Capítulo 8: Visitas
Mi voluntad me lleva hacia ella,
la noche y el amanecer sufriendo
por deseo de su cuerpo;
pero viene despacio y despacio me dice:
"Amigo, dice, celosos y malvados
han armado tal jaleo
que será difícil resolverlo
y que ambos tengamos placer (1)
Todo se hizo más real cuando Peyre Roger volvió a Cabaret. Bruna escuchó en silencio y con atención sus palabras. Su marido intentó darle calma. Mientras ella se mantuviera en el castillo, nada iba a pasarle. Los cruzados no lograrían subir a la montaña, y eso todos lo sabían. Es más, serían unos insensatos si intentaban tomar Cabaret.
Ella no respondió, se dedicó a asentir en silencio para no darle más problemas a su esposo. Pero Bruna no dio su palabra, pues sabía que no iba a cumplirla. No iba a quedarse en Cabaret, solo que aún no decidía cuando y a dónde partir. Tenía que encontrar algunas respuestas primero.
La oración fue una manera de acercarse a esa verdad. Se concentró tanto, y meditó tan profundo, que ni siquiera sintió el pasar de las horas. Cuando Valentine le dijo que llevaba casi un día entero rezando, se mostró muy sorprendida. Tampoco sentía deseos de explicarse, pues no sabría como contarlo.
Empezó a rezar con miedo, con fervor, rogando porque Dios le revelara las respuestas que buscaba. Pero, mientras el tiempo pasaba, y ella repetía sus oraciones, empezó a entender cada palabra de lo que estaba diciendo. Como si antes solo las hubiera repetido sin escucharlas de verdad, de pronto se descubrió encontrando el sentido, y cada vez que decía una oración, esa comprensión se hizo más clara.
El Pater Noster, el Salve Regina, el Ave María. Pero era El Credo aquel que hacía palpitar más su corazón, el que decía con más fervor. Porque entendió, al fin y después de tantos años, la vida y muerte de nuestro señor Jesucristo.
El Padre Abel tuvo razón. Mientras más vacía de sí misma se encontraba, mejor podía entender. Esa muerte de Jesucristo que no fue otra cosa que un triunfo del alma, un sacrificio necesario antes de trascender. Así lo comprendió, y así lo decidió para ella también.
No, esa no fue decisión suya, era como tenían que ser. El sacrificio, el caer en lo más profundo. En un infierno que vivía dentro de ella, y siempre fue así. Solo entonces, al vencerse a sí misma, podría volver a la vida.
Había cosas que necesitaba saber aún. Como averiguar qué era esa muerte simbólica, y a dónde la llevaría. Cómo encontraría el Grial, o como estaría lista para encontrarlo. El Padre Abel dijo que nadie llegaba al Grial sin seguir el camino, y Bruna no quería saltarse las reglas. Así que andaría sin prisas, solo esperando su momento. Al menos, pensaba, todo estaba en relativa calma para que pudiera dedicarse a la meditación.
Extrañaba a Guillaume, pero tal vez fue costa del cielo que partiera justo en el momento preciso para dejarla a solas y que pudiera alejarse de los placeres mundanos. Cuando regresara, podría ser la misma con él, y los dos volverían a ser felices y disfrutar. Ahora, con el temor de la cruzada cada vez más cerca, y su misión sagrada sin un rumbo fijo, la dama tenía que compartir su tiempo entre la vida espiritual y sus deberes como señora del castillo. Y justo fueron esos deberes quienes la reclamaron aquella mañana.
Bruna recibió con sorpresa la noticia de la llegada del vizconde Trencavel a Lastours. Se suponía que habían quedado en buenos términos, pero desde el otoño pasado no lo veía. Él mismo le dijo que cuando se sintiera mejor al respecto de lo que sentía, iría a verla, que quería que fueran amigos. Siendo sincera, ella también lo pensaba con frecuencia. Y sí que quería una amistad con él, en nombre del afecto que los unió.
Sabía, porque Mireille le informó, que su esposo lo recibió y los dos se fueron a recorrer las defensas de Lastours, entre otros asuntos de señores que no requerían su presencia. Eso no evitó que enviara un paje para solicitar una reunión privada con ella, y entonces empezaban las dudas.
