Capítulo 12: Señales del cielo
Y vi una luz muy grande,
y en ella una figura humana que brillaba intensamente,
y alrededor de esta figura había una luz tan resplandeciente
que me resultaba imposible observarla directamente.
Esta figura humana representaba el Verbo divino y su esplendor,
su pureza y su divinidad (1)
Guillaume tenía todo listo para partir. Apenas terminó su reunión con Sybille, le pidió a Arnald que informara a los siervos que no se quedarían un día más, y que se preparara todo para el viaje de regreso a Saissac. Él, por su lado, se disculpó con el señor de Montpellier por tan abrupta partida, pero en verdad no sentía deseos de dar más explicaciones a nadie. Suficiente con el mocoso impertinente de su paje, mirándolo de esa forma tan desesperante que rozaba el irrespeto.
Y es que ni siquiera el templario Abelard entendió por qué de un momento a otro el gran maestre decidió dejar Montpellier. Siendo específico, qué fue lo que sucedió entre él y Sybille para que apenas terminada su reunión tomara esa decisión.
Aunque quisiera, no podía explicarle. Abelard era un iniciado, pero el conocimiento que acababa de recibir no le correspondía. En realidad, Guillaume prefería ahorrarle a cualquier persona el horror de descubrirlo.
"Ya está hecho, ya lo sabes. ¿Qué vas a hacer ahora?", se preguntó varias veces en la última tarde tarde. Sybille cumplió con entregarle lo que le pidió, y tenía todos esos manuscritos frente a él. Tendría que leerlos en algún momento, desde luego, era mejor estar prevenido. Pero ¿cómo iba a protegerse de esos inmortales? ¿Cómo podría cualquier humano, por más fuerte que sea, hacerles frente a seres de esa naturaleza?
—Tampoco es que tengas alternativa —se dijo en voz alta, al tiempo que bebía despacio un poco de vino, y tomaba uno de esos pergaminos. En ellos había algo que sin duda lo perturbaría, pues las revelaciones de Sybille iban más allá de esas viejas traducciones.
Porque durante su estadía en Montpellier, la dama no se ahorró los detalles de su horrible visión de la destrucción del Mediodía. Él había leído la profecía que su padre le envió antes de morir, todos los caballeros de la orden sabían que algo terrible estaba por suceder. Pero era distinto escucharlo de la boca de la profeta, con más detalles que no fueron puestos en pergaminos; pues desde la primera visión, otras cosas se presentaron en los sueños de Sybille.
Le habló de "la rata que devorará al ruiseñor". De la gente que saldría de una fortaleza sin más ropa que una túnica blanca, que parecían muertos en vida, caminando sin esperanza y con la mirada vacía.
Le habló de los gritos desgarradores, llegando como ecos lejanos y tenebrosos, de todas las villas de Languedoc. De las llamas rojas iluminando la noche, del olor de muerte. De la gente quemándose, del horror de la espada. Le habló de una iglesia que no conocía, y de donde salía sangre por las puertas, por las paredes, que bajaba como un río por la escalera, que hasta las cruces sangraban.
Y le contó también que siempre en sus visiones veía a "la muerte" mirando todo con una sonrisa de satisfacción, observando como caían los hombres en desgracia. Le contaba de lo horrible que era ver su gesto macabro, encontrarse con su mirada y ver la burla en sus ojos. Sybille hasta tenía la certeza de que quizá ese ángel de muerte representaba a los cuatro inmortales juntos, disfrutando de la destrucción.
"Es el destino, esta tragedia que he visto... Todo diseñado para hacerla una de ellos", le dijo Sybille aquel día, dejando claro lo que pensaba y la razón de tanto enojo. Si la existencia de esos inmortales ya era terrible, lo que pasaba por la cabeza de la dama era aún peor.
"¡Todo esto es por ella! ¡Tanto sacrificio para que se convierta en un ser superior!"
Le gritó en la cara, eso era lo más difícil de entender y aceptar. Que Sybille estaba segura de que la tragedia por venir sería culpa de Bruna, que ella era la causante de todo.
