4.2 -Los secretos del libro del carnero
Esa noche se desata una tormenta que la toma desprevenida y sin nada que le permita protegerse. Pero ella no le da importancia: lo siente, en cierta forma, como parte del castigo que debería estar recibiendo por no ser capaz de mantener su boca cerrada.
Luego de vagar algunas horas por el pueblo sumida en sus pensamientos catastróficos, Verónica se da cuenta que no tiene la necesidad de pasar frío ni de seguir mojándose para purgar sus errores, por lo que decide ir al único lugar en el que se sabe bienvenida a esa hora, con la esperanza de hacer algo más de tiempo antes de volver.
Como está cerca, no tarda mucho en llegar.
Es un local de videojuegos ubicado en la mitad de la avenida Pradilla. No es muy grande pero tampoco es muy pequeño, a su parecer tiene el tamaño perfecto para resguardarla por un rato y hacerla sentir cómoda.
Son casi las diez y media de la noche.
La puerta está cerrada para el público, sin embargo, adentro las luces continúan encendidas. Tras un intercambio de mensajes a través del celular le abre, ojeroso, Gabriel Abad, el único amigo que Verónica consiguió en su época universitaria.
―¿No vas a volver a tu casa hoy? ―pregunta dándole el paso. Está un poco apurado por continuar con su partida. Verónica solo se encoge de hombros y se limpia los pies en el tapete de la entrada para no ensuciar el suelo. Tiene hambre y necesita cambiar su ropa. Sin pedir permiso pasa el mostrador y toma un poco de la comida que se exhibe. Gabriel continúa con su juego sin darle importancia al asunto.
Mientras Verónica devora el contenido de uno de los paquetes que acaba de asaltar, busca entre su maleta si algo de lo que trajo del viaje le sirve para vestirse y así quitarse el frío que le cala los huesos. Encuentra, arrugada, la ropa que Irma y Lucía le consiguieron en la Jagua. Con eso es suficiente. Deja sus cosas en el suelo y se mete al baño sin preocuparse por recoger el desorden que acaba de hacer.
No tarda mucho en cambiarse. Cuando sale, Gabriel continúa concentrado en el computador.
Verónica organiza un poco y usa algunas de esas cosas como relleno en su maleta para hacer una almohada con ella.
Escudriña el lugar con el fin de descubrir algo que le sirva para cubrirse.
Halla en la caja de objetos perdidos varias prendas de ropa que le servirán para hacerse una cama improvisada.
―¿Vas a pasar la noche aquí o solo te quedas un rato? ―pregunta Gabriel desde su mesa.
―Estoy esperando la medianoche para volver ―contesta ella acostándose.
―¿La hora de las brujas? ―bromea―, solo que en vez de salir de tu casa vuelves a ella ―se concentra un momento en lo que está haciendo en el computador―. Lástima que hoy es jueves santo, aun así podrías asistir a la celebración de los demonios y fantasmas que seguro estarán por ahí al mismo tiempo que tú... es probable que mañana encuentres más. Me imagino que querrán festejar la muerte de cristo, ya sabes como son. ―Se encoje de hombros y continúa con su juego.
Luego de un rato resopla derrotado y se aleja de la máquina.
―¿De nuevo es por problemas con tu papá? ―pregunta a su amiga.
―Ajá.
―¿No has pensado en irte de ahí?
―Muchas veces, pero con lo que ganaba tan solo me alcanzaba para pagar la deuda. Cuando consiga un buen trabajo es lo primero que haré, tenlo por seguro.
Gabriel no responde.
Como se tarda mucho en seguir la conversación, Verónica voltea a mirarlo, temiendo que la haya ignorado.
Si ese es el caso, esta vez no tendrá reparos al reclamarle por su mal hábito.
Sin embargo, se sorprende al descubrir que Gabriel tiene sus ojos clavados en un punto fijo con una expresión que nunca antes había visto en él. La curiosidad hace que ella siga su mirada hasta dar con el objeto que lo tiene así. Tirado en el suelo se encuentra el libro del carnero.
Un sentimiento extraño se apodera de ella.
El pecho le quema con lo que cree es enojo, pero no logra identificar con exactitud de qué se trata.
Normalmente no tiene problema en que le toquen sus pertenencias pero con ese libro se siente diferente.
Es suyo, llegó a sus manos; fue ella quien lo descubrió. No quiere que alguien más lo manosee o lo lea y eso la hace sentir incómoda, como un animal acorralado.
―Me lo regaló Amalia ―cuenta, incorporándose para tomarlo.
Gabriel es mucho más rápido y agarra el libro antes de que ella pueda hacerlo. Cuando él lo abre Verónica hace lo posible por arrebatárselo, pero es en vano.
―¡Espera! ¿sabes lo que es esto? ―intenta calmarla para que deje de forcejear― ¡Esto es un grimorio! ―explica fascinado.
―¿Un qué? ―la joven se esfuerza por controlar sus impulsos.
―¡Un grimorio, Verónica, un libro de magia!
