Capítulo 10: Manuscritos

Las visiones que veo,

no las veo con los ojos del cuerpo

ni con los oídos de la carne,

ni en lugares escondidos,

sino que las veo estando despierta,

con los ojos y oídos interiores del espíritu (1)

No estaba tan agotado, en comparación a otros hombres. Fue una buena jornada después de todo, y a pesar del cansancio por una larga mañana de cacería, Trencavel aún creía estar en forma.

Peyre logró derribar a un par de faisanes. Entre varios tuvieron suerte para encontrar un ciervo. Y él dio el tiro de gracia para cazar al jabalí. Eso era lo que los tenía tan entusiasmados, sin duda se darían un gran festín esa noche. Y todos tendrían una razón más para afirmar que su vizconde era el mejor caballero.

Lo del jabalí fue pura suerte, Raimon lo sabía. Fue bueno a fin de cuentas, en el fondo, muchos seguían pensando que era muy joven para estar al mando del vizcondado. Y Raimon sabía que había hombres más fuertes y experimentados. Pero él era quien estaba al mando, y tenían que aceptarlo les gustara o no. Así que esa demostración de fuerza durante la cacería iba a servir para que confiaran más en él, que era justo lo que necesitaba.

No podría guiar a tantos hombres si no lo veían como alguien digno, y si para eso tenía que cazar todos los jabalíes de Provenza...

—Mi señor.

Aquella dulce voz que ya conocía lo paralizó casi por completo. Raimon se detuvo, y con él, los siervos que le acompañaban. En cuanto sus miradas se encontraron, ella se inclinó con toda cortesía, y sus doncellas imitaron su gesto.

—Señora... —murmuró él, contiendo los deseos que tenía de llamarla por su nombre, o por los nombres que él le daba.

Bruna. Su ángel, su ser celestial, su diosa divina. Su amor, la única... Siempre. Allí estaba ella, a un paso de la estancia que le dieron. Esperándolo, sin dudas. ¿Por qué?

—Me preguntaba si podéis concederme una audiencia privada, mi señor —añadió ella.

Con un gesto de las manos, Trencavel despidió a sus guardias, pero las doncellas de Bruna aún estaban allí. Supuso que era lo mejor, no iba a dejar que todos se enteraran de que estuvieron de verdad a solas.

—Por supuesto, señora —contestó él, manteniendo la distancia y la cortesía—. No estoy presentable, acabo de regresar de cacería. Si podéis esperarme...

—Es con carácter de urgencia, mi señor. Disculpad mi insistencia.

—Bien... —murmuró.

Los siervos que lo esperaban para prepararle el baño también fueron despedidos con rapidez. Solo quedaban las doncellas y Bruna, y él seguía sin entender qué sucedía.

Trencavel abrió la puerta, y les hizo una seña. Esperó a que Bruna pasara, y las doncellas también. Pero la dama entró, y lo miró desde adentro, aguardando por él. Lo hizo, y dejó la puerta abierta. Fue la misma Bruna quien se adelantó y la cerró, ante su mirada atónita. No solo eso, sino que jaló el seguro. Nadie entraría, nadie interrumpiría. Estaban solos de verdad. Nunca habían estado así.

—Bruna...

—Tenemos que hablar, pero ellas no pueden escucharlo. Nadie puede hacerlo, al menos no por ahora. Raimon, necesito de tu ayuda —le dijo, dejando atrás cualquier formalidad, y avanzando hacia él.

El vizconde retrocedió pues, aunque no fuera intención de la dama, su cercanía le provocaba cosas que no debería sentir. Y alentaba los deseos reprimidos que allí tenían que quedarse.

—¿Qué está sucediendo?

—Necesito tu ayuda, o la de alguien más. Sé lo que entenderás, y quiero absoluta discreción.

—Si, si, desde luego. Dime, ¿qué necesitas de mí?

