5.3 -Cuidado con el carnero
A la exorcista le gusta la idea.
En sus numerosos años al servicio de Dios, nunca había tenido la oportunidad de ver uno de sus milagros y mucho menos hablar con la persona involucrada. Enrique tiene razón: es algo que le vendría bien en este momento en que su corazón sigue dolorido a causa de Benedetto.
Acepta la invitación, no sin antes recordarle a su discípulo lo engreído que es. Él sonríe halagado.
Entran al carro del sacerdote. Para ver a la chica tendrán que viajar al hospital en Bogotá donde sigue internada. Margueretta se sienta en la silla del copiloto y la anciana en la parte de atrás del vehículo.
A pesar de los trancones, a la madre Ferreti se le hace corto el viaje. Se deleita mirando por la ventana: lo poco que ha conocido del país le ha dado una buena impresión.
Parquean en un estacionamiento descubierto al lado de una casa vieja. Un niño desdentado corre hacia Enrique para darle un papel con los datos del automóvil y la hora de ingreso. Él lo guarda en el mismo calcetín que tenía el recorte del periódico y abre un paraguas para proteger a Margueretta y a la exorcista de los rayos del sol mientras llegan a la clínica.
A la madre Ferreti le causa gracia el gesto pero no lo dice, en cambio pregunta alguna que otra cosa sobre las costumbres del lugar y el sacerdote le responde emocionado.
La conversación se detiene en seco cuando doblan la esquina: justo al lado del hospital está la capilla con techo triangular con la que la madre Ferreti había soñado hace algunas horas. En su mente se reproduce nuevamente la imagen de su hermano y la advertencia.
La invade un mal presentimiento. Permanece en silencio el resto del recorrido, pensativa.
Cuando entran al hospital Enrique le explica al vigilante que tienen una cita con Amalia Caballero, él los guía hasta los ascensores y le da las indicaciones necesarias para llegar a la habitación VIP del sexto piso, asignada a la joven hasta que reciba el alta.
Como nunca antes habían visto un caso semejante, los doctores continúan haciéndole exámenes para entender qué pasó y así poder ayudar a otros enfermos.
Mientras tanto Amalia recibe sus múltiples visitas en la habitación especial que el hospital dispuso para ella. Al hombre le parece que en ese momento está acompañada por alguien importante porque hacía poco habían entrado varios guardaespaldas y aún no los había visto salir.
El grupo se despide agradeciéndole la información.
Cuando salen del ascensor en el sexto piso lo primero que perciben es el murmullo de gente rezando un avemaría. En la medida en la que avanzan por el pasillo en dirección a las habitaciones se encuentran con los guardaespaldas de los que habló el vigilante. Son al menos unos diez hombres ubicados frente a la puerta 604 y parece que en el interior hay más.
Los tres exorcistas avanzan hasta la sala de espera común, a unos pocos metros, para aguardar allí a que los llamen.
Al poco tiempo de terminar la oración, escuchan una carcajada nasal. Tanto a Enrique como a la madre se les hace familiar.
Un hombre rechoncho sale de la habitación, el sacerdote lo reconoce inmediatamente al ver las entradas en su frente.
―Ese es Alexander Ortiz ―explica a la exorcista en un susurro, lleno de admiración―. Uno de los pocos políticos piadosos que tenemos en el país, un verdadero hombre de fe. Siempre había querido conocerlo ¿Qué le parece si lo saludamos?
Se levanta sin que la anciana le pueda responder y lo llama por su nombre.
Ortiz detiene su marcha. Mira a la exorcista con curiosidad, parece reconocerla de algún lado. Se acerca a ellos para saludarlos. Enrique se presenta a sí mismo y a sus dos acompañantes.
―Así que usted es la famosa exorcista del vaticano ―saluda el político estrechándole la mano a la mujer con una sonrisa ensayada―. ¿Nos hemos visto antes?
―Es posible ―Ferreti se encoje de hombros― pero no lo ricordo, soy vieja.
―Ya veo. ―Responde aún con el rostro sonriente. Se dirige a Enrique―. También quieren conocer a la señorita Amalia ¿verdad?
―Para eso vinimos ―el sacerdote trata de disimular la emoción que le causa hablar con el político que admira― no es fácil pasar por alto un milagro del Señor, son bastante escasos por estos días ―bromea.
Ortiz ríe.
―Me gusta su sentido del humor ―le entrega una tarjeta de presentación―, llámeme y nos tomamos un café. Por el momento tengo asuntos que resolver, les pido que me excusen.
Aprieta nuevamente la mano del sacerdote y se marcha junto con sus guardaespaldas.
Una vez se ha ido, Enrique lanza un grito triunfal, satisfecho de haber conseguido ese contacto inesperado.