Pasada la agitación que provocó aquel encuentro, Guillaume tuvo más tiempo para pensarlo. Y para sentirse enojado también. Sybille estaba siendo injusta, y la dama no era capaz de verlo. ¿Cómo podría Bruna desear dañar a los demás? ¿Provocar una tragedia con su simple existencia? Hasta hacía poco ni siquiera tuvo idea de su papel como dama del Grial, ¿y de pronto sería la responsable de una guerra? No, a ella no podían culparla.
Tal vez estaba escrito, pero Bruna tenía poco que ver en eso. Era la ambición del hombre que quería apoderarse del Grial lo que provocó la cruzada, no Bruna. Por más que Sybille despotricara contra ella, jamás la haría odiarla.
La profeta no entendía, no podía hacerlo. Pero cuando conociera a Bruna, sabría que no podía culparla ni responsabilizarla de nada. Ellas dos no eran más que víctimas de las circunstancias. Y, eventualmente, las damas tendrían que conocerse.
"¿En serio quieres pensar ahora en cómo reconciliarás a tu dama con tu futura esposa? ¿O siquiera puedes imaginar la reacción de Bruna cuando sepa de esto?", se dijo, y se bebió todo el vino de un sorbo. Bien, pensar en eso no era la mejor solución a sus problemas. Pero evadirlos tampoco.
Cuando miró por la ventana, se dio cuenta de que caía la tarde y la cena pronto sería servida. Las horas se le escaparon entre miedos y divagaciones, así que mejor dejaba bien resguardados esos pergaminos antes de ir al salón con los demás.
Fue de los primeros en llegar, cuando los preparativos para la cena aún se estaban realizando. Tal vez pensaron en un banquete de despedida, pero no pudieron organizar todo a tiempo. "Bruna sí que lo hubiera logrado", se dijo y sonrió para sí mismo. Aunque a veces ella misma maldijera su papel como señora de Cabaret, para todos era innegable que la dama gozaba de una gran capacidad para organizar banquetes y bailes en tiempos imposibles.
"Y volverás a ella, como deseas. Nada malo pasará, Sybille puede equivocarse. Bruna no se irá con nadie, no nos dejará...", se repitió varias veces. ¿O era que estaba intentando convencerse a sí mismo?
Tampoco le dio tiempo de seguir sus reflexiones, pues pronto más personas llegaron al salón. Entre ellas, Sybille y su padre. A un lado estaban sentados Abelard y Arnald, esperando sus órdenes. Ambos seguían extrañados por su decisión de partir, y al menos el templario le comentó si había una urgencia o si algo grave estaba por suceder, de otra forma no se explicaba tanto apuro. No respondió, le dijo que no podía hablarle de eso porque era un tema delicado que solo pertenecía a la cúpula de la orden, y el templario no lo interrogó más.
"Te hiciste el interesante, pero tú sabes la verdad. Estás huyendo", se dijo. Y, al mirar Sybille, supo que ella también lo tenía claro. ¿En qué se había convertido? ¿En un cobarde miserable que no podía hacer frente a algo tan grande como la verdad sobre el Grial? ¿No se suponía que era el maldito maestre? Pensando en eso, y para no sentirse más cobarde a los ojos de la dama profeta, caminó directo hacia ella y su padre.
Sybille lo miró, pero no dijo nada. Apenas se inclinó un poco para recibirlo, y luego decidió guardar silencio. Ella tampoco lucía bien, después de todo, fue un momento difícil para ambos. Con todo lo que pasó entre ellos, Guillaume ya no podía siquiera imaginar como iban a casarse, o qué harían juntos. Cómo podría hacerla su señora y honrarla, tener herederos con ella. ¿Cómo, si apenas podía mirarla sin sentir deseos de huir de su presencia?
—Sabemos que hay asuntos que no pueden reteneros más aquí, señor —le dijo Joan, el padre de la dama—. Pero nos complace que nos haya honrado con vuestra visita.
—No tengo ninguna queja sobre Montpellier, podéis contarle a vuestro hermano —contestó él—. Pero vos y yo sabemos que la situación en general es crítica, y hay mucho que hacer para prepararnos.
