Introducción

Hace tiempo auguró, gracias a la geomancia, que el país sería quemado y destruido por culpa del falso credo y por su tolerancia (1)

Montpellier. Inicios de diciembre de 1207

En un rincón de la amplia habitación descansaba Leonor cubierta de gruesas mantas. Tal vez no hacía mucho frío, pero a su edad cualquier brisa podía calarle hasta los huesos. Había vivido más de lo que esperó, y a sus cincuenta años era de las más viejas en el castillo de los señores de Montpellier. Sin duda ya era lo bastante mayor como para intentar pasar una noche en vela cuidando el sueño de una de las damas, pero Leonor decía tener un corazón de madre para todas ellas, y no iba a desentenderse de Sybille de pronto cuando jamás se lo había permitido.

El aya de las muchachas estuvo en el nacimiento de varias de ellas, y recordaba esos acontecimientos con toda claridad. Estuvo allí cuando Sybille lloraba de hambre o de frío, y cuando los años pasaron sostuvo su mano muchas veces mientras dormía. Leonor intentó no apegarse a ninguna de las niñas de Montpellier que tuvo que cuidar, pero con Sybille fue distinto. Tal vez, se dijo muchas veces, era que siempre la vio vulnerable e indefensa. El tiempo no hizo otra cosa que confirmarle aquello.

Leonor tenía los ojos cerrados, intentaba descansar. A juzgar por la campanada que escuchó de la iglesia hace buen rato, debía de ser las laudes (2). Casi no había dormido, no pudo hacerlo. No cuando la joven dama le pidió que por favor se quedara cerca de ella esa noche. Que por una inexplicable razón tenía miedo, un miedo horrible que no la dejaba dormir. Leonor la arropó, acarició sus cabellos, le llevó una sopa caliente y le dijo de todo para darle calma. Sybille siempre había sido así. Miedos infundados, extraños presentimientos y vaticinios que sorprendían a más de uno, y que la familia prefería ocultar para evitar problemas con la iglesia.

La habitación de las damas jóvenes era amplia. Dormían todas juntas, pero cada espacio estaba separado por tapices, pues querían tener un ambiente propio. Y aun así todas disfrutaban de pasar el tiempo juntas hablando de los trovadores y sus canciones, del matrimonio, del finn' amor en las cortes. Todas menos Sybille, a quien apartaban. Le habían dado el rincón más solitario de la habitación, se habían rodeado de tapices y cortinas para no tener que verla. Le temían, pensaba el aya a veces. Eso podía entenderlo. Ella también lo hacía, a pesar de quererla tanto.

Leonor estaba por quedarse dormida, cuando sonidos extraños empezaron a oírse. Al principio parecían lejanos, y ella los tomó como parte de un sueño. Era una voz suave que se quejaba y lamentaba. Después de un buen rato de intentar dormir, y pensar que todo era producto de su imaginación, decidió al fin abrir los ojos. Fue entonces que notó que alguien estaba llorando en medio de sus sueños. Se alarmó y despojó de todas las mantas para caminar despacio hacia el lecho de la mayor de las damas de Montpellier.

Sybille estaba cubierta de sudor, removiéndose inquieta, lamentándose entre lágrimas por algo que estaba soñando. En su rostro se percibía un gesto de dolor que asustó a la misma aya. La joven repetía una y otra vez "No", mientras las lágrimas bañaban su rostro. ¡Qué terrible debía ser ese sueño!, pensó ella. Pobre de su niña, siempre había tenido que sufrir de esa manera por aquel don que Dios le dio.

—¡No! —Gritó Sybille, despertándose agitada. Su respirar era dificultoso y sus ojos llorosos miraban todo alrededor con confusión. Parecía mareada, entumecida. Como si creyera que de alguna forma seguía en ese sueño horrible.

—Tranquila —le dijo la mujer acariciándole la cabeza—. Vuestras primas duermen, no llaméis más la atención. Fue una pesadilla, todo está bien ahora.

—¡Ay, Dios mío! —Exclamó llevándose la mano al pecho—. ¡Qué terrible!

