Capítulo 14

Parecía estar encerrado en una fotografía. Sí, debía ser eso, puesto que todo lo que veía ya había pasado, ¿o no? Sentía que sí, que ya había vivido ese momento tan dichoso. Recordó el sentimiento de felicidad, de hecho volvió a sentirlo. No le importó, dejó de hacerse tantas preguntas y se centró en disfrutar.

Estaban en un río a las afueras de su antigua ciudad. El ambiente era fresco. El silbido del viento agitaba los árboles y las pendientes de las que habían descendido con cuidado, sobre todo él. Pero tenía a Hernesto que siempre iba adelante para ser el soporte que lo sostuviera si llegase a caer.

Las piedras eran mohosas y resbaladizas, el terreno fangoso. Después de varios descansos para que no se agitara llegaron al pie del río. No dudó en sentir el correr de las aguas por su mano. Eran frías, o así lo recordaba. A su lado estaban sus dos amigos, sus fieles compañeros que no lo habían abandonado, ni en los momentos más difíciles.

—¿Nos abandonarás ahora? —preguntó Hernesto quien estaba a su lado.

Todo se paralizó. La voz de su amigo retumbó por todo el paraje, casi de forma sobrenatural. Sintió algo distinto. Ya el río no estaba en movimiento, ni las aves continuaban su vuelo. El tiempo se paralizó y con él todo el curso natural del mundo. David se levantó confundido, su corazón latía con fuerza reaccionando a su repentino temor. Las sonrisas se borraron para darle paso a rostros deformes; caras incorpóreas que adoptaron formas abstractas, similares a la sangre coagulada. De estas se abrieron do agujeros, salió un grito ensordecedor. David se sobresaltó y gritó con terror. El pánico se había avivado haciéndolo caer de rodillas al suelo. Temblaba.

—¿Nos vas a abandonar? ¿Nos vas a abandonar? ¿Nos vas a abandonar? —gritaban con voces guturales. De repente no eran una, eran dos, tres y cuatro voces que se unieron al coro de preguntas que no parecían parar.

—¡No! ¡No los abandonaré, nunca! —exclamó David en un ataque de pánico.

Hacía lo posible por mantener su corazón a raya, pero no podía. Sus palpitaciones eran constantes y sonoras; en toda su mente retumbaban como tambores de guerra «pum, pum, pum». Las voces no callaban, hacían las mismas preguntas una y otra vez. David agarró su cabeza con ambas manos en un gesto de desesperación. Su pecho dolía. Se asfixiaba. Moría.

—¡Por favor, lo juro, lo juro! ¡No los abandonaré!

Y todo su mundo desapareció.

Se encontró a sí mismo, con los ojos abiertos y el tenue susurro de sus labios que decían «Abandonaré» El corazón le latía a un ritmo más acelerado a lo normal, así que dedicó unos minutos en tranquilizarse. Notó el correr de gotas de sudor por su frente, quizá por el temor experimentado en otro ángulo, otra dimensión que no era la real. «Solo una pesadilla» pensó intentando sosegarse. La misma pesadilla del día anterior y del antepasado. Llevaba tres noches soñando lo mismo, salvo que los paisajes eran distintos. El primero fue todavía en el hospital, el resto en la casa, después que le dieron de alta.

Se levantó. Las sábanas que cubrían su delgado cuerpo se le pegaron al pecho. Miró con preocupación las marcas húmedas dejadas bajo las almohadas. Había sido una noche muy agitada. «Y no como la de cualquier chico de mi edad» pensó cansino. Gracias a eso su cuerpo entero estaba pegajoso. Palpó la sábana de la cama y la sintió húmeda igual que el resto. Suspiró decido a darse un baño.

