12. Las cenizas del incendio.
Alexandret había tenido una semana bastante agitada, mientras se hacían los ajustes pertinentes en el concejo y se buscaba calmar el furor con que aún se hablaba de la destitución de Thomas Daft. No obstante, a medida que el palacio se iba quedando con sus habitantes regulares, la calma volvía lentamente a la corte de Macrew. O al menos algo parecido a eso.
Sin embargo, y a pesar de la tensa quietud que se había instalado dentro del palacio, la mente de Alexandret se hallaba en una revolución consigo misma, sin poder dejar de pensar en lo que su tío le había dicho sobre la piedra de Cumbria. Había crecido escuchando leyendas sobre el poder de ese objeto, la capacidad de destrucción que tenía, toda aquella magia que poseería aquel que la tuviera. Y Alexandret no podía permitir que quien la encontrara fuera Basil Monte Ruiz, porque sin duda ese sería el fin de su reino. Si ellos la estaban buscando, Alexandret no tenía más remedio que meterse en la jugada y encontrarla.
Como su tío parecía poco interesado en ese tema, atendiendo los "problemas inmediatos" y diciéndole a Alexandret que debía dejar de preocuparse por un cuento de niños, el muchacho se propuso una sola cosa: encontrar los fragmentos antes que los Monte Ruiz, ya sea con ayuda o por su cuenta. Claro que estaba el problema de que Alexandret no tenía la más remota idea de el número de fragmentos en que se había dividido la piedra de Cumbria y mucho menos su ubicación.
Para tener un punto de partida, Alexandret llevaba días investigando en los libros de la biblioteca y había encontrado una solución que le permitiría descubrir su ubicación. Ya había armado un plan descabellado para el cual necesitaba la ayuda de sus amigos.
Sin embargo, en ese instante, Alexandret se hallaba en busca de Thomas Daft, con el fin de convencerlo de dar un discurso público que tranquilizara a las masas y unirse al concejo solo como consejero. Un puesto que no existía hasta hace unos días y en el que no se contaba con voto, no obstante, se esperaba que esto terminara por calmar el diluvio que se había generado hace una semana. Literalmente hablando.
Nolan le palmeó la espalda y pasó un brazo por sus hombros. Alexandret ni siquiera había escuchado los pasos, tan inmerso como estaba en sus pensamientos, y pegó un pequeño brinco al sentir el contacto.
—¿Qué estas tramando? —Lo cuestionó Nolan de inmediato. Alexandret sonrió de medio lado porque se conocían tan bien que era imposible que se ocultaran cosas. Pero en ese momento, desafortunadamente, Alexandret no podía ponerse a contarle sus planes.
—Nada. Solo estaba pensando —respondió de manera evasiva.
Nolan se llevó una mano al pecho con dramatismo.
—¿Y no te dolió?
La sonrisa de Alexandret se acentuó.
—Muy gracioso.
—¿A dónde vas? —preguntó entonces mientras caminaba a su lado.
—A ver a Thomas Daft —respondió Alexandret sin disminuir el ritmo. Ya había revisado en el gran comedor del ala este, en las cocinas y en el comedor del ala oeste. Solo le faltaban las terrazas, y Alexandret esperaba encontrarlo en una de ellas—. Necesito proponerle que se una al concejo.
Nolan frunció el ceño.
—Creí que no lo querían.
—Mi tío se dio cuenta de su error, pero es demasiado orgulloso para admitirlo —dijo Alexandret. Era la hora del almuerzo y Thomas no se encontraba en su habitación, lo que hacia suponer a Alexandret que estaba en algún lugar almorzando, o que había salido a atender algunos asuntos.
Aunque en realidad no había prisa en hacerle el ofrecimiento, Alexandret planeaba enmendar de una vez por todas la grieta dentro de los Dotados y así poder concentrarse de lleno en la búsqueda de la piedra de Cumbria.
—¿Y entonces qué? ¿Tu tío va a sacar a alguien del concejo para devolverle el lugar a Thomas?