—Lo entiendo, no os preocupéis. Solo me place saber que la próxima vez que nos veamos será la boda, que vos y yo seremos familia finalmente.
—Por supuesto —murmuró, mirando a Sybille de lado.
Eso tampoco podía negarlo, la única forma de salvar a la profeta sería con el matrimonio. La cruzada empezaría ese año, y dejarla en Montpellier era un riesgo que no podía correr. Aunque el rey Pedro se mantuviera neutral, la villa estaba ubicada a la entrada del Mediodía. Para llegar a ella tendría que atravesar el peligro de tantos pueblos en guerra y sitiados.
Tampoco dudaba de la calaña de la gentuza que llevarían los francos con ellos. Esa gente de los rincones más sucios de París serían capaces de entrar a Montpellier a la fuerza con tal de conseguir botín, aunque no estuvieran en guerra con ellos.
—Me preguntaba, señor, si antes de que lleguen el resto de invitados, podéis concederme un momento para hablar a solas con la dama —dijo para sorpresa de hasta él mismo. Tal vez temía a todo lo que ella decía, pero no podía irse sin dejar las cosas claras. Sybille lo miró con curiosidad, y su padre volvió la vista a ella.
—No hay problema, pero no abandonéis el salón.
—Estaremos acá, delante de todos —contestó Guillaume, y el caballero asintió. Sin decir más, se despidió de ambos y fue al otro lado del salón. No había nadie cerca, no podrían escucharlos.
—¿Qué sucede, señor? —preguntó Sybille, manteniendo la distancia y la educación que le enseñaron.
—Quiero pediros disculpas por la forma en que me comporté hoy. Fui irracional y grosero, no merecéis ese trato, Sybille. Lamento mucho haber actuado así.
—No fue nuestro mejor momento, ni el más racional, supongo —contestó ella—. Yo también fui mordaz y cruel.
—Eso no importa ahora. Partiré, pero sabéis que nuestros caminos volverán a unirse la próxima vez que nos veamos. Y será para siempre.
—Lo sé, señor. Aunque a vos os desagrade, y a mí me haga sentir infinitamente desdichada. Es como es, ¿cierto? Siempre será así —añadió con la voz cargada de rencor mal disimulado. Y eso no le molestó, sino que le hizo caer en cuenta de la culpa que tenía en todo eso. Haría con Sybille lo mismo que le hicieron a Bruna.
—Ni vos ni yo decidimos esto, y lamento que las cosas tengan que ser así —murmuró él, captando la atención de la dama—. No quiero lastimaros, ni que sufráis por mi culpa. Sé que no soy el hombre que soñabais, ni el caballero que pensasteis os daría el cariño y amor que merecéis. Y de verdad quisiera evitaros la molestia de convertiros en la mujer de un hombre como yo, pero tampoco puedo llevaros al deshonor sacándola de vuestro hogar sin ser una mujer casada.
—Lo sé —contestó ella, apretándose las manos—. Es inútil buscar culpables a este punto. Es como debe ser, no tenemos opciones.
—Lo que es en verdad triste.
—Exacto.
Guillaume pensó en dar por terminada esa conversación, después de todo, tanto la dama como él estaban resignados a su destino. Pero él se iría, y necesitaba saber algo más. Algo que tal vez solo lo lastimaría. Porque si había una forma de evitar que Bruna se perdiera, él no iba a dudar en llegar hasta el final con eso.
—Solo hay algo que quiero saber —continuó—. Y espero no molestaros más con mis preguntas.
—Os escucho.
—Lo que hablamos hoy, sobre el destino y origen de esos... De esos inmortales —añadió, lento y más bajo—. ¿En verdad estáis tan segura de que Bruna correrá el mismo destino? —Sybille suspiró, bajó la mirada, y asintió. Él contuvo la respiración. Eso no podía ser una respuesta definitiva, no podía aceptar que no hubiera forma de cambiarlo.