Quitó las sábanas y las tiró a una cesta de ropa sucia, semidesnudo se dirigió al baño. Lo primero que hizo fue pesarse. Notó que había bajado un kilo, antes pesaba setenta, ese día sesenta y nueve. Se sentía normal, un kilo no era alarmante, pero aumentar cinco era peligroso, demasiado. Seguido de eso se miró en el espejo, se escrutó, desde las clavículas que estaban bien marcadas, hasta su delgado abdomen que no tenía nada de consistente. Era simplemente un chico delgado, sin músculos desarrollados. Frágil.

Ya en la ducha, dejó que el agua fría recorriera su cuerpo. No la frecuentaba, ya que los doctores le habían recomendado agua tibia, no muy caliente, pues relajaba los músculos. Esa mañana decidió hacer un mínimo cambio. Suspiró al recordar las palabras de sus sueños. «¿Nos vas a abandonar?» Pasó su mano por el rostro, como queriendo quitar un mal recuerdo. El agua le pegaba directamente a la cara. Se sentía extraño.

David nunca abandonaría a sus amigos, tal y como había respondido en el sueño. Pero tenía miedo, había muchas cosas que no sabía y que no comprendía. Los pensamientos que iban y venían tan contradictorios entre sí, no los aceptaba. Sin embargo, si de algo estaba completamente seguro, era de que sus amigos ya no existían.

Ya no estaban.

Sintió un cosquilleo en su estómago, seguido de una presión en su pecho. ¿Cómo evitarlo? Sus ojos se cristalizaron y se permitió llorar en silencio. Las gotas de la ducha se perdían con las lágrimas que brotaba, e hizo un gran esfuerzo por ahogar ciertos gemidos de tristeza. Le costaba asimilarlo, pero ya se lo había preguntado cinco veces a su madre, ¡cinco! La respuesta era la misma.

Duró más de una hora dentro, hasta que la piel de los dedos de las manos y de los pies se arrugaron como pasas. Salió envolviendo una toalla alrededor de su cintura. Se secó con otra el desordenado cabello del que le caían bucles detrás de las orejas. Mientras se vestía pensó en Julieta. Su recuerdo era tan nítido como una fotografía de las que tomaba Xavier. Recordar a aquella niña intrépida y risueña todavía le resultaba extraño. Era como una pieza de un puzzle que finalmente hallaba su sitio, solo que él sabía que en algún momento estuvo vacío. Sin nada.

Iba a llegar tarde a la universidad, quizá unos minutos más tarde a la primera clase; en esas circunstancias ya no le importaba. Las ganas de asistir habían desaparecido junto con las personas que le habían acompañado gran parte de su vida. La existencia de los deseos de estudiar y ejercer lo que les gustaba fueron opacadas por borrones, por desdichas que tenían nombres y rostros que aún recordaba. «Sigues vivo, puedes hacer algo... todavía» Ya había asimilado la parte en el que admitía que por algo continuaba con vida. No sabía con exactitud lo que fue, pero ya no le cabían dudas. Después de ciertos pellizcos, uno que otro golpecito en la cabeza, y de escuchar su propio corazón latir, comprendió que no estaba alucinando.

Sentía curiosidad. Necesitaba una razón. Una que le dijera el por qué continuaba sabiendo que había corrido desesperadamente por seguir viviendo. Irónicamente, la acción que le "salvaría" sería la que le llevaría a una muerte segura.

La televisión estaba prendida, así que mientras se vestía escuchaba poco atento a las noticias de la mañana, hasta que una le llamó la atención. La periodista hablaba sobre el aumento de la deforestación ese año. «No puede ser —pensó horrorizado, deteniéndose por primera vez. Se acercó al televisor hasta que con la yema de sus dedos rozó la imagen que se visualizaba—. Cincuenta kilómetros cuadrados de naturaleza talados por industrias madereras»

Apagó el televisor abrumado por las imágenes consecutivas que mostraron. Troncos, plantas y animales devastados por la destrucción de un ecosistema natural. ¿Hasta cuando eso continuaría así? «Aumento del 20% —recordó que había dicho la periodista —, es demasiado»

Salió de su casa apresurado, luego de comer con apuro unos cereales con leche sin azúcar. Había perdido mucho tiempo pensando en el daño que el humano le estaba causando a la naturaleza. Esa mañana no tuvo una conversación con su madre. La tensión entre ambos empeoraba con el pasar de los días. No sabía por cuánto tiempo podría mantener una mentira como esa. Quedó encerrado en una paradoja; la verdad parecía mentira, y la mentira se volvió más verosímil que la verdad.

