Capítulo 13: Un lugar elevado
Todo esto no lo he aprendido de hombre alguno,
sino que en lo más profundo de mis sentidos
he recibido el don de la visión celestial... (1)
Llegaron a Cabaret durante las primeras horas de la mañana, cuando apenas las campanas de la hora prima sonaban y las puertas se abrían. Llevaba prisa, cierto, y ni él mismo comprendía bien la razón de esa urgencia. Tenía muy claro que sus deberes como Gran Maestre lo llamaban, pero sabía que no se trataba solo de eso. No podía ser por algo tan simple; aquel temor que le inundaba el pecho poco tenía que ver con sus responsabilidades.
Era ella, siempre sería ella. Si no acudía a Bruna pronto, no lograría calmarse. Como una sentencia inescapable, las palabras de Sybille resonaban una y otra vez en su mente, advirtiéndole que lo inevitable estaba cerca, que la perdería para siempre.
El camino desde Montpellier hasta Lastours fue apresurado, casi tanto como el ritmo de su corazón. Apenas pudo murmurar una disculpa al templario Abelard por dejarlo en la ruta, pero en verdad no estaba para preocuparse por su falta de cortesía. Se arriesgó a dormir en el camino, el clima era cálido y los senderos de esa zona no se caracterizaban por ser peligrosos. Al menos no aún. Lo serían pronto, desde luego. Cuando llegaran los cruzados.
—Es agradable recibiros otra vez, señor —le dijo un somnoliento Pons, el siervo que siempre lo atendía en sus estancias en Cabaret. Sus palabras, sin embargo, contradecían el evidente rostro de cansancio—. Hace apenas un día que nuestro señor Trencavel estuvo aquí, así que hay una habitación lista para recibiros.
—Ah, vaya, tendré el trato de un vizconde. Qué gran honor me hacen —dijo con cierta ironía. Pons no pareció notarlo, pero Arnald sí. El chico, como siempre que lo escuchaba bromear, solo puso los ojos en blanco.
—El señor Peyre Roger partió con él a Carcasona. Es una lástima que no esté aquí para daros la bienvenida.
—Una verdadera lástima —contestó con evidente burla. Al menos eso le devolvió la sonrisa. Sin señor en el castillo, no habría impedimento para acudir al lecho de su amada.
—Seguidme, señor. Es muy temprano, pero pediré que os traigan algo de comer a la alcoba. ¿Puedo ayudaros en algo más?
—No, descuida. Estaré bien de ahora en adelante.
Pons lo guio hasta la habitación que había ocupado el vizconde y partió enseguida a la cocina. Despidió a Arnald con la misma prisa, pidiéndole que fuera a comer algo y descansar lejos de su vista. El paje, sin duda aún confundido por su brusquedad, solo hizo un gesto de fastidio y se fue sin decir nada más.
Una vez a solas, se quitó la ropa del viaje y buscó algo presentable. Se aseó rápidamente y casi corrió a ver a Bruna. Era probable que ya estuviera despierta. La señora del castillo siempre estaba atenta, incluso dando órdenes desde temprano. Por eso le sorprendió encontrar la puerta de su habitación cerrada con seguro y que nadie respondiera hasta después de varios golpes.
Finalmente, Mireille se asomó con discreción y lo miró con sorpresa. No lo esperaban, cierto. Y él no deseaba ser brusco con la muchacha, sobre todo porque Arnald sería capaz de mandarlo al mismísimo infierno si se atrevía a levantarle la voz a su amada, y también porque Bruna la adoraba como a una hermana.
—Señor... Buen día —lo saludó en voz baja, lo cual despertó todas sus alarmas.
—Buen día, ¿está todo bien, Mireille?
—Eh... sí. —La doncella salió y cerró despacio la puerta tras ella—. Disculpadme, sé que viene por mi señora, pero ella no está disponible ahora mismo.
—¿Por qué? ¿Le ha sucedido algo?
—Oh, no es eso. Se mantuvo en vela buena parte de la noche, y apenas ha conseguido cerrar los ojos. Duerme como un ángel, puedo jurarlo.
—Bien, si es así, déjame verla. —Para su sorpresa, ella no se movió—. Mireille...
—Han sido días extraños e intensos, mi señor. Le juro que no es nada malo, o al menos no lo creo. Valentine y yo hicimos de todo para que dejara ese libro y descansara, y ahora que al fin lo hemos logrado, no quiero que nada la perturbe. Disculpe mi atrevimiento, solo quiero su bienestar.