―Eso, señoritas, es parte de lo que lo hace ser un gran hombre. No duden que votaré por él. Cuando Ortiz sea presidente ustedes podrán presumir que su Enrique lo conoce.
―¿Usted es Enrique Santos? ―Lo interrumpe una mujer de cabello negro y sonrisa enorme. Ferreti se da cuenta que su parecido con la joven de la fotografía es enorme―. Soy la señora Caballero, la mamá de Amalia ―se presenta―. Hablamos por teléfono está mañana.
―Mucho gusto ―saluda el sacerdote y señala a la exorcista―, ella es la madre Ferreti, la persona de la que le hablé.
La señora Caballero la saluda con piedad.
―Lamento mucho su pérdida ―dice con cortesía ―, espero que hablar con mi hija le haga bien. Pasen, por favor.
La habitación es enorme e iluminada, parece más un apartamento que un cuarto de hospital. Amalia está sentada en una silla de la sala privada contemplando el cielo.
Se pone de pie cuando siente entrar a sus nuevos visitantes y los ayuda a acomodar junto a ella, cediéndole el mejor lugar a la anciana para que disfrute del sol.
La señora Caballero les lleva agua aromática y se retira para que puedan hablar en privado.
La madre Ferreti se percata que la mirada de la joven aún conserva un dejo de confusión que seguramente la acompañará el resto de su vida, como a todos aquellos a quienes arrebatan de las garras de la muerte. Siempre da la impresión de que tienen algo que quisieran recordar pero que no pueden.
Enrique los presenta nuevamente, esta vez a la joven.
Le cuenta qué hacen y la razón por la que se encuentran ahí. Ella se ve emocionada. Les confiesa que nunca antes imaginó que podría conocer a un exorcista ya que pensaba que solo hacían parte de las películas de terror.
Ferreti se ríe con el comentario. Cuando sienten que ya rompieron el hielo, le preguntan por el milagro.
―Había una luz ―evoca Amalia―, era una luz blanca que me envolvía y me calentaba el cuerpo. Estaba llena de amor, como el de una madre o como el de una amiga que te abraza. Me hizo sentir protegida, como si todo fuera a estar bien. Pensé que así se sentía la muerte pero cuando abrí los ojos en cuidados intensivos supe que estaba viva y cuando los doctores dijeron que estaba completamente sana no tuve más opción que pensar que se trataba de un milagro. Dicen fue gracias a las oraciones, que cuando estaba que moría muchas personas rezaron por mí y eso fue lo que me salvó; el señor los escuchó. Los doctores están sorprendidos de que ya no hay rastro de la enfermedad y aún me hacen pruebas. Quieren estar completamente seguros de que estoy sana.
La exorcista le pregunta si le permite tocarla para recibir a través de ella un poco de la gracia del señor.
Amalia acepta.
A pesar de las protestas de los presentes, Ferreti se levanta de su silla de ruedas con torpeza y se acerca para examinar con más detenimiento a la joven. Su rostro es inocente y puro, como el de cualquier joven de su edad. La anciana la abraza con fuerza y devoción, Amalia le devuelve el abrazo con cariño.
Cuando se separan la mujer está convencida de que Enrique tenía razón: la ganaron a ella, a una joven apasionada y llena de amor a quien el Señor le acaba de dar la oportunidad de volver a comenzar.
Su alma está ahora más tranquila.
Vuelve a su silla de ruedas. Al sentarse golpea sin querer su taza del agua aromática que se rompe contra el suelo.
Inmediatamente Margueretta se levanta de su puesto a ayudarle a recoger el desastre.
Toma una servilleta para juntar los restos de la porcelana sin cortarse con ellos. Amalia y la señora Caballero también ayudan a recoger. Por el golpe las astillas se dispersaron en todas las direcciones de la sala.
Enrique por su lado revisa que la anciana no se haya lastimado, preocupado.
Margueretta jala la sotana del sacerdote, le hace un gesto con el dedo para que guarde silencio y señala en dirección al sofá de cuero blanco.
Hay algo que quiere que vea.
Enrique se aproxima disimulando y toma el objeto de debajo del mueble. Se queda mirándolo entre sus manos un momento hasta que toma una decisión. Antes de que alguien se dé cuenta lo esconde en su ropa.
―Disculpen las molestias ―dice a las dos mujeres que los habían recibido― creo que tenemos que irnos. Verán, parece que nuestra querida madre se lastimó y será mejor que la llevemos a que la revisen.
Tanto Amalia como la señora Caballero los acompañan a la puerta y se despiden de ellos, pidiéndoles que las mantengan al tanto de la condición de la anciana.
Cuando los exorcistas entran en el ascensor, Ferreti pide una explicación.
―Me di cuenta que lo de Amalia no se trata de un milagro ―dice Enrique dejando el libro del carnero en el regazo de la exorcista―. Esto es brujería.
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