Cuando llegó al instituto su vida pareció transcurrir con normalidad, a diferencia de que ese día, habían exactamente dos asientos sin ocupantes. Dos que estaban muy cerca de él. Pasó las clases dibujando en su cuaderno. En una hoja hizo el rostro de Hernesto, en otra la de Xavier. Pensó que podría sentirlos a su lado, pero concluyó en que era imposible. El vacío que sentía en el pecho simplemente no podía ser comparado. No estaba triste por la muerte de alguien, porque no estaban muertos ¿Cierto? Tampoco podía estar feliz, consciente de que sólo él los mantenía con vida.

Cuando pasaron la lista de los asistentes sus nombres no fueron pronunciados, lo que reafirmaba su triste realidad. «¿Por qué solo yo? ¿Por qué soy quien carga con sus vidas? ¿Por qué tal tortura?»

Dejó que la incertidumbre aflorara en su interior, como una rosa que le hería cada vez que pasaba el dedo por una espina; un recuerdo, un pensamiento que inevitablemente le llevaba al cauce de lo que era su vida antes de ir al bosque, con tanta inocencia y negligencia.

Volvió a ser un niño. Los sentimientos y los pensamientos que hacía tanto tiempo no sentía surgieron como el peor de los augurios. Empezaron siendo una presión en el pecho, esa que le llevaba al borde de las lágrimas cada vez que pensaba en ellos, pero luego tuvo temor, miedo a no verlos nunca más; miedo a que él mismo se viese obligado a seguir con su vida, con las sombras de las vivencias de sus dos amigos, con los recuerdos que se convirtieron en vestigios de lo que en algún momento fueron los mejores episodios de su vida. ¿Así acabaría todo? ¿Ese era el momento en el que decidía olvidarlos y comenzar una nueva vida con otros amigos?

Tenía tantos sentimientos revolviéndose en su estómago que no sabía específicamente a cuál escoger para que dominara su cuerpo. Quería llorar al igual que lo había hecho los últimos días, mas sabía a la perfección que hacerlo no solucionaría nada. Intentó con esfuerzo buscar una solución, adoptar una postura para sobrellevar la situación que se le presentaba. «Dejaré que la esperanza mueva mis acciones. Ellos siguen vivos, lo sé, y encontraré la forma de traerlos de vuelta»

«¿Nos abandonarás ahora?» preguntaron nuevamente las voces en su cabeza, callando el positivismo que amenazaba con desaparecer su angustia. Era un retumbar constante, uno que le provocaba dolores sutiles, pero que al fin y al cabo terminaban siendo eso, pesares. Una parte de él quería hacerlo, olvidarse de ellos, entonces ¿Sería un asesino? O mejor, la verdadera pregunta sería ¿Lo lograría? «No, nunca. Sus vidas me acecharan por el resto de la mía. Serán sombras que me darán cobijo por las noches y que me gritaran ayuda. Pedirán una mano que les ayude a escapar del lugar en el que se encuentren» Se convertiría en el prisionero de los recuerdos, anhelando en algún momento ser libre de ellos, y finalmente... olvidar.

Su otra parte, su segundo instinto le decía lo que debía hacer. Le insistía a medida que pasaba las horas sentado sin hacer nada, que regresara. Podía parecer una locura, pero por más que lo meditaba llegaba a la misma conclusión. No podría olvidarlos, nunca lo haría. Ellos formaron parte de su infancia, parte de su vida. ¿Cómo olvidas tu niñez? ¿Cómo olvidas los golpes, los llantos, los hospitales, las sonrisas, las frases de ánimo? ¿Cómo? Debía regresar, fuera como fuese, ese era el camino.