—El tal Esmael fue elegido por los mismos dioses, Isethnofret fue elegida en su templo egipcio. La adoraron como una encarnación del poder divino, pues había algo distinto en ella. Después está Nikkos, que es más especial de lo que él mismo narra. Cuando leáis todo lo que os he dejado, os daréis cuenta. A él lo escogieron para administrar los tesoros del rey porque venía de una noble familia, y fue el único sobreviviente del desastre. ¿Y qué hay de Actea? Pues ella también fue escogida por la misma Hipatia, quien le encargó los documentos. Y todos pasaron por terribles penurias, ¿sabéis por qué? Porque la marca de sangre en vida es el requisito para poder ser inmortal. Bruna ha sido escogida para esto desde hace mucho, desde que Actea fundó la orden en Jerusalén. Su línea de sucesión se remonta a esos tiempos, lo sabéis. El momento de que las estrellas vuelvan a alinearse está cerca y encaja a la perfección para que ella, la portadora del secreto en este periodo, cumpla con su papel y logre la inmortalidad.
—Todas son coincidencias... —dijo él, incrédulo de sus propias palabras.
—Tal vez, pero es mucha coincidencia de que las cosas pasen justo a hora. Y con esta dama del Grial viva, alguien que no es normal del todo. No sé quién está causando esto, si los cuatro inmortales o los mismos dioses, pero no creo que esta guerra sea una casualidad. No solo porque el legado Arnaldo quiere el secreto, es porque está planeado para ella. Todo para que Bruna sea la próxima inmortal.
Guillaume se negaba a creerlo. Le era aún difícil asimilar la idea de que existían cuatro seres que bebieron una especie de elixir y gozaban de vida eterna, mucho menos iba a aceptar de que según las predicciones de Sybille la siguiente era Bruna. Si todo eso era cierto, él no podía quedarse con las manos cruzadas. Y sí, lo iba a impedir sea como sea. Aunque eso significara un desafío a los dioses, o a esos cuatro inmortales.
Porque sabía que Bruna jamás iba a beber voluntariamente de ese elixir si eso significaba que iba a tener que ver morir a todos los que amaba, incluso a él. La única manera en que Bruna bebiera aquello sería en una situación desesperada, o tal vez sería forzada. Por eso mismo tenía que cuidarla para impedir que pase. Tenía que volver lo más rápido posible a Cabaret y hablar con Peyre Roger sobre la forma de protegerla durante la cruzada.
Quizá lo mejor sea sacarla de Lastours, ya que tarde o temprano los cruzados llegarían. Podría llevarla consigo a Saissac, bajo su vigilancia ningún mal presagio se iba a cumplir. Y una vez más se presentaba ese problema: ¿Cómo conciliar tener a Bruna y a Sybille en un mismo lugar? Aún no encontraba las palabras para contarle a Bruna sobre su matrimonio, mientras más lo pensaba, más se convencía de que su dama no iba a creer en todas sus palabras y que se enojaría mucho. No solo eso, iba a decepcionarla.
La lógica le decía que Bruna tendría que aceptarlo, así como él aceptó que fuera una mujer casada y que su marido también la tomara. ¿Pensaría eso ella? ¿Que tomaba a Sybille, aun amándola a ella? Sybille era hermosa, no iba a negarlo. Pero había algo que lo aterraba y lo hacía alejarse, algo que no lo dejaba sentirse cómodo.
En serio intentaba comprenderla. Sabía que era una dama marginada debido al don que tenía. Sabía que era una chica solitaria, muy inteligente, soñadora e inocente. Pero si tuviera que describir lo que sentía por ella, y siendo lo más sincero consigo mismo, diría que le tenía miedo.
Era eso, le temía a Sybille de Montpellier y a su poder. Temía cada vez que ella hablaba del futuro, de sus visiones. Era un miedo tonto e irracional, lo sabía. ¿Cómo era posible que la mujer que tenía al frente guardara los secretos del mañana? ¿Cómo podía siquiera verlos en sus sueños? Ese poder no debería existir, nadie merecía soportar esa tortura. Y solo por eso, a pesar del rechazo que la dama le generaba, siempre sería amable y considerado. Ya era suficiente castigo el vivir de esa manera.