—Silencio, muchacha —le reprendió. Temía que el resto de las jóvenes damas escucharan el alboroto y armaran un escándalo. Lo que menos deseaba Leonor era que al amanecer se supiera en todo el castillo de Montpellier que una vez más Sybille tuvo una visión—. Fue una pesadilla —repitió el aya—. Ya todo está bien.

—No... No... ¡Nada está bien! Es terrible, es lo peor. —Sybille se llevó las dos manos al rostro mientras lloraba. Leonor se sentía desesperada mientras secaba su sudor. Las muchachas, por suerte, seguían dormidas.

Cierto que a Sybille la unía un extraño afecto que nació desde el primer momento que la tuvo en sus brazos, pero su vínculo con ella iba más allá del cariño. Leonor había recibido instrucciones para momentos como ese, y era la primera vez que le tocaba cumplir su parte. Tenía miedo, en realidad no deseaba escucharlo. Pero lo haría. Antes que Sybille lo olvidara, antes que la profecía se perdiera. Tenía que hacerla hablar por el bien de la orden.

—¿Qué habéis visto?

—La rata devorará al ruiseñor. La sangre cubrirá el mediodía —le dijo lágrimas.

—¿Cómo?

—La rata... —dijo, y bajó la voz para que solo ella pudiera escucharla—. Si hubieras visto lo que yo... Grande y sucia, pero a la vez poderosa. Solo pensaba en destruir al hermoso ruiseñor. —La mujer no entendía mucho de esas profecías de Sybille, pero sabía que ella misma sabía lo sabría interpretar. Solo tenía que dedicarse a escuchar y no olvidar—. Y el pobre ruiseñor intentaba alejarse con las alas rotas buscando aliados, se arrastraba con las alas desgarradas y se quejaba. Lloraba de tanto dolor, hasta que al fin la sucia rata la devoró por completo. Había sangre por todos lados, tanta que cubrieron el mediodía hasta hacerlo rojo de la sangre derramada. La rata destrozaba al ruiseñor, lo desgarraba vivo. Y gozaba de su sufrimiento. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué horrible!

A Leonor le estremecía ver a la joven llorar de esa manera. Sybille soportaba esos terribles augurios desde que era niña. Todo empezó cuando predijo la muerte de su madre y hermana mayor, así como algunas cosas que pasaron y afectaron a Montpellier. Quizá por eso fue que su padre decidió hacerla monja y enviarla a los catorce años a la Abadía de Lagrasse, donde le enseñaron a leer y a escribir en oc, oíl y latín. Leonor ya se había resignado a no volver a verla, pero luego de dos años regresó a Montpellier sin haberse consagrado, y desde entonces apenas salía del castillo.

Así empezó todo. Ella también recibió instrucciones que cumplir en ciertos casos. Así supo de la orden. Porque Sybille regresó de la abadía sin ser novia de Jesucristo, pero trajo con ella algo tal vez peligroso. A la orden del Grial.

—Él tiene que saberlo —dijo de pronto Sybille sacándose las lágrimas—. Esto es urgente y la noticia tiene que llegarle lo antes posible.

—Y lo sabrá, pero ahora debéis descansar. Es tarde, vais a despertar a todo el castillo si...

—¡No! ¡Debe ser ahora! —exclamó desesperada—. No lo visteis, no lo entendéis. Debo ir por un pergamino, buscadme pluma y tinta. Se lo diré todo. Él sabrá qué hacer.

—Vamos a la sala de trabajo de vuestro padre. Y cuidado, muchacha. No debemos llamar más la atención —contestó en voz baja, la dama asintió.

Leonor la ayudó a salir de la cama, Sybille tomó las velas y ambas caminaron de puntillas fuera de aquella habitación. Joan de Montpellier, el padre de la joven, era quien se encargaba de la documentación y mensajería del castillo. Y Leonor sabía que también era parte de la orden aquella, por lo que no creía que hubiera algún problema en ir a escribir a su sala. Al contrario, si las descubría, intentaría ayudarlas en lo posible.