Ya había cometido muchos errores, y el principal fue ir al bosque consciente de lo que se hablaba y del posible peligro que allí acechaba. Fue sin medir las consecuencias de sus actos. Ahora debía cargar con ellos en un saco construido con sus sentimientos. El temor, la incertidumbre, el escepticismo, el odio... todos ellos eran los que sostenían los errores de su pasado. Y serían quienes le ayudarían a remendarlos.

Siguió sumido en sus cavilaciones el resto de las clases.

Su cuaderno se llenó de rayones, bocetos de dibujos, rostros que eran tachados con una equis, hasta que finalmente y como un último suspiro sonó el timbre. Las clases habían acabado y por fin podía regresar a su casa para meditar más sus próximas acciones. La oscura sombra de su enfermedad siempre tenía un paso más adelante que él, así que su pequeña alarma sonó indicándole la hora de otra pastilla. La séptima en el día.

Tomó su bolso y se lo colocó en el hombro izquierdo, listo para salir de la universidad. Ya en la salida, inconscientemente empezó a ver a la multitud, como si estuviera buscando a alguien. Una persona que no tardó en localizar.

La figura menuda, el cabello corto y lacio eran características que no pudo pasar por alto. Allí iba ella, caminando despreocupadamente con sus audífonos puestos «¿Se acordará? —Un pequeño halo de esperanza surgió en su pecho—. Tal vez lo haga, ella también pasó por lo mismo, nos lo contó, habló con Hernesto. Tiene que acordarse, tiene que hacerlo»

No dudó. Empezó a seguirla con pasos apresurados. El tiempo pasó rápido, tanto que cuando se dio cuenta estaba de nuevo en el parque, detenido bajo un roble, observando como ella se abalanzaba con sutileza en un columpio. Tragó saliva. Su corazón empezó a palpitar en ritmos más acelerados. Sintió temor, duda e incertidumbre. En su interior tenía mucho miedo de la respuesta, una que verdaderamente lo quebrase.

Inhaló y exhaló, apaciguando los latidos que poco a poco se fueron normalizando. Entonces dio un paso, luego otro y otro. Ese era el momento, debía hablar con Gadné.

Ella no se había percatado de la presencia de David hasta tenerlo al frente. El joven que antes le había parecido extraño ahora se presentaba ante ella con un rostro más demacrado de lo normal. David no supo cómo empezar, no dijo palabra alguna por un buen rato. Cuando halló la valentía que necesitaba, rompió el silencio con desespero.

—¡Dime por favor que recuerdas a Hernesto! —exclamó, no muy alto. Fue más un susurro suplicante que expulsó conteniendo las lágrimas y las emociones que le embargaban en ese momento.

Gadne frunció su ceño. No contestó de inmediato. «¿Por qué? ¿Por qué lo piensa tanto?»

—No te entiendo —dijo ella, finalmente—. Estas algo extraño. Siéntate.

David hizo caso omiso a sus peticiones. Necesitaba respuestas, unas que no estaba seguro que obtendría con Gadné. Tenía que probarlo, tenía que intentarlo así fuera una vez. Tal vez ella los recordaba, aún conservaba la esperanza. Si era así no estaría solo, no estaría del todo triste; podría compartir la agonía de la soledad que a cada segundo parecía entrar más a su vida.

Sintió pena por sí mismo. Por su enfermedad siempre creyó que recibir burlas, quejas o estar solo sería normal, algo trivial y parte de su día a día. Pero dos personas se habían encargado que esos días fueran los mejores; dos personas se habían tomado la tarea de hacerlo sentir normal. Entonces, ¿cómo no temerle a la implacable soledad cuando estas acostumbrado a una buena compañía?

