Capítulo 15: Promesas
Triste y alegre me separaré
cuando vea este amor de lejos,
pero no sé cuándo lo veré,
pues nuestras tierras están muy lejos.
¡Hay demasiados puertos y caminos!
y por eso, no soy advino...
¡Que todo sea como Dios quiera! (1)
Antes de hablar, Bruna ya sabía que, a esas alturas, todos en el castillo de Cabaret estaban enterados de que había leído el mensaje de su madre. O bueno, todos aquellos involucrados con la orden. Consciente de que no debía levantar sospechas, Bruna siguió su rutina tal como se suponía que debía hacerlo. Escondió los pergaminos de su madre en el mismo cofre y solo se quedó con el anillo de la dama del Grial en la mano. Se colocó un velo y pidió que la escoltaran a la iglesia.
Ni sus doncellas preguntaron, ni ella reveló nada. Lo haría, por supuesto, Mireille tenía que saber que un juramento antiguo las ataba, pero no con Valentine presente o rondando.
Ya en la iglesia, Bruna rezó como era su costumbre, conversó con el padre Abel y se dejó ver por los pobladores de la villa. Era consciente de que llevaba días actuando de manera extraña, y además estuvo recluida. Considerando las circunstancias, tenía que preparar el terreno. Nada de misterios, al menos no para los comunes.
Por la noche, Orbia y Guillenma la acompañaron en la cena, con un silencioso Guillaume presente, quien la miraba sin mucha discreción, exigiendo una respuesta sobre lo que había descubierto en la carta de su madre. Cuando notó que las dos damas también actuaban de forma extraña, confirmó sus sospechas: ellas también estaban al tanto de sus deberes. ¿Ellas y cuántos más? ¿Acaso todos en Cabaret siempre supieron que ella era la dama del Grial? No, todos no, de lo contrario, habrían exigido respuestas allí mismo, sin importar que los siervos estuvieran presentes.
Pero Bruna no iba a decir nada, y tampoco creía deberles explicaciones de su actuar. Mientras menos supieran, mejor. Siempre había sido así, y lo seguiría siendo.
Conforme avanzaba la cena, la tensión entre ellos crecía. Bruna cenaba con calma, pero era consciente de sus miradas, de que no aguantaban más y no sabían cómo preguntar lo que había averiguado. Sonrió para sus adentros, no supo bien por qué. ¿Acaso estaba disfrutando de ese nuevo poder que tenía? ¿Tan importante era que ella hablara? Al parecer sí, y solo por eso decidió no dejarlos especulando, o los mataría de angustia.
—Estuve conversando con el padre Abel —comentó de pronto. Era la primera vez que les hablaba de forma directa, y entonces los tres se volvieron hacia ella, llenos de ansias.
—¿Y de qué hablaron, querida mía? —preguntó Guillaume. Ella solo le sonrió. A él sí que le daría más detalles, pero en la cama.
—De la cruzada y de lo que él ha escuchado. Hay personas saliendo en peregrinación, orando para evitar una guerra.
—Oh, dudo que eso sirva de mucho —comentó Guillenma—. La iglesia está acostumbrada a resolver las cosas con sus trucos, pero los rezos no sirven de mucho ahora. En especial porque en Roma rezan más, y son ellos quienes han dado la orden para esto.
—Es un tema desagradable. No sé por qué lo hablamos en la mesa —continuó Orbia—. Y además, ¿qué se puede lograr peregrinando? Esa costumbre cristiana de recorrer un camino de penurias me sigue pareciendo detestable. ¿Y para qué? ¿Para ver los huesos de un santo que ni se sabe si serán suyos?
—Sin duda, Orbia, hay cosas que jamás lograrás comprender. El final no siempre es importante, sino el camino que recorremos y lo que aprendemos de él —respondió Bruna, sin molestarse en explicarle más. Aunque la sabía lista, nunca dejaba de fastidiarle la insistencia de Orbia en quedarse en lo superfluo. No quería ir más allá, tal vez porque era consciente de que otros caminos del pensamiento llevaban a reflexiones que no quería enfrentar—. Como sea, no es una peregrinación lo que me interesa.
—¿Entonces qué? —preguntó Guillaume. A ese punto, hasta le sorprendió que Orbia no riera por su comentario, contestando algo ingenioso para relajar el ambiente. Todas estaban tan tensas que ya ni sabían disimularlo.
—Ninguna villa estará a salvo, me temo que todos lo sabemos —explicó Bruna—. Todas, tarde o temprano, serán asediadas. Si habrá éxito o no, es otra cosa. Los únicos sitios seguros serán los lugares santos, como las abadías. Sin duda, los cruzados no se atreverían a atacar a hombres y mujeres de Dios.
—Yo no me confiaría tanto en las suposiciones del padre Abel —respondió Guillaume—. Es verdad que un caballero no sería capaz de tales bajezas, pero hay otros que no tienen reparos.