Aunque a Leonor le desagradara, sabía que Sybille tenía razón en la prisa y necesidad de escribirle al señor Bernard de Saissac. Hace un tiempo, justo antes de recibir su misión, el aya escuchó a la dama hablar con afecto de aquel caballero. Claro que estuvo recelosa, ¿por qué un hombre así visitaría a una dama soltera sin pretensión de matrimonio?

Fue él quien la sacó de la abadía de Lagrasse, convenció a su padre diciendo que ya no era un buen lugar para ella. Quién sabe qué artificios usó y de qué forma ese señor logró influenciar en la opinión del estricto Joan, quien insistió en hacerla monja desde la muerte de su hermana. Sybille decía que desde el momento en que lo conoció le inspiró confianza. Que lo había visto en sueños.

Leonor sabía que a Sybille siempre le había atormentado ese extraño poder que poseía. Que siempre se culpó, que se llamó a sí misma un instrumento del maligno. Se creyó diabólica y perversa, tal vez las monjas reforzaron ese pensamiento tan horrendo. Pero Bernard la trató diferente, eso le contó. En el camino le dijo que ella era especial. Que tenía un don que no podía perderse en esa abadía, entre personas que podían condenarla.

Sybille jamás pensó en aquella maldición de ver el futuro como un don. Ella siempre dijo que Dios era clemente con los humanos haciéndolos ignorantes de su destino, pero con ella hizo una excepción. Siempre se sintió menos, siempre fue la dama más rechazada dentro de las Montpellier. Hasta su poco agraciada y nada inteligente prima Agnes consiguió casarse con nada más y nada menos que con el vizconde Trencavel. Sybille solía lamentarse por eso, pensar que jamás tendría un esposo pues tenía que vivir condenada por ese castigo divino.

Hasta que llegó él y le dijo que eso no era un castigo, sino un precioso don. Que Dios daba a cada persona diferentes dones, y entre ellos estaba el de la profecía. Ella no era maligna, era un instrumento de Dios para hacer el bien y debía usar ese don para advertir a quienes estuvieran en peligro. Sybille prefirió créelo así, porque esa idea le daba alivio. Pero eso sí, con un don llegaban las responsabilidades. Nada de coqueteos de dama risueña, nada de finn' amor. Ella debía de cuidarse mucho, porque había personas en el mundo buscando la menor excusa para mandarla a la hoguera.

Así empezó todo. El señor Joan recibió instrucciones, Leonor también. Fue ventajoso que Sybille recibiera educación en la abadía, pues así podría estudiar ciertos asuntos secretos que el señor de Saissac le encomendaba. Leonor sabía lo mucho que a Sybille le gustaba la compañía de ese hombre, y por eso mismo siempre estaba presente para cuidar el honor de su muchacha.

El caballero, por más que le costara admitirlo, era más padre que el mismo Joan. Hasta a ella le gustaba escucharlo. Bernard le hablaba de las novedades de la cristiandad, y de la hermandad de los tejedores también (3). De las últimas trovas inventadas por Peyre Vidal sobre la misteriosa "Rosetesse", de las últimas conquistas de "la Loba de Cabaret", y de la belleza de Languedoc. De los muros de Carcasona. De la fortaleza de Cabaret en lo alto de la montaña negra. Del puente romano de Béziers, de los muros que parecían brillar cuando el sol caía en el atardecer. Leonor nunca salió de Montpellier, y solo esas palabras la hacían soñar con escapar algún día. Sueño que sin duda Sybille compartía.

Hasta les hablaba de su hijo, a quien ninguna conocía, pero él prometió llevarlo a visitarla ni bien regresara de París. Un muchacho formidable, decía Bernard. Guillaume se llamaba, y ya era todo un caballero, favorito en la corte franca y con amistades influyentes. A veces, cuando Sybille no se daba cuenta, Leonor la veía sonreír y suspirar mientras el señor Bernard hablaba de Guillaume.

Habían llegado ya a la sala donde Sybille podría escribir. Con cuidado, evitando hacer mucho ruido, buscaron alguna hoja de pergamino en blanco. Leonor se encargó de encender las velas cerca de la mesa, Sybille alistó la pluma y la tinta. Se había puesto más nerviosa, su mano tembló cuando tomó la pluma y la llevó a la hoja.