La afirmación la hace frenar en seco, no comprende del todo lo que su amigo quiere decir pero le parece que es importante.
―¿Ya lo viste por dentro? ―le pregunta Gabriel.
Ella niega con la cabeza, confundida. Él va hacia su escritorio y la invita a seguirlo, allí lo abre.
―Intenta leerlo ―la anima.
Verónica se acerca y se da cuenta de que el manuscrito no está en español. Es más, no está escrito en ningún idioma que le parezca familiar. Le llama la atención la cantidad de imágenes y arabescos difíciles de entender que tiene regados por todos lados, sin ningún orden en específico.
―No es un libro viejo cualquiera ―explica Gabriel―. No sé si sabes, pero en la antigüedad la magia se enseñaba. Los grandes brujos tenían discípulos a quienes les pasaban sus saberes ocultos.
»No todo el mundo podía leer o escribir, pero aun así, para proteger esos conocimientos de que algún otro brujo como ellos los robara o que fueran usados por personas inescrupulosas, tenían códigos secretos con los que escondían la información, códigos que solo sabían ellos.
»Como puedes ver, este libro parece no estar escrito en ningún idioma conocido por el hombre. Sin embargo ―se sienta frente a su computador―, es posible que sepamos al menos cuál es su lengua original.
―¿Cómo?
Gabriel se encoge de hombros.
―Todo esto lo aprendí en un videojuego así que por ahí debo tener guardado algo que nos pueda ayudar. Solo tengo que decodificar y tú sabes que para mí eso no es un problema.
La sonrisa pícara que esboza no es muy diferente a la de un niño al que le acaban de dar un dulce.
Verónica sabe que una vez él empieza con algo ya no le va a poner atención a nada más que a lo que está haciendo, y como pedirle que la mantenga informada sería inútil ya que le hablaría de esas cosas de computadores que ella no entiende, decide que lo mejor es recostarse en su intento de cama mientras Gabriel investiga.
Está tan cansada que no logra mantenerse despierta por más de que su curiosidad la incita a conocer más; se duerme al poco tiempo de recostar su cabeza en la maleta.
En su sueño se encuentra con una persona que la mira a lo lejos.
No logra identificar con claridad si se trata de una niña, una joven o una anciana, pero le da la impresión de que su edad cambia como un tornasol.
Acaricia la cabeza de un carnero negro mientras murmura algo que Verónica no alcanza a escuchar por culpa del sonido que produce una hoguera enorme y colorida. Sus lenguas danzantes aumentan de tamaño hasta que cubren todo, incluso a la mujer y al animal. El tono carmesí es tan fuerte que enceguece a Verónica y la obliga a cerrar los ojos con fuerza para protegerlos.
Cuando los abre se da cuenta que es de día y que pasó toda la noche en el local de videojuegos. Un rayo de luz la golpea directamente en el rostro.
Se despereza con un ruido fuerte; estira los brazos que tiene un poco entumecidos por la posición en la que durmió.
―En la madrugada sonó tu celular varias veces pero creo que no te diste cuenta, se terminó descargando. ―Comenta su amigo con un fuerte bostezo.
Verónica busca su cargador dentro de la maleta.
―¿Lograste descubrir algo? ―pregunta enchufando su teléfono.
―No avancé mucho, me parece que está escrito en hebreo antiguo. Ahí creo que pude descifrar un apartado. No es un trabajo muy fácil que digamos: tengo que decodificarlo para obtener el texto y luego traducirlo al español. ¡Menos mal internet es de gran ayuda! De lo contrario no habría sido posible. Yo solo tengo que darle un poco de sentido a lo que arroja. No me comprometo a que sea fidedigno, pero igual estoy seguro de que no tienes la intensión de usarlo, así que con esto está bien.
Le pasa una hoja de cuaderno a Verónica.
«Hechizo para curar todas las enfermedades» lee ella mentalmente antes de guardarla dentro del libro para que no se pierda. La cantidad que Gabriel logró traducir durante la noche era considerable; parecía una receta de cocina. Verónica lo leerá todo luego, cuando vuelva a su casa.
―Señalé con un papelito la parte en la que trabajé para no confundirme y volverlo a traducir más adelante, espero que no te moleste. Es un apartado entero... No levantes la cama, cuando te vayas voy a dormir ahí un rato antes de abrir el local.
―¿Crees que estas cosas son reales? ―Verónica enciende su celular y revisa las notificaciones que le llegaron mientras el aparato estaba descargado.
―No lo sé, hasta ahí no llega mi curiosidad... ¿Está todo bien? ―se preocupa al ver el cambio en la expresión de su amiga.
Está pálida y parece que se va a echar a llorar en cualquier momento. Recoge rápidamente sus cosas con manos temblorosas, sin levantar la mirada. Es obvio que algo sucedió.
Mete afanada el libro del carnero en la maleta antes de acomodársela en la espalda.
―Es Amalia ―explica agarrando uno de los paquetes del mostrador―, colapsó.
Se despide, apresurada, de Gabriel con un gesto de su mano y sale a la calle a tomar un bus que la lleve a Bogotá.
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