—Bien, yo... —La dama se detuvo, y una vez más avanzó hacia él—. Quiero que nos ahorremos algunas explicaciones. Sé que eres un caballero de la orden, y yo soy la dama del Grial. Y como tal, demando tu ayuda —contuvo la respiración al escucharla. Así que se trataba de eso, de otro tipo de deber. Y por más confusas que fueran sus emociones, en eso no podía fallar.

—No tienes que exigirme nada, Bruna. Haré lo que pidas, solo quiero escucharlo.

—Gracias —murmuró—. Necesito... Yo... Tengo que conseguir información. Libros.

—¿De qué?

—De la orden, del Grial. Guillaume no está aquí, no puede ayudarme con eso. Pero tú sí, ¿verdad? Tú eres un iniciado, sabes cosas. Dime donde conseguir libros con secretos de la orden.

—¿Ahora?

—Sí, ahora mismo. Sé que no puedo tardar —él asintió, aunque no sabía por donde empezar.

Los libros que él y el conde de Foix robaron de la biblioteca de Saissac ya habían sido devueltos a Guillaume. O al menos la mayoría de ellos. Era más de mediodía, no podía llevarse a Bruna de allí, y menos sin el permiso de su marido. Por más vizconde que fuera, y aunque Bruna fuera la dama del Grial, había cosas que simplemente no podían pasar.

—Ahora mismo solo hay alguien a quien acudir. Y para eso, tenemos que salir de aquí. Ven, sígueme.

—¿A dónde vamos?

—A la Iglesia.

Bruna asintió, y no dijo nada cuando abrió la puerta, haciéndose a un lado para dejarla pasar. La dama se adelantó para caminar junto a él, y ninguno de los dos habló.

Sabía que las doncellas los seguían a una distancia prudente, y que otros más los observaron mientras andaban. Pudo hablarle, decirle que pensó en ella todo el día, o lo hermosa que se veía. Lo maravilloso que fue verla actuar con tanta autoridad, lo mucho que amó eso. Pero ya tenía claro que no era el momento, había cosas más importantes. Si ella lo llamó como dama del Grial, iba comportarse a la altura.

Entraron solos a la iglesia, que se encontraba en silencio. Ni siquiera el anuncio de la cruzada logró que los feligreses se refugiaran allí en sus oraciones. Aún no se la creían, supuso. Cuando todo fuera más real, las cosas cambiarían de verdad. Y la iglesia estaría abarrotada, tal como el Papa quería.

Trencavel no conocía bien el lugar, pero todas las iglesias tenían la misma distribución, así que no le costó mucho guiar a Bruna hacia donde el sacerdote se encontraba. Vieron al padre Abel de espaldas, en su scriptorium. En cuanto este advirtió la presencia de ambos, se puso de pie en el acto. Ni siquiera lo dejaron reaccionar. Bruna pasó rápido, y él cerró la puerta.

—Señor vizconde, señora Bruna... —dijo el hombre, contrariado—. ¿Qué sucede?

—No hay tiempo para explicaciones, sacerdote —le dijo él—. Sabemos lo que representa la dama para nuestra orden. Y ella demanda información. Sé que vos podéis ayudarla.

—¿Yo? Pero, señor, soy solo...

—Padre Abel —interrumpió la dama—. Confío en vos, y lo sabéis bien. Ya os he contado que hay un camino que debo recorrer, y vuestros consejos fueron bien recibidos. Pero necesito más, me urgen saber cosas que solo la orden guarda. O que vos, un hombre estudioso, puede conocer. Ahora, por favor, decidme, ¿estáis dispuesto a ayudarme?

—Oh, señora, no tenéis que rogar ayuda. Haré todo lo que esté a mi alcance.

—La dama necesita libros de la orden, aunque desconozco la naturaleza de la información que busca —intervino él.

—Y sería de mucha ayuda que pudiera darme más detalles, señora —añadió el cura. Bruna asintió, y caminó hacia al otro lado de la habitación, mirando con curiosidad los libros y pergaminos perfectamente ordenados.