—Pero estáis de acuerdo en que nada ganarían los cruzados atacando una abadía que tal vez tenga tesoros que solo le pertenecen a Dios y a la iglesia. Nadie daría una orden así —insistió Bruna, pero su amado solo torció los labios.
—No lo sé, mi querida. En tiempos de guerra, muchos son capaces de matar al mismo Dios por codicia.
Aunque le inquietaron sus palabras, pues sabía que llevaban verdad, Bruna no dejó que el miedo la dominara. Sí, todas esas cosas malas podrían pasar. Pero ella tenía que irse igual, quisiera o no.
—Y Cabaret sigue siendo un lugar seguro para nosotras —dijo Guillenma—. Los cruzados no podrán tomar los castillos, no lo lograrían, ni aunque la guerra durara cien años. En ese caso, ¿por qué salir en busca de una seguridad que ya tenemos?
—Es porque no iré a buscar seguridad, amiga mía —respondió, sonriéndole a medias—. Hay misiones que conllevan peligro, y no se puede vivir sin arriesgarse. Quiera o no, deberé partir.
El silencio fue total. Habían captado su mensaje y podían temer por ella, como era lógico. Pero nada de eso iba a detenerla. Ni sus miradas reprobatorias ni el silencio incómodo que, sin decirle nada, le gritaba que aquello que planteaba era una locura. Lo era, claro. ¿Y qué opción le quedaba?
—¿A dónde, Bruna? —preguntó Guillaume, hablando despacio. Fue la única voz que se escuchó tras un largo silencio.
—Se lo comentaré a mi señor —respondió, y se llevó la copa de vino a los labios. No diría más. No podía, al menos no delante de los siervos.
Cuando notaron que no iba a entrar en detalles y que tendrían que esperar el regreso del señor para saberlo todo, no insistieron más. Bruna terminó la cena en silencio y también fue la primera en retirarse a su alcoba.
Se metió en la cama y esperó. Él llegaría, por supuesto. Tenían que aprovechar esa noche la ausencia de su marido.
Tenía los ojos cerrados cuando escuchó que sus doncellas se escabullían fuera de la alcoba, y poco después sintió los pasos lentos de su caballero, avanzando con discreción. Sonrió al sentirlo recostarse detrás de ella y hacer a un lado la manta para pegar su cuerpo al suyo. Cerró los ojos y se fingió dormida. Ambos eran conscientes del juego, y Guillaume se movió en silencio.
La dama apretó los labios cuando sintió sus dedos deslizarse bajo su túnica y acariciar sus piernas. El caballero le besó el cuello, luego la mejilla, antes de hablarle al oído.
—¿A dónde quieres escaparte, Bruna? —preguntó con voz suave, sin reproches.
—No lo sé —mintió, pero abrió las piernas y dejó que su mano encontrara refugio allí, en la humedad en ella.
—¿No sabes? ¿Segura? —Ella se mordió la lengua cuando sus dedos se deslizaron donde sabía que debía tocar para hacerla perder la cordura.
—¿O sí? Tal vez...
—¿Tal vez? —Guillaume empujó sus dedos más adentro, y ella gimió.
—A Lagrasse, a la abadía de Lagrasse —confesó entre jadeos mientras él la penetraba—. Allí...
—¿Aquí? —preguntó con voz ronca, acariciando su punto sensible mientras la penetraba al mismo tiempo.
—Sí... Allí...
—¿Y qué hay en Lagrasse, querida? —le mordió el lóbulo de la oreja. Y ella... Oh, cielos. Ella, que juró comportarse como la digna dama del Grial, habría confesado hasta que los ángeles del cielo le hablaban si él se lo pedía. En ese momento, Guillaume podía preguntarle cualquier cosa.
—Ya lo sabes —gimió otra vez. Él iba más profundo y más rápido.
—Dímelo.
—El Grial. El Grial está en Lagrasse —confesó antes de gemir una vez más. Y de sentir que su alma y su cuerpo se rendían ante él. Fue como morir por un instante. Aquella era otra gloria, distinta de la del cielo, la luz y los ángeles.
Cuando despertaron esa madrugada, después de unir sus cuerpos y adorarse, Bruna lo observó vestirse con rapidez. Lo besó antes de dejar que se escabullera. Pronto, el movimiento de los siervos comenzaría en el castillo, y era mejor evitar rumores. Se quedó dormida, complacida por el gozo de esa noche, cansada y con el cuerpo entumecido tras tantas caricias compartidas.
Fue Mireille quien la despertó con urgencia, avisándole que Peyre Roger acababa de llegar. Bruna ordenó que la vistieran de inmediato y salió con prisa en busca de su esposo. No lo encontró solo, estaba hablando con varios de sus hombres. Ella esperó pacientemente hasta que los despachó, notando su mirada insistente y apremiante. Peyre, al comprender la urgencia de su esposa, también se deshizo de los sirvientes. Cuando quedaron a solas, Bruna cerró las puertas y ventanas.
