Epílogo

En la plaza de los Comuneros de Zipaquirá solamente quedan los hombres de Lefebvre. La hoguera ya lleva tiempo de haberse apagado y la destrucción es general. Quienes pasan por ahí cerca se persignan motivados por el temor al demonio.

Tirado en el suelo frente a las puertas destruidas de la catedral, Alexander Ortiz ríe observando a las estrellas. Sabe que después de todo lo sucedido esa tarde, él es quien ha ganado.

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