—Espera, ¿de qué libro me hablas? ¿Qué ha pasado con ella?
—Bueno... —suspiró, aumentando su angustia. Si todo estaba bien, ¿por qué no podía verla?
—Mireille, en serio, no me hagas entrar a la fuerza para cerciorarme de que todo es como dices. Agradecería que no faltaras a la verdad.
—¡No lo hago, señor! —se indignó y, de inmediato, cayó en su error al elevar la voz—. Lo siento... No quise... —suspiró de nuevo, esta vez con exasperación—. Fue como la otra vez, ¿recuerda? Rezó mucho, sin descanso, como si las horas no pasaran. Y ese libro... lo ha leído una y otra vez, buscando otros significados, o al menos eso nos dijo.
—No debería ser preocupante; sin embargo... —"Me da miedo", admitió para sí mismo. ¿Qué encontró Bruna? ¿Qué rayos estaba leyendo que la mantuvo en vela dos noches?
—Os aseguro que está bien —insistió Mireille—. Solo necesita reposo.
—Y yo prometo que no perturbaré su calma. Déjame entrar —pidió una vez más, esperando que la doncella cediera antes de tener que apartarla. Por suerte, así fue. Mireille bajó la mirada, retrocedió y le dejó el paso libre.
Si Bruna seguía durmiendo, no quería molestarla. Caminó con cuidado, apartando los tapices que separaban la pequeña sala de bienvenida del área donde ella descansaba. Encontró a Valentine a un lado, ordenando las mantas en silencio. Al verlo, le hizo una leve reverencia, no sin antes lanzar una mirada de reproche a Mireille.
Guillaume se paró junto a la cama y la observó. No lucía pálida, no sudaba, ni había señal alguna de enfermedad. Bruna solo dormía, y hasta le pareció verla sonreír entre sueños, lo que a él también le contagió la sonrisa. Le dio un beso en la frente y se apartó. Fue entonces, al mirar la repisa junto a la cama, que lo vio. Sin duda era el libro del que Mireille le había hablado.
"Scito vias Domini", decía. Así de simple. Al parecer, lo escribió una tal Hildegard de Bingen, de quien jamás había oído. Hojeó el libro, notando que estaba en un latín que podía comprender. Sin soltarlo, se dirigió a la estancia contigua y les hizo señas a las doncellas para que lo siguieran.
—Pueden ir a buscar algo de comer para cuando despierte. Yo me quedaré aquí, velando su sueño. No voy a perturbarla.
—Sí, señor —dijeron a la vez, aunque en sus voces era evidente la duda.
Las vio marcharse en silencio y esperó que hubieran entendido el mensaje. No pensaba verlas en el resto de la mañana, pues Bruna no despertaría tan pronto. Y él no tenía intención de moverse de allí. Se sentó a su lado, sin apartar la vista de ella.
Aunque al llegar se sintió inquieto, pronto se convenció de que no había nada que temer. Al parecer, Bruna solo leía un libro de rezos, y considerando la situación en la que estaban, no debería sorprenderle su fervor religioso. Si lo hacía para rogar por su gente antes de la cruzada, ¿acaso había algo que temer?
El caballero colocó el libro sobre su regazo y decidió que lo leería. Pero, en ese momento, solo quería contemplarla. Le agradaba ver a Bruna tan tranquila y relajada en sueños, aunque le mortificaba pensar que quizá ese sería su último momento de paz. Las advertencias de Sybille le habían dejado muy claro que ya no podían demorar, y las indicaciones de la anterior Dama del Grial tendrían que revelarse pronto.
Una vez Bruna abriera la carta de Marquesia, todo cambiaría para siempre, y un peso terrible caería sobre ella. En el instante en que asumiera su misión como Dama del Grial de la orden, el peligro estaría más cerca. Y, quizás, esos inmortales también. Bebiera o no de aquel elixir, ese era el destino que le aguardaba a Bruna: el dolor, una gran pérdida. Sybille había sido muy clara en ese augurio.
A veces, él deseaba que todo terminara de una vez. Su primer impulso era renunciar a todo, tomar a Bruna y huir de Languedoc para siempre. Quería evitarle esa desgracia y sufrimiento; lo único que deseaba era ser feliz junto a la mujer que amaba. Sin duda, fantasías imposibles de cumplir. Tal vez era muy valiente por enfrentar el peligro y la guerra sabiendo que perdería, o quizás un auténtico cobarde, incapaz de hacer algo para proteger a su dama.