—Gracias, aya. Necesito que busquéis al mensajero. Tiene que salir antes del amanecer hacia Saissac, y no debe detenerse por nada del mundo.

—Sé a quién os referís, Sybille —contestó. Por supuesto. Montpellier estaba lleno de siervos de la orden. Desde señores y sus sirvientes, hasta mensajeros designados por el mismo Bernard. Ella sabía a quién dirigirse—. Pero dudo mucho que abran las puertas para él ahora mismo.

—Debo suponer que habrá algún santo y seña que el mensajero podrá decir para salir de la ciudad sin dificultades. Tal vez no hablo con todos, pero sé cómo funciona esto. Sé hasta donde ha llegado la influencia de la orden en Montpellier. Podéis decirle que el señor de Saissac lo recompensará con generosidad, sé que es algo que él haría.

—Por supuesto. Ya regreso.

Leonor salió en busca del mensajero, pero en verdad dudaba que fuera a encontrarlo. A esa hora un hombre joven debía de estar borracho, o durmiendo en alguna taberna de mala muerte. Tendría mucha suerte si lo hallaba dormido donde se suponía debía de estar. O si este acudía sin dudarlo a cumplir con su deber con la orden.

Tuvo suerte tal vez, o quizá fue la mano de Dios. Algo divino tuvo que intervenir para que todo estuviese dispuesto como debería de ser. Allí, donde los mensajeros solían dormir entre la paja, estaba el muchacho. Lo despertó con cuidado, y este se levantó de golpe. Aún somnoliento, le dio el santo y seña que le habían enseñado para los servidores menores de la orden. No fue necesario decir más. Urgente, Saissac, recompensa fueron palabras suficientes para que el chico empezara a alistar el caballo.

Leonor volvió de inmediato con Sybille, seguía preocupada por ella. Al acercarse a la mesa donde escribía notó que en algunas partes la tinta se había mezclado con sus lágrimas. Su caligrafía, siempre hermosa como la de un monje, aunque comprensible, no era la de siempre. Sybille había terminado de escribir, pero seguía nerviosa.

—Todo listo —le dijo de inmediato.

—Que llegue lo más rápido posible. Nadie debe ver esto, debe llegar intacto.

—Y así será.

—Esto es en verdad importante. ¡Que no se detenga!

—Tranquila, él también ha recibido instrucciones. Sé que esto es importante.

—¿Lo creéis en verdad? —Preguntó con temor, y Leonor se apresuró en asentir.

—No entiendo vuestras palabras, Sybille. ¿Qué terrible augurio es ese que habéis tenido? ¿Por qué parece que esta vez es peor que antes? Nunca os había visto así.

—No hay que ser una profetisa como yo para entenderlo —le dijo en voz baja, conteniendo las lágrimas.

Leonor lo pensó un poco. Una rata. Eso a veces significaba traición y muerte, o eso había escuchado decir a otras mujeres. Un ruiseñor, algo bello. Pero, ¿qué más? La sangre cubriría el mediodía. ¿A qué se refería Sybille?

El mediodía. El mediodía. ¿No era así como llamaban algunos a la tierra donde vivían?



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(1) Fragmento de El Cantar de la Cruzada.

(2) Laudes. Según la división del tiempo que hacía la iglesia, sería aprox. Las 3am

(3) Tejedores. Así llamaban en la zona de Languedoc - Provenza a los que en la actualidad se denominan cátaros, eso debido a que por lo general se dedicaban a tejer como manera de sustento. Albigenses es otro término, pero ese era usado por gente que no era de la zona. En esta historia usaremos ambos términos para los cátaros.

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Hello, hello, hello!!! Llegó al fin el día del estreno, ¡y estoy muy emocionada! ❤❤❤

Esta introducción es algo diferente a la original, se han agregado algunos datos, y más. Al final de los capítulos dejaré un breve glosario siempre que sea necesario. Ya cuando avancemos se irán acostumbrando a esos términos. Tranqui, que no las voy a atormentar con palabras desconocidas.

¿Qué les pareció? Cuéntenme o me da ansiedad xdd

El sábado, o antes espero, estaré actualizando el capítulo 1. Serán dos actualizaciones semanales 



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