Por supuesto, su esposo se mostró extrañado, sin comprender la prisa ni el secretismo. Pero, al comenzar a explicarle sus deseos de recluirse en la abadía de Lagrasse, Peyre frunció el ceño y expresó dudas.
—¿Estás segura? —la interrumpió.
—Más que segura. Es lo que debo hacer. El pueblo necesita oraciones, y pretendo hacer penitencia —contestó, eligiendo no ser tan clara. Confiaba en que él entendería la verdad oculta entre líneas. A esas alturas, Guillenma ya habría insinuado algo. Peyre acudía al lecho de su dama primero, sin falta, antes de regresar a su castillo.
—¿Hasta Lagrasse? ¿Por qué no aquí, con el padre Abel? —La sorprendida fue ella. ¿Entonces no fue a ver a Guillenma? Increíble. Eso solo significaba que no sabía ni sospechaba nada, lo que le daba ventaja.
—Mi señor, debo ir a Lagrasse. No es una elección, es como debe ser. Solo sigo instrucciones, tal como vos y los demás caballeros han hecho durante años. En mi caso, esas instrucciones vienen de mi madre.
Cuando terminó, lo vio desencajado como hacía tiempo no lo veía. Incluso comenzó a palidecer.
—Mi señora, entonces... entonces lo... lo leíste al fin... Lo sabes...
—Sí, Peyre. Lo sé todo. —Se irguió ante él y levantó la mano, mostrándole su anillo. Él se quedó boquiabierto y, para su sorpresa, cayó de rodillas frente a ella.
—Solo una vez vi esa joya, y fue en la mano de Marquesia de Montpellier —confesó, dejando a Bruna perpleja. Nunca antes su marido había insinuado que conoció a su madre, y jamás lo había visto actuar de esa manera.
—Peyre, tengo que...
—Mi señora —la interrumpió, dominado por una emoción difícil de comprender. Tomó su mano y besó el anillo—. He cometido más errores de los que puedo admitir, pues soy solo un hombre. Juro que todo este tiempo solo quise protegerte, nada más. Era mi deber, nuestro deber. Si te hice infeliz con este matrimonio, no fue mi intención. Yo...
—No, basta —interrumpió, nerviosa. Era verdad que fue infeliz con él, y quizás lo seguiría siendo si Guillaume no hubiera aparecido, pero no era el momento de hablar de algo que ya no importaba—. No estoy reprochando nada. Ambos sabemos cómo fueron las cosas. Y no... no tienes que estar de rodillas ante mí. Si no lo hiciste antes, ¿por qué ahora sí? ¿Acaso cambia algo?
Los papeles se invirtieron. Ahora era Peyre quien se veía avergonzado, pero no apartó la mirada. Lentamente, y con la cabeza un poco baja, se puso de pie, aunque no soltó la mano de Bruna.
—Sé de mis errores, señora. Fui cobarde cuando debí ser firme. Y fue muy tarde cuando entendí que puse a mi hermano por encima de mi deber de esposo y caballero del Grial.
Bruna guardó silencio. No quería reabrir heridas. Jourdain ya no estaba, y aunque tardó, finalmente Peyre se encargó de alejarla de él.
—Aún me lastima todo lo sucedido en estos años. Pero no estamos aquí para hablar de nuestro matrimonio, sino de nuestro deber. Siempre supiste quién era.
—Así es, mi señora.
—¿Y quiénes más lo supieron? ¿Quiénes más son parte de esto? Sé de Guillaume, por supuesto, y del vizconde Trencavel.
—Lo saben Orbia, Guillenma... incluso Jourdain.
Bruna sintió cómo la ira resurgía.
—Vaya... Y aun así...
Lo se él era distinto. ¿Cómo pudo actuar con ella de esa forma, sabiendo quién era?
—Lo sé, su comportamiento fue infame y vergonzoso.
—Y ustedes lo consintieron —acusó, sin miedo. Peyre se vio nuevamente acorralado y avergonzado.
Bruna suspiró. ¿De verdad tenía que soportar todo eso? Era tarde para arrepentimientos, las heridas dejaron de sangrar, aunque nunca desaparecerían.
—Fueron tiempos complicados, señora...
—Basta, no quiero excusas. ¿Quién más lo sabe? ¿Quién más es parte de esto? Eso es lo que importa ahora. Es obvio que mi padre está metido en esto desde siempre. ¿Quiénes más? ¿Arnald? ¿Luc? —Su marido asintió lentamente, y eso sí era difícil de creer.
—Ellos apenas se están integrando a la orden, mi señora. No saben nada de una dama del Grial. No se han iniciado, no corresponde.