—Veamos... ¿Qué dice esta Hildegard que te ha dejado tan exhausta, amor mío? —murmuró para sí mismo, antes de abrir el libro.
Y surgió una nube viva de fuego. Y escuché una voz del cielo que me decía: "Oh, fragilidad del género humano, ceniza de ceniza y polvo de polvo. ¡Clama y di!"
—Interesante... —se dijo. No, aquello no era un simple libro de rezos de una monja, como pensó al inicio. Al seguir leyendo, lo comprendió mejor.
Yo, una pobre y débil figura de mujer, más inclinada a la enfermedad que a la fuerza, en las visiones de este verdadero misterio, aunque temblando, sin embargo, confiada en un espíritu muy alto, he visto cosas admirables. Todo esto no lo he aprendido de hombre alguno, sino que en lo más profundo de mis sentidos he recibido el don de la visión celestial...
"Más que interesante", pensó. Aquello parecía ser el testimonio de algo divino, algo que él había escuchado que les ocurría a los místicos. Miró de nuevo hacia Bruna. ¿Acaso ella estaba experimentando esas visiones, y por eso buscaba respuestas? Tenía sentido; ¿no le había comentado Arnald, y hasta la misma Mireille, que Bruna podía pasar largas horas rezando sin cansarse? Además, ¿qué era lo que solían ver los místicos? Quizás debería desconfiar un poco de todo aquello, tal vez...
"Ideas tuyas", se dijo, volviendo la vista al libro. Solo estaba nervioso por todo el asunto de los inmortales, y eso lo llevaba a ver sospechas donde no las había. Necesitaba calmarse; después de todo, no había forma de que Bruna supiera sobre esos seres. Suspiró y decidió distraerse leyendo. Y, por cierto, ¿de dónde había sacado ese libro? ¿Quién se lo había dado? Ya habría tiempo para averiguarlo.
Quiso concentrarse en el testimonio de Hildegard plasmado en aquellas páginas, pero el cansancio lo venció. Cabeceó varias veces, y en una de ellas se quedó dormido de verdad. Cuando despertó, notó que el día estaba avanzado; quizá era casi mediodía. Dejó el libro a un lado con cuidado y se dio dos palmadas en la cara para despejarse. ¿No se suponía que estaba allí para cuidar de Bruna?
"¿Pero cuidar de qué?", se preguntó otra vez, y se levantó de inmediato, comenzando a dar vueltas en círculo.
Lo sabía, por supuesto. Aunque esos peligros aún no se presentaran, ya eran una amenaza. Se acercó a verla, como si temiera que se la arrebataran en cualquier momento. En su interior, estaba convencido de que jamás permitiría que alguien se la llevara o le hiciera daño. Esa criatura que yacía en el lecho, durmiendo en paz y ajena a las desgracias que se avecinaban, era lo que le daba sentido a su vida vacía. Tal vez encontró un propósito —a la fuerza— al asumir la labor de Gran Maestre, pero era ella quien realmente le importaba. Solo era feliz porque Bruna lo amaba; el resto eran sombras que no dudaría en dejar atrás.
Tan absorto estaba en sus pensamientos que apenas se dio cuenta de que Bruna se movía un poco y abría los ojos para mirarlo. Él se quedó petrificado al verla. ¿Por qué, de pronto, todo parecía tan distinto? ¿Era por el miedo de perderla? ¿O por la certeza de lo que sucedería cuando Bruna tuviera que cumplir su destino? Se le estrujó el corazón, y nunca... nunca había sentido tanto miedo. Ella lo miró con curiosidad, sin entender por qué él apenas era capaz de moverse. Pero Guillaume sentía un nudo en la garganta, ahogándolo. Quería gritar, o llorar. "No puedo perderte, Bruna... Oh, Dios... Te amo, te amo tanto..."
Y así, sin poder verbalizar sus abrumadores sentimientos, corrió hacia el lecho y la estrechó contra su pecho en un abrazo firme. ¿Cuándo fue la última vez que la tuvo así? Parecía que había pasado mucho tiempo. Cerró los ojos, sintiéndose correspondido y disfrutando de su calidez, de su suave aroma, de toda ella.
—Amor mío, ¿qué sucede? —preguntó ella, con una voz tan dulce y melodiosa que casi no se reconoció a sí mismo, sintiendo el impulso de llorar.
—Solo... solo te extrañé mucho —murmuró. Y antes de que alguno de los dos pudiera decir algo más, se separó apenas un poco para buscar sus labios.
