Capítulo 14: Testimonio
El alma debe pasar por la oscuridad antes de ver la luz,
porque en la prueba se forja la pureza del corazón (1)
Tenía más miedo del que pudo admitir delante de Guillaume. Sabía que no debía temer, pero era consciente de lo que iba a enfrentar a partir de ese momento. Una vez en la soledad de su alcoba, la quietud la llenó de temores que ya no deberían existir.
"Pero los ángeles han hablado", se dijo, llevándose las manos al pecho. "Y tú has visto a la divinidad descender desde el cielo. Tienes que hacerlo, eres la única que puede hacerlo", se repitió, intentando convencerse. Ya no era la misma Bruna, lo sabía. Una vez tocada por la luz divina, no había marcha atrás. Se secó las incipientes lágrimas que, de puro nerviosismo, intentaban escapar de sus ojos.
—Ángeles del cielo, estoy lista —declaró en voz alta.
Ya no podía tener miedo; los ángeles le habían dicho que el testimonio de su madre era la voz de una escogida también. Le dijeron que su madre estaba con ellos, y eso la llenó de emoción. En sus sueños luminosos, le confirmaron que todo lo que contaba el testimonio de su madre era verdad, y que ella había sido escogida desde antes de nacer. Era casi como Guillaume se lo había explicado, pero su amado ignoraba tantas cosas. Inocente, los ángeles no lo eligieron para hablarle, pero lo designaron como caballero para protegerla por siempre.
Lo que experimentó esa noche no podía expresarlo en palabras. Tampoco esperaba que sucediera de esa forma, pues su unión con lo divino iluminó cada rincón de su alma y la llevó a una nueva comprensión de su existencia. La visión de esa noche fue lo más maravilloso que jamás había experimentado.
Nunca había sentido tanta calma; todo estaba lleno de paz y de luz. Y los ángeles... ¡Oh, qué hermosos eran! Le dijeron que Bruna de Béziers había sido escogida para cumplir la voluntad divina. Y ella lo creyó, se sintió dichosa al escuchar aquello. Cuando se sintió en confianza, les preguntó si Dios estaba molesto con ella por su amor con Guillaume. Los ángeles rieron con gracia, y le dijeron que no, que el Cielo los bendecía.
Ojalá hubiera podido contarle eso a su amado, pero las palabras no fluyeron con la naturalidad que esperaba. Aún era muy pronto, se dijo. Poco a poco, cuando lograra asimilar su encuentro con lo divino, tal vez sería capaz de escribirlo como lo hizo Hildegard. Pero, sin dudas, ahora que sabía lo que sabía, debía aceptar que esa iluminación no llegó solo para ella. Su deber sería guiar a los demás, a la orden, en ese camino de gloria.
Por eso, tenía que empezar con el testimonio de su madre. Una vez Guillaume salió, Bruna se dirigió al baúl donde escondía el cofre. La pequeña llave siempre colgaba entre las demás que llevaba, así que la sacó y abrió con cuidado la cerradura. La bolsa de cuero estaba tal como la recordaba. Y allí estaba, intacta, conteniendo los pergaminos que escribió su madre.
Un escalofrío recorrió su espalda y la hizo temblar. Negó con la cabeza; esos temores infundados debían detenerse. Metió la mano en la bolsa y sacó el pergamino sellado. Antes de que los nervios la vencieran, rompió el sello y vació el contenido. Había varios pergaminos escritos por su madre, además de tres sobres pequeños que contenían objetos. Pequeñas cosas, pero con un peso significativo.
Al ver la letra de su madre, sintió deseos de llorar. Su madre, su pobre madre, que cayó enferma de repente y los ángeles se la llevaron. ¡Cuánto la extrañaba! Pero pensar que ella estaba con ellos en ese lugar bonito, lleno de luz y paz, logró tranquilizarla.
"Pero es el camino, mamá. Tú lo sabías, ahora yo lo sé. Seguiré tu legado", se dijo, mientras se sentaba en el mismo lugar donde recibió la revelación del Cielo. Iba a ser un camino duro, de eso no tenía dudas.
