Capítulo 10

El susurro del aire en sus oídos le daba ánimos, como una tenue exhalación que le ayudaba a continuar a pesar de los duros golpes que aquella eternidad le propiciaba. Era tan difícil hacerlo, pero cada vez que planeaba levantarse, la realidad le daba un fuerte golpe haciendo que todo fuera oscuro y confuso para ella. Poco a poco perdía lo que una vez había tenido y que ahora añoraba como su último suspiro. La realidad le parecía tan lejana que ya no sabía con exactitud que era o qué estaba viviendo.

Arqueó su espalda bajo aquellas enormes raíces y gritó nuevamente de dolor. Sentía como el corazón que ya no tenía se desgarraba; como las lágrimas del mar detrás de sus ojos añoraban salir cuando sabía a la perfección que no quedaba ni una. La ráfaga la había partido en dos, o en miles de pedazos. Estaba tan confundida que ya no sabía si seguía allí o si por fin obtendría el descanso que con tanta añoranza esperaba. Cuando volvió a sentir su piel entre las raíces y el dolor le permitió regresar a sus sentidos, supo entonces que su tortura aún no acababa.

Gimió al sentirse todavía contraída por el dolor; al notar que su razón regresaba como la más fría noche que alguna vez en su vida, o en la pasada pudo haber experimentado. Por lo menos le sosegaba el aire que respiraba, ese que ella con tanto ahínco había cuidado y que continuaba cuidando, alejándolo y haciéndolo distinto al aire pútrido de los humanos. Ya su olor no lo recordaba, aunque si sabía que era lo suficientemente malo como para que la Madre Tierra se quejara de tal forma.

Gritó de nuevo, esta vez intentando contenerse al sentir los miles de rayos que le penetraban su interior, su alma. Quiso ignorar las voces que se oían, esas que gritaban y chillaban de dolor, tan similar a las suyas que en ese momento no supo realmente si lo que escuchaba eran los lamentos de su madre o los suyos propios. La realidad le parecía tan distorsionada, que vivía los últimos días sumida en una desesperanza tan profunda como el mar que una vez fue testigo de sus máximas alegrías. Aún le gustaba recordar los días en los que era feliz, en los que no era aquel ente desdichado que estaba condenado a una tarea que en alguna coyuntura acabaría de la peor forma.

Inhaló y exhaló con lentitud, intentando recuperar la compostura que en algún instante había poseído. Ahora aquello era tan frecuente como las rutinas que mantenían los humanos en sus casas de piedra, en sus labores cotidianas que para ella eran tan desconocidas. Sintió de nuevo el viento en su cara; le susurraba palabras dulces y tenues, esperando que su amada pudiera sonreír a si fuera una vez, mas sus intentos vagos no daban resultados positivos en el triste rostro que se mantenía a la espera de un nuevo rayo que volviese a destrozarla hasta los cimientos, y le contrajera el rostro en una deplorable máscara de sufrimiento.

Pero no llegó, por en cambio, recibió el llanto del roble viejo que sufría la pérdida de uno de sus hijos. Abrió sus ojos para observar las estrellas que le daban vida al manto negruzco del cielo, sin la presencia de alguna espesa nube que pudiera ocultarlas en su envidia por la belleza de las mismas. Estaba inmersa en una maraña de raíces, que cuando se proponía a levantarse se fueron desconectando de su piel poco a poco; separándose de ella como si fueran serpientes que se alejaran de un depredador. Se desenredaron de sus miembros superiores e inferiores; de su cuello y muchas se alejaron de su rostro. No tardó mucho en obtener la figura de un simple mortal, con brazos, piernas y ropa que cubría su desnudez. Era lo único que le gustaba tener en común con las aberraciones que habían creado los dioses milenios de años atrás, pero eso ahora ya no importaba.

El roble se volvió a quejar, y su cuerpo se estremeció de dolor al escuchar los lamentos que rompían sus sentimientos nuevamente. Claro, no era tan fuerte como sentir el fuego propio quemar su esencia, o lo que quedaba de ella. Era como sentir que te arrancaban una parte de tu piel, ardía profundamente, y la cicatriz quedaba, solo que las suyas no eran visibles. Aún.

El viento le volvió a susurrar, pasó grácil y golpeó su rostro con delicadeza, esta vez pasaba para informarle de la presencia de intrusos.