No sabía si sería correcto, Guillaume no estaba presente y quería evitar problemas con su caballero. Cierto que apenas un día antes recibió una carta de Guillaume indicando que no se opondría a su contacto con Raimon, pues confiaba en su amor y en su buen juicio. Ella también estaba muy segura de lo que sentía, pero no quería que su viejo amor se ilusionara, y se fuera una vez más con el corazón roto.
Después de debatirse al respecto por unas horas, decidió pedirle a Mireille que le informara al paje que recibiría a su señor.
Por supuesto, mientras los hombres hacían lo suyo, Bruna se dedicó a ordenar todo para el banquete en honor al vizconde. No podía ser algo tan lleno de brío, no sería adecuado hacer una fiesta cuando las noticias eran terribles. Aun así, mientras organizaba los preparativos, se sorprendió al saber de que había varios músicos dispuestos a tocar aquella noche, y que los trovadores seguían llegando.
El joy, como decía Orbia, era incontenible. Ni siquiera las noticias de guerra menguaban el ánimo festivo de la gente, y entonces decidió organizar una velada entretenida para que nadie se viera abrumado por las malas noticias.
—Y solo me queda adivinar quién es la culpable de todo esto —bromeó, mirando a sus doncellas, quienes no pudieron ocultar la risa.
—¿Os referís a mí, querida?
Estaban todas en el salón principal, tan concentradas en lo suyo, que apenas se dieron cuenta de Orbia acercándose. Las doncellas hicieron una inclinación, y Bruna se giró a verla. Desde que pasó lo que pasó, la relación entre ellas se enfrió. Solo que, en medio de sus meditaciones y rezos, su mente le hizo recordar ciertas palabras que la dama loba repetía, y que de pronto adquirían otro sentido.
—Orbia —le dijo cuando quedaron frente a frente. Y, para sorpresa suya, la dama se inclinó un poco ante ella.
—Señora —contestó con cortesía, y mostrando una sonrisa amable—, veo que estáis muy ocupada.
—Ya está todo dispuesto. Solo tenía dudas sobre el acompañamiento musical. No estoy segura si será adecuado organizar un baile, o apenas música para alegrar a los asistentes. Me he enterado de que otros señores vasallos de mi esposo han llegado para entrevistarse con Trencavel y escuchar las novedades de la cruzada, así que debe ser un banquete en condiciones.
—Oh, Bruna, ¿por qué dudáis? Vos siempre hacéis las mejores fiestas, ya sea para ocasiones casuales, o las más fastuosas. No sé qué sería de Cabaret sin vos. —Bruna arrugó la frente, y miró fijo a Orbia. ¿Qué se traía entre manos? ¿Por qué de pronto esas palabras?
—¿Me estáis haciendo una broma?
—No, para nada —contestó sin perder la serenidad—. Solo digo verdades, y eso es que siempre os habéis esforzado para que las fiestas en Cabaret tengan la mejor comida y bebida, por las flores y la decoración.
—Y vos os encargáis de la música.
—Bueno, eso no es del todo cierto —dijo con fingida modestia—. Aunque es verdad que mi presencia atrae a los trovadores y músicos que nunca están de más en ocasiones como esta.
—Si, eso es innegable.
Bruna miró a otro lado, ya no sabía qué más decir. ¿De qué podrían hablar? Orbia no iba a darle las respuestas que necesitaba, y no tenían otra razón para seguir conversando. Tampoco entendía por qué de pronto bajó a verla, ella no se dedicaba a esas simplezas. La dama loba era perfección y un mundo maravilloso que poco tenía que ver con dar órdenes para el banquete de la noche.
—Bruna, hay algo que debo deciros.
La dama rompió el silencio, y tuvo que volver su mirada a ella. Debió sospechar que había algo de por medio, y esperaba que no fueran mentiras. Suspiró, cansada. Ojalá Orbia entendiera que no tenía humor para sus juegos.
—Sí, podéis contarme.
—He recibido una carta. De mi esposo —se controló para no poner el grito al cielo. Casi se había olvidado de Jourdain, y no debió. Porque él siempre fue su martirio, y eso no había acabado.