—Robert creó un puesto dentro del concejo para Thomas y me mandó a mi a ofrecérselo —terminó de explicar Alexandret—. Es su forma de redimirse por lo qué pasó la semana pasada y de, al mismo tiempo, mostrar un frente unido.
—Deberían mandar ese mensaje a los inefables —opinó Nolan. Tenía una capa verde que Alexandret no le había visto jamás y que le quedaba un poco grande, y Alexandret notó que acariciaba el borde de ésta distraídamente—. Tan solo mira el clima. No recuerdo haber visto uno tan espantoso jamás.
Nolan señaló una ventana frente a donde pasaban y Alexandret desvió su atención de su amigo y se detuvo a mirar fuera. El viento rugía con fuerza, agitando las hojas de los árboles y haciendo ondear las capas de los soldados. Ya no había vuelto a llover, pero eso era un claro mensaje: no estamos de acuerdo y no nos quedaremos callados.
—Mi tío calmó lo más que pudo a los inefables, pero algunos siguen demasiado alterados —explicó.
—¡No me digas! No me había dado cuenta. No he escuchado toda la semana los gritos de las señoras cada vez que su sombrero sale volando —contestó con burla—. No entiendo porqué insisten en usar esos ridículos sombreros si ya saben que el clima va de mal en peor.
—¿Quieren cubrir un mal corte? —sugirió Alexandret, siguiéndole el juego, y Nolan sonrió con complicidad.
Llegaron hasta una de las tantas terrazas y Alexandret vislumbró a Thomas Daft, sentado en una mesa blanca cubierto por un abrigo que parecía ser de piel de dragón. A pesar del clima impetuoso que alborotaba su cabello y lo hacía tiritar, Thomas se veía muy a gusto ahí, y Alexandret lamentó que fuera a interrumpir su almuerzo.
—¿A quién se le ocurre tomar el almuerzo ahí afuera? —cuestionó Nolan, viendo a través de las puertas de cristal—. Con este clima, antes de que le dé un sorbo a su té, éste ya se habrá congelado.
—Quizá quiera huir de los susurros —dijo Alexandret—. Supongo que ya se cansó de que le digan que merecía un lugar en el concejo, y lo conozco lo suficiente para saber que no quiere tomar ventaja de esta situación. Por el momento, mientras esto pasa, quiere mantenerse lejos del ojo público.
—¡Pero si es el mártir del momento! —dictaminó su amigo—. Yo en su lugar aprovecharía la situación y ganaría favores de los demás Dotados. Ahorita hay muy pocos que le negarían algo a Thomas.
—Para el caso, no creo que Thomas quiera o necesite favores.
—Como sea. Será mejor que me vaya y te deje para que platiques a solas con él.
Comenzó a alejarse por el pasillo, pero Alexandret lo llamó una vez más.
—¡Nolan! —El muchacho dio media vuelta y arqueó ligeramente las cejas en un silencioso cuestionamiento—. ¿Podemos vernos en la cocina dentro de media hora? Tengo algo importante que decirte y también a Lee. Necesito su ayuda.
El semblante de Nolan se llenó de preocupación.
—¿Pasa algo? —inquirió—. ¿Estas en problemas?
—No es nada por lo que debas preocuparte —lo tranquilizó—. Les cuento todo más tarde.
Nolan dio la impresión de querer hacer más preguntas, pero Alexandret dio media vuelta, sin querer escucharlas, y se detuvo frente a las puertas que guiaban hasta la terraza. Las explicaciones y el tratar de convencerlos vendrían después porque en ese momento no quería perder más tiempo. Sabía que quien más trabajo le costaría convencer sería a Lee, que Nolan lo apoyaría y lo seguiría ciegamente en cualquiera de sus locuras, pero Lee se mostraría más reacia a apoyarlo. Claro que, a fin de cuentas, los tres terminarían metiéndose en esa búsqueda turbulenta por una piedra que podía o no ser un mito.