Sí, intrusos. La palabra en sí ya le parecía inexistente, hacía tanto tiempo de la última persona que había entrado al bosque, que pensó que más nunca volvería a ver como ellos destrozaban lo que les daba vida. Era como si se quisieran auto eliminar, ¿acaso eso querían? Le parecía tan infame que solo el recordarlo le causaba escalofríos. En todas las épocas por las que había pasado, en todos aquellos momentos buenos y malos aprendió que el ser humano es capaz de crear un escudo de negación; saben lo que ocurre a su alrededor, pero se niegan a creerlo, así que simplemente lo ignoran para sentir que nada ocurre cuando es todo lo contrario. Le gustaba creer que era eso lo que estaba ocurriendo, que ellos no se daban cuenta de que la naturaleza decaía cada día más; que miles de plantas morían diariamente; que millones de animales eran cazados como si sus vidas valieran menos que las de ellos, completamente ajenos a que sus existencias son iguales. Un alce sufre al perder un hijo; lo mismo ocurre con los humanos, ¿acaso no lo ven?

«Ellos se están hundiendo así mismos y quieren negarlo. Mas la realidad llegará como la peor de las tormentas, solo para arrasarlo todo, incluyendo sus existencias»

El viento le dijo que eran tres; tres humanos que se habían atrevido a entrar a sus dominios. Suspiró y se volvió un ser incorpóreo; dejó que el viento le diera un cálido abrazo y le envolviera en su manto, así pudo estar con él y transportarse a donde quisiera sin que nadie la viera. Era el aire y podía verlo y oírlo todo, pero como siempre, el humano estaría ajeno a ello. No tardó mucho tiempo en escrutar la figura de los tres hombres osados que caminaban con cautela entre sus terrenos. Solo que ser cautelosos no funcionaba allí; ella era la dueña, era un león que conocía cada piedra, cada hoja que ellos pisaban, era el viento que les seguiría hasta el inminente final de sus vidas.

Localizó el humano que había arrancado un hijo del roble; era moreno y usaba lentes; llevaba una linterna que despertaba a sus hijos. ¡Insolentes! Esa era la palabra para describirlos. No solo entraban al bosque después de saber lo que ocurría dentro, sino que también se atrevían a despertar a las criaturas que ella cuidaba con tanto fervor. Sus hijos estarían molestos, indudablemente, así que con más razones debía acabar con ellos.

No le agradaba su trabajo, nunca lo había hecho. Era alguien condenada a arrebatar lo más preciado para una persona y debía aceptarlo, repudiaba sus acciones. Tener que llevar a una persona al olvido y sobre todo recibir sus sentimientos, tener que cuidarlos: de sus recuerdos, de sus memorias; de las personas que querían y odiaban, y de ellos después de recibir su castigo.

Se concentró en los tres amigos. Uno era más pequeño que los otros dos, y al parecer le agradaba estar allí. «Pobre, no le gustará tanto cuando reciba su penitencia» Sin embargo, percibía que él aún no había caído en la tentación de tomar algo del bosque sin su permiso. Sólo el moreno era el que se había dejado llevar por la codicia y el odio. Entonces reconoció a esa persona. Era parte de los recuerdos de alguien que había tomado hace unos meses atrás, la última que había entrado.

Una niña si mal no recordaba, y aquel moreno era su hermano. Percibió el sentimiento de odio hacia lo que le rodeaba; debía saber que su hermana desapareció allí, y por eso acudió al bosque. No pudo evitar sentir una punzada de dolor en su pecho, no le gustaba que alguien odiara la naturaleza, y mucho menos ese bosque al que le había dedicado casi toda su existencia.

Los tres amigos tomaron dirección al río de cristal. Le gustaba ese lugar, era el adecuado para que los dos que quedaban se llenaran de codicia y cayeran en la tentación de tomar a los hijos del río. Sin embargo no le resultaba del todo agradable, tendría que recibir también las quejas desgarradoras del río que era mucho más exigente que el roble que solo pedía justicia. Él río era soberbio con quien adentrara su cuerpo en las aguas que cuidaba, más cuando alguien tomaba algún diamante o piedra que se hallara dentro de él. Tendría que soportar el dolor en su cuerpo. No tenía más opción. Esa era su condena.

Se desplazó entre el manto incoloro del aire, como si estuviera nadando en el agua con mucha tranquilidad y se movió constante a los tres chicos. Luego, aguardó.