—¿Qué pasa con él? —preguntó, haciendo todo el esfuerzo del mundo por mantenerse serena.
—Es esta situación, querida. La guerra es un asunto de hombres, y los hombres necesitan más guerreros en sus filas. Ha vuelto de Queribus al lado del hermano de Guillenma, pero podéis calmaros, no está aquí, y Peyre Roger no permitiría que ponga un pie en Cabaret después de lo que os hizo.
—¿Y qué sentido tiene que me lo contéis ahora?
—Quería que supierais que está cerca, en Carcasona. Los vasallos de Trencavel estuvieron en un consejo de guerra, y se ha quedado allá.
—Dudo mucho que el vizconde consienta su presencia —le dijo muy seria. Porque suponía que Raimon estaba enterado de todo lo que le hizo, y se decía amarla, no iba a darle hospitalidad al hombre que la dañó.
—Es verdad, no está en el castillo, se encuentra en una posada, a la espera de órdenes para actuar en la guerra que se avecina.
—Bueno, gracias por contarme, pero en verdad es un tema que no me interesa más. No quiero saber de vuestro esposo, y menos volver a verlo.
—Bruna, es que él sí quiere veros. Para pedir perdón.
—¿Cómo? —Casi se atraganta con su saliva. No podía dar crédito a lo que escuchaba.
—En la carta que me escribió cuenta lo arrepentido que está por su comportamiento. En soledad, ha reflexionado sobre lo que os hizo, y desea pediros perdón. Solo si vos queréis verlo, por supuesto.
—¿Y en verdad Jourdain piensa que va a arreglar años de perjurio con unas simples palabras?
—Supongo que confía en vuestro buen corazón.
No quiso responder, no sabía qué decirle. Sería cristiano darle el perdón, así como nuestro señor dio su otra mejilla. Pero tampoco confiaba en sus reacciones si volvía a verlo, o si la Bruna que él martirizó reflotaría.
Por mucho tiempo se dijo a sí misma que tenía que aceptar el castigo que Dios le daba en la figura de Jourdain, pero ya no lo creía así. Se equivocó, nunca hubo nada que castigar, y ella aguantó en silencio mucho tiempo por culpa de las frustraciones de ese mal hombre.
—No quiero saber más de Jourdain —le dijo a la dama loba—. Podéis decirle que tal vez algún día tendrá mi perdón, quizá cuando encuentre las respuestas que busco. Pero no ahora. Y que no se haga esperanzas, porque no hay forma que crea en su arrepentimiento.
—También lo dudo, si queréis saberlo. Puede que se haya reformado, su carta no estaba llena de insultos como de costumbre.
—O sigue pensando que soy una pequeña loba miserable.
—En ese caso, podréis corroborarlo vos misma.
—Pues no quiero hacerlo. Y os pido que no insistáis más en el tema. Ahora, debo atender mis asuntos. Que tengáis un buen día, Orbia.
—Lo mismo para vos, señora —añadió, haciendo de nuevo esa inclinación que la sorprendió al inicio.
Bruna se dio la vuelta, y regresó al refugio de la compañía de sus doncellas. Así que Jourdain quería volver, y dudaba mucho que su arrepentimiento fuera genuino. De seguro era solo un truco para regresar a Lastours.
Tal vez oró, y comprendió cosas que jamás imaginó, pero en su corazón aún no había lugar para el perdón. Le quedaba mucho camino por recorrer hacia el Grial si algo tan simple conseguía perturbarla de esa manera.
***************
Era evidente que en Cabaret no se vivía ninguna antesala para la guerra, y Raimon casi no lo podía creer. Todos parecían lo suficiente confiados y tranquilos con lo que estaba por llegar, y eso por el simple hecho de que fuera de conocimiento general que Lastours era inexpugnable. No iba a negarlo, pero a todos parecía escapárseles un detalle: Que no importaba que nadie pudiera tomar Cabaret, si capturaban las otras villas, estarían rodeados de enemigos. Y no tendrían otra alternativa que rendirse.
Y así como en Cabaret parecía reinar una extraña serenidad, el vizconde sentía que cada día que pasaba su muerte estaba más cercana. A diario le llegaban noticias de lo que sucedía en el Ródano, de los señores francos que se acercaban, en que consistía el armamento, y cuantos eran. Y, cielos, la información era preocupante.