No fue necesario que los ángeles se lo dijeran, lo sabía por las historias de la Biblia. Noé no la pasó bien mientras se burlaban de él cuando construía el arca. A José lo vendieron sus hermanos, y Moisés no entró a la tierra prometida. ¿Qué pasaría con ella? No lo sabía, pero iba a ser difícil. ¿Y quién era ella para negarse a algo que Dios le pedía?
Bruna acarició la letra de su madre y, finalmente, leyó.
***************
Hija mía, mi adorada Bruna:
Quiero que sepas que te amo más que a nada en este mundo, que eres mi niña querida, a la que siempre llevaré en el corazón hasta mi último aliento. Si es voluntad del cielo llevarme, tendré que aceptarlo, pero siempre te cuidaré y vigilaré junto con los ángeles, porque tú eres mi cielo.
Si tienes esta carta, no es solo para decirte lo mucho que te amo y que debes ser fuerte de ahora en adelante. Serás una gran dama, de eso estoy segura. Cuida a tu padre, él te ama y te necesita. Pero, querida mía, esta carta no es solo para eso. Es para algo más delicado.
Debo comenzar diciéndote que todo lo que aquí escribo es absolutamente cierto, y que no debes asustarte ni pensar que son delirios de enferma, porque no lo son. Todo es verdad, y puedes comprobarlo cuando quieras. Te conozco, sé que al principio te asustarás con lo que vas a leer. Pero si haces las cosas bien, si buscas ayuda y actúas con prudencia, nada malo te sucederá. Confío en ti. Eres una joven pura y aparentemente frágil, pero sé que por dentro eres muy fuerte. Hija mía, necesitas sacar esa fortaleza ahora mismo y prepararte para lo que voy a decir, porque lo que vas a leer no es un cuento, aunque lo parezca.
Mientras esté viva, sigo siendo la cabeza de una importante orden de caballeros que cuida mi entorno para que pueda custodiar un gran secreto que data desde el inicio de la historia de la humanidad.
Tú y yo somos descendientes de una mujer a la que una dama romana llamada Actea le confió este divino secreto. Sobre nosotras recae una gran responsabilidad que ningún otro ser humano posee. Lo que protegemos es lo más valioso que tiene la humanidad, pues fue entregado por el Cielo.
Comenzaré, pues, a contarte todo.
Debes saber que Dios sí existe. Lo sabes porque eres una buena cristiana, pero no comprendes realmente la magnitud de este Dios. No es el Dios que nos han enseñado en la iglesia, es diferente. Está ahí, observándonos, vigilándonos, viendo cómo nos comportamos. Ha estado presente desde hace mucho tiempo. Pero no está solo; está acompañado de otros dioses, aunque algunos los llaman ángeles.
Sé que lo recuerdas, pues lo hablamos una vez cuando eras más pequeña. Esas voces que escuchabas y que poco a poco se apagaron... esos ángeles que te hablaban. Sí, ellos también son dioses. Pequeños, pero importantes, y viven en este mundo como tú y yo. Sus voces no provienen de un plano elevado, sino de este, aunque su poder trasciende nuestra comprensión.
Hija mía, existen seres superiores que se han encargado de velar por la humanidad. Al principio, nos enseñaron todo, incluso a sembrar la tierra, y vigilaron nuestros pasos como si fuéramos niños. Vivieron entre los humanos y hasta tuvieron hijos con ellos. Pero se han ido alejando poco a poco, porque ya no somos niños; la humanidad ahora es como un joven que empieza a dominar el mundo. Los dioses se han retirado para observar cómo nos comportamos, pero algún día volverán para castigar al que se porta mal. Están ahí, hija. Ellos saben de nosotras. Saben que guardamos su secreto.
Verás, querida, en aquel entonces, cuando el mundo era guiado por estos seres, uno de ellos cometió un error. Le entregó a la humanidad los tres secretos que serían la clave para ser como ellos: el Grial. Se lo dio a los sumerios, creyendo que eran hombres buenos, pero los demás dioses lo reprendieron, diciendo que aún era demasiado pronto, que la humanidad debía madurar.
El dios era Utu. Y de su estrella llegó el Grial. Los tres secretos y sus tres pilares. Este es el símbolo del sello que verás en esta carta. También es el emblema de la orden del Grial, símbolo de poder divino y justicia.