No esperó mucho a lo que ya había previsto. El siguiente en caer fue el chico más alto de todos; era casi rubio, aunque su cabello se veía más oscuro gracias a la noche. Era alto y regordete e internó su mano en las frías aguas del río. Se retorció de dolor y ahogó un gemido cuando sintió el diamante ser separado de su padre. Aun estando en el aire, el dolor le resultaba abrumador, y el señor viento por más que quisiera ayudar no podía hacerlo.

Sintió su piel ser acribillada, pero solo era una simple ilusión que tardó lo usual en desaparecer; con lentitud. Cuando alzó su mirada notó que el chico de rulos estaba a punto de caer. Su manó delgada se acercó peligrosamente al cristal. «Si... tómalo» A diferencia de otras ocasiones, no veía en él odio, o rencor hacia el bosque, no encontró en ese joven sentimientos que pudiera considerar del todo impuros, aunque sí, había caído en la codicia de desear lo prohibido. Después de todo era humano. El castaño lo apartó bruscamente de él, sin querer compartir su "tesoro". Esa acción hizo al chico de rulos reaccionar y salir de ese estado de ambición.

Miró al chico y logró atisbar en él miedo y confusión. Al parecer había comprendido algo, la treta de todo aquello. Percibió sus ganas de irse de ese bosque cuanto antes. Si lograba salir de allí sin robar nada, debía dejarlo escapar, pero si no era así, correría el mismo destino que sus amigos.

Estuvo muy atenta a las acciones que prosiguieron. Empezaron a discutir por el diamante, mientras el chico de rulos le exigía al castaño que lo soltase. Lo hizo a la fuerza y gracias a ese chico el diamante regresó a manos de su padre. Parecían confundidos al no notar el diamante en el suelo. ¿Cómo? Era claro que se había desplazado para entrar al agua ¿Acaso no lo veían?

El chico de rulos empezó a sentirse de nuevo atraído por la codicia. Estaba acercándose peligrosamente a los hijos del río. Su mano se internó en aquellas aguas, y ella imperceptible, esperó el dolor, más no llegó. El joven la volvió a sacar sin haber tomado nada.

Una nueva ráfaga de dolor le taladró el alma; era el roble que gritaba de furia y junto a él se unió el río que exigía venganza, así que no tuvo de otra que empezar con la cacería. Siendo el viento, se acercó a los tres chicos y permitió que su presencia fuera notable con el frío que transmitía. Notó como los tres se asustaban y empezaban a caminar, asustadizos. Sintió curiosidad al notar que no corrían ¿Por qué? Correr ante el peligro era una reacción natural del ser humano. ¿Qué les hacía caminar con rapidez, en vez de buscar la alternativa más rápida de huir de allí? «De todas formas no podrán hacerlo»

Les siguió por todo el camino, siempre atenta y acechando. Daba círculos alrededor de los condenados para que le sintieran cerca; para que supieran que su momento estaba llegando; el de pagar por sus crímenes nefastos. Todo el bosque se había despertado a causa de la persecución y miraban expectantes lo que acontecía a esas horas de la noche. Los árboles estaban incómodos y las aves miraban con sus ojos bien abiertos, mientras que las hojas somnolientas bostezaban y gruñían enojadas por haberlas despertado.

Los amigos se perdieron y eso fue una ventaja. El castaño pasó por al lado del roble viejo al que le habían robado un hijo. Creó lianas de la nada y lo tomó para aprisionarlo en el árbol. Escuchó el chillido de miedo y dolor del chico. Era atractivo, un total desperdicio, pero había pecado «No sientas compasión. Ellos son los culpables de todo» El moreno sacó un cuchillo, un arma repugnante y cortó con agilidad las lianas que había creado. Sintió que la piel se le desgarraba al momento que la filosa arma cortaba a sus hijas, lo que le hizo soltar un gemido de dolor; sonido que un humano no escucharía. El rugido del roble en sus oídos fue tan penetrante que se sintió aturdida.

El dolor incomparable la volvía vulnerable en algunas ocasiones, solo que no debía permitirse el lujo de recomponerse por completo. Lo primero era cumplir con su deber para con la Tierra, y sobre todo, con el bosque.

Los tres habían empezado a correr, esta vez les había dado ventaja, una que no quería. Se reincorporó aún dolorida y volvió a seguirlos entre los suaves mantos del viento. Los tres corrían y el chico de rulos parecía de repente muy agotado, demasiado. Se arremolinó alrededor de los dos pecadores y susurró dos palabras a sus oídos: «Sean hijos» Y se convirtieron en lo que habían robado. El moreno fue una esmeralda que cayó inerte al suelo, brillando, totalmente puro. Automáticamente todos sus recuerdos fueron transmitidos a ella; sus anhelos y sus sueños, así como también que era el único que recordaba a su hermana, así que para no provocar la muerte de la niña tuvo que regresarle los recuerdos de la existencia de ella a la persona más cercana. Y ese era el chico de rulos.