—Gadné, respóndeme. Dime que recuerdas el día que me contaste a mí y a Hernesto sobre Rodrigo, tu hermano. El que desapareció en el bosque; el que tanto lloraste. ¡Dime! —Sintió nuevamente sus latidos acelerados. No le importó, no pensó ni los tomó en cuenta. Quería una respuesta, una que su corazón no podría darle.

—David, cálmate —musitó Gadné al ver como el pecho del chico subía y bajaba más rápido de lo normal. Intentó mantenerse impasible a pesar de ese detalle—. Sí. —Aquella palabra fue como recibir un enorme abrazo. Uno sincero y agradable, uno que le provocó un sosiego indescriptible—. Recuerdo cuando te hablé sobre mi hermano. Me dijiste que un amigo estaba pasando por lo mismo. Nunca me presentaste a ese amigo. Y... sólo te lo he contado a ti. Nadie más conoce mi historia. No sé quién es ese tal Hernesto. Lo siento.

Fue un golpe, o más los que sintió en el pecho, en el estómago. Fueron miles aguijonazos que acribillaron su cuerpo desenfrenadamente. Fueron todos sus sentimientos y esperanzas resquebrajándose hasta los cimientos. Y así fue como las lágrimas que había retenido todo el día, salieron. Empezaron unas pocas, pero su rostro se vio congestionado de la nada y su corazón se aceleró como no lo hubiera esperado. Sentía dolor. Tal vez eran los síntomas que le alertaban que se había excedido demasiado con su corazón, o el dolor de la pérdida.

Se sintió mareado, débil. Sus piernas perdieron fuerza y cayó de rodillas al suelo. «Cálmate, cálmate, cálmate, son los efectos del betabloqueante*» pensó abrumado. Escuchó un pequeño chillido de Gadné y luego sus brazos intentando levantarlo. Sintió su peso caer sobre el regazo de ella. Un pañuelo le secaba las gotas de sudor que resbalaban por su frente.

—Tranquilo, tranquilo. Todo estará bien. —Le decía la chica.

«Huele como las flores del jardín de la mamá de Xavier —rió para sus adentros—. ¿Qué serán de esas flores?»

Cerró sus ojos unos momentos y cuando los abrió de nuevo se encontró más calmado. Ya no sentía dolor y su corazón latía con normalidad, sin embargo aún permanecían un poco los mareos. Por primera vez atisbó preocupación en los ojos chocolates de Gadné, le miraban fijamente esperando alguna reacción, algún quejido que le indicase que debía llamar al médico.

—Lo siento —musitó David.

—Llevabas veinte minutos con los ojos cerrados. —Fue lo primero que dijo.

—¿Qué...? —Para él había sido un parpadear de ojos, nunca se imaginó que hubiesen sido veinte minutos—. ¿Cómo?

—¿Recuerdas lo que pasó?

—Sí. Caí... me sentí mareado y débil. —Gadné inspeccionó su rostro buscando alguna otra señal de alarma.

—Sí, te ves agotado. No lo entiendo. ¿Por qué? —preguntó.

—Yo... —«díselo» No habría diferencia, de todas formas, ¿por qué no revelarle su "secreto"?—... sufro de una enfermedad, Gadné —La chica hizo un ademán para que dijera cuál era—. Insuficiencia cardiaca —balbuceó.

Ella reaccionó con sorpresa. Al parecer sabía de qué enfermedad se trataba, así que no dudó en tomar su teléfono y empezar a marcar un número. David en un movimiento más ágil de lo que se esperaba se lo quitó.

—¡Oye!

—No llames a la ambulancia, por favor. Estoy bien, ya estoy bien.

—¡Acabas de sufrir una recaída! —exclamó—. O a-algo así. Sufres de una enfermedad de corazón y las impresiones fuertes son perjudiciales para ustedes, creo... Yo...