—Quiero saber más de la orden, de sus orígenes. Necesito saber sobre eso.

—No hay problema —respondió el sacerdote—. El señor Guillaume y yo estuvimos trabajando en una traducción importante. Es, debo advertiros, hereje. Pero son secretos de la orden que no pueden revelarse a nadie. En este caso, y porque sois quien sois... Bueno, puedo entregaros la información.

—Bien —le dijo Bruna, más animada—. Y hay otra cosa, algo que no es de la orden en sí. Quiero saber sobre visiones —añadió, sin quitar los ojos de los libros—. De experiencias místicas con Dios. Sé que es extraño, pero es la única forma que encuentro para seguir el camino. ¿Hay algo aquí que pueda ayudarme?

—Pues... Si... Si... De hecho, lo hay —dijo el padre Abel, y eso al vizconde le extrañó mucho—. ¿Podéis esperar un momento? No lo tengo aquí. Está en mi alcoba.

—Os esperamos —le dijo Trencavel, y el cura no tardó en salir tan rápido como pudo. Dejó la puerta junta, y ellos esperaron sin decirse nada. Poco después, el hombre llegó con un libro que extendió sobre la mesa.

—¿Qué es eso? —preguntó Bruna. Y Raimon vio el título. Scito vias Domini. "Conoce los caminos del señor".

—¿Habéis escuchado hablar de Hildegard de Bingen, señora?

—¿Es una santa?

—Tal vez lo sea algún día, si su santidad así lo decide. Fue una monja, nació en la región de Maguncia (2). Fue abadesa del monasterio benedictino de Disibodenberg. Ella tuvo visiones sagradas durante toda su vida, y el Papa Eugenio III la alentó a que escribiera lo que vio. Ha escrito sobre la Luz divina, la creación y la humanidad. La virtud, la lucha entre el bien y el mal. También sobre la música y el canto, si os interesa. Ella decía que la música es el eco del cielo, el aliento de Dios que ordena el mundo y guía la creación. Con el canto, el alma se eleva y se une a la armonía divina. (3)

—Vaya, eso es muy interesante —le dijo Bruna, sin perder el libro que el sacerdote mostraba—. ¿Y cómo conseguisteis la obra de una monja que vivió tan lejos?

—Fue un obsequio, señora. Terminaron de traducirlo en el monasterio de Alba, de donde vengo. Y mi vieja amiga, la monja Alodia Abarca, de quien ya os hablé, me lo envió el año pasado para que aprendiera más de la obra de Hildegard. Por supuesto, tendré que devolverlo. Pero acá lo tenéis, a vuestra disposición. En verdad es muy interesante, y son visiones reconocidas por nuestra santa madre iglesia.

—No hay nada hereje aquí, entonces.

—En absoluto, señora.

—En ese caso, me lo llevaré.

—Sí, por supuesto...

Trencavel se apresuró a cerrar al libro, y lo tomó. Sí que pesaba, increíble. No tenía idea de por qué Bruna necesitaba esa información, pero tampoco quería cuestionarla. Era un asunto de la dama del Grial, supuso. Y ella estaba en la parte más elevada de la organización, algo que ni él podía entender.

—¿Y qué hay de la información de la orden? Lo que mencionasteis —preguntó él.

—Oh, si, claro. —El sacerdote sacó una llave, y abrió un cajón grande. De allí, con mucho cuidado, sacó varios pergaminos, y se los tendió a la dama—. Sed cuidadosa, señora. Si ojos no preparados ven esto, todos estaremos en graves problemas.

—No os preocupéis, padre Abel —contestó la dama con una amable sonrisa—. Nada va a pasarme, lo sé. Agradezco mucho vuestro apoyo, os devolveré pronto estos libros.

—No tenéis que apresuraros, podéis tomaros el tiempo que sea necesario. No son textos fáciles de entender.

—Tal vez, pero yo ya no tengo mucho tiempo. Gracias por todo, nos veremos en misa.