Lo mismo ocurrió con el castaño. Se convirtió en un diamante, grande y hermoso, brillaba con la misma potencia que cualquier otra piedra del río. Escuchó sus lamentos, un alma en un diferente cuerpo, condenada al estar eternamente encerrada en algo que no era. Todo se detenía, para esas personas el reloj no seguía su curso y permanecían estáticas entre el tiempo. No sabía exactamente qué ocurriría en caso de que una de ellas regresara, nunca lo había hecho y seguramente jamás lo haría. Recibió los recuerdos del castaño, supo que se llamaba Hernesto. Dejó de estar allí y miró cada escena, cada situación alegre o triste que él había vivido, así como sus sentimientos y pensamientos.

Le dio lastima saber que los tres adoraban la naturaleza y la cuidaban lo más que podían. No conocía a personas que disfrutaran del contacto directo con el ambiente como ellos; lo más probable es que existieran más. Lastimosamente, ella no conocía a más ninguna. Fue grato, pero cuando miró en lo que se habían convertido se desilusionó. Le había quitado aliados a la naturaleza, fieles amigos que seguramente no la dañarían «No. Los humanos son codiciosos y cambian de parecer cuando le muestras algo de valor» En sus vidas anteriores había visto como el poder cambiaba a las personas, y cómo destruían sin importarles las consecuencias de sus actos, sólo con esa mirada perdida en pedazos redondos y planos de oro al que llamaban monedas; o a esas bolsas enormes llenas de estos materiales que cambiaban por completo el parecer de alguien. Todos son así, y en cualquier momento caen. Así como esos dos chicos habían caído al precipicio del olvido y de la soledad eterna.

Quería sonreír por las ironías de aquella situación, pero la sonrisa no apareció, se le era muy difícil hacerlo, empero no evitó pensar en que no eran tan distintos. Ella también estaba condenada y ahora pagaba el precio de sus acciones. Vivía en una soledad absoluta, únicamente con lo que le rodeaba, encadenada a un cuerpo eterno; a una apariencia; a un estilo de vida lleno de monotonía.

Cuando regresó a la realidad, decidió escoger a la misma persona para que recordara a Hernesto. El chico de rulos; el más indicado, después de todo eran amigos ¿No?

Pero, cuando observó bien, no encontró a este chico, ¿dónde estaba? ¿Ya había escapado? Se disponía a devolverse y llevar el diamante al río, cuando escuchó unos gemidos provenientes del suelo. Se acercó con ligereza y notó que ese joven agonizaba. Su corazón se detenía, era cuestión de segundos a que muriese. Escuchó como su alma se rendía y se entregaba a manos de la muerte que aún no llegaba. Ella le miró con curiosidad, no sabía con exactitud lo que le ocurría. Sin embargo, entendió que no tenía mucho tiempo.

Dejó al viento y regresó a su forma humana; su cabello ondulante se hizo visible, mas omitió ese voluptuoso detalle, únicamente se acercó al muchacho. Su rostro estaba totalmente pálido. ¿Mortecino, tal vez? Sí, lo más probable era que muriera en ese momento, o tal vez más tarde, la pregunta era ¿Lo dejaría morir?

Acercó su delicada mano al pecho del chico. Su respiración era débil y sintió la presencia de la diosa de la muerte cerca, muy cerca. Ya estaba llegando. Nunca le había agradado esa diosa; era soberbia y malvada, alguien infame que seguramente ansiaba tanto como ella el día de su partida final. Sin embargo, se concentró en el joven que seguía consciente, sumergido en un manto lleno de dolor, un sufrimiento que parecía inagotable, así como lo era su vida. Perenne.

Una parte de ella no quería que muriera allí, en su bosque. No quería que esa alma despedazada gritara en alaridos dentro de su hogar. Cuando el corazón empezaba a detenerse, reaccionó.

