles".

La caligrafía era inconfundible. De no haber sido porque buscó y halló la botella del whiskey en ese inusual sitio, no la habría encontrado. Debió estar demasiado ebrio la noche anterior, pues no recordaba haberla puesto allí. No solía tener esperanzas. Mucho menos, si se basaban en elementos tan inciertos. Pero el hecho era que las tenía.

Era la madruga del jueves.

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