—¡Gadné! —gritó intentando no alarmarse—. Tranquila, ya pasó, solo fueron unos mareos, síntomas de una pastilla que me recetaron, estoy bien. Por favor. —Le miró suplicante. Ella no se veía muy convencida. Al final, accedió.

—No entiendo. ¿Por qué te alteraste? —preguntó mientras se sentaba junto a él. Su rostro volvió a como era antes, inexpresivo. Ya no estaban en los columpios, sino al lado de ellos, sobre una grama artificial.

Le relató sobre Hernesto y Xavier. Sobre las conversaciones que habían tenido, sobre la imprudente aventura de ir al bosque que había terminado tan mal. Y finalmente el cómo sobrevivió. Se saltó unas cuantas cosas, como por ejemplo cuando corrió en el bosque. Únicamente le explicó que encontró la salida y cuando se dio cuenta ya estaba afuera.

—No... —Gadné parecía escéptica, pero a la vez lo creía. Después de todo, si ya le había pasado a ella, ¿por qué no a otra persona? ¿Por qué no creer que David era quien mantenía con vida a dos personas que ella no recordaba? Suspiró nerviosa—. No lo comprendo. ¿Tú...

—Pasó, y... no sé qué hacer —reconoció avergonzado.

Notó como Gadné cambiaba delante de él. Ya no parecía ser la chica frívola que respondería de forma cortante, de hecho, estaba buscando las palabras adecuadas para ser condescendiente con el chico.

—Yo... no sé qué decirte, es... —Exhaló un suspiro—. Debes ser fuerte David. No te alteres, sea lo que sea en lo que pienses en estos momentos no se lo cuentes a nadie más. Pensarán que estás loco, te llevarán a psicólogos que fingirán tener la respuesta, cuando sólo usan argumentos dentro de la lógica para refutar tus pensamientos y sobre todo, tus acciones. Ten cuidado. —Cuando miró aquellos ojos oscuros, los reflejos del atardecer hicieron contraste en el rostro de Gadné, miraba impaciente por una respuesta de David. Observó de reojo su reloj. Faltaba muy poco para que fueran las siete de la noche. Se alarmó. Cuando revisó su teléfono tenía diez llamadas perdidas de Cristal.

Diez llamadas perdidas de una madre nunca es buena señal.

Se levantó apurado. Gadné fue seguido de él, pero al parecer todavía no captaba el propósito del chico de rulos. Cuando atisbó que tomaba su mochila y se daba una vuelta, lo detuvo.

—¿A dónde vas?

—Voy tarde a casa, lo siento. Gracias por escucharme, de verdad. —David se dejó de su agarre y se fue caminando lo más rápido que su corazón le permitía.

Había llegado treinta minutos antes de las ocho y claramente se había ganado una enorme reprimenda por las horas de llegar a casa. Cristal estaba preocupada y lo examinaba cada vez que podía buscando indicios de que algo en su día hubiese salido mal. Se comportó lo más neutral que pudo.

Ya después de haber cenado se encerró en su cuarto. Suspiró con cansancio «Esto es duro —Se dijo—. ¿Por qué?» se preguntó. Pero no iba a obtener respuestas de las paredes. Fue en ese momento en que le prestó atención a los marcos de fotografías en ellas. Tenía un rato que no los observaba, algo andaba mal en ellos.

En cada foto que se había tomado con sus amigos aparecía solo. No había rastro de lo que en algún momento había sido el viaje de Hernesto y Xavier a las dunas. O las fotografías que se tomaban en las montañas haciendo senderismo. No quedaba rastro de las sonrisas que fueron captadas en un clip de una cámara fotográfica. Nada.

Eso era lo que quedaba.

Dejó escapar un gruñido de frustración, para luego golpear la pared. Tenía tiempo que no lo hacía, pero sentía rabia. «Déjate de tonterías David, compórtate» Se dirigió a su mesita de noche para tomarse la pastilla que le tocaba a esa hora, específicamente, hidralazina*. Luego se tumbó en la cama. 

