4.5 -Recuerdo

Son las cuatro de la tarde en punto cuando las tres se encuentran en la sala de espera común. Ahora que han tenido el tiempo suficiente para dormir, Verónica ve que sus amigas tienen mucho más ánimo que cuando la recibieron en la mañana. 

Cada una carga una bolsa de comida similar a la que el señor Caballero le dio a ella. 

Caminan hacia el comedor riendo y hablando sobre cosas que sucedieron en el pasado, cuando estudiaban juntas en el mismo colegio.

En esa época, la situación familiar y económica de Verónica difería mucho a la actual. 

Su mamá trabajaba para una multinacional dedicada a la extracción de oro y aún no había tenido el accidente laboral que la dejó tantos años postrada en una cama. Al mismo tiempo, la imprenta de su papá, heredada de su abuelo, pasaba por un momento de bonanza debido a los servicios editoriales que ofrecía a los colegios del sector. 

Eso les permitía darse algunos gustos como, por ejemplo, pagar la costosa mensualidad del almuerzo escolar.

Todos los días Verónica hacía una fila interminable para recibir su porción. Era un salón grande y ruidoso, lleno de gente que iba allí a comer. Las multitudes la intimidaban y escoger una mesa era traumático. Sin embargo, la comida era exquisita y por eso valía la pena. Cada vez que podía repetía, no le importaba haber subido un poco de peso por eso.

A las hermanas Caballero, en cambio, no les iba tan bien. La empresa para la que trabajaban sus padres, ambos psicólogos, había cerrado hacía poco, por lo que había ocasiones en las que veían difícil llegar a fin de mes. Llevaban almuerzo preparado en casa y algunas veces las sacaban de clase o les prohibían el ingreso al colegio por atrasarse en el pago de la pensión educativa.

Se suponía que quienes no estaban inscritos en el servicio de cafetería no podían entrar al comedor, pero era un lugar tan caótico que las tres hermanas se escabullían por la puerta de salida sin que nadie lo notara. 

Apartaban una mesa de cuatro puestos para compartir la comida con Verónica. Normalmente Verónica pedía de más para convidarlas. 

La cocinera lo sabía muy bien por lo que en secreto le reservaba las porciones más grandes y no ponía mucho problema cuando la chica se asomaba a repetir.

Una vez la jornada escolar se terminaba, las cuatro iban corriendo a darle las gracias a la mujer, llevándole también algunas cartas o dibujos que le hacían durante las clases. Ella, por lo general, tenía algún postre de regalo.

Es muy probable que la decisión de Lucía de convertirse en chef haya sido en honor a la cocinera ya que, de todas las amigas, fue la que pasó más tiempo con ella.

Ese mismo año, el 2006, se graduó Irma, siendo la primera del grupo de amigas en hacerlo. Al año siguiente lo hicieron Amalia y Verónica y, finalmente, un año después, Lucía se les unió.

Al poco tiempo le perdieron el rastro a la cocinera ya que el colegio quebró por malos manejos administrativos y cerró. 

Los demás colegios del sector empezaron a irse poco a poco de ahí como consecuencia de una modificación del plan de ordenamiento territorial que decretaba esa zona completamente residencial. Esto afectó a la imprenta que, después de soportar durante algunos años las facturas de la clínica en la que se recuperaba la mamá de Verónica, no tuvo más opción que declararse en bancarrota.

Por más de que fue un accidente laboral, la multinacional nunca se hizo cargo de nada. Cuando ocurrió el accidente ninguno de los empleados que trabajaban en la oficina de Bogotá había sido registrado en la entidad aseguradora de riesgos laborales, así que la familia de Verónica tuvo que afrontar sola la situación, viendo con impotencia como poco a poco iban perdiendo el patrimonio que habían construido con tanto esfuerzo a lo largo de los años.

Por más de que en su momento se puso una demanda en contra de la compañía, a la fecha la causa no ha avanzado nada y descansa olvidada, llena de polvo, en algún despacho judicial de la ciudad.

Luego de perder la empresa familiar, el papá de Verónica entró en depresión.

 No quiso trabajar en nada más ni hacer lo posible por recuperar la imprenta, solo se abandonó a sí mismo y se encerró en su habitación. También dejó de hablar con su familia. Lo único que hizo desde entonces fue ver televisión y escuchar música.

Así fue como el lugar que Verónica siempre consideró su hogar empezó a volverse lúgubre y difícil de habitar. 

Poco a poco las cosas empezaron a dañarse sin que tuvieran como reponerlas: las cortinas de tela se empezaron a destejer, las tablas del techo se cayeron por culpa de la humedad y el tapete se fue deshaciendo bajo sus pisadas. 

Las flores del jardín, que su mamá cuidaba con tanto cariño, se secaron y como nadie las arrancó nunca, se quedaron ahí, muertas.

No era extraño que quien pasaba frente a su casa pensara que se trataba de un lugar triste y melancólico, incluso la misma Verónica lo veía de esa forma.

Durante un tiempo sobrevivieron con la mesada que un tío materno les enviaba. 

Gracias a su ayuda Verónica tuvo los recursos para asistir a la universidad y terminarla.

Apenas su mamá se sintió recuperada se empleó en varias cosas con el fin de dejar de depender de otros. Trabajaba desde casa ya que su condición aún no le permitía esforzarse mucho.

Cuando Verónica se graduó y consiguió su primer trabajo, pensó que finalmente podía hacer algo para ayudar a su familia a salir de la crisis, sin embargo, el pago era tan bajo que apenas le servía para cubrir la cuota del préstamo educativo. Aunque su corazón dolía, se propuso a sí misma sopórtalo para crecer laboralmente y así poder optar por un puesto que le gustase más y que ofreciera un salario que le permitiera convertirse en el sostén del hogar, hasta que empezaron los problemas con su papá.

Por esa misma época ya habían detectado la enfermedad de Amalia, que avanzaba rápidamente. Para entonces los Caballero habían logrado superar sus dificultades. El señor y la señora Caballero habían abierto un consultorio en donde ofrecían sus servicios de psicología y les iba muy bien. También habían escrito algunos libros de autoayuda ―que ofrecían a sus pacientes― lo que les había permitido ganar algo de reconocimiento en el medio. 

Por su lado, Irma había conseguido un buen puesto como contadora en una empresa grande y Lucía estaba empezando a meterse de lleno en el mundo de la gastronomía.

Por más que siempre insistieron en lo mucho que odiaban el colegio, mientras hablan, llegan a la conclusión de que esos tiempos pasados, en los que su mayor preocupación era aprobar el examen de matemáticas, son los que más atesoran.

Ahora que las tres amigas hacen un recuento en la cafetería de hospital de todo lo que ha sucedido en sus vidas desde entonces, se dan cuenta que las dificultados solo han servido para unirlas más y hacer más fuerte su amistad.  

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