10.3 -Malleus Malleficarum
Luego de muchísimo tiempo alguien abre la puerta. Amalia tiene hambre y un poco de sed.
Los mismos dos hombres que le había llevado a ese lugar la agarran y le ponen una cosa extraña y dolorosa en el cuello, parece un collar de púas. La desnudan y la descalzan contra su voluntad. La visten con lo que parece ser un camisón. Está sucio y huele mal.
Cuando está nuevamente vestida la llevan a rastras a otra habitación. Allí hay una silla parecida a la de los dentistas.
Los hombres la sientan ahí y esposan sus manos a los brazos de la silla. Toman un elemento metálico y se lo meten en la boca, obligándola a dejarla abierta.
Por culpa del collar, Amalia siente como si pequeñas inyecciones se le clavaran en el cuello con cada movimiento que intenta dar, es molesto y doloroso.
Uno de los hombres enciende la luz de la silla que golpea sobre su coronilla.
Alguien más entra en la habitación, sus pisadas son tan fuertes que levantan un poco de eco. Se asoma a la luz permitiendo que Amalia lo vea.
Es Alexander Ortiz.
—Seguro te preguntarás qué haces en este sito ―la saluda sentándose en el borde de la silla.
Amalia no puede responder. Evita hacer cualquier tipo de movimiento para no lastimarse con el collar. Su boca se llena con la saliva que se le dificulta pasar sin correr el riesgo de atorarse así que la deja escurrir.
El político la observa con un poco de asco y se levanta de la silla.
—Mira, no es nada personal. Pero las cosas entre nosotros cambiaron un poco cuando ellos descubrieron tu secreto.
Estira la mano y uno de sus hombres le entrega algo, él se lo muestra a Amalia.
Ella se sorprende: se trata del libro del carnero que le había regalado a Verónica hace poco tiempo. El que tanto ella como sus hermanas se habían esforzado tanto por conseguir en la Jagua.
―Veo que lo reconoces ―advierte Ortiz―. Eso nos facilita un poco las cosas. Ya sabes, nos hemos ahorrado un par de preguntas ―hace una señal con la cabeza y uno de los hombres empieza a bajar el respaldar de la silla de odontólogo.
El otro hombre vierte agua de un balde a una jarra.
Amalia no sabe ni qué hacer ni a qué atenerse, no tiene la menor idea de lo que está sucediendo o por qué se encuentra en ese lugar y mucho menos qué tiene que ver el libro de Verónica en todo esto.
Presentía que ese hombre la había declarado culpable de algo y no se iría de ahí o la dejaría libre hasta obtener algún tipo de confesión.
¿Qué otra razón habría para lo que está sucediendo?
Cuando Amalia queda completamente acostada, con el nivel de la cabeza más abajo que el resto del cuerpo el hombre de la jarra pone sobre su cabeza un fino paño de lino y empieza a verter lentamente el agua del recipiente sobre la tela, haciendo que el tejido se le arrastre hasta lo más profundo de su garganta.
Amalia trata de sostener la respiración para no ahogarse pero llega un momento en el que no aguanta más.
Como no puede toser por culpa de lo que le pusieron en la boca, su cuerpo reacciona con una sucesión de arcadas sonoras y dolorosas. El collar le desgarra la piel con cada movimiento. Tiene una sensación ardiente en el pecho, como si por dentro se estuviera quemando.
Se va a morir, lo sabe. La están matando.
El dolor es insoportable, ojalá se termine pronto.
Las lágrimas empiezan a escurrírsele por los ojos.
De un momento a otro llega la calma, ya no hay necesidad de luchar más. Se deja llevar por la tranquilidad cálida que la invade. Al menos había tenido una buena vida.
No tenía nada para quejarse.
Piensa en sus padres y en sus hermanas. Eran tantas las cosas que se habían quedado sin decir, había tanto para agradecerles.
Tal vez, si tuviera la oportunidad abrazaría a sus perros una vez más o comería un último chocolate.
Finalmente piensa en Verónica ¿Acaso ella sabía que ese hombre tenía su libro? ¿Era el libro de Verónica o tal vez se trataba de otro igual? ¿Cómo lo habría conseguido?
Pronto perdería la conciencia del todo. Su estómago se hincha por culpa de la cantidad de agua, pero ya no le duele, solo va a descansar.
Un dolor mucho más fuerte que el que había sentido hasta el momento desgarra su garganta. El hombre saca la tela de un solo tirón haciendo que las arcadas regresen con mucha más fuerza. Le sangra el cuello por culpa de las heridas y la laceración que había dejado el trapo en su garganta.
¿Por qué no la dejarían morir? ¿Qué había hecho?
Las lágrimas continúan escurriéndosele por las mejillas sin disimulo, no quiere volver a pasar por lo mismo de antes. Solo quiere regresar a casa.
—No te esfuerces por darme lástima, no lo vas a lograr —advierte Ortiz―. Ahora que ya sabes lo que se siente, quiero que me cuentes sobre el culto al que perteneces.
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