A lo largo de los años, las personas han protegido este secreto, evitando que caiga en manos equivocadas y esperando el ciclo de los años para revelar los secretos divinos. Uno de esos secretos fue el número áureo, la fórmula del encantamiento de la música.
Te sorprenderá saber que ya lo dominas. Los egipcios perfeccionaron este arte, aunque quizás hayas oído hablar de Orfeo, que hacía llorar a las piedras con su música. Ese es el número áureo: el control, el encantamiento. Las técnicas que te enseñé para componer música y cantar forman parte de este arte. Verás que tu voz tiene un efecto increíble en las personas. Les transmites lo que deseas que sientan: felicidad, tristeza, melancolía. Porque el encantamiento de la música logra eso.
Mi madre me lo enseñó a mí, y yo a ti, pero el secreto tiene más partes. El verdadero objetivo del número áureo es dominar con la voz a las personas, ya que su timbre y tono se acoplan al ritmo interno y proporcionan calma. Cuando los dioses llegaron a este mundo y encontraron a los salvajes, usaron este encantamiento para dominarlos.
Como comprenderás, este secreto no puede ser conocido por cualquiera. Solo los iniciados y las personas de bien pueden acceder a él y usarlo con cuidado. Imagínate si todos tuvieran acceso, ¡sería terrible! Por eso, los custodios del secreto lo han mantenido oculto; la humanidad aún no está lista para un secreto de tal magnitud.
Ese es nuestro deber, querida: evitar que los malvados se apoderen de este secreto divino y propaguen desgracias en el mundo, provocando guerras y buscando dominar a sus semejantes. Es nuestro deber y el de la orden impedir que esas personas utilicen el secreto para su propio beneficio; es voluntad del Cielo.
¿Cómo llegó este deber a nosotras? Como te dije al principio, una dama romana llamada Actea huyó a tiempo con el secreto que custodiaba la gran biblioteca de Alejandría bajo la protección de la sabia Hipatia, justo antes de que la mataran.
Me gusta pensar que Actea es como una madre para nosotras, y esa idea me reconforta. Nuestra madre Actea salvó el secreto y se lo confió a María, una mujer judía. María no era rica, pero tuvo la fortuna de casarse con un próspero mercader y de tener una joven doncella que juró protegerla para que pudiera custodiar el Grial. Una profeta las ayudaba, advirtiéndoles de los peligros. Así nació la orden.
Los años pasaron, y cuando la cruzada llegó a Tierra Santa, la descendiente de María temió que los sarracenos se apoderaran del Grial. Desesperada, pidió ayuda a unos caballeros honorables de Provenza.
Ella nunca mostró el Grial. Ningún caballero de la orden lo ha visto jamás. Nadie, excepto las damas custodias. Ni siquiera su doncella de confianza. Aquella dama se casó y tuvo una hija con uno de los caballeros de la orden, y este la llevó a Aquitania. Así comenzó nuestro linaje.
La organización es esta: la dama del Grial es quien guarda el secreto, conoce su ubicación y lo protege. Su doncella de confianza, descendiente de la que hizo el juramento a María, cuida de la dama y jamás la abandona. En cada generación nace una nueva profeta que advierte de los peligros en torno a la orden y la dama, y el Gran Maestre es quien la contacta.
El Gran Maestre debe proteger a la dama, pero no estar próximo a ella. Si los malvados descubren la existencia de la orden, él será quien cubra a la dama para proteger el secreto. Este maestre elige a un caballero de la orden para que sea el esposo de la dama. Se consideran muchos factores, por supuesto. En mi caso, encontraron en tu padre al hombre honorable que me protegería tras las grandes murallas de Béziers.
Como ya debes imaginar, el Gran Maestre de turno convoca nuevos caballeros y lo hace estratégicamente para garantizar la protección de la dama. Los cargos son en su mayoría hereditarios, y algunos se inician en los secretos de la orden. Y todos ellos, querida mía, tienen la sagrada misión de proteger a la dama y al Grial.
En este momento, el Gran Maestre de la orden es Bernard de Saissac. Algún día, su hijo, que vive en París, regresará para asumir esa labor. Lo conocerás, desde luego, y ustedes dos deberán trabajar juntos por el bien de la orden. Recuerda, querida, que el señor Bernard o su hijo elegirán a tu esposo. Sé que la idea de un matrimonio sin amor no te agrada, pero hay cosas que debemos aceptar. Ese es nuestro destino.