—Entiendo. —Era increíble saber que todos a su alrededor habían estado jugando un juego peculiar donde ella fue el centro durante tantos años. No sabía bien cómo sentirse: si honrada o manipulada—. ¿Y qué hay de los grandes señores? ¿El conde de Foix? ¿El de Tolosa? —Lo vio asentir. Debió sospecharlo. Cuando conoció a Raimon de Foix, notó en él un interés hacia ella que no era normal y mucho menos orientado a la finn' amor.
—Sé que hace poco conoció al templario Abelard de Termes.
—Otro más —murmuró. A ese punto, pensó que cualquier hombre o mujer que nombrara se revelaría como parte de toda esa conspiración del Grial. O lo que sea que fuera—. Ya veo que seguiré tachando nombres de la lista por largo rato, pero lo que sé ahora me basta. Lo que quiero explicar, Peyre, es que debo partir a la abadía de Lagrasse con una misión sagrada, y es por eso que vine a solicitar tu ayuda.
—Y haré todo tal como me pides, Bruna. Dime lo que necesitas, cualquier cosa, estoy a tu disposición.
—Bien... —Ya había llegado a ese punto, y era complicado. Si bien conocía de sobra los preparativos para un viaje, como los que solía hacer a Béziers, esta vez sería muy distinto—. Debe ser un viaje discreto. Basta con que todos en Cabaret sepan que voy a recluirme en una abadía para orar por nuestro pueblo, pero no deben conocer más detalles.
—Entendido. Será un séquito reducido entonces. Unos tres soldados, como mínimo. Tal vez una cocinera, las doncellas, los siervos...
—No, Peyre. Nada de eso. Nada de siervos, nada de cocinera. Si llevaré a Valentine y Mireille es solo porque necesito de ellas para esta misión, pero nada más.
Lo había pensado muy bien. Mireille y ella estaban ligadas, su querida amiga merecía saber la verdad sobre su origen y la orden. Y aunque Valentine poco tenía que ver con ellas dos, sin duda sabía más sobre los simples y sus caminos que ellas dos juntas. La joven era astuta y conocía de hierbas, cocina, medicina y más. La apreciaba, y le sería muy útil en esa travesía.
—Entonces, nada de séquito. Solo voy a designar a los guardias que...
—Nadie más —dije muy tajante, pero él solo la miraba con incredulidad.
—Tratándose de un asunto así, lo mejor es que vayan bien resguardadas.
—No —dijo con firmeza—. Nada de guardias. Este es mi asunto como dama. Yo no interfiero en sus asuntos de caballeros, no hagan ustedes lo mismo.
—Es imposible lo que pides, Bruna. No puedo permitir que salgas sola, acompañada de dos mujeres que no pueden empuñar un arma. Entiendo que has recibido revelaciones que solo como dama del Grial puedes atender, pero no tientes al destino poniéndote en riesgo.
—Entiende, Peyre, que nadie debe saber a dónde me dirijo. Eso expondría la ubicación del Grial, que es justo lo que debemos ocultar de ojos profanos.
—Eso lo sé bien, y por eso te propongo algo: que te sigan.
—¿Cómo?
—Si dices que nadie fuera de la orden debe enterarse de a dónde vas o para qué, entonces un caballero iniciado podrá vigilar tus pasos a lo lejos y protegerte ante cualquier eventualidad.
—No es mala idea —se dijo, pensativa. Era consciente del peligro, por eso decidió irse sin compañía. Si uno solo de los hombres que la escoltaba era capturado luego, durante la cruzada, la ubicación del Grial dejaría de ser un secreto. Incluso su identidad. En cambio, con un caballero iniciado, muy consciente de los riesgos y de la importancia de lo que protegían, era otra cosa—. Pero ¿quién sería el indicado?
—Hablaré con Guillaume al respecto. Sé que él estará de acuerdo con el nombre que le propondré.
—¿Y sería...?
—El templario de Termes.
—Bien —murmuró. El joven caballero era agradable y cortés, además de muy discreto. Sin duda era un hombre acostumbrado a recorrer largos caminos sin protección de nadie. Alguien como él sería ideal para esa misión.
—Mientras se preparan las provisiones para el viaje, enviaremos un mensaje a Abelard para que se presente lo más pronto posible.
—No podemos retrasar esto más de una semana, Peyre. Sé lo que está pasando. Los francos cruzan el Ródano, dentro de poco iniciarán su guerra. Debo llegar a Lagrasse antes de que empiecen a campar a sus anchas en el Mediodía.
—Y así será. Ahora, debes disculparme. Hablaré con Guillaume.
—Por supuesto, cuanto antes actuemos será mejor.
Entonces, Peyre Roger soltó su mano, pero miró el anillo una vez más. Antes de salir de la sala, hizo una inclinación ante ella, como si estuviera ante una princesa. Bruna no dijo nada, pues no entendía bien cómo aceptar eso. Si siempre fue la dama del Grial, ¿qué cambiaba entonces? Si no la respetó ni la quiso antes, ¿la querría? ¿La protegería de verdad? Cuando era solo Bruna de Béziers no tuvo importancia alguna para él, pero en ese momento, cuando podía reclamarle como dama del Grial, todo era distinto.