—Aprecio mucho vuestras palabras, Sybille —le dijo—. Sé que es vuestra verdad, y lo entiendo. Por mi parte, me inclino a creer que nada es definitivo y siempre encontraremos una forma de cambiar las cosas.
—Tal vez haya cosas que se puedan cambiar, no lo niego. Solo una algo es cierto: Todos moriremos, menos ella. Ella jamás lo hará.
—Buenas noches, Sybille. Que os sea agradable la cena —se inclinó para despedirse, no deseaba hablar más del tema. El corte abrupto que le dio a su conversación sorprendió a la dama, pero esta no hizo otra cosa que inclinarse con educación.
La noche pasó, y no volvieron a dirigirse la palabra.
******************
No quiso tomarlo de la mano, eso sería demasiado. Pero aun así le concedió al vizconde la dicha de pasear a su lado por los jardines. Las doncellas siempre estaban cerca en caso sean necesarias, y a Bruna ya ni le importaba lo que se decía por ahí de ella.
Que era malvada y manipuladora, que después de tener a Guillaume de Saissac había decidido embrujar al vizconde Trencavel. Y ya que este no era cualquier caballero, sino prácticamente el señor más apreciado del Mediodía, se armó un escándalo en Cabaret.
Pero a Bruna no le importaba, al vizconde tampoco. Él se iría al amanecer, y fueron días agradables a su lado. Como si todo entre ambos estuviera bien. Era obvio que no iba a darle una oportunidad como caballero, pero al menos se la había dado como amigo.
Eran las últimas horas de la tarde y se habían sentado en unas bancas de los jardines, pronto tenían que volver al castillo. Ella, porque quería seguir leyendo los pergaminos de la monja Hildegard que le consiguió el padre Abel. Y, sin duda, Raimon tenía varios asuntos que atender antes de su partida.
Solo que esa tarde Raimon parecía silencioso. Quería creer que no le dio alas a sus sueños. Era difícil ser fría con él, no cuando siempre fue parte importante de su vida. Amaba a Guillaume con todas sus fuerzas, pero Raimon fue el primero. Siempre lo sería.
—Tenemos que regresar —le dijo, y acomodó el vestido para ponerse de pie.
—Bruna... —dijo con voz suave, y volvió la mirada a ella—. ¿Qué pensarías si te dijera que no vamos a vernos nunca más? Que quizá esta es la última vez que estamos juntos —lo miró perpleja, y suspiró. Sabía que eso iba a pasar. Lo sintió todos esos días: Cada gesto de Trencavel era el último.
—¿Qué estás planeando hacer? —respondió con otra pregunta. Y quizá lo hizo solo para darse tiempo, no sabía ni que pensar. Tenía la certeza de que lo que menos deseaba era que él desapareciera para siempre de su vida.
—¿Yo? Nada, no quiero hacer nada que me aleje de ti.
—Entonces, ¿por qué dices eso?
—Solo era una simple pregunta —contestó, volviendo a la postura relajada que tanto adoraba en él—. Algo que se me pasó por la cabeza de pronto. Solo quería saberlo, qué harías si supieras que esta es la última vez que estamos juntos.
—No lo sé... Yo... —Lo meditó un instante, y lo supo. Tenía que decirlo—. Te daría las gracias.
—¿Y por qué? —Era extraño mirarlo y notar que le sonreía. Trencavel no perdía la postura del caballero galante, quería ser el de siempre. Pero la cruzada acabaría con él, lo sabía.
—Te daría las gracias por enseñarme el amor —dijo para sorpresa del caballero—. Porque quizá me hubieran casado con Peyre y yo no hubiera sabido nada de nada. Ni lo que era un beso de amor sincero, ni una tierna caricia, ni un abrazo, ni una mirada... Nada. Pero lo supe, y al menos fui feliz por un tiempo. Sufrí, pero ha pasado tanto que ya no vale la pena guardar rencor. Suponiendo que esta sea la última vez que nos veamos... Pues es eso, Raimon. Gracias por haberme enseñado como amar.