Bruna se inclinó, y luego salió de la habitación sin decir otra cosa. Trencavel notó al sacerdote contrariado, pero tampoco dijo nada. Llevó el libro de Hildegard consigo, y siguió a Bruna en silencio.

No hubo tiempo de contarle de la buena cacería, o de decirle que tal vez su esposo le ordenaría que preparara un banquete con los que cazaron, y no podría leer tanto. Tampoco pudo decirle lo mucho que aún la seguía amando, ni que no tendrían tiempo de más.

Él partiría al amanecer.


****************


Sybille estaba encantada con su compañía. Él era tal como lo imaginó. No, mejor. Como en sus sueños. Pero sus sueños no fueron lo suficiente claros.

Guillaume era mucho mejor en persona. Encantador, apuesto, todo un caballero. Solo verlo le daba seguridad. Cuando sus miradas se cruzaban, al menos por un instante, ella sentía que el corazón le latía desbocado.

El caballero era amable, le sonreía, la escuchaba con atención. No podían estar a solas, no era adecuado y despertaría rumores. Por eso siempre andaban cerca su paje, hasta Abelard.

En ocasiones, Guillaume les pedía que se acercaran a escuchar, pues quería que ellos también supieran más del Grial y sus secretos. No estaba segura de que esa fuera la mejor manera de iniciar a los hombres, pero supuso que a ese punto, con una cruzada casi sobre ellos, no había tiempo para formalidades.

Pues sí, Guillaume era el hombre que estuvo en sus sueños. El que sería su esposo también. Los dos los sabían, pero él mantenía las formalidades y la distancia. Correspondía a medias su sonrisa, y ni prestaba atención a los vestidos que usaba cada día, o a sus mejillas rojas. Él llegó solo para hablar de la orden, y eso era todo.

Debió aceptar eso hacía mucho: Él no la quería, ni parecía interesado en formar ese tipo de vínculo. Sybille aguardó todo ese tiempo con ilusión, con paciencia. Pero él no, para él esa era solo una visita de cortesía, para verificar que estaba bien, para cerrar el trato de matrimonio. Era un deber más. Eso era ella.

Le dolía pensarlo. No era tonta, tampoco esperó que el caballero cayera prendado apenas la viera, pero no imaginó que sería tan evidente su desinterés por ella como mujer. Incluso, durante las cenas con el resto de la familia Montpellier, Sybille intentaba imitar a sus primas y jugar al joy con él, pero Guillaume parecía indiferente. Sonreía con amabilidad, no era desdeñoso para no faltarle el respeto a su prometida. Por eso Sybille decidió rendirse con eso. Ya no quería humillarse más.

Ni siquiera hablaron de su futuro como esposos, y parecía que Guillaume no tenía la más mínima intención de tocar ese tema. No sabía como sentirse, pues cada día que pasaba se convencía de que de verdad su destino sería miserable.

Él sería un buen esposo, no la lastimaría. Cuidaría de ella, la escucharía, confiaría en sus profecías. Tal vez yacerían juntos algunas veces, le daría herederos. Y luego nada. Luego él viviría una vida ajena a la suya, sin preocuparse por sus sentimientos. ¿Qué ganaba ella con eso?

Estaba perdiendo a Abelard, quien le dejó muy claro que su afecto por ella era real. ¿Todo para qué? ¿Para ser la mujer de Guillaume? ¿Para humillarse año tras año mientras lo veía arrastrarse por las sobras de la dama del Grial? No podía tolerar esa idea, y cada vez le era más insoportable.

Sybille cumplió con todo lo que el caballero le pidió. Le mostró algunas cartas que dejaron los fundadores de la orden, mismas que le entregó el señor Bernard para que las custodiara. Los dos hablaron sobre los libros que leyeron, la información traducida, y lo que ella logró trabajar también. Después de todo, ese tiempo en la abadía de Lagrasse le sirvió para aprender muy bien el latín y algo de griego, lo que era suficiente para lidiar con buena parte de los documentos de la orden.