Y si para Peyre Roger, de pronto, sus decisiones y su palabra tenían más peso que antes, entonces iba a imponer su voluntad. Él ya no iba a detenerla nunca más.
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Cuando Peyre Roger le dio la noticia, Guillaume estuvo a punto de poner el grito en el cielo. El caballero compartía sus mismas inquietudes, pero comprendía que si la dama había tomado esa decisión, era por una razón que no les correspondía cuestionar. ¿Y cómo demonios se le ocurría pedirle que no temiera por la seguridad de Bruna? Los peligros allá afuera no se limitaban a los cruzados, él conocía muy bien la clase de gentuza que merodeaba los bosques y las aldeas, esperando la mínima oportunidad para atacar.
Enviar a Abelard para seguirla no lo tranquilizaba del todo. Si bien confiaría su vida al templario, con Bruna era distinto. Por ella movilizaría un ejército, aunque no lo tuviera. Iría él mismo si pudiera, pero sabía que eso estaba fuera de su alcance: ya tenía una labor que ejercer.
No le quedaba más remedio que intentar resolver los problemas en los que la orden estaba metida, o al menos tratar de que los cruzados no lo consideraran un enemigo al que despojar de todo. Era bienvenido en el salón de casi todos ellos, lo conocían bien y quizá lo consideraban uno de los suyos. Esa sería su jugada antes de que la cruzada comenzara. Podía hacer eso sin demasiadas complicaciones, pero saber que Bruna estaría lejos de Cabaret no lo dejaba en paz.
Y Peyre tenía razón: si Bruna había decidido aquello, era porque realmente era necesario. Quién sabe qué revelaciones había recibido en la carta de su madre, pero las estaba llevando a cabo y no podían entorpecerla más. Por más que lo enloqueciera la idea de dejarla sola, tendría que aceptarlo.
Cuando terminó su conversación con el señor del castillo, Guillaume salió de inmediato en busca de su amada. La encontró rodeada de algunos siervos, dando órdenes, seguramente para que prepararan todo lo necesario para su viaje. Una vez que ella lo vio, despidió a todos y esperó que él se acercara. Guillaume apresuró el paso y, tras asegurarse de que estaban a solas, tomó su rostro entre las manos y la besó.
—Así que a Lagrasse —susurró sobre sus labios una vez se separaron. Solo pronunciar ese nombre le desagradaba. No tenía nada contra las monjas, pero le recordaba que Sybille había pasado un par de años en los claustros de ese lugar antes de que su padre fuera a buscarla para decirle que era la profetisa de la orden.
—Es mi deber —respondió Bruna, acariciándole la mejilla con suavidad—. ¿Crees que quiero irme de aquí? ¿Alejarme de ti?
—Sé que no —contestó él, tomando sus manos y besándolas despacio. En la derecha estaba ese nuevo y extraño anillo que de pronto llevaba. Ni ella se lo mencionó, ni él preguntó, pero había algo en él que le resultaba familiar. Obviando ese detalle, apretó ambas manos antes de volver a besar una de ellas—. Tengo miedo, no puedo evitar pensar en todos los peligros que puedes encontrar, en que te hagan daño...
—Amor mío... —murmuró ella, sorprendiéndolo con un beso suave y rápido en los labios—. Es mi deber. Ya lo sé todo, no hay nada más que pueda hacer.
Guillaume asintió, resignado. Ni ella iba a ceder, ni él podría convencerla de abandonar todo aquello. Pero tenía tanto miedo de perderla... Miedo de que esos inmortales la alejaran de él para siempre, de que algo la obligara a beber de ese elixir que la salvaría de la muerte, pero no de la soledad. Todo eso lo frustraba. Ni siquiera siendo el gran maestre podía imponer sus deseos, pues Bruna era dueña de su propio destino. Más que eso, era la dueña de su corazón, su vida y todos sus anhelos. Sin ella, iba a morir de angustia.
—Lo entiendo —dijo en voz baja—. No quiero que te vayas, Bruna, pero lo acepto. Te ayudaré en todo lo que necesites para que tu misión tenga éxito.
Tras asegurarse de que estaban completamente solos, la tomó de la mano y la llevó detrás de un muro. Allí la atrajo hacia su cuerpo y volvió a besarla con intensidad, dejando a ambos sin aliento. Sentir su boca unida a la suya, respirar el mismo aire, tenerla tan cercana... Ella era su hogar, su vida. Podría adorarla el resto de sus días. Pero tendría que dejar que se fuera a esa maldita abadía.
—Guillaume, escúchame... —dijo ella sobre sus labios, pero él la interrumpió con otro beso, más profundo, del que ninguno pudo escapar hasta que Bruna reunió toda su voluntad—. Guillaume...