Conforme hablaba, Bruna notó que el gesto del vizconde cambiaba. Dejó la falsa galantería y la sonrisa que disimulaba su dolor. Tomó sus manos y las besó con ternura. Las acariciaba y besaba con adoración una y otra vez, como si no quisiera soltarlas nunca. Al verlo a los ojos notó ese brillo que antaño la hizo vibrar, ese brillo que daba el amor. Era en verdad una pena no poder corresponderle nunca más.
—Oh, Bruna... No debes darme las gracias por eso —decía, emocionado—. Fuiste tú quien me conquistó. Si esta fuera la última vez, te diría que te amo como a nada en el mundo, que siempre te he amado y que nunca voy a dejar de hacerlo, más allá de la vida y de la muerte. Siempre estaré a tu lado. Aunque tú no lo quieras, siempre te cuidaré, desde el cielo o del infierno, pero siempre cuidaré de ti —decía muy seguro.
Bruna solo sonrió, no sin culpa. Eran palabras hermosas y cargadas del amor más ferviente, pero ella no podía sentir otra cosa más que afecto de amigo por él.
—No vas a hacer ninguna locura, ¿verdad? —preguntó, intentando desviar el tema, y apartándose un poco. Si Guillaume se enteraba de que permitió que él la tocara tanto... Dios, no quería ni imaginarlo.
—No, no, ¿cómo se te ocurre? —Y hasta rio.
¿Cómo podía mentir tan bien? Quizá Trencavel creía que podía engañar a todos, pero no a ella. No sabía nada de guerras, pero no era estúpida. Cuando los cruzados pasaran de largo Montpellier, lo primero que harían sería buscar y matar al señor de esas tierras para así tomarlas. Y él estaría en la mira de cientos de arqueros, de caballeros ansiosos por llevar su cabeza como trofeo.
—Fingiré creerte, porque sé que no quieres hablarlo —murmuró, y él logró mantener la calma.
—No creo que ninguna de mis palabras solucione lo que está por venir —respondió él.
—Cierto. Pero solo quiero que sepas que siempre llevaré tu recuerdo, no importa lo que pase.
—Si lo dices de esa manera, entonces ya puedo morir tranquilo —bromeó. Ella sonrió, y le dio un ligero golpe en el hombro.
—Tonto, deja de repetir esas cosas o acabarás tentando a tu suerte. Ahora, en verdad tenemos que irnos. Nos esperan para el banquete por tu despedida.
—Claro, no hay que tardar —contestó, tendiéndole la mano para ayudarla a incorporarse.
Bruna no quería sentir esa certeza, tenía miedo de aquella sensación de fatalidad. Lo miró de lado, y se le estrujó el corazón. Ya no lo amaba, cierto, pero no quería que se perdiera en esa guerra. Que lo arrancara de su lado la muerte. La idea era angustiante.
Hizo todo lo posible por distraerse y no concentrarse en el miedo que sentía. Al menos quería que su último día allí fuera memorable, así que apenas llegó al castillo, dio las órdenes para que todo estuviera listo en ese banquete.
Algo agitada, corrió a su alcoba, donde Valentine y Mireille empezaron a arreglarla. Aún se sentía alborotada cuando bajó al salón, apenas le prestó atención a Peyre Roger, quien insistió en tenerla a su lado el resto de la velada. Tal vez para que dejaran de decirle cornudo, o eso supuso. "Lo es, pero no con Trencavel. Te cuidas del hombre equivocado, marido mío", se dijo, e hizo lo imposible por no carcajearse delante de todos. ¿Acaso estaba siendo cruel por pensar así?
Fue una suerte que el banquete trascurriera de forma entretenida para todos. La comida se sirvió puntual, la decoración fue elogiada por Trencavel, y pasaron una noche agradable escuchando a los trovadores invitados. Incluso tuvo la oportunidad de danzar con el vizconde, pues Peyre no le podía negar nada a su señor.