Y como ya habrás notado, Mireille es descendiente de la doncella que hizo el juramento a María. Mireille jurará cuidarte, así como su madre lo hizo conmigo. Por eso le he confiado esta carta; tu doncella también debe asumir responsabilidades. Ahora las dos compartirán un secreto y deberán seguir con el legado ancestral.
Ahora, hija mía, quiero que tengas tres cosas. Te habrás dado cuenta de que envolví en pergamino tres objetos. Uno de ellos es tu identificación como dama del Grial, entregada por los mismos dioses y que ha pasado de generación en generación desde antes de Actea. Con esa identificación deberás ir al lugar donde se encuentra el Grial, y este se revelará ante ti. Verás cómo, eso es algo que no puedo contarte; debes descubrirlo.
Otro de los objetos es la llave que te dará acceso al Grial. No es una llave común, como podrás ver. Y la tercera... Bueno, me emociona escribirlo. Es una pertenencia de Actea; deberás usarla de ahora en adelante. ¿Recuerdas que el año pasado viajé sin decirte a dónde iba? Fue para esconder el Grial en un nuevo lugar, uno más seguro. Creo que está bien ahí, pero si consideras que es mejor cambiarlo de sitio, puedes hacerlo.
Serás la dama del Grial; actúa con prudencia. El Grial se encuentra ahora en la Abadía de Lagrasse. Conocí a la abadesa, solo dile que eres mi hija y ella te guiará en parte; el resto lo harás tú misma.
Hija mía, mi hermosa Bruna. Esta no es una misión cualquiera. En tus manos está el secreto más importante de la humanidad. Si cae en las manos equivocadas, todos sufrirán las consecuencias. No debes tener miedo; tienes un grupo de valientes caballeros, empezando por tu padre, que darán la vida por ti si es necesario. Pero nadie tiene que morir si haces las cosas bien, si eres discreta.
Nuestra misión es dura, pero también es honorable y divina. Hemos sido elegidas para esto; hemos nacido para esto. Ahora me iré, lo siento. Esta enfermedad no me dejará seguir a tu lado. Eres fuerte, Bruna, y confío en que podrás hacerlo. Los dioses cuidarán de tu camino; nunca te apartes de él. Confío en ti.
Te deseo lo mejor del mundo, te deseo felicidad. Sé feliz, hija mía, pero nunca olvides tu misión en esta vida.
Te amo como a nada en el mundo, mi Bruna adorada.
Marquesa de Montpellier, dama del Grial, sucesora de Lorena de Narbona, predecesora de Bruna de Béziers.
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Bruna dejó los pergaminos a un lado y notó que las manos le temblaban. Pensó que estaba lista para todo después de la visión, pero esto era demasiado. Demasiada información, demasiada responsabilidad.
Aún no salía de su asombro. Todo lo que su madre había escrito era real. Si los ángeles no la hubieran visitado antes, quizás una parte de ella habría pensado que eran delirios provocados por la fiebre. Pero sabía que era cierto; además, Guillaume se lo había confirmado.
Aunque los ángeles le habían advertido, todo era tan complejo que le costaba asimilarlo. Respiró hondo varias veces y cerró los ojos.
No era solo la carta de su madre lo que causaba ese impacto, sino también lo que había visto en la visión: las voces que había escuchado, los nombres. Uno de ellos incluso había sido mencionado por Guillaume recientemente: Actea.
Sabía que Actea estaba viva. Si era la misma mujer que entregó el Grial en Tierra Santa, significaba que, de alguna forma, había logrado algo increíble. Nadie vivía tanto tiempo; no era posible. Pero...
Pero Actea era una iluminada de Dios, o de los dioses, al igual que ella, porque eso dijeron los ángeles: que era la elegida. Su madre acababa de confirmárselo. ¿Significaba eso que ella también podría vivir muchos años, como esa mujer llamada Actea?
