6.2 - Isibene

A Verónica la despierta el celular que no para de sonar. No recuerda cómo ha llegado a su cama, ni cuánto tiempo ha pasado desde que perdió el conocimiento.

Aturdida atiende el aparato.

―¿Hablo con Verónica de Narváez? ―pregunta un hombre al otro lado del teléfono.

Verónica a duras penas alcanza a afirmar con la garganta; la tiene terriblemente seca y dolorida.

¿Cuándo fue la última vez que tomó algo?

―Te estamos llamando de «Marino» ―continúa el hombre― para informarte que hemos revisado tu hoja de vida y queremos hacerte una entrevista el viernes a las diez de la mañana.

¿De qué estará hablando?, se pregunta la joven aún confundida.

―Está bien ―responde de manera automática con la voz pastosa.

―Entonces, te esperamos ese día en nuestra oficina ―se despide, jovial, antes de colgar.

Verónica observa el celular. Está lleno de llamadas y mensajes de sus amigas, primero contándole sobre el milagro de Amalia y luego recriminando que no se haya contactado aún. Irma está furiosa.

¿Cuánto tiempo había pasado desde esa noche en el hospital?

Revisa la fecha en el aparato. Es el mediodía del lunes después de semana santa. ¿Por qué no puede recordar nada de los últimos días? En su cabeza todo se reduce a una luz blanca y luego una mujer mirándola desde el otro lado del espejo. Un mal sueño, quizá. Pero ¿por qué tiene esa sensación de que algo le falta? ¿Por qué se siente tan confundida?

Piensa por un momento en la llamada que acaba de recibir, tratando de aclarar su mente. Finalmente reconoce su importancia: la editorial en la que quería trabajar al fin la está contactando, es posible que consiga el trabajo de sus sueños.

¡Esa es la noticia que había estado esperando por mucho tiempo!

Por fin podrá pagar sus deudas, ayudar en su casa y tratar de reconstruir la relación con su padre.

Emocionada, sale de la cama de un salto con el fin de anunciar las buenas nuevas a su familia, pero un zumbido atronador la detiene y le hace llevar las manos a la cabeza. El sonido es tan doloroso que la obliga a arquearse para resistirlo. Se recuesta de nuevo en la cama con el fin de apoyar su cuerpo para no caerse.

Una serie de imágenes empiezan a reproducirse en su cabeza tan rápido que no las logra comprender del todo. Reconoce en ellas fragmentos de su vida entremezclados con escenas que parecen ser sacadas de la época de la colonia, como si estuviese buscando algo específico.

De pronto todo se detiene y su cabeza la sumerge en un escenario que no conoce: el interior de un barco con olor a moho que navega por la noche en el mar.

Hace frío y tiene miedo. La habitación solo está iluminada por la luz de una vela, lo que le da un aspecto macabro. Está sola o eso parece, no percibe a nadie más ahí. Toma la vela y se asoma a la ventana, la llama refleja el rostro de una niña de unos siete años con bucles que caen sobre sus hombros. Un hermoso moño azul corona su cabeza.

Algo suena detrás de ella. El picaporte cruje y la puerta se abre. Entra una mujer de unos veintintantos años, el parecido con la niña de los bucles es asombroso por lo que es posible que se trate de la madre. Echa una ojeada temerosa al pasillo antes de cerrar la puerta. Una vez adentro abraza a Verónica con cariño y desesperación. La madre y la niña hablan en una lengua que Verónica no entiende, entre susurros, como si temiesen rasgar el silencio de la noche con sonidos humanos.

La escena termina con la niña recostada en el pecho de la madre, arrullándose con una antigua canción de cuna.

El zumbido vuelve y con él el dolor. Imágenes aleatorias recorren de nuevo la mente de Verónica.

Ahora está en un lugar que reconoce un poco más: la ciudad amurallada de Cartagena. Pero no es la misma que Verónica visitó alguna vez, esta ciudad se parece más a la que vio en las fotografías de un libro del colegio, cuando estudiaba sobre los virreinatos.

Una mujer trigueña sostiene su brazo y la ayuda a caminar, le da palabras de aliento. En el otro brazo Verónica sostiene un libro. La gente a su alrededor se mueve en silencio y con la mirada fija en el suelo. Van vestidos de negro. Parecen sombras que se abren camino en el calor caribeño, a plena luz del día.

Cuando ven pasar a Verónica cuchichean entre ellos y la señalan.

La mujer trigueña le da unas palmadas en la mano para darle valor. El viento marino sopla despreocupado. Arrastra el mugre de la calle que golpea su falda raída. Hasta ahora se da cuenta el mal estado de sus ropas, completamente diferente a la visión del barco. Observa sus manos sucias y las uñas partidas y ennegrecidas. Solo tiene que pasar levemente su mano por la cabeza para darse cuenta que el moño no está y sus bucles, antes pulcros y hermosos, ahora se sienten sucios y desordenados.