Confiaba en que el Mediodía iba a resistir por mucho tiempo, ¿pero cuánto? ¿Hasta que su gente muera de hambre o por alguna peste? Ese ejército no daría tregua, su objetivo era arrasar todo. Eso lo inquietaba, pero si en Cabaret no querían tener miedo, él iba a seguir ese rumbo. Su presencia tenía que calmar al pueblo, no alertarlo. Así que, por más temor que tuviera, iba a aparentar todo lo contrario.
Al único al que le había confesado sus temores era a Guillaume, y eso solo porque quería ver a Bruna. Por más que fingiera lo contrario, estaba seguro de que esa sería la última vez que la vería, su corazón se lo gritaba. Su amada corría peligro, los enemigos irían por ella y si de él dependiera que estuviera a salvo, sería capaz de dar la vida.
Así que, una vez regresó de cumplir los deberes que lo llevaron a Cabaret, el paje que envió para pedir ver a Bruna volvió con una respuesta positiva. Apenas escuchó eso, casi empezó a sentirse como aquel joven enamorado. Ordenó que prepararan un baño, ropa limpia, y que encontraran algún obsequio para la dama. Una joya, tal vez, aunque eso sería excesivo, considerando que no era su caballero, y Guillaume ya fue lo suficiente amable con él. Decidió enfocarse en lo principal, y eso era llegar presentable a verla. Luego, de acuerdo a los ánimos, vería si era apropiado o no darle un regalo.
Quiso ir solo. Después de todo, no iba a dejar que sus siervos vean nervioso y ansioso al vizconde que se suponía encarnaba la perfección y los ideales de un caballero del Mediodía. Llegó, con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho, a la puerta de la alcoba. Fue una doncella quien lo recibió y lo hizo pasar. Ni siquiera había tomado asiento, cuando los tapices se apartaron, y ella entró.
—Raimon —dijo la sonriente Bruna, casi tan bella como la atesoraba en sus memorias. Y decía casi, porque podría jurar que lucía mejor que nunca antes. Siempre era así con ella.
Le bastó verla para que el vizconde se olvidara de sus problemas, y de esa cruzada. Ya nada le importaba. Ella seguía radiante y tranquila, como si nada la molestara. Y así tenía que ser, había que ahorrarle cualquier sufrimiento. Él daría su vida en ese instante si con eso pudiera evitar que siquiera una sola lágrima saliera de esos lindos ojos.
—Es una sorpresa veros aquí, después de todo este tiempo —continuó Bruna. Él seguía pasmado, observándola. La dama hizo una inclinación ante su vizconde, y solo entonces Raimon reaccionó.
—Te he extrañado, Bruna —dijo sin más. No quería fingir formalidades que no deberían existir entre ellos, no después de todo lo vivido—. Te he extrañado mucho cada día, mi ser de los cielos. —Y Bruna, que hasta hace nada sonreía, de pronto estaba pasmada. Le pareció ver un gesto de disgusto en su rostro, y comprendió tarde que no debió decirle eso.
—Creí que... Nosotros... Pensé que solo éramos amigos. Que ese fue el acuerdo —dijo en voz baja, esta vez lo miró directo a los ojos.
—Lo somos, pero eso no quita que sigas siendo un ser de los cielos.
Bruna quedó sorprendida al inicio. Tal vez fue su postura relajada, o su gesto amable. Algo vio en él que le hizo bajar la guardia. Ella correspondió la sonrisa, y asintió lento. Luego, tomó asiento y él la imitó.
—No hablemos de eso ahora. El hecho es que estás de visita a Cabaret. —Al menos, se dijo Raimon con alegría, se tuteaban otra vez. Como antes. Como cuando se amaban—. No tienes que contarme todos los detalles, sé que las noticias de la cruzada te han traído hasta aquí.
—Sí, es verdad. He venido a supervisar como se preparan para el posible asedio en Cabaret, ¿sabes que este es un bastión inexpugnable? Podrán caer muchas villas, pero Cabaret jamás. Quiero asegurar de que lo estén haciendo muy bien, siempre hay que estar prevenidos.