La última vez que Sybille habló delante del paje y el templario, les contó más sobre sus visiones, y revivió cada detalle de la más importante. El joven Arnald parecía cada vez más aterrado, y Abelard tampoco escapaba del horror. Toda esa destrucción que vio estaba cerca, y ninguno tenía claro de donde iba a empezar. Por más que Sybille daba algunos detalles, seguía siendo confuso. Aceptaron, con tristeza, que solo les quedaría comprobarlo conforme sucediera.

Pero esa mañanera distinta. Esa vez tuvieron que cerrar las puertas, pues Sybille tenía que hablar de un tema delicado con Guillaume, algo que nadie podía conocer.

Quiso decirlo al principio, pero prefirió preparar el terreno antes de contárselo. El fallecido señor Bernard se lo advirtió, no podía soltar información como si nada, no sin una preparación previa. Y Guillaume ya sabía lo suficiente para entenderla y creerle.

Y eso era sobre la verdadera naturaleza del Grial.

Era bueno que Guillaume lograra la traducción del mito de los hermanos, eso era importante. Y aunque ninguno de los dos pudiera calcular cuánto pasó desde ese hecho, sabían que se refería al origen de los tiempos.

Así que Sybille decidió empezar por la primera, por la que ella misma llamaba la verdadera fundadora de la orden. O, al menos, quien sentó las bases y dispuso todo para que los caballeros de Provenza se hicieran con el secreto. Y ella fue, nada más y nada menos, que una joven romana que vivió en Alejandría en los tiempos de la sabia Hipatia. El nombre de la joven era Actea, y ella estuvo en el país Nubio con el secreto.

—Actea dejó testimonios —le contó Sybille—. Vivió con Hipatia de Alejandría, fue su sierva, y también estudió con ella. Digamos que era parte de su círculo cercano.

—Entiendo —dijo el caballero, mirando con interés los manuscritos que llevó esa mañana.

—Actea vivió con Hipatia antes de que la mataran y de que destruyeran la gran biblioteca.

—¿Acaso el Grial estuvo en Alejandría? —Sybille asintió

—Sí, y también conocemos como llegó a ese lugar. Cuando Hipatia cayó, Actea huyó de la ciudad a petición de esta con el secreto, se fue por el río hasta llegar al Nilo azul. Y se refugió en el país Nubio, donde no pudieron encontrarla. En sus cartas, ella cuenta que la filósofa conocía la naturaleza de lo que custodiaba, y trabajó en descifrarlo.

—¿Y cómo llegaron a Alejandría aquellos documentos?

—Al parecer estuvieron ocultos en los archivos egipcios hasta que llegaron los griegos. Luego empezaron con las transcripciones, aunque a los egipcios se les dio más fácil. Después de todo, ellos dominaron el primero de los secretos, o de las armas de terror.

—La fórmula del encantamiento de la música —dijo el caballero, y ella asintió.

—Es más que eso, Guillaume. Creo que vos y yo lo sabemos ahora. El número áureo es el código de las voces de los dioses. ¿Te habéis dado cuenta el poder que tiene la música? Imaginad a alguien quien use las entonaciones correctas. Lo que podría llegar a hacer.

—Puede dominarlo todo —respondió. Y sí, eso era lo terrorífico. Que la voz de los dioses no estaría oculta por mucho tiempo. Ya lo hicieron antes, e iba a suceder otra vez. Como siempre pasaba, en ese ciclo que no sería eterno.

—¿Cómo creéis que ellos vinieron y conquistaron a la humanidad? Fuimos dóciles cuando llegaron y nos enseñaron sobre el mundo. Los dioses, digo. 

—Sybille, lo he meditado —continuó él—. Me temo que no podemos tomar de forma tan literal lo que leemos en los manuscritos. Después de todo, muchos de ellos fueron escritos por hombres primitivos, tal vez entendieron mal las cosas. Si hay un único Dios que creo el cielo y la tierra, podemos aceptarlo. ¿Pero varios dioses que bajaron a instruir a la humanidad? Disculpadme, pero hay cosas que no pueden aceptarse.