Cuando llegan a la plaza encuentran un tribunal eclesiástico: al menos unos doce religiosos vestidos con sotanas están sentados en una tribuna de madera. La mayoría tiene mala cara. Tal vez sea por el calor y los rayos sofocantes del sol.

Tanto Verónica como la mujer trigueña encuentran un lugar entre la multitud. Esperan alrededor de dos horas allí. Durante ese tiempo el sol aumenta su intensidad y la plaza se llena completamente. Es muy probable que allí se encuentren todos los habitantes de la ciudad.

A lo lejos se escuchan tambores que se acercan.

―¡Mira, la procesión! ―alguien grita emocionado.

―Ya era hora ―se queja la mujer que lo acompaña― llevamos mucho tiempo esperando.

Verónica alcanza a divisar la procesión a lo lejos.

Tres militares elegantemente vestidos la preceden. Detrás de ellos están los representantes del clero, al menos unos diez, con cruces de madera tan altas que sobrepasan sus cabezas. A Verónica le da un vuelco en el corazón cuando observa lo que viene detrás de ellos: el cadáver de la mujer que había visto en el barco colgado de una estaca. Está un poco podrida, por lo que se nota que ya llevaba un tiempo de haber fallecido. Al final de todo, dos hombres, cada uno con un tambor.

Cuando llegan a la plaza, los religiosos de la procesión se unen a los que ya estaban en la tribuna. Los militares se ubican enfrente de ellos, para proteger a los clérigos en el caso en que los ciudadanos quisieran revelarse. En el medio de la plaza, clavan la estaca con el cadáver entre una serie de leños secos.

―¿Por qué mi mamá no me mira? ―pregunta la niña en cuyo cuerpo se encuentra Verónica. La mujer trigueña se lleva el dedo índice a la boca, pidiéndole silencio.

Un hombre cuyo rostro se le hace familiar se levanta de la tribuna.

―Silencio, va a hablar el inquisidor ―alguien pide en el público.

El hombre se persigna.

―Esta mujer es una hereje que se han alejado del camino de la salvación. El nivel de sus crímenes contra la cristiandad solo puede perdonarse a través del camino de la expiación, por lo que no hay otro remedio que regar la hoguera con su sangre y sus cenizas.

El corazón de Verónica duele con tristeza e impotencia. 

La niña se zafa del agarre de la mujer trigueña y se acerca a la tribuna, sin que nadie más que la mujer lo note. Ni siquiera los militares se dan cuenta hasta que ya es tarde.

―¿Qué le pasó a mi mamá? ―pregunta con voz llorosa, acercándose al cadáver.

La multitud cuchichea.

―Mamá ―llama desesperada― ¿Por qué no me mira mi mamá? ―vuelve a preguntar. Se acerca al cadáver y lo zarandea, tratando de llamar su atención.

―Su madre está muerta ―sentencia el inquisidor apartándola de un empujón―, es el precio que pagó por su maldad.

La niña vuelve a acercarse a su mamá y el inquisidor la empuja de nuevo, esta vez haciéndola caer al suelo. El libro que llevaba sale volando. La niña llora un rato ahí, llena de rabia y dolor. Cuando el hombre continúa con su sermón, Verónica siente como el odio y la ira de la niña aumentan con cada palabra, alimentados por una fuerza que ella nunca había conocido. 

Del libro empieza a salir un humo blanquecino.

Es tan grande el dolor y la impotencia de la pequeña que cuando se levanta de nuevo lo hace con ímpetu aterrador. Una exclamación de asombro resuena en el público, parece que están tan atemorizados como Verónica. 

El cuerpo de la niña empieza a emitir una luz de color blanco que la enceguece.

Lo que sigue sucede tan rápido que no le da tiempo de reaccionar: la niña se clava las uñas en la muñeca hasta sacarse sangre, luego pronuncia una serie de palabras irreconocibles en voz alta y una sombra astada aparece.

―El Buziraco, ha invocado al Buziraco ―grita alguien.

El zumbido en la cabeza de Verónica inicia de nuevo, aun así ella alcanza a escuchar como la niña completa un pacto con la sombra astada. Luego el dolor que quema como el ácido mientras ve como su cuerpo se desintegra consumido por la ira y la sed de venganza.

Finalmente la nada. Un blanco infinito que lo absorbe todo.

La mujer de labios carnosos se materializa en la mente de Verónica llenando ese vacío aterrador.

―Soy Isibene ―se presenta―, la que fui y la que pude haber sido. Ahora que vivo en vuestro cuerpo, mi historia y la vuestra serán una. 

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