—No tienes que decir nada —murmuró él, besándola de nuevo. Ella correspondió, pero era evidente que necesitaba hablarle de algo importante.
—Nunca te dejaré, ¿entiendes? —le dijo finalmente, cuando logró liberarse de sus besos—. Pase lo que pase, aunque las cosas cambien o todo salga mal, nunca, pero nunca te dejaré, Guillaume. Tenemos un juramento, ¿lo recuerdas?
—Por supuesto —respondió él, sonriendo. Escuchar esas palabras de los labios de Bruna lo tranquilizaba.
—Será así para siempre, lo prometo. Y no solo lo prometo, lo juro. Guillaume de Saissac, te amaré por siempre. Te amaré el resto de mis días, aunque tú dejes de amarme un día. Te amaré, aunque ya no esté en este mundo, si Dios así lo decide. Te amaré en la eternidad, siempre lo haré. Y nunca voy a dejarte. Así me eches de tu vida, siempre voy a regresar. Te amaré más allá de la vida y de la muerte.
Guillaume no pudo decir nada. Lo que le inundó el pecho era más que amor, devoción o necesidad. Estaba seguro de cada una de esas palabras y de que él sentía lo mismo con igual intensidad. Sin contenerse, tomó su rostro entre las manos y la besó nuevamente. Solo así podía contestarle, porque en momentos como ese no encontraba palabras para expresar lo que sentía.
Un ruido al otro lado los hizo separarse un instante. Guardaron silencio hasta que quien fuera se alejó, y entonces retomaron lo suyo.
—Nadie va a alejarme de ti jamás —murmuró Bruna—. Nadie, ¿entiendes? Ni siquiera obligándome. Ni siquiera matándome dejaré de amarte, porque te amaré incluso muerta.
—Oh, Bruna... —respondió Guillaume, profundamente conmovido.
Ella siempre tenía palabras bellas, era Rosatesse después de todo, sabía encontrar maneras hermosas de hablarle, de expresarle así lo que sentía. Pero esta vez se había superado. Sabía que jamás nadie en lo que le quedaba de vida iba a decirle lo mismo, y si así fuera, nadie se lo iba a decir como Bruna. Aunque lograran arrebatársela, jamás ella amaría así a nadie, ni él tampoco.
—Te amo tanto, mi cielo... No tienes idea de cuánto...
Se abrazaron con fuerza, como si quisieran fundirse en uno solo, ser inseparables para siempre.
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Del manuscrito de Mireille
Todo era extraño en aquellos días. Teníamos miedo, y por razones muy reales. En aquel entonces, poco sabía yo de un Grial y sus secretos, de una orden y de juramentos. Lo único que sabía era que, si los cruzados llegaban a Cabaret, iba a morir sin ninguna duda. Morir, luego de pasar por un terrible tormento. Morir, con el cuerpo mancillado y adolorido. Ellos se llevarían mi honra, mi vida, mi alma. Eso pasaría conmigo. No era tonta, sabía lo que los hombres hacían cuando tomaban una villa y el botín. Los tesoros eran botines, pero las mujeres también. Ni siquiera un botín digno de conservarse, un tesoro que llevar a casa. No, apenas espectros que tomar y usar una o varias veces, antes de destruirlos y echarlos a un lado.
Con el temor del peor de los destinos, intenté refugiarme en la esperanza de que eso no nos pasaría a nosotras. Mi destino estaba atado al de Bruna, y si ella estaba a salvo, yo también.
Fue un horror para mí saber que partiríamos hacia la abadía de Lagrasse. Primero, a enfrentar un camino lleno de penurias del que tal vez no saldríamos ilesas. Y luego estaba la incertidumbre de si los cruzados respetarían un lugar consagrado al servicio del Señor.
En aquel entonces, aún creía que había cosas que no se podían cuestionar ni destruir, como una iglesia. Me aferré a la idea de que, una vez en Lagrasse, ya nada nos pasaría. Pero Valentine me atormentaba con sus dudas, aunque admito que ella estaba tan asustada como yo. Ella no era cristiana como lo fui, ella compartía la doctrina de los albigenses y no confiaba en el honor de los cruzados ni en la Iglesia de Roma.
—Todos los hombres nobles son iguales —me dijo aquella vez, hablando con ese desdén que ya le conocía, pero a la vez con algo extraño en su mirada. Un brillo distinto, un horror que pretendía ocultar incluso de mí, que tan bien la conocía—. Dicen que los del norte son peores que los de aquí, seguro es cierto. Si es así, no pensarán en la santidad de nada, y si acaso su iglesia pide disculpas, será cuando el daño esté hecho. Y los nuestros, quizá por venganza a la iglesia que los condena, pueden desquitarse con monjas o sacerdotes.
—Nada de eso puede hacerse realidad. Esto no es tierra de sarracenos, somos cristianos todos, o al menos lo parecemos. No pueden...