Bruna se puso de pie. Su madre le había dado la ubicación del Grial, y sabía que en esa búsqueda encontraría más respuestas. ¿Incluso descubriría cómo prolongar su vida? Sí, por supuesto. Eso era. Primero, la voz de los dioses. Segundo, ser como los dioses: vivir eternamente. ¡Ahora podía entenderlo todo! ¡Incluso el peligro! No podía fallar, porque si fallaba y las personas equivocadas obtenían el secreto del Cielo, sería el fin.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿Cómo podría lograrlo? ¡No era más que una simple dama! Si fuera un caballero como Guillaume, podría empuñar una espada para defender ese secreto, y tal vez las cosas serían diferentes. Pero ella era solo una joven y frágil dama que no sabía cómo proteger el Grial.
Hizo un esfuerzo para no llorar. Era cierto que era demasiada información, pero una parte de ella le decía que debía comportarse a la altura. Respiró hondo, se secó las lágrimas y reprimió sus deseos de rendirse. Los ángeles habían hablado, ella era la elegida, no podía ser débil ni retroceder. ¿Acaso la virgen María se acobardó cuando recibió el anuncio de que daría a luz al hijo de Dios? ¡Claro que no! ¿Por qué iba a hacerlo ella?
"Si es que de verdad existió esa María... o Jesús...". Ese pensamiento la llenó de miedo. No podía aceptar esa idea, era imposible. Jesús era el hijo de Dios que murió en la tierra por nuestros pecados, y María, su santa madre, eso era sabido. "¿Cómo sabes que son reales? Ni la carta ni los ángeles lo mencionaron..."
—¡No! —gritó, sacudiendo la cabeza. Eso no podía ser cierto. Jesús existió, ella lo amaba, y él la amaba a ella. "De lo único que tienes la certeza es de que Actea está viva, tal vez junto a Jesús, ¿no?". Esa idea le pareció más aceptable.
—Pero, si realmente quieres todas las respuestas, debes empezar ahora —se dijo en voz alta.
Bruna tomó los tres pergaminos que envolvían los objetos. El miedo a la verdad la invadió de nuevo. Pero, si seguía dudando, sería peor. Cerró los ojos y rompió el primer pergamino; lo que contenía cayó en su mano.
Era un anillo, uno muy bonito. Llevaba una piedra que brillaba con una luz verde que nunca había visto, no parecía natural. Aunque era grueso, no pesaba mucho. Lo admiró, con la boca abierta por la sorpresa. Se lo probó, y torció los labios. No le quedaba.
Ese era su distintivo como dama del Grial, y no podía llevarlo. ¡Era demasiado grande para sus dedos! Se le caería, y no podía arriesgarse a perderlo. De pronto, lanzó un grito de horror. El anillo se aferró a su dedo como si tuviera vida propia. Pensó que moriría de la impresión al ver cómo el anillo se encogía y se adaptaba a su mano. Tras el asombro inicial, una sonrisa apareció en su rostro. Todo aquello era increíble.
El anillo dejó de brillar, como si hubiera estado esperando a su dueña. No cabía duda de que era algo del Cielo, de los dioses, de los ángeles.
Era hora de ver el segundo tesoro. Supuestamente, ahí estaría la clave para hallar el Grial. Lo abrió despacio y con cuidado; el miedo estaba desapareciendo. No entendió del todo qué era aquello que tenía entre las manos. Parecía una llave dorada de forma extraña, pero no era gruesa como las llaves comunes. Era muy delgada, más delgada incluso que un pergamino, y tenía un pequeño orificio redondo. Perfectamente redondo. Brillaba un poco y era muy suave... flexible incluso. Bruna la dobló un poco sin querer, temiendo romperla, pero no, se doblaba con facilidad.
¡Qué extraño! Sin duda, esa era la llave para abrir los secretos del Grial. Nadie debía verla ni poseerla jamás. Tenía que esconderla bien o llevarla siempre consigo. La segunda opción le pareció mejor. ¿Dónde podría llevarla?
Corrió al cofre donde guardaba sus joyas. Tomó una cadena de plata y la pasó por el orificio de la llave. Con cuidado, se la puso al cuello. Apenas la sentía; ¡era tan liviana! La escondió bajo su ropa. Ahí estaría segura.
Ahora, el último objeto: la pertenencia de Actea. ¿Qué sería? ¿Algo tan maravilloso como el anillo y la llave? Abrió el sobre despacio; era el más abultado de todos.