—Si existen, Guillaume —le dijo muy tranquila, a pesar de su incredulidad—. Actea los vio una vez mientras estudiaba el secreto en el país Nubio. Y no solo supo como dominar el número áureo, supo de qué se trataba el otro secreto. La segunda parte del Grial que será revelado pronto, según he visto. Cuando Actea lo descifró, se fue a Tierra Santa y allí fundó la orden. Conoció a la primera profeta, ella le dijo que la había visto en sueños. Que sabía que tenía un gran secreto entre manos y que los dioses la iluminaban, que a partir de ese entonces todos los que sean como ella iban a servir a la causa de proteger el secreto. Actea le entregó el Grial a una mujer de confianza allá en Tierra Santa...

—Y cuando los primeros cruzados llegaron, una de las descendientes de esa mujer le pidió ayuda a un caballero del Mediodía. Esa historia la sé —le dijo, como si empezara a cansarse.

—Para mí, la orden nació cuando Actea encontró a la profeta. Ella fue la primera dama del Grial. Al menos en nuestros tiempos, por decirlo de aún modo. Pero antes, hubo otra, y otros.

—¿Qué dices? —Ya había captado su atención. Se enderezó, y se acercó un poco más—. ¿Tenemos registros de aquellos tiempos?

—Es Actea quien menciona que mucho antes de ella hubo una mujer egipcia llamada Isethnofret, sacerdotisa de Isis. Ella encontró los primeros jeroglíficos traducidos que llegaron a Egipto desde la vieja Sumeria. Ahí nació el secreto.

—Debe ser, es de donde viene el mito de los hermanos. Con el padre Abel pude ver algunas de esas letras y símbolos extraños, sin duda interesante, pero poco claro.

—Vuestro padre me entregó algunos de ellos, estoy familiarizada.

—Quizá debería verlos, aunque no entendería ni una letra... Si es que se puede llamar letra a eso.

—Tampoco estoy segura de que lo sea, es una forma... O algo así. Formas que expresan palabras e ideas, o eso entendí.

Sybille le sonrió. Había momentos como esos, en los que estaban tan cerca, que quería creer que las cosas podían ser distintas. Que él lograría verla de otra manera, que podrían entenderse, quizá hasta quererse.

—Es una lástima que el padre Abel esté aquí, de seguro podría ayudarnos —comentó él, sin romper el contacto visual.

—No os preocupéis, lo he traducido —respondió, orgullosa de su trabajo—. Aunque no tengo todo el crédito. La primera traductora fue esa mujer egipcia Isethnofret. Y antes de ella, un hombre micénico llamado Nikkos. La primera hizo jeroglíficos, el hombre escribió en griego, pero Actea lo tradujo al latín. Eso lo entendí, así que pude reescribirlo en oc.

—Perfecto, gracias por dedicaros a ese trabajo —respondió él, con una sonrisa amable—. No quiero ni imaginar cuánto tiempo os tomó, algunos monjes demoran años en esa labor.

—Yo empecé cuando vuestro padre me sacó de la abadía de Lagrasse —explicó—. Tampoco fueron textos largos, pero sí lo suficiente claro para saber que...

—¿Podéis dármelos ahora? Los revisaré a solas —le pidió, interrumpiendo eso tan importante que quería decirle.

—Podríamos revisarlos juntos —sugirió. De hecho, podía entregarlo todo y dejar que asimilara esa información él solo. Pero ¿estaría bien eso? ¿No debería cumplir y ayudarlo en su camino a la verdad?

—No es necesario, Sybille. Sé que es mucha información, y prefiero leer todo con calma.

Tal vez pensó que ella no se dio cuenta, Guillaume actuó con cautela para no incomodarla. Pero se fue alejando poco a poco, dejando en evidencia la distancia entre ellos.

—Mi señor, puede que no entendáis algo, y conmigo a vuestro lado podré ser de mucha ayuda, ¿no os parece?