Se recostó sobre una montaña de almohadas. Cerró sus ojos y pensó.

Ya había decidido difícilmente que haría algo, que no dejaría solo a sus amigos. Algo le decía que estaban vivos, en algún lugar, de alguna forma. Le bastaba con saber que lo estaban. Entonces si era así debía regresar al lugar de los hechos. Inspeccionar y descubrir que ocurría dentro de aquel bosque.

El pensar que iba a regresar le provocó una extraña sensación en el estómago que sólo pudo asociar con miedo e intranquilidad. Era como dirigirse a las fauces de una bestia. Aunque luego de recordar a aquella mujer no estaba seguro de que en ese bosque verdaderamente acechase una bestia.

Después de meditarlo unos momentos descubrió que poseía un rompecabezas completo, pero desordenado. En su estadía allí logró obtener información o indicios de lo que podía ocurrir en ese lugar.

Con agilidad abrió el cajón de su escritorio y sacó una libreta de notas. Su mano tomó un lápiz y mágicamente empezó a escribir todo lo que recordaba. Una caligrafía ligera, fea, que solo él reconocía por la velocidad en la que plasmaba cada sílaba. Se encontró escribiendo palabras como: esmeraldas, roble, diamantes, río, codicia... hasta que con pericia encajó cada pieza del rompecabezas que sin saberlo poseía.

Las personas desparecían, sí. De ello no cabía duda, mas finalmente había descubierto —o eso creía— el porqué.

Luego de que Xavier viera aquella esmeralda algo en el moreno pareció cambiar. La curiosidad, la codicia, el deseo de poseer. Ese tipo de reacción se apoderó del moreno. No era normal encontrarse ese tipo de poder dentro de un bosque, cualquier otra persona habría actuado de una forma similar. «Primer indicio» pensó anotando.

Luego de que él hubiera provocado que la tirara al suelo, Xavier pareció recobrar la compostura que había perdido. Después fue Hernesto en el río. Era magnífico. Aparte de tener piedras, tenía cristales, diamantes de todos los tamaños. Él mismo había querido tocar uno pero luego de ver la actitud de Hernesto se había negado. Cerró sus ojos para recordar lo que aconteció luego. Quería el diamante, Hernesto actuó posesivo, reacio a entregárselo, así que imitó la acción que había hecho con Xavier logrando que el diamante cayera al suelo. «Segundo indicio» Anotó.

Concluyó que en esos sucesos giraba las desapariciones. Si algo sabía era que el ser humano era codicioso por naturaleza. Aun cuando actuara de lo más altruista, siempre había algo que deseaba. Encontrar gemas dentro de un bosque que aparentaba ser común, era de cierta forma alarmante, no era natural. Las personas sentirían curiosidad, incredulidad, y atacarían esos sentimientos tomando una de las piedras. Quizá ese era el motivo o la razón por la cual el bosque se enojaba. ¿Y si tenía vida? ¿Y si ese bosque se enojaba cuando tomabas algo que no te pertenecía? «Yo no desaparecí, y no tomé nada de él»

Encajó la última pieza, aunque inseguro de que ese fuese el motivo más razonable. Después de todo ¿Qué otra hipótesis tenía? Mas ninguna, y aferrarse a esa idea era su única opción.

Si era así entonces podría ir al bosque. Podría caminar por esos senderos hermosos siempre y cuando no dañara. Podía ir e investigar las desapariciones, buscar una manera no tan peligrosa de regresar a sus amigos al mundo. Y lo más importante:

Podía ir, siempre y cuando no tomara lo que no era suyo.



N/a:

*Hidralazina: es un vasodilatador que relaja los vasos sanguíneos. Esto facilita el flujo de la sangre en el organismo, hace que la tensión arterial disminuya y que la sangre se distribuya mejor. Se toma dos o cuatro veces al día. (David solo la toma dos veces) 

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