No podía quitarle su enfermedad, pero si podía avivar su corazón en ese momento. Tocó su pecho y le envió pequeñas ráfagas de energía que revivieron ese corazón atrofiado que tenía el desdichado joven, internándolo a la oscuridad de sus sueños. Nunca había hecho eso, lo normal era sentirse insegura; curiosamente no había sido así. Ella lo hizo, y gracias a eso, los latidos le devolvieron la vida al chico de rulos que ya se había entregado a manos de la muerte. «Su nombre es David —pensó cuando recordó imágenes de las vivencias alegres de sus amigos—. David, rima con feliz»

Se levantó, y notó que ese chico era muy débil, delicado. Tal vez alguna enfermedad muy grave con la que había nacido. Si ese chico era consciente de eso, ¿qué hacía en ese bosque? ¿Por qué arriesgó su vida de esa forma?

Una presencia muy cercana le hizo estremecer. Era un frío sobrenatural, no el que provocaba el señor viento cuando ella estaba cerca, sino uno más mortal y lúgubre. Era la muerte que se acercaba con rapidez, quizás para reprocharle haberle quitado a un hijo, «No permitiré que alguien muera aquí, este es mi lugar sagrado» Pensó.

Un sonido seco le hizo estremecer de nuevo. Justo detrás de ella Muerte se mantenía impasible, esperando una explicación a sus acciones. ¿Le acusaría con los Dioses por eso? ¿Había incumplido una ley muy importante y no sabía? Inhaló y exhaló. Quiso ignorar el hecho de que estaba dándole la espalda a la Diosa que se llevaría sus últimos momentos de vida, cuando llegase la ocasión. Era lo que más quería, pero los Dioses habían sido crueles y no aceptaron su deseo.

Se dio finalmente la vuelta, con sus blanquecinas manos, una sobre otra justo en el vientre. Si la Diosa podía mantenerse impasible cuando no lo era, ¿por qué ella no? Su rostro se mantuvo inexpresivo, y no hubo ningún movimiento en su cuerpo que pudiera demostrar miedo, o temor estando delante de un Dios.

La diosa era hermosa, y mortal. Su cabello era como el oro, pequeños hilos brillantes que se unían en bucles para finalizar sobre sus pechos. Llevaba un vestido negro muy liviano, con encajes de oro en las mangas y transparencia en los brazos. En su cabeza se posaba una enorme corona negra de púas, temible para cualquiera que la viera. Mientras que sus ojos eran del color del mar que aún recordaba, rodeado de sombras negruzcas y el ceño fruncido que le daba un toque de furia en ella. Sus labios, eran tan rojos como la sangre que seguramente le gustaba absorber.

—Me quitaste un hijo. —Fue lo primero que dijo la Diosa, entre dientes. Ella no respondió pronto, esperó con paciencia que la Diosa lentamente se viera internada en su terreno, y que la inseguridad aflorara en su ser.

—No permitiré que una vida sea perdida dentro de mi bosque, Muerte —reprochó con voz férrea. Mantuvo su espalda rígida y sus manos en la misma posición, sin intención de hacer algún movimiento. Debía demostrar que el miedo que en alguna época le tuvo, había desaparecido. Renació en ese bosque, y ella era la que dominaba en ese lugar, no la destrucción ni el aroma a rancio que traía consigo esa diosa.

Muerte, titubeó. No acostumbraba escuchar su nombre de la voz de alguien como ella, tan insignificante. De alguien que había sido condenada por la eternidad, mientras que los Dioses se burlaban del destino que se había creado, entre agujas y heridas que dejaban sus cicatrices.

Cuando la observaba, atisbó que avivó las llamas iracundas dentro de su ser, pero no haría un escándalo. A Muerte no le convenía, así que solo se dio la vuelta para irse. Se detuvo antes de desaparecer, y dijo:

—Recuérdalo Forest. Yo vendré por tu alma... y la destruiré.



N/a:

¡HOLA! Apuesto a que se han quedado sorprendidos por el capítulo de hoy. Sé que muchos ansiaban la aparición del "mounstro" o de la "diosa" del bosque :3 título de esta obra. Quizá a muchos les parecerá que es "tarde" para su aparición, pero no quise hacer nada forzado, le di espacio a los protagonistas, y momento para sus decisiones, espero que lo entiendan ^^ 

Así que les haré una preguntitas por si no han comentado en todo el capítulo 7u7 

¿Que les pareció? ¿Entienden ahora el porqué el bosque hace desaparecer a quienen entran a él? ¿Les gustó la aparición de la diosa de la muerte? 7u7 

Hablando de ella, les tengo una sorpresilla *redoble de tambores* ¡Taraaan! 

Les presento a Muerte. 

Esto es todo, no olviden apoyarme con una estrellita y comentarios ;) Quisiera leerlos a todos :D 

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