—Dime la verdad. ¿Crees que todas las villas de Languedoc caerán?
—Aún podemos negociar con el Papa.
—No es eso lo que he escuchado —contestó ella sin perder la calma—. Muchos dicen que el conflicto es inevitable.
—Es una gran posibilidad, no lo niego. Pero te juro que haré lo posible para evitar grandes daños en estas tierras.
—Sé que lo harás, es parte de ti después de todo. —Raimon la miraba con atención, buscando entender sus palabras—. Has sido un buen vizconde estos años, la gente te adora, y con justa razón. Que estés aquí, en una de tus villas, deja claro que no eres un simple señor, que de verdad te preocupas por nosotros.
—Y es cierto, no quiero que nada dañe a mi pueblo —contestó, sintiendo que sus mejillas enrojecían.
Había escuchado palabras similares de varias personas en todo ese tiempo en que era vizconde, y algunas las tomó con naturalidad, otras alimentaron un poco su ego. Pero esa vez fue distinto, porque los elogios venían de la mujer que amaba.
—Qué triste, de todas maneras —dijo ella, y suspiró—. No quiero que haya guerra, pero ahora sé que es inevitable. Nunca he vivido una guerra de verdad, pero estoy segura de que no hay nada de gloria en ella.
—Y tienes toda la razón. Te juro que haremos lo posible para que no suceda. Te lo prometo, Bruna.
No pudo controlarse más, moría por sentir su calidez al menos un instante. El vizconde tomó la mano de la dama, y la apretó con suavidad. Ella no la retiró, se quedó quieta, mirándolo a los ojos.
—No quiero que nadie tenga que pasar por el horror, y menos tú. Haré lo imposible por salvar vidas.
—Confío en que harás lo que puedas, eres un gran señor. —A Trencavel se le estrujaba el corazón. ¿Cómo explicarle que era imposible? No habría forma de parar la masacre.
Y eso no era lo peor. Lo peor era que ella era el centro de la orden. Si ese maldito miserable de su tío, el conde de Tolosa, abría la boca acerca de la identidad de la dama del Grial; Bruna estaría condenada. ¿Qué tal si ya lo había hecho por salvarse el pellejo? ¿Y si el otro bando ya sabía quién era ella, y estaba esperando el momento preciso para atraparla? No quería ni pensar en ello.
Si por él fuera acabaría con el conde de Tolosa, pero la orden había decidido que era mejor mantenerlo vivo para que sirviera de cebo con el legado papal, ¿acaso no se daban cuenta la clase de persona que era? Solo él conocía bien a su tío, sabía que era un maldito traidor que no creía en nadie y acabaría con quien sea con tal de salvarse.
—No vas a tener que preocuparte —continuó él sin borrar la sonrisa—. Me encargo de hacer un entorno seguro para ti.
—Para todos en Languedoc —aclaró ella.
—Claro, para todos. Y lo hago en especial por ti, nada tendría sentido si te pierdo de verdad.
—¿Qué dices...?
—Aún estás frente a mí, aún puedo verte, aunque no estemos juntos —tomó ambas manos de la dama, y se acercó un poco más a ella—. Pero no soportaría que te pasara algo. No permitiré que mueras.
—Eso no depende de ti, Raimon, es nuestro señor quien decide la hora de la muerte de las personas.
—Pues voy a burlar a la muerte para ti.
—No quiero vivir por siempre —le dijo con una débil sonrisa. La conversación no parecía tener mucho sentido para ella.
—Vivirás para siempre, serás eterna, inmortal —le dijo con fervor, ella negó con la cabeza, pero sonreía.
—Por nuestro señor, Raimon, qué cosas más extrañas dices —bromeó—. Ahora, como veo que estás tan alegre, supongo que no tendré de otra que complacer a Orbia y mandar a todos los trovadores al frente para que nos entretengan durante el banquete de hoy.
—¿Solo a Orbia? Yo también estaré muy complacido por la música. En especial si Raimon de Miraval tiene la oportunidad de aparecer hoy ante ti —le dijo, en referencia a su casi olvidado seudónimo como trovador. Ella abrió los ojos con sorpresa, pero su sonrisa se hizo más amplia.
—¿En serio lo harías?