Cuando se despidió de él y de todos, no pudo evitar la tristeza. ¿Acaso volverían a tener noches así en los meses que estaban por llegar? ¿De verdad no volvería a verlo? Pensar en eso le hizo ser consciente de que había un lugar dentro de ella donde Trencavel vivía, y no iba a conseguir llenar el vacío de su ausencia con nada. Nunca pudo, en realidad. Por algo se hizo Rosatesse.
Al volver a su alcoba, se desvistió con calma. La campana de la iglesia sonó, eran las completas (2). Y Peyre no apareció a reclamar su cuerpo, así que supuso que no acudiría a ella esa noche. Mejor, pues no sentía ánimos de recibirlo. Pero, cuando vio que sus doncellas preparaban el lecho para que se acostara, Bruna desvió la mirada hacia otra cosa. El libro de Hildegard.
Lo tomó con cuidado, y se dirigió al lugar donde solía recitar sus oraciones. Se sentó y los puso sobre sus piernas. Aunque era tarde, no tenía ni un poco de sueño. Y no quería dejar para después algo tan importante. Como pintaban las cosas, tal vez no dormiría ni un poco esa noche.
—Señora... —murmuró Mireille, acercándose a ella—. El lecho está listo, ¿no prefiere leer en cama?
—No te preocupes, querida. Me quedaré aquí. Ustedes dos pueden dormir, yo me acostaré en cuanto me sienta cansada. Ahora quiero dedicarme a esto.
—¿Está segura? —le dijo la doncella, y ella asintió.
—Iré a traeros algo de tomar, leche tal vez. Y pan —comentó Valentine—. Si la señora desea permanecer despierta, será mejor que lo haga con todo dispuesto por si quiere alimentarse.
—Gracias, Valentine. Eres muy amable. Pero descuida, estaré bien sola. Ya lo dije, pueden dormir sin mí, no tienen que esperarme.
Fue justo así. Una vez Bruna abrió el libro, no pudo detenerse. Sus doncellas estuvieron pululando alrededor sin decir nada, Valentine cumplió en dejarle la comida, pero ella no la tocó en toda la noche. Tampoco se dio cuenta en qué momento las muchachas se durmieron, así de concentrada en su lectura se encontraba. Pues esas palabras la sacudieron de una forma que no imaginó.
"Vi la imagen de una mujer de gran belleza, de pie bajo el cielo, vestida con ropas de oro, con una corona de estrellas. Y oí una voz que decía: 'Esta es la Iglesia, la novia de Cristo. Su resplandor es la fe, su belleza es la pureza de los fieles, y su corona es la gloria celestial'."
Suspiró al leer eso, ¡las visiones de Hildegard eran maravillosas! ¡Ah, ojalá ella pudiera ver algo tan divino! No dudaba de la belleza sin igual de la madre iglesia, ni de su misión de protegerla. Si la clave estaba en el Grial, como creía ella, entonces se avocaría a eso sin más demora. Pero ¿en verdad ya estaba lista para hacerse con la revelación final? ¿Para conocer el camino que le aguardaba?
"El cuerpo es la vestimenta del alma, y el alma es el sustento del cuerpo. Como el alma contiene la vida, el cuerpo la ejecuta, y así el hombre está vivo. Cuando el cuerpo peca, el alma es la que sufre, y cuando el alma actúa con virtud, el cuerpo se fortalece."
Con eso último estuvo muy de acuerdo, aunque le hizo evocar las palabras de Miriam y los albigenses. Sin duda, estos cometían un error al dejar tan descuidado el cuerpo, que también era parte de la creación divina y guardaba su alma. Quizá había una forma de llegar a un punto medio, y ese camino era el de la oración. Tal como lo hizo Hildegard, ella también tenía que orar para poder hallar sus respuestas. Solo así llegaría a su verdad.
"Y vi una luz muy grande, y en ella una figura humana que brillaba intensamente, y alrededor de esta figura había una luz tan resplandeciente que me resultaba imposible observarla directamente. Esta figura humana representaba el Verbo divino y su esplendor, su pureza y su divinidad."