Con honestidad, Alexandret no sabía que deseaba más: que la piedra no existiera, y así se libraba de problemas con los Monte Ruiz; o que la piedra sí existiera, porque sabía que eso ayudaría mucho a su reino. Al mismo tiempo que se hacía ese cuestionamiento la respuesta llegó: deseaba ver la piedra de Cumbria, poder tenerla en sus manos, deseaba poder apreciar el poderoso objeto mítico que se había hecho leyenda.
Sin embargo, al mismo tiempo, luchando fervientemente contra ese deseo se encontraba el miedo. La posibilidad de encontrar la piedra de Cumbria lo aterraba casi tanto como que los Monte Ruiz la tuvieran. La voz en su cabeza que a menudo ignoraba, se deleitaba ante la idea de la cantidad de poder que tendría. Hacía anhelar a Alexandret tener la piedra solo para cumplir sus fantasías egoístas.
Un golpe en el vidrio lo sacó de sus complicadas tribulaciones. Era un sirviente, el cual había golpeteado la puerta con sus nudillos. Una vez que obtuvo la atención de Alexandret, señaló en dirección a la mesa en la que estaba Thomas Daft. El señor le indicó con un gesto que se acercase.
Alexandret salió a la terraza. El viento le caló los huesos de inmediato, mandándole oleadas heladas a cada parte de su cuerpo; su capa se agitó con ímpetu e incluso algunos mechones de rubio cabello se le desacomodaron. Avanzó hasta detenerse frente a Thomas Daft.
—¿Puedo tomar asiento? —preguntó. Thomas era el único sentado a la mesa, pero era evidente, por la cantidad de tazas y platos que había en ésta, que esperaba a alguien más—. Prometo ser breve.
—Adelante, muchacho —le señaló la silla de enfrente y no despegó la mirada de la de Alexandret mientras tomaba asiento—. Ya imagino el motivo de nuestro encuentro. Es relacionado con la revuelta que se formó luego de mi destitución ¿no es así?
—Me temo que no se equivoca.
Thomas soltó un suspiro.
—Te diré lo mismo que le dije a tu tío: no pienso sacar provecho de esta situación y, me crea o no, esto no es algo que haya planeado o haya instado de ninguna forma.
Alexandret frunció el ceño.
—¿Mi tío lo culpó de algo?
—Digamos que insinuó que yo pude haber coaccionado a los Dotados para que protestaran en mi nombre —confesó—. Pero, déjame asegurarte algo, yo no tuve nada que ver con la reacción que tomaron los demás. Con todo respeto: es de tontos asignar culpas.
—Lamento todo esto —se disculpó, no por primera vez—. Todo este asunto lo debe de tener muy agobiado.
—Ya te he dicho que no necesitas disculparte, Alexandret —aseguró Thomas, con el mismo tono amable de siempre—. Respeto la decisión que tomó Robert y entiendo que sus motivos habrá tenido. Quizá quería sangre nueva. —Se reacomodó en su asiento y se aclaró la garganta—. Ahora, dime, ¿a qué has venido?
—Vine a pedirle dos cosas: la primera, que dé un discurso para calmar las revueltas. No sería muy largo y, básicamente, solo tendría que decirle a los Dotados que usted está de acuerdo con la decisión y que ellos también deben respetar el criterio del rey.
—Está bien —aceptó de inmediato—. No tengo ningún problema en intentar calmar las cosas. Últimamente el ambiente está demasiado... gélido.
Alexandret no supo si se refería a el ambiente entre las personas o simplemente al clima. De cualquier forma, le daba mucha tranquilidad que Thomas hubiese aceptado hablar frente a las masas.
—La segunda cosa que quiero proponerle es un lugar en el concejo —continuó Alexandret—. No formaría parte de el como un miembro sino que podría ser un consejero. La idea es que nos dé su opinión respecto a ciertos temas y, en base a eso, que los demás podamos elegir.
Thomas chascó la lengua y se recargó en el respaldo. Sus ojos verdes le dieron a Alexandret la respuesta antes incluso de que la pronunciara con palabras.
—Pido disculpas, joven príncipe, pero me temo que tendré que rechazar esa solicitud —declinó amablemente, sin embargo, Alexandret sintió como si hubiese fallado ya que esa era la parte más importante en aquel intento de calmar a los Dotados y a los inefables.