—Si tú me lo pides, tocaré de cabeza si es necesario. —Ella volvió a reír. Con gracia, como la dama maravillosa que era.
—Casi había olvidado que tú también tienes alma de trovador. Dices las mismas tonterías exageradas que Peyre Vidal, y te advierto que no puedo soportar a dos poetas desesperantes en mi vida.
Esta vez él no pudo contener su risa. No quiso reírse a carcajadas, pero de pronto ambos lo hacían, aunque ella mantenía las formas de una dama. La miró, tan alegre y brillante. Si se iba a ir de este mundo, así quería recordarla en la eternidad.
***************
Separarse de Sybille fue complicado. Más que eso, incómodo. Fue todo lo amable que pudo ser, e intentó mantenerse sereno y cortés. La apartó con suavidad, esperando que la dama entendiera que se había excedido. Si no es esforzaba por marcar bien las distancias, eso acabaría peor de lo que supo que sería apenas la vio a los ojos.
—Señora —dijo Guillaume, haciendo una inclinación leve, y retrocediendo con cuidado para no parecer que huía espantado de ella. Que, de hecho, era lo que de verdad quería hacer—. Me alegra haberos conocido. Supe que habéis estado enferma, tal vez la fiebre aún os afecta.
—Yo... —Pronto Sybille reaccionó. Empezó a enrojecer, abochornada por sus acciones, y el caballero solo esperó que siguiera la línea de su argumento para no empeorar las cosas—. Tenéis razón, señor. Es la fiebre, no estoy en condiciones aún.
—Lo imaginaba, pero no debéis disculparos. Lo mejor será que llamemos a vuestra doncella para que os asista.
—Oh, bueno... En cuanto a eso...
—¡Sybille! ¿Dónde te has metido, niña? ¡Sabes que no puedes salir así! ¡Vas a enfermar!
La voz de una mujer en edad madura se escuchó fuerte al final del pasillo. Pronto, Guillaume pudo verla, y a juzgar por su apariencia, perecía una aya, de esas mujeres a quienes les encargaban la crianza de los niños. Era extraño que, siendo ya una mujer, la profeta estuviera bajo el cargo de una aya y no escoltada por doncellas, como correspondía.
—Leonor, por favor... —La escuchó decir, y muy avergonzada, cuando la alcanzó—. Hay visitas, no digas esas cosas...
—Justo porque hay visitas es que me pongo así —dijo la mujer entre dientes—. Disculpadnos, señor...
—Guillaume. Guillaume de Saissac —aclaró.
—Sí, ya veo —dijo esta, mirándolo no solo a él, sino al paje que lo acompañaba—. Os pido disculpas por esta situación inapropiada. La dama Sybille se encuentra dedicada de salud, ha sido un arrebato producto de...
—Las fiebres —completó Sybille—. Él ya lo sabe, Leonor. No tienes que seguir disculpándote. Y ya nos vamos.
—Sí, ahora mismo —aclaró la mujer, incluso parecía enojada y recelosa. ¡Como si hubiera sido él quien se arrojó a los brazos de un desconocido!
—Os veré luego, señora. Descansad, os lo pido. Que os mejoréis.
—Así será, lo prometo —dijo ella, bajando la mirada. El aya la tomó de los hombros, y se llevó al fin a la dama.
Solo cuando la perdió de vista, Guillaume pudo soltar el aire. Al fin había conocido a Sybille, y no fue como lo esperó. Quizá lo que tuvo en mente era una joven sumisa, silenciosa y hasta atormentada por sus visiones del futuro. Jamás imaginó que se iba a arrojar a sus brazos a declarársele.
Tenía que admitir que Sybille era una dama muy hermosa, por más rechazo que le generara, era una verdad irrefutable. Si bien ya se había decidido a guardar la distancia con ella, la idea se hizo más firme en cuanto desapareció de su vista. Era obvio que la dama tenía otras ideas.
No quería ser un tipo desagradable y acabar con sus ilusiones, pero no le iba a quedar de otra que hacerlo. Sybille tenía que comprender que si estaba ahí era por la orden y no por ella, y que si iban a casarse era también por compromiso y no porque quisiera. La iba a respetar como mujer, pero nunca iba a poder darle otro tipo de vida, quizá lo mejor para ella era buscarse un caballero y ser feliz con él, tal y como hacía con Bruna.