Ella se acercó más, rodeándolo con sus brazos y respondiendo al ardor de sus besos. Tan entregados estaban que apenas notó cuando Bruna acabó recostada en la cama y él se encontraba sobre ella. La amaba con dulzura y fervor, cierto. Pero también la deseaba como a nada en el mundo. No pudo evitar las reacciones de su cuerpo, y ella lo sintió, sonriéndole con complicidad. Él le devolvió la sonrisa. Al fin, se sentía en calma a su lado.
—Soy una pecadora, ¿verdad? —dijo ella, en tono meloso y juguetón—. Y tú, no puedes simplemente venir e incitarme al adulterio. —A Guillaume le causó gracia el comentario y le dio otro beso.
—Pensé que ya te había arrastrado al pecado de la carne hace mucho, mucho tiempo... —susurró al oído. Ella solo llevaba ropa de cama, y no fue difícil apartar la tela para acariciar la piel de sus piernas—. Y muchas... muchas veces —añadió, acercándose a sus labios. Desde su posición, ella lo miraba, expectante. Adoraba esa sonrisa que le dedicaba, inocente, curiosa. Siempre esperando todo de él.
—¿Y no te importaría hacerlo una vez más?
—Mi señora sabe bien que cumpliré cada uno de sus deseos. Cuando quiera, donde quiera.
No fue tan lento como le hubiera gustado. Tras un poco de maniobra con sus ropas y las de ella, se deslizó rápidamente en su interior, y Bruna lo recibió con un gemido que apenas pudo ahogar entre besos. No estaba seguro de haberla complacido cuando se derramó dentro de ella, pero al apartarse, vio en su rostro ese gesto de éxtasis que tanto amaba. Le besó la frente y las mejillas con ternura mientras ambos se recuperaban del momento.
"No debí hacer esto", pensó tan pronto terminaron. Se suponía que estaba allí para enfrentar el asunto de la dama del Grial de una vez por todas. Se apartó y se recostó a su lado en la cama. Bruna se incorporó con calma, acomodándose el cabello.
—Te he extrañado mucho —dijo ella, mirándolo con ternura. Incluso después de lo que acababan de vivir, le acarició la mejilla, jugueteando un poco con su barba.
—¿Pensaste mucho en mí?
—Casi todo el tiempo.
—¿Casi? —preguntó él, arqueando una ceja. Ella solo sonrió.
—Soy una señora ocupada, ¿qué puedo decir? —bromeó.
—Supe que Trencavel estuvo aquí —añadió. Y, a diferencia de antes, ella ni siquiera se inmutó.
—Sí, apenas ha partido. Creo que ahora solo somos buenos amigos.
—Me alegra. —Aunque la idea de que ese hombre la rondara nunca le había gustado, confiaba en ella. Sabía que Bruna jamás traicionaría su amor.
—¿Dónde están Valentine y Mireille?
—Las envié a buscar comida. Ya volverán.
—¿Y te comentaron algo? De seguro se alarmaron...
—¿Por qué dices eso? —Él, que hasta entonces había estado recostado, se incorporó rápidamente para mirarla directo a los ojos.
—Oh, no lo sé. Les dije que estaría leyendo y rezando, no veo cuál es el problema.
—Mireille comentó que apenas has descansado estos días...
—Sí, ni siquiera he salido de aquí. ¿Encontraste el castillo hecho un desastre?
—Eh... no...
—Entonces Orbia hizo un buen trabajo, para variar. No puedo encargarme de todo siempre.
—Por supuesto. —No le quitó los ojos de encima, buscando algo, cualquier indicio, por mínimo que fuera. Pero ella estaba tan tranquila, tan fresca, que parecía incluso más radiante que de costumbre.
—¿Pasó algo, Guillaume? —preguntó de pronto.
—¿Tendría que pasar algo para que acuda a verte?
—No lo sé, pensé que ibas a tardar más, eso dijiste la última vez...
—Es cierto, pero ya estoy aquí. Y tengo... tenemos... algo de qué hablar —respiró hondo, incapaz de seguir retrasando el momento.
—Te escucho.
—Es sobre el Grial. Sé que odias escuchar sobre eso, pero eres...
—La dama del Grial, sí —interrumpió ella con calma—. Sé lo que quieres decirme, y te respondo que no tienes por qué preocuparte más.
—¿No?
—No, porque leeré los documentos que dejó mi madre para mí. Al fin me siento preparada para eso.
No podía dar crédito a lo que escuchaba. ¿Debería desconfiar de ese cambio repentino en Bruna? Quizá sí. Durante años, ella había evitado leer la carta por temor a lo que contuviera, y de pronto estaba completamente decidida. Algo había pasado, algo que él ignoraba y que lo cambiaba todo.