Esa sin duda fue su parte favorita. Lo entendió tan bien que casi podía verla ella también: La luz divina, la luz de la creación. ¡Qué mujer tan santa fue Hildegard, que logró ver aquel prodigio! Y ella estaba tan agradecida de poder leer ese testimonio, de saber que todo aquello en lo que siempre pensó era tan real como el aire que respiraba.
Muchas veces la tacharon de exagerada y en extremo religiosa, pero es que ella nunca dudó de la divinidad del Cielo. Porque lo sentía en ella misma, porque escuchó las voces de los ángeles desde pequeña.
Y era consciente de algo más importante. Bruna cerró el libro con cuidado, suspiró, y miró hacia la ventana. Al cielo, que debería ser oscuro, pero que por alguna razón parecía más claro. La luz de la creación le dio vida a ella, y era esa misma luz la que habitaba en su interior, y en cada persona o cosa que la rodeaba. Basta con cerrar sus ojos y encontrarla.
Bruna escuchó toda su vida de las señales del cielo. Sabía que en el pasado los profetas recibieron señales, que escuchaban la voz de Dios, y eso porque los antiguos tuvieron una mejor conexión con la divinidad.
Moisés vio al Señor en forma de un zarza que ardía, pero no se consumía, y además recibió de él mismo los diez mandamientos. Por supuesto que había escuchado hablar de esas cosas, y no eran patrañas, todo era muy real. Había señales del cielo, señales de Dios. A veces aparecían en la vida cotidiana de diferentes formas. A veces de verdad se veía en el cielo. Una señal como la que ella estaba viendo y sintiendo. Aun con los ojos cerrados, podía verlo.
Conocía a la perfección como lucía el cielo desde su ventana. Conocía el color del firmamento en una noche despejada. Ver la luna y las estrellas siempre le daba calma. Sí, la creación de Dios era hermosa. Y esa noche tuvo una visión muy clara.
Una estrella se movía hacia ella. Al principio creyó que estaba alucinando, pero era real. No era una estrella como todas, esta era multicolor. Rojo, verde, azul, amarillo. Colores que no creyó que existían.
Bruna la miraba embelesada, estaba tan absorta que ni siquiera alertó a Valentine y Mireille para que compartieran eso a su lado. La estrella se movía entre las demás con agilidad, por así decirlo. De un lado para otro, en un movimiento armónico, de arriba para abajo también. Y en un principio se veía muy lejana, pero después la vio acercarse. Y el corazón empezó a latirle con rapidez ¡Dios le estaba dando una señal! ¡Una señal del cielo!
Se frotó los ojos antes de abrirlos, no sabía si creerlo, no podía ser posible. Ella no era una santa, tal vez Dios la escogió para algo importante, pero no era de lejos lo sabia y lista que fue Hildegard.
Sus doncellas dormían, no advirtieron lo que pasaba. La estrella se estaba acercando a ella. Podía estar simplemente aproximándose a Cabaret, pero no lo sentía de esa manera. Bruna sabía que iba a ella.
Todo su cuerpo estaba vibrando, la estrella de Dios se acercaba. Porque era la escogida del cielo. Una sonrisa se formó en su rostro cuando la luz estuvo tan cercana que todo lo abarcó. Una luz cegadora inundó la habitación, y cuando entrecerró los ojos y pudo seguir viéndola, supo que era aquello que Hildegard y los santos describieron. La luz de la divinidad.
Bruna se puso de pie y miró casi sin pestañear esa luz. Ya no le lastimaba ni le daba miedo. Al contrario, nunca se sintió tan en paz en su vida. Hizo la señal de la cruz, y se arrodilló ante esa maravilla.
—Hablad, mi señor, soy vuestra humilde servidora.
Los ángeles volvieron con más fuerza que nunca antes, y sabía que esta vez no podía pretender que fueron sus fantasías y apartarlos en el olvido.
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(1)Scivas - Hildegard de Bingen
(2) Completas: Según la división del tiempo de los monasterios durante la edad media, era el fin del día, la última hora de la noche.
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Usemos el hashtag #YaFuisteBruna
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