—Señor... —La voz del paje lo sacó de sus pensamientos. Y no tenía intenciones de explicarse ante el niño.
—Cállate, Arnald.
—Pero no he dicho nada...
—¡Solo cierra la boca! Dios, ¿no ves que no es sencillo esto?
—Lo sé, pero...
—Arnald —se giró a mirarlo con severidad, y el chico asintió con la vista en el suelo.
—Lo siento, señor...
—Caballero —interrumpió el siervo que lo iba a escoltar a la habitación. Se había mantenido en silencio todo el tiempo, pero no dudaba a que iría con el chisme entre la servidumbre—. Seguidme, por favor. Ordenaré que os preparen un baño.
—Gracias —murmuró, y siguió las instrucciones del hombre. Descanso, sí. Eso era justo lo que necesitaba.
Apenas fue atendido por la servidumbre, tomó el baño, comió algo y bebió vino; Guillaume se sintió de mejor humor. Durmió un rato, no sabía que estaba tan agotado. Y, al despertar, empezó a escribirle una carta a Bruna.
Tenía esa necesidad de hablarle, aunque no estuviera frente a él. Quiso contarle de sus andanzas por el Mediodía, y decirle cuanto la amaba y necesitaba. Pensó que quizá sería buena idea componer una poesía y enviársela con un trovador, así que se puso a trabajar en eso. No sabía cuanto tiempo iba a estar en Montpellier, y no quería descuidar a su amada. En especial cuando un Trencavel enamorado la rondaba.
La noche llegó pronto, y Arnald apareció para avisarle que la familia de Montpellier ofrecería un banquete de bienvenida, así que empezó a prepararse. El mismo siervo que lo condujo a la habitación fue quien lo escoltó al salón grande, que estaba ubicado en la parte principal del castillo.
A pesar de que intentó ser discreto, su llegada había llamado mucho la atención. "¿Por qué será?", se preguntó con ironía. Tal vez tenía que ver con cierto trovador que respondía al nombre de Peyre Vidal, que se la pasaba cantando como el señor de Saissac le quitó a la dama de su corazón, pero que no le guardaba rencor, pues fue una batalla justa. Desgraciado Peyre, esa fama de conquistador que le hizo la quería en París, no cuando se acercaba una guerra.
Al llegar, quien lo recibió no fue Joan, sino el verdadero señor de Montpellier. Toda la familia se encontraba presente, incluso Sybille, aunque con tantas personas rodeándolo, no hubo oportunidad de nada más. Y quizá eso no fue del todo tan malo, prefería la multitud a cenar en un pequeño salón a solas con la dama y su padre.
Ser tratado como un invitado de honor lo ayudó a relajarse. La corte de Montpellier no era tan diferente a otras cortes del Mediodía, y él había recibido el mejor entrenamiento en Cabaret. También aparecían trovadores a cantar, se retaban unos a otros con melodías graciosas, y las damas se entregaban al juego de la finn' amor y a disfrutar del joy. Nada que no pudiera manejar.
Por su parte, Sybille se mantenía silenciosa, sin intención de participar en los juegos de la corte. A su lado estaban Arnald y el templario de Termes, y fue observando a ambos que se dio cuenta del detalle. El paje disfrutaba la velada, y de rato en rato se perdía en sus cavilaciones. Pero el templario no apartaba los ojos de la profeta, aunque intentaba disimular. Y Guillaume decidió prestarle un poco de atención a la dama.
Incluso la posición en la que estaba sentada la relegaba como una Montpellier sin importancia. Sus primas y sobrinas eran alegres y encantadoras, hablaban entre ellas, reían juntas y compartían sus opiniones. Pero jamás incluían a Sybille en la charla.
La dama parecía triste. No decía nada, y apartaba la mirada. Ni siquiera a él quería verlo, considerando la escena que se armó cuando se conocieron. Todo eso le trajo recuerdos no muy lejanos de una situación similar en otro castillo.
Esa actitud le recordó a su Bruna cuando recién la conoció en Cabaret. Así, cabizbaja, silenciosa, apartada por todos quienes creían era una bruja amargada. Quizá Sybille pasaba por la misma situación, quizá siempre era así. Era triste, entendía como se sentía, pues lo había visto de cerca con su amada.