—¿Hablas en serio? —preguntó, buscando algún atisbo de duda en ella.
—Sí, por completo —respondió con serenidad—. De hecho, decidí descansar para estar lúcida y en calma antes de leerla. Ahora mismo.
—¿Cómo...?
—Iba a leerla en cuanto despertara. Es decir, ahora mismo.
Nada de eso era normal. Conocía a su Bruna; esperaba que ni siquiera mencionara la carta, que evitara el tema como siempre. ¿Y ahora decía que quería leerla lo antes posible? Se preguntó si tal vez alguien la había convencido de la urgencia de asumir su rol como dama del Grial. Aunque eso no podía ser; nadie de la orden tenía permitido hablarle al respecto sin su autorización.
—Bruna, ¿ha pasado algo que no sepa? —preguntó angustiado—. Dímelo, por favor. No me ocultes nada.
—¿He dicho algo malo? ¿Crees que he hecho algo malo? —respondió ella, echándose hacia atrás.
—No, no... no es eso. Es solo que... —¿Cómo explicárselo, si ni él mismo terminaba de comprenderlo? ¿Cómo decirle que temía por ella, que le aterraba la posibilidad de que esos inmortales se la llevaran? No podía, simplemente no podía—. Escucha, solo quiero que me digas la verdad.
—Tengo que leer la carta de mi madre. Tú mismo me lo dijiste antes. He retrasado este momento demasiado, y ahora sé que ha llegado el tiempo. No podemos esperar más. Dices que en esa carta hay algo muy importante para la orden, pues bien, se acerca la cruzada y es mejor que vea de qué se trata. No va a hacerme daño. Guillaume, es cierto que he tenido miedo por mucho tiempo. Pero en tu ausencia, estuve pensando en mi misión y buscando respuestas. Ahora me siento preparada, como si al fin hubiera encontrado el camino. No voy a dudar, ya no. ¿Acaso no es eso lo que todos esperan de mí? Tengo que hacerlo, y lo sabes.
—Sí, tienes razón. Perdona... Yo... No lo sé, olvídalo. —Maldita sea. La paranoia causada por las palabras de Sybille lo tenía así. ¿Acaso no debía alegrarse de que al fin Bruna decidiera asumir su responsabilidad? ¿No era eso lo mejor para todos?
—Estás actuando muy extraño —dijo ella con serenidad. Al notarlo tan inquieto, llevó su mano a su mejilla y lo acarició—. ¿Qué sucede, amor mío? ¿Es algo que hice o dije?
—No, no. Juro que no eres tú —respondió de inmediato.
—Pero parece que tuvieras miedo.
—Lo tengo —admitió—. La guerra se acerca, y sé que muchos no van a sobrevivir. Temo por todos ellos, especialmente por ti. ¿Crees que exagero?
—No, en absoluto. Solo quiero que sepas que no tienes que preocuparte por mí en ese sentido. Yo ya no tengo miedo, y sé que voy a estar bien. —Al escucharla, Guillaume frunció el ceño. No entendía. Sentía que algo en Bruna se le escapaba, y no lograba dar con la respuesta.
—¿Por qué? —preguntó en voz baja, casi en un susurro.
—¿Por qué? —repitió ella de forma divertida, como si la pregunta fuera tan obvia que ni merecía respuesta—. Porque soy la dama del Grial. No lo elegí, pero ahora entiendo que nací para esto. Fui bendecida, y no puedo más que agradecer al cielo. Cumpliré mi misión, así sea lo último que haga.
—No quiero que te arriesgues —dijo él con firmeza, tomando sus manos y apretándolas—. Estamos juntos en esto, ¿verdad? —Ella asintió—. No importa lo que tengas que hacer ni lo peligroso que sea. Yo estaré contigo.
—Lo sé, Guillaume —respondió ella con dulzura—. Pero hay cosas que no puedes hacer por mí; es un camino que debo recorrer sola. Los ángeles del cielo han hablado y me han dicho...
—¡¿Qué?! —estalló sin poder evitarlo, y todas sus alarmas se encendieron. "Los que vinieron del cielo, los dioses, los de arriba..." Así llamaban los inmortales a quienes les dieron el Grial.
—¡Guillaume! —exclamó ella con un leve tono de dolor en su voz. Solo entonces se dio cuenta de que apretaba demasiado fuerte sus manos. Se apartó de inmediato, como si tocara fuego.