Alexandret entendía que Thomas hubiese rechazado la oferta porque él mismo sabía que ese lugar en el concejo era meramente honorario. No tendría voz ni voto. Ese lugar, ser consejero, no contaba con ningún beneficio.
»Agradezco el ofrecimiento —dijo—, y acato cualquier decisión de Robert respecto al concejo: si me quiere dentro o fuera, yo humildemente acepto su resolución. Pero no esto.
—Es un buen puesto, señor. —Trató de convencerlo.
—Lo lamento, pero no es mi intención hacer de bufón. Tú sabes tan bien como yo que pertenecer al concejo sin derecho a voto, es lo mismo que no pertenecer —habló con toda la determinación del mundo y Alexandret supo que no lograría convencerlo, que esa decisión estaba más que tomada—. Entiendo que ahora tu tío quiera enmendar su error, pero, lamentablemente, no será a costa de mi buen criterio y mis ideales.
—Mi tío cometió un error, pero... —intentó excusarlo Alexandret, pero Thomas lo interrumpió.
—Tú y yo sabemos la razón de mi destitución ¿no es así?
Alexandret asintió.
—Me enteré el mismo día que esto sucedió.
—Bien, entonces déjame decirte que quiero mucho a Macrew y juré ser siempre leal a la dinastía Elvish, y es algo que planeo cumplir hasta el fin de mis días —se explicó—. Pero si Robert, el rey, me sacó del concejo simplemente para mantener el poder, entonces no estoy muy seguro de que alguna vez planee soltarlo.
—¿Qué? —preguntó Alexandret, confundido.
—Yo insistí en tu ascenso al trono y lo que hizo Robert fue quitarme de en medio —le aclaró con cierto pesar, como si se negara a hablar pero aún así entendiera que Alexandret necesitaba escucharlo—. Todos leímos el comunicado ¿no? Cambió tu fecha de ascenso al trono y, como van las cosas, no me sorprendería que lo vuelva a hacer.
Alexandret pasó una mano por su cabello rubio.
—Dijo que aún no estaba listo.
—¿Y cuándo lo estarás?
—En un par de años.
Thomas se inclinó hacia adelante y arqueó ligeramente las cejas.
—¿Esas son palabras tuyas o de Robert?
Alexandret agitó la cabeza. Observó como una mujer y una joven salían a la terraza. Eran la familia de Thomas y Alexandret supo que se le había agotado el tiempo. Se puso de pie.
—Le pido que reconsidere —intentó una última vez.
—Mi respuesta es definitiva.
Alexandret tensó la mandíbula.
—Muy bien. Gracias por su tiempo.
—¡Alexandret! —lo llamó justo cuando pasaba por su lado. Le indicó con un gesto que se acercase, por lo que Alexandret se inclinó para quedar a su altura—. Ten mucho cuidado de en quien confías. La corte de los Dotados puede ser más despiadada que la guerra en sí.
Alexandret se enderezó y lo miró con el ceño fruncido. En la semana, era la segunda vez que le hacían una advertencia de ese tipo. La esposa y la hija de Thomas Daft llegaron y a Alexandret no le quedó más remedio que despedirse con una sonrisa cortés.
La ya atormentada cabeza de Alexandret era un lío y sentía las sienes palpitantes. Ingresó de nuevo al palacio, donde hacía casi tanto frío como afuera, y se tomó un tiempo para acomodar sus ideas antes de reunirse con sus amigos. Todo parecía tan complicado que Alexandret tuvo la sensación de que si deshacía un nudo, dos más estarían esperándolo.
Esos días parecían ser un enredo constante de intenciones ocultas, resoluciones amargas, propósitos egoístas y, sí, quizá, hasta traiciones despiadadas. Alexandret se sentía en medio de una guerra que estaba a punto de estallar y tragárselo entero sin que pudiera hacer más que ver el caos que se desataba. Intuyo que las cosas estaban a punto de cambiar para Macrew, y ese pensamiento, por algún motivo, lo hizo estremecerse.
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