—Pueden, y lo harán si quieren —concluyó, y no me miró a los ojos cuando dijo aquello. Sus manos temblaban, y cuando notó que yo la observaba, se dio la vuelta y huyó de mi presencia.
A pesar de todos nuestros temores, no podía escapar de mi destino. Si mi señora decidió ir a Lagrasse y llevarme, no había forma de que me negara. Todo aquello era tan extraño en Bruna, y aunque el pensamiento pasó fugazmente, no me atrevía a verbalizarlo ni a darle forma a la terrible idea de que mi señora estaba enloqueciendo.
Así pensaba yo, hasta que Bruna decidió aclarar mis dudas. La noche en que se decidió que nos iríamos a Lagrasse, Bruna le encargó a Valentine que buscara a Miriam para pedirle unas hierbas, así que nos quedamos a solas. Andaba yo muy pensativa, seleccionando la ropa que llevaría para mi señora, cuando esta se sentó frente a mí.
—Ven, Mireille. Tenemos que hablar. Siéntate.
—Sí, señora —respondí despacio, sin entender qué iba a suceder.
—Antes de que mi madre muriera, mandó llamarte a su lecho. A todos les pareció muy extraño, incluso a mí.
—Es cierto —respondí—. Y dijo cosas aún más extrañas.
—Ninguna lo entendió en ese entonces.
—Es verdad.
—Y te dijo que dejó algo para mí. —Asentí, sabía perfectamente a lo que se refería—. ¿Lo recuerdas, Mireille? ¿Recuerdas cada cosa que te dijo?
—Sí. Vuestra madre quería que me asegurara de que leyera su último mensaje. Que la apoyara y estuviera a vuestro lado por siempre, que lo jurara. Ella quería que cumpliera con sus designios, cuando llegara el momento.
—Pues el momento ha llegado, y leí al fin el último mensaje de mi madre. Es por eso que quiero hablarte.
Y así perdí mi ignorancia. Así gané infortunio.
La existencia de una orden no era del todo ajena para mí. Algo sabía, pero no le presté atención al considerarlo un asunto de caballeros. Pues resultaba que a esa orden pertenecían casi todos los hombres nobles que conocía, incluyendo a mi amado Arnald. Y que esa orden era la del Grial, y mi señora, el eje de todo aquello. La dama del Grial.
Durante buen rato escuché la historia del origen de eso que llamaban Grial, o al menos la parte que Bruna podía contarme. Me habló del peligro, de los secretos. De esos que fueron dados por los mismos ángeles, y que su deber era cuidar para que no cayeran en manos equivocadas.
Y como si eso no fuera suficiente, supe de una mujer romana llamada Actea y que ella fundó la orden. Que la sierva de la mujer a la que Actea le dejó todo fue antepasada mía, y que desde entonces existe un juramento de protección. Me dijo que mi madre lo había hecho con la señora Marquesia, y que yo lo hice con ella, aun desconociendo la naturaleza de ese pacto.
—Fue lo que le prometí a vuestra madre —murmuré, aun sin salir del asombro—. Que la protegería y la cuidaría en vuestra misión, que me aseguraría de que cumpliera. Todo el tiempo... Siempre fue por eso... Por ese Grial... —Me llevé las manos a la boca, luego al pecho.
—Lo hiciste, aunque desde la ignorancia. No quiero obligarte a nada, ese juramento no importa. Eres tan inocente como yo en esto. No tenemos culpa, pero sí tenemos que asumir nuestro deber. Yo te quiero, Mireille, y por eso no te obligaré a nada. Solo pido que sigas siendo mi amiga y compañera, nada más.
—Yo creo... Creo que un juramento es un juramento, y no voy a retirar las palabras que le dije a vuestra madre en su lecho de muerte. —Bruna me miró con sorpresa y asintió—. No se preocupe, mi señora, si todo este tiempo he estado a su lado cuidándola no es porque haya hecho ese juramento con vuestra madre. Es porque os quiero y siempre he deseado lo mejor para vos, siempre ha sido y será así. —Al decir eso, la noté sonreír. Yo imité su gesto, y así, ambas nos calmamos—. Y ahora que me comenta que las cosas se van a complicar, pues tenga por seguro que jamás me apartaré.
—Oh, Mireille... Te quiero tanto —dijo ella, tomando mis manos y apretándolas—. No pido más que tu compañía, y que no me dejes rendirme. No hagas otra cosa que ser la amiga fiel que siempre fuiste.
—¿Y qué sentido tendría entonces si no la protejo también?
—No lo sé, amiga mía. De alguna forma, cada cosa que nos sucede, cada paso que damos, parece premeditado y calculado desde hace mucho tiempo, desde antes de nacer. Y si los ángeles del cielo te pusieron a mi lado, por algo ha de ser. La razón la averiguaremos, pero ahora no debes temer. Porque yo nunca voy a abandonarte, así como vos no lo harás conmigo.