Sonrió. No era tan impresionante como los otros objetos, pero era hermoso. Era una peineta dorada con piedras incrustadas. Le gustaba. Imaginó a esa joven romana con la peineta en el cabello.
La madre de las damas del Grial. ¿Cómo sería ella? Imaginó a una mujer alta, de tez blanca y cabello negro, resaltando el dorado en su melena. Sí, solo podía ser así. No podía llevar esa peineta todo el tiempo, debía cuidarla bien. La escondió en el cofre, entre sus otras joyas. Quería darle un espacio especial, pero pensó que así no llamaría la atención.
Bien, ya había descubierto todos los secretos de su madre. Ya sabía lo que debía saber del Grial y tenía su herencia. ¿Y después qué? Cumplir con su misión, por supuesto. Aún tenía miedo, aún dudaba de ser capaz. Pero su madre tenía razón; los caballeros la ayudarían. El problema era que, para lo que debía hacer, no necesitaba ayuda: era algo que debía hacer sola.
Una cruzada se acercaba a Provenza, una cruzada que Dios no quería y que solo traería muerte, destrucción y personas perversas. Debía alejar el Grial de ellos. Aunque la abadía de Lagrasse había sido un lugar seguro durante años, las cosas habían cambiado. Era un lugar lleno de mujeres, de monjas, y nadie podría defenderlas si los malvados se enteraban. Podrían ir y tomar el Grial.
Debía llevarlo a un sitio más seguro. Lo peor era que no podía pedirle ayuda a Guillaume; era un asunto de la dama del Grial. Le habría encantado que la acompañara para protegerla, pero no sería posible. Debía ir sola con Mireille, quizás con Valentine también.
¡Oh, Mireille! La dulce y fiel Mireille también estaba en todo este asunto. De cierta forma, ella también era una elegida. Eso la tranquilizaba un poco; si confiaba en alguien, era en su doncella.
Debía partir hacia Lagrasse. Un viaje de al menos cinco o seis días desde Cabaret, más los días necesarios para encontrar el Grial y ver qué tan grande era para transportarlo. Debía darse prisa; los cruzados estaban cerca y no quería quedar atrapada en medio de la guerra. Debía tomar el Grial y regresar a Cabaret para decidir qué hacer. Estaba convencida de que no había lugar más seguro que Cabaret en tiempos de guerra. Había oído durante años que era una fortaleza inexpugnable, y no lo dudaba.
Preparar un viaje repentino sorprendería a todos. ¿Y si Peyre no la dejaba ir? Estaba tan desconfiado últimamente que tal vez...
"Tonta, claro que te dejará cumplir tu misión", se dijo para tranquilizarse. Era un caballero de la orden; por algo se casaron.
¿Y luego qué? Tendría que avisar a Guillaume, ¿verdad? Debía saber hacia dónde iba y convencerlo de que no la siguiera. El secreto siempre fue asunto de la dama del Grial, su madre lo había dicho. Nadie más debía conocer su ubicación, ni su forma, ni nada. Ella cargaría con esa responsabilidad.
Muy bien, saldría de esa habitación y diría a sus doncellas que prepararan todo para un viaje rápido a Lagrasse. Si alguien preguntaba, diría que quería un retiro espiritual con las monjas para orar por Provenza. Una excusa convincente y acorde a su carácter.
A Guillaume le diría la verdad, aunque no todo. Tal vez le mostraría su nuevo anillo. Bueno, de todas maneras lo vería. Era difícil ocultarle cosas, pero el caballero debía entender. Una cosa era el amor que sentía por él y otra muy distinta los asuntos de la orden y su misión.
Aun así, la idea de saber que en los próximos días estaría lejos del castillo, en camino a un lugar desconocido, la intimidaba. No sabía cómo terminaría esa aventura ni si todo saldría bien. Solo podía confiar en Dios y en su misión.
No creía que nadie que viera la luz divina estuviera condenado al dolor o al fracaso. Y ella no podía permitirse fallar.
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(1) Matilde de Magdeburgo
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¡AHORA SI, BBS! Bruna tuvo su revelación reveladora 👀👀👀👀👀
Y es hora de partir a un nuevo camino, más peligroso porque ahora si tiene que caminar xdddd
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