—Lo siento, lo siento... —repitió varias veces. No quería lastimarla, pero su reacción la había asustado. Él también lo estaba, y no sabía qué hacer. Tal vez debía preguntar, aclarar las cosas—. ¿Por qué dijiste eso?
—¿Qué cosa?
—Que los ángeles del cielo te han hablado... —Hasta ese momento tan equilibrada, Bruna palideció de golpe.
—¿Dije eso?
—Lo escuché.
—Yo... no lo sé, es... una forma de decir... No es que realmente escuche... —decía, nerviosa. Y él creyó reconocer la mentira en sus palabras.
—Bruna, si te pregunto algo, ¿me dirás la verdad?
—Sí... supongo que sí —contestó, aún con ese tono extraño que le causaba desconfianza.
—¿Conoces o has oído hablar de ciertas personas...?
—¿Qué personas?
—¡Escúchame! —Se desesperaba. ¿Estaba llevando sus suposiciones demasiado lejos?
—No me grites —le dijo con reproche.
—Lo siento, amor, perdona. Es solo que... —¿Y si estaba hablando de más? ¿Y si ella realmente no sabía nada? No debía guiarla hacia ese camino, ni siquiera por curiosidad. Pero necesitaba saber—. Por favor, respóndeme. ¿Conoces a Esmael, Isethnofret, Nikos y Actea? —El tiempo que pasó hasta que ella respondiera le pareció eterno, aunque apenas fue un instante.
—No, para nada —respondió con calma—. ¿Quiénes son? ¿Debería conocerlos?
—No... —murmuró—. Es mejor que lo olvides, ¿de acuerdo? No dije nada.
—No suenan a nombres cristianos. ¿Qué se supone que son? ¿Infieles? ¿Paganos de oriente?
—Fue una tontería mía. Por favor, olvídalo.
—No creo que sea una tontería si te importa tanto, y déjame decirte que la forma en que me trataste...
—Perdóname —se acercó a ella de nuevo, tomando sus manos y besándolas—. Me dejé llevar por un temor infundado, eso es todo.
—Todo ha sido muy extraño. ¿Qué te pasa?
—Nada, Bruna, nada. Solo estoy nervioso. —Ella lo observó en silencio, estudiándolo. Sabía lo que su mirada implicaba; podía verse reflejado en sus ojos. Tenía miedo, sí, pero solo quería protegerla.
—Está bien, voy a creerte —dijo, algo más relajada—. Ahora, ¿puedes dejarme sola? Sé que no suena cortés, pero ha llegado el momento. Te agradezco que hayas venido y te quedaras conmigo hasta que desperté. Pero ahora es mi turno.
—¿Vas a leerla ahora?
—Sí, sin más retrasos. —Hablaba con una calma que solo lograba inquietarlo más. No parecía ella misma; algo en ella había cambiado, pero ¿qué?
—De acuerdo —contestó él. Le dio un beso breve y se apartó despacio. Ya no sabía ni cómo actuar. Sentía con certeza que todo aquello escapaba de su alcance, y esa mala sensación no se iba—. Bruna... —dijo al fin, en voz baja.
—Sí, amor, dime.
—Si no entiendes algo o necesitas ayuda...
—Estoy segura de que mamá fue clara —respondió, esbozando una leve sonrisa.
—Solo tienes que acudir a mí. Te estaré esperando. —Ella asintió.
—No te preocupes. Estaré bien.
Ya no había nada que él pudiera hacer. También le devolvió una sonrisa tenue y dejó un beso en sus labios antes de salir de la alcoba en completo silencio. Una vez fuera, suspiró hondo y cerró los ojos.
Bruna realmente no había dicho nada malo, pero todo le parecía inquietante. Tal vez era su actitud tan distinta o la certeza de que, de repente, parecía estar en otro plano. Algo sucedía, y solo podía percibirlo por las sensaciones que todo aquello le generaba.
¿Le estaba ocultando algo, o eran solo ideas suyas? ¿O acaso así comenzaba el camino hacia la inmortalidad? Sabía que Sybille nunca se equivocaba, pero esta vez debía ser distinto. Iba a ser distinto. Aunque no supiera de dónde o cómo, encontraría la forma de seguir a Bruna en ese peldaño que parecía haberla alejado un poco más de él.
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(1) Scivas - Santa Hildegard de Bingen
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¡Buenas, buenas! Han pasado 800 años, lo sé. Pero ahora, señoras y señores, Bruna está lista pare recibir su revelación 👀👀👀👀👀
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