—Decidme, señor. —Una de las damas se dirigió a él, así que Guillame se centró en ella—. Aparte de conocer nuestra magnífica villa y de gozar de las fiestas que tenemos aquí, ¿qué más os trae a Montpellier?
—¡Qué impertinente sois! —bromeó otra—. ¡Si en Cabaret se dan las mejores fiestas de todo el Mediodía! Quizá hasta lo estamos aburriendo.
—Pues estoy seguro de que Montpellier no tiene nada que envidiarle a Cabaret, si cuenta con tan honorables caballeros y damas muy hermosas —contestó él, levantando un poco la copa y prestándose al juego.
Ellas sonrieron ante el halago, pero en medio de toda esa alegría, Guillaume posó la vista sobre la silenciosa Sybille, y esta pareció sentirlo, pues levantó la mirada y se encontró con los ojos del caballero.
—No creo que sea solo porque andabais en el camino, señor —continuó otra de las Montpellier—. He escuchado rumores interesantes, tal vez deseéis confirmarlos.
—Es verdad —dijo él—. Hay una razón más importante que me trajo aquí.
—Eso sí que me intriga, señor —agregó otra—. ¿Qué puede ser aquello?
Las miradas estaban sobre él. Guardó silencio un momento, aumentando la intriga, y tratando de decidirse si hablar o no. Por suerte, eso no fue necesario. Desde el otro extremo de la mesa, Joan de Montpellier carraspeó la garganta y habló.
—El señor de Saissac ha venido a tratar conmigo un asunto, sobrina mía —le dijo el hombre—. Y aprovechando que estamos todos aquí reunidos, sería buena idea anunciarlo. Quizá vuestra prima Sybille pueda contaros algo.
Al decir aquello, todos en la mesa se volvieron para mirar a la joven, quien se quedó quieta sin saber qué hacer. Era obvio que no estaba acostumbrada a las atenciones de su familia, y pronto empezó a enrojecer.
—Yo... Bueno... —tartamudeó, cosa que despertó risas disimuladas de burla. Y eso en verdad lo molestó. Si no permitió que trataran así a Bruna en su delante, menor permitiría que humillen a su futura esposa.
—El caballero ha venido a conocer a mi hija —continuó Joan—. A su prometida, y a concertar la fecha del matrimonio.
Todos se quedaron con la boca abierta al escuchar aquello, y él solo sonrió a medias, confirmando esas palabras. Mejor que se revelara todo de una vez, así esas damas dejarían en paz a Sybille. Y aunque todos habían escuchado de su romance con Bruna gracias a las canciones, eso poco importaba o afectaba en un matrimonio. Al menos así lo veía el resto.
—Bueno —intervino la mayor de las primas, una dama casada—. Si estáis aquí para desposaros con una Montpellier, siempre podéis cambiar de opinión —bromeó. Todos en la mesa rieron, y una vez más Sybille bajó la mirada, avergonzada.
—Eso no va a suceder, señora —dijo Guillaume, más serio y fuerte de lo que esperó, y entonces las risas cesaron—. Soy un caballero de palabra que siempre cumple sus compromisos.
No hubo más burlas al respecto durante el resto del banquete. Cambiaron de tema, y las risas volvieron. Quizá estaba mal, pero Guillaume pensó que sentía lástima por Sybille y por su situación. Esas damas de Montpellier eran quizá igual o peor que las de Cabaret que se la pasaban criticando a Bruna. ¿Y él actuó bien? ¿O fue muy débil en su defensa? ¿Qué debía hacer? Cada cosa que dijera o hiciera, temía, ilusionaría más a Sybille con él. Y no podía dar pie a eso.
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(1) Jaufré Rudel
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¡Buenas, buenas! Arrancamos con todo este mes, mis cielas.
¿De verdad está arrepentido Jourdain? ¿Qué es lo que busca Bruna en sus oraciones?
Apliquemos el HT #TKMTrencavel
Y pues nada, a Sybille se le juntó el ganado. Aunque el Guillermo lo que quiere es irse corriendo xdddd
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