9-Buziraco
De un momento a otro el mundo se desvanece, está en la iglesia y luego ya no. Todo a su alrededor se empieza a desteñir, como si de pronto hubiera ingresado a un hoja en blanco. Un pitido parecido al de un avión en pleno vuelo retumba en sus oídos. Tiene la sensación cálida de estar en la nada, de flotar en el infinito.
¿Habría muerto?
Sus cabellos se elevan llenos de estática y su mente gira desubicada. Siente que algo le oprime el brazo, pero el mundo no deja de girar. Cierra los ojos, cuando pase el mareo ya tendrá tiempo de saber de qué se trata.
Ahora solo quiere descansar.
Una luz golpea suavemente su rostro obligándola a abrir de nuevo los ojos. Lo hace lento, sin afán. Sus parpados le pesan y eso dificulta su tarea. Para cuando logra abrirlos completamente, la luz se ha convertido en oscuridad.
Tiene que entornarlos para acostumbrarse al nuevo cambio.
Está rodeada de figuras que van tomando forma. Ella conoce ese lugar, lo sabe. Tiene la impresión de haber estado ahí antes. Hace un esfuerzo para ubicarse: se trata de su habitación.
Todo se calma súbitamente.
El mareo pasa y ahora puede distinguir lo que sucede a su alrededor. Sí, está en su casa. Sus oídos descansan del zumbido que había estado escuchando hasta el momento. Ya no hay estática, pero sigue sintiendo una opresión en su brazo.
Lo que acaba de experimentar no es otra cosa que la toma del control total de su cuerpo por parte de Isibene. Una experiencia poco agradable.
Se acerca a la lámpara de noche para encender la luz.
Cuando la luz ilumina el lugar se da cuenta que no está sola.
No puede más que dejar escapar un grito de espanto al ver lo que se encuentra delante de ella: un ser dos veces más alto que un humano, con cabeza de carnero, la mira fijamente detrás de sus horribles pupilas ovinas mientras sostiene su muñeca.
—¡El Buziraco! —susurra Verónica, espantada.
Ante el temor que le ocasiona la criatura, Verónica no atina a hacer nada mejor que rezar el padrenuestro. Desde el fondo de su corazón implora protección divina, esperando que algún ser celestial baje a ayudarla, que los cielos se abran y alguien o algo aparezca para reclamar su alma en nombre de Dios.
Pero después de rezar con todas sus fuerzas, nada sucede.
Lo único que logra hasta el momento es hacer que el demonio se ría y le suelte la mano. Un sonido gutural, similar a un shofar, retumba en la habitación golpeando los tímpanos de la joven; una risa estruendosa que amenaza con echar abajo el lugar.
—Debe creer para que funcione —comenta la criatura sentándose en la cama.
Verónica siente un poco de Vergüenza. No solo tiene ante sus narices a un ser proveniente de las mismísimas profundidades del infierno, sino que además es objeto de su burla. Está ahí, frente ante ella, con un aspecto imponente capaz de asesinar a cualquier humano de un solo golpe y en vez de atacarla simplemente se ríe.
De pronto las sombras vuelven a aparecer, se agolpan a su alrededor temblando con ira. Le reprochan todo lo sucedido en la capilla.
«Niña estúpida» —la reprende Isibene terriblemente extenuada― «No sabéis lo que acabáis de hacer. Ese hombre os ha seguido con el fin de haceros daño»
―¿Cómo?
«El hombre del hospital, tiene malas intenciones y le disteis herramientas para haceros mal»
—Yo... —intenta disculparse Verónica.
«El carnero solo se aparece cuando estamos en peligro».
Verónica nunca pensó que sus acciones pudiesen ponerlas en algún tipo de riesgo. Mira al carnero sentado en la cama. Juguetea con las cosas que Verónica ha dejado sobre la mesa de noche, curioso.
El reflejo apacible que hay en sus ojos lo hace ver como un hombre viejo que carga sobre sus hombros la experiencia de una vida larga, como alguien que ha descifrado los misterios del mundo. Y aunque Verónica lucha para sus adentros con la idea, por un momento cree haberle visto un rostro humano.
―¿Qué va a suceder ahora?
«No lo sé» ―la voz de la bruja suena cada vez más exhausta, como si haber tomado el control de su cuerpo hubiera agotado todas sus fuerzas.
Está apenada. Verónica sabe que entrar a la capilla no fue lo correcto, tenía que haber contado con Isibene antes de hacer algo como eso. Pero estaba tan asustada por haber perdido el libro que no pensó bien lo que hacía.
Había sido impulsiva y no tenía ninguna forma de justificar sus acciones.
¡No debería haber sacado el libro de casa nunca!
Durante los minutos más largos que recuerda haber vivido se queda en el mismo lugar en el que prendió la luz.
El carnero levanta la mirada y la posa sobre Verónica, haciéndola sentir incómoda.
―Ahora deben concentrarse en encontrar el libro —dice después de un rato, tomándose el tiempo necesario para pronunciar cada palabra. Arrastra las sílabas con voz profunda y cavernosa, arropando con su esencia la habitación.
Resulta hipnótico escucharlo.
Se siente como un llamado ronco que apela a lo más arcaico del interior de Verónica, a una parte primitiva. ¿Sería la misma sensación que experimentaban los marineros con el canto de las sirenas?
«¿Podéis preguntarle a vuestra amiga quiénes eran aquellos que se llevaron el libro?», pregunta Isibene.
A duras penas se alcanza a escuchar su voz dentro de su cabeza.
―No ―responde el carnero sobresaltando a Verónica.
¿Sería posible que él pudiera escuchar a Isibene? Con todo lo que ha pasado, ya no la sorprendería.
―Envía a Grimalkin a buscarlo, para eso te la di ―ordena a la bruja.
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