—Puedo solo, no os preocupéis —respondió con una amable sonrisa. Nada descortés. Siendo tan caballero como siempre. Pero distante, con el muro de piedra entre ambos, ese que nunca lo dejaría quererla.

"Ya hiciste lo que tenías que hacer, déjalo solo. No insistas más, no te humilles", se dijo antes de ponerse de pie. Entre su ropa, escondida, tenía una llave. Una de la que nunca se separaba, y esa era la llave del baúl donde guardaba lo más importante para la orden. La abrió, y sacó los pergaminos, colocándolos despacio sobre la mesa, ante él.

—Gracias, en verdad aprecio mucho vuestra labor en la orden. Todos los sacrificios que hacéis por nosotros, y el gran trabajo que esto representa.

—Señor... Yo... —titubeó. Y aunque había bajado la mirada, se plantó firme ante él. Iban a casarse, y ella vio lo que ese hombre representaría para su vida. No podía pasar por alto algunas cosas, no antes del matrimonio—. Guillaume.

—¿Sí? —contestó él, algo extrañado.

—No quiero incomodarte —dijo, rompiendo la barrera de las formalidades—. No estoy pidiendo que te quedes aquí porque deseo retenerte, es porque... Porque de verdad es delicado.

—¿Qué es lo que sucede?

—Es ella. Es sobre ella —respondió—. Bruna de Béziers.

En cuanto dijo ese nombre, el semblante de Guillaume cambió por completo. Se irguió, más serio, y la miró con interés.

—La dama del Grial, si. ¿Qué relación tiene ella con esos manuscritos antiguos?

—Lamento tener que decirte esto, pero es la verdad. Y será inevitable también. Sé que es tu dama, y que la amas... O eso dicen. Puede que sea difícil aceptarlo, pero...

—Es cierto, Sybille. La amo, y lo que dices empieza a preocuparme.

Esas palabras destrozaron el corazón de Sybille. Ya lo sabía. Claro que lo sabía. Por sus sueños y visiones donde siempre era dejada de lado. Lo sabía por lo que había escuchado, y por la forma en que Guillaume se comportaba con ella. Amable y atento, pero sin mostrar el más mínimo interés. Y escucharlo de esa manera era simplemente terrible.

Sintió que todo su interior ardía. De celos, de rabia, de muchas cosas. Apretó los puños. Había tanto que quería decirle a ese caballero y quizá no debía.

¡Y odiaba eso! Verlo y saber que no le importaba. Que sería su esposa, pero eso no significaba nada. Ella, que se entregaría a él como su mujer, solo recibiría un simple "Gracias por tu trabajo, Sybille", y nada más. Ella, que dejaría de lado el amor que Abelard ansiaba darle, se quedaría con esa miserable vida al lado de alguien que no la querría ni un poco. 

¿Y todo para qué? ¡Para ver como su marido viviría suspirando por otra que jamás estaría con él! ¿Una vida de sacrificio para no ser siquiera la segunda opción? Pues bien, si Guillaume quería enterarse, lo sabría al fin. Sus visiones sobre la dama Bruna siempre le dieron miedo, y ya sabía la razón. Lo sabía muy bien.

—Ella no se va a quedar contigo —lo dijo al fin, con rabia mal contenida—. Lo he visto, lo sé. Y más vale que revises esos documentos para que estés bien enterado. Ella te va a dejar. Se va a quedar con el ángel oscuro...



—----------

(1) Fragmento de "Scivias" - Hildegard de Bingen

(2) Maguncia: Conocida en alemán como Mainz, es una ciudad situada en Alemania

(3) Palabras de Hildegard de Bingen en "Sinfonía de la Armonía de las Revelaciones Celestiales"

—-----------



Hoy es un día feliz para las damitas que llegaron desde "Los diarios de Jehane de Cabaret". Pero no tanto para Sybille. Y dentro de poco, para Guillaume 

pipipipi 😭😭😭😭



Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top