Con el correr de los años, nuestros momentos de intimidad y confianza plena fueron quedando atrás. Y de pronto, a pesar de la situación tan delicada, éramos las dos amigas de siempre, las niñas escurridizas que se tomaban de la mano y se abrazaban.
Mi señora tuvo toda la razón: algo inexplicable, y tal vez divino, me puso en el lugar en el que estuve, y en el que estoy ahora. En su momento, hice lo que debí hacer. Y ahora repito el plato, plasmando en estos pergaminos los secretos que han de ser revelados mucho después.
Tuve mucho miedo, cierto, pero algo en las palabras de Bruna y en su serenidad me hizo confiar en que las cosas no podrían ir tan mal después de todo. Si ella estaba dispuesta a correr riesgos por el Grial, sea lo que sea este, no veía razón para no imitarla y ser incluso más valiente. Después de todo, se lo juré a Marquesia de Montpellier: no dejaría que Bruna se rindiera en su misión.
Una vez se definió que partiríamos a Lagrasse, se estableció la fecha, y los preparativos empezaron. Bruna pidió mapas para guiarnos, pues supe que iríamos las tres solas, apenas seguidas por un templario, que nos vigilaría desde lejos.
Y, dentro de todo ese ajetreo, tuve tiempo de encontrarme con mi "caballero secreto". O al menos así yo lo llamaba, y él sonreía cada vez que se lo decía. A mi adorado Arnald.
Nos veíamos siempre por la noche, cuando mi señora y Valentine dormían. Yo le contaba los detalles de nuestro viaje, o al menos lo que Bruna me revelaba. Entre palabras dulces y besos se nos iban las horas, y los dos procurábamos volver a nuestros puestos antes del amanecer. Aunque sabía que me esperaba un día cansado por el desvelo, igual corría el riesgo. Yo partiría, y él también, quién sabe dónde. ¿Acaso podríamos volver a vernos? ¿Y cuándo sería eso? Ambos lo sabíamos, y por eso nos arriesgábamos.
Y esa noche... Oh, esa era la última. La recuerdo tan bien, con una claridad que me sorprende aún hoy. Era hermoso estar a su lado, como en un sueño, y besarlo era como estar en las nubes. Pero era nuestra despedida, y él tenía miedo. ¿Cómo no entenderlo? Si yo misma guardaba esos temores en el corazón, por más fortaleza que aparentara.
—Temo lo peor —me decía, angustiado, mientras tomaba mis manos y las besaba—. Ni siquiera las creo a salvo en la abadía. Esos caballeros francos son un desastre, del honor no conocen absolutamente nada. Si ven la oportunidad, si creen que tendrán un botín de esas monjas, créeme que no dudarán en atacar.
—Estaremos bien, Arnald, lo prometo —le dije con una sonrisa, en verdad no podía contestar otra cosa—. Confía en nosotras, confía en Dios. Reza siempre por nuestro bienestar, y nada malo va a pasarnos.
—Siempre he apoyado a la señora Bruna, ¿pero esto...? —Negó con la cabeza y bufó, ofuscado. Yo no podía decirle la verdad. Si bien mi señora me reveló que Arnald era parte de la orden, también me dijo que no era un caballero iniciado, y no podía saber más detalles de la misión. Y menos que ella era la dama del Grial.
No quería verlo molesto, así que acaricié con suavidad sus mejillas y le di un beso. Aún sentía que me ruborizaba al estar cerca de él, por más increíble que suene a este punto. Pero lo amaba, lo amaba mucho, y no dudaba de ello.
—No te molestes con Bruna, ella sabe lo que hace. Si ni el señor Guillaume se opone...
—Porque es un insensato.
—Tal vez, pero ama a mi señora, y no permitiría que nada le pasara. Ella estará segura, y yo también —lo vi dudar, pero finalmente asintió, luego de soltar un hondo suspiro.
—Prométeme que se van a cuidar —dijo, apretando mis manos con fuerza. En la oscuridad podía notar su mirada desesperada, sus ojos brillosos. ¿Eran lágrimas lo que contenía? Tal vez, pues la forma en que se aferraba a mí me dejaba muy claro el terrible miedo que sentía de solo pensar en soltarme.
—Claro que sí, nos vamos a cuidar. Nada de riesgos, solo rezar y esperar.
Él asintió, conforme, y volvió a darme un beso. Me aferré fuerte a él, apretando los ojos, pretendiendo olvidar la oscuridad que acechaba.
No sabía yo, en ese momento de felicidad, que pasaría un buen tiempo para volvernos a encontrar. Y cuando se diera, sería entre dolor, lágrimas y tristeza.
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(1) Jaufré Rudel (1125-1148)
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Mis tiernas criaturitas del señor deberán recorrer caminos distintos, con una cruzada pisádoles los talones, ¿y qué nos espera ahora?
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